XVIII
Señora: un hombre perseguido por la envidia y aborrecido de los injustos no puede reposar en donde sus tiros puedan herirle.
Fragmento de una carta de Godoy a la reina
Al llegar a El Capricho nos esperaba una desagradable sorpresa. Era un general francés que, escoltado por varios de sus hombres, venía a recitarme una misiva de orden del embajador Luciano Bonaparte. ¡Franceses y más franceses! Eran como cucarachas surgidas de entre las cloacas.
Michelle, Prévost, el jardinero, y otros tantos sirvientes franceses, al ver a los soldados se escondieron cual pequeños ratoncillos que huían de una águila al acecho. La mera presencia de los franceses había revivido su condición de exiliados por la Revolución.
Hacía días que el general campaba por Madrid fuertemente escoltado. ¿A qué tanta precaución? ¿No les habíamos dejado pasar por España solo para invadir Portugal? Pues terminada esa guerra, ¿qué hacían que no regresaban a su país?
Finalmente supe que aquel hombre de pelo crespo venía a invitarnos a París para los diversos festejos que a lo largo del próximo año se harían con motivo de la proclamación y posterior coronación de Napoleón como emperador. Al parecer nada menos que el papa Pío VIII iría a ungirle con los santos óleos. Con toda la delicadeza que pude, le pedí que transmitiese nuestras enhorabuenas al emperador y que nos excusara por nuestra ausencia, ya que graves asuntos nos impedirían viajar en los siguientes meses. Ni a Francia, ni a ningún otro lugar.
Al verle alejarse comprendí que aquella extraña invitación, hecha de palabra y carente de toda formalidad, probablemente no fuese más que una argucia para tantear nuestras tendencias. Por lo demás, faltaban todavía muchos, muchos meses para que tales actos tuvieran lugar, ya que finalmente, debido a toda la parafernalia que necesitó, la coronación no tuvo lugar hasta diciembre de 1804, más de un año después de tal invitación. ¡Menos mal que fui convincente en mi respuesta!
Y, con todo, no pude dejar de asombrarme en cuanto me quedé a solas: ¡Napoleón emperador! En un plazo vertiginoso había pasado de ser primer cónsul a cónsul vitalicio, y ahora nada menos que emperador. ¡Se igualaba a los reyes! Aquel hombre, por muy increíble que pareciese, ascendía aún más vertiginosamente que Godoy, y aquello no podía ser bueno.
Nada más regresar Pedro de La Granja le hice partícipe de la desagradable visita que habíamos recibido sin calcular que aquello pudiera llegar a entristecerle tanto. Y es que llovía sobre mojado, y no solo porque ya nadie recordaba el sacrificio que nos supuso equipar con nuestro dinero a un regimiento entero para que luchase en contra de los mismos gabachos que ahora se paseaban a sus anchas por España entera, ni siquiera porque aquella caballerosa hazaña nos hubiese endeudado durante décadas; además, mi esposo traía ahora una novedad que yo aún desconocía y que echaba por tierra todas nuestras esperanzas: la desgracia nos cercaba sigilosamente, puesto que, de forma inesperada, se habían truncado los planes que recientemente habíamos urdido en La Granja contra el valido y los reyes.
Según me explicó mi amado esposo, lo que sucedió después de mi partida fue que todas nuestras conspiraciones se fueron al traste al ordenar sus majestades el destierro indiscutible de la corte del preceptor del príncipe de Asturias, Escóiquiz, por un período de un año, tres meses y tres días. El motivo en el que se habían escudado para imponerle semejante pena no fue otro que la firme creencia de que, como preceptor, estaba malmetiendo al príncipe con ciertas ideas tan absurdas como poco recomendables. ¿Cuáles? ¿Tendríamos acaso algún espía entre los nuestros que informaba a Godoy y a los reyes de nuestros planes de derrocarlos? Por mucho que los conjurados nos preguntamos entre nosotros y por mucho que Pedro y yo nos interesamos ante los reyes fingiendo fidelidad y un asombro inusitado por la existencia de conspiradores, nunca obtuvimos una respuesta satisfactoria. La sombra de la sospecha estaba sembrada sobre nuestras cabezas.
Lo cierto era que, si su intención había sido cortar de cuajo cualquier intento de sedición, lo habían logrado, porque los conjurados jamás podríamos perseguir nuestros objetivos sin el constante apoyo del maestro que, a la vera de don Fernando, se había ganado su confianza.
Al duque de Osuna todas estas nefastas noticias le afectaron en gran manera. Procuré que se evadiera de los problemas jugando con sus nietos, visitando a nuestras hijas casadas, que parecían haberse propuesto colmarnos de nietos. Y durante unos meses, vivimos así, relativamente en paz, inmersos en nuestros quehaceres cotidianos y en nuestra cada vez más intensa vida familiar como amantes abuelos orgullosos y entregados. Y creo poder asegurar que, pese a todo, pese a la situación política y al desencanto con nuestros reyes, fui feliz.
Sin embargo, poco duró esta paz, pues, tal vez debido a su desilusión, a que los ánimos de los conjurados parecían haberse enfriado o al desagradecimiento de nuestros reyes para con aquellos que tanto les ofrecimos cuando lo necesitaron, mi esposo enfermó. Yo no podía creerlo, estaba convencida de que mi marido se había restablecido totalmente de la enfermedad que había padecido durante nuestra estancia en Francia, pero el destino es cruel y, tanto tiempo después de haber regresado de París, mi amado esposo volvió a recaer, y fue a hacerlo precisamente el día que enterrábamos a Luigi Boccherini. El maestro había fallecido el 28 de mayo de aquel 1805 y, aunque según sus últimas voluntades le hubiese gustado que lo enterraran en la iglesia de San Francisco de Lucca, su ciudad natal, nos fue imposible cumplir su deseo, ya que no podíamos sufragar los costosos gastos de su viaje postrero a la Toscana, por lo que decidimos darle ocasional sepultura en la iglesia de San Justo, ubicada en la calle del Sacramento.
A la salida de la iglesia, y al son de los violines que tocaban la Música nocturna de las calles de Madrid de Boccherini, Pedro sufrió un desvanecimiento. Fue como si, al ascender, el alma de nuestro músico preferido hubiese decidido prenderse de la de su benefactor, porque desde entonces Pedro no levantó cabeza.
Puesto que ningún barbero, sacamuelas o sangrador de los que nos recomendaron para mitigar sus males logró sanarlo, decidí recurrir única y exclusivamente a médicos cirujanos, aunque, por mucho ímpetu que pusieron en ello, tampoco lo consiguieron. Muy a mi pesar tuve que aceptar la realidad: a mi marido se le escapaba la vida a raudales y solo me quedaba el consuelo de amarle, acompañarle y cuidarle hasta su cita con la muerte durante el largo año y medio que duraría su enfermedad.
Por las mañanas, con la gaceta en las manos y sentada en un escabel a los pies de su cama, le animaba ocultándole las malas noticias y engrandeciendo las buenas:
—¡Por fin parece que se reciben noticias de la expedición filantrópica del doctor Balmis y sus veintidós huérfanos! Parece ser que en septiembre zarpó del puerto de Acapulco con destino a Filipinas, y de allí pretende ir a China. ¿No es maravilloso que sea precisamente un español el que haya propagado la salvación de la mortal viruela a medio mundo?
—Una idiotez al lado de los susurros independentistas que nos llegan de México —mascullaba frunciendo el ceño.
Sin derrumbarme ante su persistente ofuscación, procuraba alegrarle con la narración de cualquier otra aventura similar, pero para él todas eran minucias comparadas con la intención de los ingleses de arrebatarnos Manila y Filipinas para hacerse con el comercio en Oriente.
Se alteraba tanto por tan poca cosa que no quise informarle de la catástrofe acontecida en Trafalgar aquel 21 de octubre de 1805, pero sabe Dios cómo se enteró… ¡Qué más quería para regodearse en ese pesimismo que yo capeaba hasta el hastío! Está enfermo y amargado, Pepa, y por eso mismo no has de tomarle en cuenta sus desaires, me decía a mí misma una y otra vez para poder seguir soportándolo.
—¿Y dices, Pepa, que todo pasará, que todo es efímero, que hay muy pocas cosas que no tengan solución? —me recriminaba él desde su lecho—. Pues mira lo que resulta de este conformismo: aún no hemos asimilado el desastre de nuestra armada en el cabo de San Vicente y resulta que viene una calamidad mayor a emularlo.
Aunque su malhumorado talante me esquilmaba, lo cierto era que tenía razón, por lo que no pude contradecirle.
—Por una vez opino igual que tú, querido. De seguir así, ese almirante Nelson terminará por hundir los últimos vestigios de la que un día fue la armada más importante del mundo. Si al menos nuestros aliados franceses nos ayudasen contra ellos…
Mi esposo resopló:
—¿Napoleón ayudando a alguien? —Sujetándose el estómago con una mueca de dolor refunfuñó—: Ese hombre de lo único que sabe es de conquistas y masacres. Solo puede ser por el miedo a que seamos sometidos por lo que Godoy se empeña en este absurdo hermanamiento. ¡Cobarde! Este dislate que a los gabachos les suena a victoria para nosotros es la debacle.
—Ojalá a Napoleón se le enquiste la guerra en la próxima batalla —conjeturé.
—Considerando todos los frentes que tiene abiertos, sería lógico que así fuese, pero ya nada es normal, quién sabe. Ese hombre parece haber hecho un pacto con el diablo para dominar el mundo. ¡Pues que se vaya al infierno y nos deje en paz!
Pedro se mostraba tan vehemente al tratar estos temas que las venas de las sienes se le hinchaban, enrojecía y le faltaba el resuello. Procuré calmarle pasándole una toalla húmeda por la frente.
—Lo peor de todo es comprobar que muchos de nuestros amigos, en vez de preocuparse por los triunfos del ejército invasor, los celebran con ellos —comenté.
Él, comenzando a calmarse, me besó la mano.
—¿Qué fue de tu talento para fijar modas y modismos? ¿Es que ya no quieren las señoras de la corte imitar a la mía? Antes, cuando Cayetana vivía, las tendencias se bifurcaban, pero ahora solo te tienen a ti como ejemplo para seguir. Solo has de convencer de su error a las que aún se consideran afrancesadas.
—Te juro, Pedro, que lo he intentado. —Cabizbaja, sentí decepcionarle—. La última vez que probé suerte fue en la reunión de Damas de la Sociedad Económica, pero sentí como si intentara razonar con una tapia. Nuestro ejemplo debería servirles: todas saben que antes de ir a París éramos fieles seguidores de todo lo francés y que, después de haberlo vivido tan de cerca durante más de un año, nos ha defraudado tanto que lo aborrecemos. Pero no me escuchan y tampoco parecen sentirse afectadas por el despotismo con el que nos tratan los gabachos, por lo que siempre tienen una palabra guardada para excusarlos.
Por fin calmó su mal humor, posiblemente para consolarme a mí del mío:
—Tanto ellas como sus maridos son vetustos botarates que, creyendo que suben al carro de lo moderno, dan la espalda a su reino. Nunca hemos sabido sacar el debido provecho de todo lo bueno que tenemos, y mucho menos se lo hemos sabido mostrar al resto del mundo. ¿Qué esperas entonces? Solo son interesados que se las prometen gloriosas siendo amigos de nuestros enemigos, ilusos afrancesados incapaces de ver cómo esta mancha gabacha aceita todo lo que a su paso encuentra. ¡Es que no ven más allá de sus narices! Ahora le toca a Nápoles impregnarse de ella, y ya verás cómo acabarán aceptando sin apenas oposición la imposición de José Bonaparte como su rey. Rey ese que es…, perdóname, Pepa, pero son tantos los despreciables adjetivos que me vienen a la mente para describir a este hombre que se me traba la lengua.
Intenté calmarlo:
—Quizá sea porque aquí son muy pocos los que han oído hablar de este hermano de Napoleón.
—¡Si fueran listos, podrían al menos preguntarnos algo sobre él a nosotros, puesto que lo conocimos en París! ¿Es que no se dan cuenta acaso de que no termina en este la prolífera descendencia de la madre del emperador de los franceses? ¿Cómo es que no ven que, como a José, Napoleón pretende entronizar a todos sus hermanos? No hay que ser demasiado inteligente para imaginar que quizá esté pensando en colocar al mariscal Murat, marido de su hermana Carolina, en nuestra corona.
—¡Qué idiotez! ¡Un francés ocupando nuestro trono!
—¿No fue el caso de Felipe V cuando nos quedamos sin Austrias de los que tirar?
—No es lo mismo, aquel tenía sangre real y, a pesar de ser Borbón, descendía de una Austria.
—Lo mismo que tú pensaban en Italia y fíjate con qué se encuentran hoy. —Pedro me observó con ironía—. Son tantas las victorias de Napoleón en tan poco tiempo que, de seguir así, llegará un día en que no le queden parientes a quienes coronar.
Pasándole otra vez la toalla por la frente pensé que deliraba. No suponía entonces lo cercana que esa locura suya podía estar de nuestro destino.
Otra mañana intenté distraerlo de tanto asunto de Estado sorprendiéndole con el último retrato que Goya acababa de pintar a nuestra hija Joaquina: recostada en un sofá encarnado, vestida con un escotado modelo blanco, tocada con una corona de flores y tocando una original guitarra que, por su forma, parecía una lira que pretendiera demostrar su equilibrio.
De muy poco sirvió mi intento de animarle. Tirando una almohada en dirección a la pintura, gritó:
—¡Qué obscenidad! ¡Si hasta el ombligo se le insinúa! Nuestro yerno, el marqués de Santa Cruz, debería haber puesto orden en esta concupiscencia antes de verlo terminado. Mándale a él el cuadro, que yo me niego a colgar a nuestra hija en paños menores entre el Van Dick y el Rubens. ¿Es que no ha aprendido el maestro, después de que le decomisaron todas sus estampas de los Caprichos, que los desnudos no están bien vistos?
Yo contemplé el óleo largamente y, por más que busqué retazos de indecencia, no pude hallar en él nada más que dulzura en el rostro retratado de Joaquina. Su hermana Manolita, presente y sin comprender aún el permanente mal humor de su padre, fue la única que se atrevió a insinuar lo que los demás no nos atrevíamos a decir:
—Sinceramente, padre, no creo que atente contra el recato.
Pedro le dedicó una mirada cargada de desprecio:
—¿Quién te ha preguntado? —La única hija que nos quedaba en casa se encogió de hombros sin atreverse a contestar—. ¡Pues cállate, que ya decidirás en tu casa cuando te cases!
Con los ojos desbordados de lágrimas, nuestra hija, aún una niña de once años, salió corriendo de la estancia. Manolita seguía siendo demasiado joven como para saber cuándo no era el momento oportuno para hacer una crítica.
Él, que siempre había sido optimista ante cualquier desgracia, antes tan mesurado y bienhumorado, había perdido ahora definitivamente esa sana cualidad por culpa de su enfermedad. En los últimos cuatro años parecía haber envejecido quince, y los achaques de su cuerpo en declive le estaban convirtiendo en un solitario cascarrabias que apenas quería ya salir de casa.
Era una preciosa mañana de mayo, poco faltaba ya para despedir a la primavera en El Capricho. Aprovechaba yo que los lilos estaban cuajados de flores para supervisar los ramos que Prévost cortaba cuando, al oír un extraño sonido a lo lejos, le rogué silencio. Allá, en la distancia, se oían una, dos… Todos los campanarios de las aldeas cercanas tañían a difunto, y eso solo podía significar que un miembro de la Casa Real había fallecido.
Apenas tuvo tiempo la curiosidad de picarme cuando Michelle llegó jadeando: la joven princesa de Asturias había muerto en Aranjuez de una tuberculosis a los veintidós años de edad, y lo más extraño era que la misma mañana del día de su muerte, aquel 21 de mayo de 1806, el boticario de la princesa había aparecido colgado en su casa.
Desde el asesinato de su prometido, Michelle veía delitos en todas partes. Normalmente solo eran fruto de su imaginación, pero aquella vez bien podría ser cierto que oscuras maniobras se ocultaban tras esas muertes: ¿podría la reina haber ordenado el velado asesinato de su nuera? Capaz era de aquello y de mucho más, sobre todo desde que, en tiempos recientes, la tirria que se tenían nuera y suegra se hubiera exacerbado, fundamentalmente a raíz de que su majestad se mofara tan cruelmente del segundo aborto de la princesa, acaecido el año anterior. En público y a carcajadas contaba que no había derramado en el mal parto más sangre que la que cabía en un dedal, que el feto era tan pequeño como un grano de anís seco, que el cordón umbilical se veía como hilacha de limón y que, para más chasco, el rey tuvo que ponerse los anteojos para verlo. Cualquiera diría que incluso se alegraba de que el príncipe de Asturias aún no tuviese descendencia.
Lo más preocupante era que ahora el príncipe Fernando, viudo y sin Escóiquiz, que continuaba desterrado, quedaría a merced del pernicioso influjo de su madre, algo que a más de uno quitaría el sueño, y más todavía desde el otorgamiento que los reyes habían realizado para darle a Godoy el mismo tratamiento que a su primogénito. ¿Habría renunciado el Choricero, ahora convertido en alteza serenísima, al reinado de los Algarves para soñar con el de España?
Fue primero Pedro quien pensó en Murat coronado, pero ahora era yo quien sentía la amenaza en Godoy.
¿Por qué veíamos testas coronadas en todas partes y ninguna era la del rey actual? ¿Sería por la endeble personalidad que demostraba tener don Carlos? ¿Por su apatía o su falta de sacrificio para con España? El patético monarca ya rezumaba tanta debilidad por sus cuatro costados que hasta el pueblo llano, a pesar de no tratarle muy de cerca, lo percibía.
Cuando a las pocas horas el silencio prevaleció sobre todo tipo de insinuaciones acerca de la verdadera causa de la muerte de la princesa de Asturias, pensé que, habiéndose suicidado el único hombre que hubiese podido desmentir que se trataba de un asesinato, como en tantas otras ocasiones tampoco llegaríamos a saber la verdad. Quizá aquel médico tampoco se había quitado la vida solo. Lamenté que no hubiese sido la misma reina la difunta.
Antes de darle cristiana sepultura en el panteón de El Escorial, decidieron exponer el cadáver de la joven princesa en el Palacio Real de Madrid para que todo el que quisiese despedirse de ella acudiese a hacerlo. A punto estaba de salir de casa por ese motivo cuando el cirujano me detuvo. Pedro sufría otra de sus recaídas y esta vez parecía seria.
Aunque me hubiera gustado acudir a los sepelios reales, no lo dudé: lo más importante era siempre mi familia. Despojándome de capa y tocado corrí a sus aposentos, donde hallé a Pedro lo bastante consciente como para recibirme malhumorado por mi tardanza, y es que aquel solo resultó ser uno de los múltiples sustos, esos que siempre sirven para sobresaltar a la familia y prepararla para lo inevitable.
La agonía de mi amado esposo fue larga. Tardaría otros eternos siete meses en despedirse definitivamente. Fue un tiempo en que en más de una ocasión me enojé con Dios por no disponer de su alma y dar fin a sus sufrimientos. El momento más duro fue cuando los médicos y cirujanos me prohibieron terminantemente compartir lecho a su lado y tuve que conformarme con descansar en un jergón a los pies de su cama.
Los dos sabíamos que no nos quedaban muchos amaneceres juntos y, cuando el día de los Reyes Magos de 1807 Pedro cambió ese ceño permanentemente fruncido por una cariñosa sonrisa, supe que era su regalo de despedida.
Nos dejó el mismo día que mi propia madre había elegido para hacerlo diez años atrás, y el mismo también en que toda la familia unida habíamos regresado de París. Quiso así la casualidad que el 7 de enero se convirtiese en una de las fechas más señaladas de mi vida.
Expuse el cadáver de mi llorado Pedro en la capilla de Nuestra Señora de la Soledad del convento de Nuestra Señora de la Victoria, y fueron precisamente los oficiales de las Reales Guardias Españolas, que habían estado a su mando, los que se empeñaron en llevar a hombros su ataúd hasta la iglesia de San Isidro, donde le enterré junto a todos nuestros niños.
A la salida del sepelio, María Teresa, junto con mis hijos y nietos, quiso acompañarme hasta nuestra casa de la Cuesta de la Vega. La condesa de Chinchón ardía en deseos de contarme algo que no debía de tener nada que ver con nuestro luto y por delicadeza se callaba, pero yo se lo noté y le puse las cosas fáciles:
—Ponedme al día, que después de haber estado tanto tiempo entregada en cuerpo y alma a los cuidados de Pedro necesito brisas de esperanza.
Me lo agradeció con su dulce expresión de frustración siempre contenida.
—¿Empiezo por la buena? —preguntó.
—Mejor empezad por la mala, que así después me será más fácil olvidar su amargor.
Antes de empezar a hablar ya estaba indignada:
—Manuel ha pedido a los reyes un título para la Tudó y, como son incapaces de negarle nada, le han concedido dos, uno para cada uno de sus bastardos. Imaginad, ¡ahora tengo que compartir casa y comida con la condesa de Castillofiel y vizcondesa de Rocafuerte!
No pude evitar sonreír.
—La elección de los nombres tiene guasa —comenté.
—¡Como no se conforman con herirme, ahora me insultan! Va a resultar que la fiel y fuerte es esa meretriz del tres al cuarto y no yo, que llevo años soportando que ambos me humillen.
Comprobé, no sin cierto resquemor, que María Teresa seguía igual: el tiempo pasaba y ella parecía regodearse en su dolor. ¿Por qué no los ignoraba a todos tal y como yo le había aconsejado después de que la reina le prohibió separarse de su marido? No, ella seguía enredada en las viejas rencillas de siempre y no había manera de que le resbalasen. Al oírme suspirar con desesperación comprendió que tenía que cambiar de tema.
—Al menos me queda el consuelo de que Manuel haya pensado en casar a mi hermana con el príncipe Fernando, ahora viudo. Dicen que la reina la prefiere a ella antes que tener que enfrentarse a otra extranjera. ¿Os imagináis? Con ella en palacio mi vida se hará mucho más llevadera, y además contaremos con una nueva aliada para la causa.
¡La causa! Se refería sin duda al derrocamiento de los reyes y Godoy en pro del príncipe Fernando, lo cual no dejaba de sonar extraño en boca de la mujer del príncipe de la Paz. Lo que ella no alcanzaba a entender era que su hermana no estaba ni mucho menos preparada para fraguar a solas una conjura de semejante calado. De pronto, una pregunta me vino a la mente:
—¿Ha cumplido Escóiquiz ya con su condena de destierro?
Ella asintió.
—Como todos ansiábamos, ya está de nuevo en palacio junto al príncipe.
Al saberlo me sentí mucho más tranquila. De nuevo Fernando estaba bien asesorado. Por fin la crispación de algunos, como mi propio yerno, el marqués de Santa Cruz, o de mi pariente, el duque del Infantado, podría soltar las riendas del bocado que durante todo el año pasado habían tenido trincadas. Recordando el estrepitoso fracaso de la conjura que años antes Malaspina tramó contra los reyes, anhelé su triunfo.