II
Suave sería el labio de mi musa
modular solitario sus congojas,
al son del agua y silbo de las hojas
de selva y río en variedad confusa;
tal vez allí la ilusa
copia de mis pesares,
en tan nuevos cantares
sanara que envidioso a mis recreos
el ruiseñor, en circulares giros
bajara y repitiera entre gorjeos
lo que yo le cantara entre suspiros.
Juan Bautista Arriaza,
Recuerdos de Amor
Aquella mañana, huyendo del estrépito que en el interior de casa montaban los decoradores al desembalar los muebles chinescos, relojes y chimeneas que acababan de llegar de París y Londres para decorar mi palacio de El Capricho, decidí salir a pasear por los jardines. A raíz de mi embarazo, nuestro médico me había recomendado caminar con frecuencia, pues, según decía, resultaba bueno en mi avanzado estado de gestación.
Bordeé la fuente de las Ranas para seguir camino de la plaza de los Emperadores. Allí, en lo alto, cual pétreos y eternos guardianes, media docena de bustos romanos que traje de mi palacio de Gandía vigilaban la entrada. Su siempre despótica mirada achantaría a cualquiera que viniese con dudosas intenciones, o al menos eso era lo que yo pretendía cuando ordené que los pusieran allí. Ligeramente cohibida por el peso de aquellas inquisitivas miradas, decidí girar a la derecha en busca del hombre encargado de moldear el paisaje a mi antojo. Después de un invierno tan lluvioso, resultó una más que exuberante primavera en la que los árboles del amor tiñeron de frambuesa sus copas, los lilos de morado los senderos, y los pétalos desprendidos de la flor de los castaños de blanco la verdosa superficie de los estanques. Aquel otoño, como queriendo emular a las estaciones pasadas, también quiso teñir la naturaleza de una hermosura embriagadora. Los árboles del amor teñían de rosa sus copas y los cuajados lilos perfumaban el sendero. La cálida brisa posaba los pétalos desprendidos de la flor del castaño de Indias sobre el agua de los estanques, en los que parecía haber caído una nevada tardía.
No tardé en encontrarlo frente a la tapia. Pierre Prévost vociferaba indignado por algún grave error que los albañiles habían cometido en la canalización de las aguas.
—¡Vaya con el gabacho! —Pude oír que respondía el artífice del desaguisado—. ¡Si al menos se explicase en cristiano, lo mismo le entendíamos! ¿Qué es lo que quiere? ¡La falúa llega a donde tiene que llegar arrastrada por la corriente y no hay más que hablar!
Prévost, ruborizado por la rabiosa impotencia, pataleó con las palmas de las manos extendidas hacia arriba en señal de desesperación. Rebuscando bajo su casaca resopló antes de secarse el sudor de la frente con un pañuelo cuajado de encajes. Demasiados y ya pasados de moda desde la decapitación de los reyes franceses, pensé. Su enojo revelaba su regular dominio del castellano.
—Mon dieu! ¡Así su excelencia nunca tendrá lo que quiere! ¡Un paraíso en cada recoveco es lo que dijo, y yo lo he diseñado! ¿Y qué es esto? ¡Dije románticos riachuelos, no burdas acequias!
Desde mi discreta posición pude distinguir la expresión de besugos de aquellos hombres, que, desconociendo por completo el gusto por una determinada estética, solo buscaban la simple utilidad de sus obras. Decidí no intervenir, ya que esas disputas eran una constante y, aunque no lo supieran, aún les quedaba mucho más por hacer en aquellas veintiuna fanegas. Seguirían trabajando hasta el día en que mis caprichos dejasen de nacer, cosa que, conociéndome, probablemente no ocurriría hasta que anduviese con un pie en la tumba.
Cansada de caminar, me dirigí hacia la casa de las cañas dispuesta a retomar mi lectura del día anterior. Apenas había pasado una página, allí tumbada en mi chaise longue, cuando oí cómo por el sendero avanzaba lo que parecía un regimiento. El sonido de las espuelas y el del metal de los sables al golpear las botas eran inconfundibles. Irrumpieron de tal modo que las dos macetas que flanqueaban el paso del atrio cayeron estrepitosamente.
—¡Pepa, por fin os encuentro! —Me llegó desde el exterior una voz masculina—. Y no ha sido fácil en este capricho de derroches que os habéis propuesto construir.
Por sus palabras, reconocí al intruso de inmediato. No era difícil dado el marcado acento extremeño de Godoy. Aquel advenedizo podría haberse dirigido a mí como su excelencia la condesa marquesa de Benavente o haber mencionado cualquiera de mis dos principados, nueve ducados, seis marquesados, diez condados o el vizcondado. Podría, acaso, haber recurrido a los cuatro títulos de mi marido, don Pedro de Alcántara. Pero, para aquel joven descastado, María Josefa de Pimentel solo se llamaba Pepa. Tal y como iban las cosas, no tardaríamos en verle tutear a la reina María Luisa en público, pero no fue eso lo que más me incomodó de su inesperada aparición, sino que por toda presentación solo se le hubiera ocurrido hacer una lamentable referencia a mi despilfarro.
Yo sabía que podía vérseme perfectamente desde fuera, de modo que alcé la mano, como invitando a entrar a Godoy, al tiempo que, sin levantar la vista de mi libro, le contestaba:
—«El consumo del rico anima a la industria popular y traslada los fondos de una mano opulenta a otra menesterosa». —Cerré el libro con un golpe—. Es una de las reflexiones más sabias a las que don Juan Sempere llegó en su estudio económico sobre el lujo y las leyes suntuarias. Si Floridablanca le hubiese hecho caso en su momento, otro gallo cantaría. Supongo que publicar ese tratado tan progresista un año antes de la Revolución francesa no le ayudó en absoluto… Pero, en fin, cambiemos de tema: ¿a qué se debe este honor?
Se acercó, me arrancó sin la más mínima cortesía el libro de las manos y leyó el título.
—¿Disimulabais acaso? —me recriminó con ironía—. No es a Sempere a quien leéis, sino a Rousseau, ¿es que no sabéis que el Santo Oficio ha prohibido esta lectura? Podría ordenar que os detuvieran por el simple hecho de tener esta obra en vuestro poder, aunque no os hubierais atrevido ni siquiera a abrirla.
Por fin alcé la vista y, muy despacio debido a mi avanzado embarazo, comencé a levantarme.
—¿Es que el príncipe de la Paz no sabe que hace mucho tiempo que tengo bula de su majestad para ello? —le respondí—. Es extraño sabiendo que de palacio no sale un documento firmado por sus majestades sin que vuestro bufete lo haya revisado previamente. Además, qué importa ya si leo a franceses prohibidos; después de haber firmado la Paz de Basilea con Napoleón y de nuestra alianza con los franceses en el reciente Tratado de San Ildefonso del pasado agosto, estas lecturas deberían estar permitidas.
Godoy, ofendido, se defendió de inmediato:
—Deberíais saber que lo firmamos para terminar de una vez con la guerra del Rosellón y para liberar a Cataluña, Navarra y las Vascongadas de la invasión francesa y de la amenaza de su república. Lo hice para defender a los reyes de su insidioso acoso. Pero qué importa cuáles fueran mis nobles motivos. Aquí, como siempre, hagas lo que hagas prevalece el reproche.
—Decid y haced lo que queráis. —Terminé de levantarme sujetándome los riñones con ambas manos—. Solo espero que sepáis llevar a cabo vuestra tarea mejor que Floridablanca y que Aranda. Espero también que la muerte del general Ricardos y la entrega a Francia de la mitad de la isla de Santo Domingo no hayan sido en balde.
Impaciente y cansado de escucharme, Godoy alzó el libro ante mis narices con el fin de recordarme mis contradicciones y me reprendió:
—El miedo nunca es buen consejero. Pero ¿por qué desconfiáis tanto de nuestros vecinos si luego os ilustráis con sus enseñanzas?
—Una cosa es la cultura y otra la ambición de los franceses, y hay que estar muy ciego para no ver que de eso andan bastante sobrados. —Me calcé los chapines de raso—. ¿Qué os induce a pensar que después de invadirnos una vez no lo intentarán de nuevo? Mirad lo que hacen, si no, con el resto de Europa. ¿Por qué hemos de ser nosotros diferentes para ellos?
Incómodo, chasqueó la lengua.
—Eso son simples hipótesis que se desbaratan precisamente con la firma de esta alianza.
Cansada de discutir, extendí la mano hacia él.
—Manuel, haced el favor de devolverme el libro. No querréis disgustar a una preñada, con lo que eso puede acarrear. Mirad que este es mi undécimo embarazo y pienso sacarlo adelante, dado que solo tengo cinco hijos vivos.
—¿Queréis acaso emular a la reina? —preguntó, con un cierto tono de burla en su voz.
No era un secreto que la reina María Luisa vivía permanentemente embarazada. Pero, aparte de en eso, esperaba no coincidir en nada más con ella. Fingí no sentirme aludida por tan desafortunada comparación:
—¡Qué estupidez! Mi lealtad a la corona está bien probada. Nunca he intentado superar a la reina en nada, pero, como bien sabéis, la lacra de la mortalidad infantil nos obliga a engendrar el mayor número de hijos posible. ¿Cómo, si no, perpetuaríamos nuestros linajes? Si Dios nos otorgó el don de la fertilidad es para explotarlo.
Con incrédula displicencia y no poca crueldad, el mal llamado príncipe de la Paz escondió el libro tras su espalda para tentarme de nuevo.
—Su majestad nunca leería a Rousseau.
No me pude contener:
—Dudo que ni siquiera le suene el nombre.
Tendría que haberme mordido la lengua antes de pronunciar frente a su protegido semejante verdad, pero lo cierto era que, quizá por nuestros dispares intereses, nunca nos habíamos tenido la una a la otra en alta estima. No recordaba ni una sola conversación interesante con la reina, y Godoy, como hombre culto que era, lo debía de intuir. Por otro lado, sabía que su majestad me acusaba de metomentodo y, sobre todo, de inmiscuirme en negocios que deberían estar exclusivamente reservados a los hombres. ¡Como si ella no se entrometiera en los del rey!
Sacándome de mis pensamientos, Godoy me preguntó con una sonrisa ladina:
—Así pues, ¿insinuáis que la reina no lee?
Era su tercer jaque, su tercer reproche acerca de pensamientos que yo ni siquiera había llegado a convertir en palabras. Fue en aquel preciso momento cuando comprendí que no venía para nada bueno. Esta vez me obligué a contener mi lengua y a esperar, dejándole a él la iniciativa de la conversación, y Godoy se dio cuenta de que me había ganado terreno.
—Querida Pepa —dijo entonces, sin perder la sonrisa pero con marcada zalamería—. No era mi intención venir a vuestro recoleto lugar de descanso para importunaros. Os aseguro que olvidaré esta desagradable conversación acerca de vuestras lecturas y de la reina, siempre y cuando me ayudéis a buscar algo que quiero encontrar sin levantar demasiada polvareda.
Arqueé las cejas intrigada. ¿Es que había algo en la vida que Godoy no pudiese lograr? Tenía al rey dominado, y no era un secreto que la reina suspiraba por sus huesos desde hacía años.
—Sabéis que no soy mujer que se rinda a los chantajes. Devolvedme el libro y después, si queréis, me contáis lo que os preocupa.
Como un adulto que consiente al reiterado suplicar de un indefenso niño, lo puso en mi mano con galantería.
—Os lo devuelvo, aunque me extraña que lo sigáis a pies juntillas sabiendo lo misógino que se muestra en ocasiones.
—La Ilustración, si en algo se destaca, es en el reconocimiento de ciertos valores femeninos que hasta ahora se nos había negado —le contesté apretando el tomo contra mi pecho, y me encaminé por delante de él a la orilla del lago, pues no deseaba que viera en mi rostro lo interesada que de pronto estaba en aquella conversación que tanta curiosidad estaba empezando a provocarme—. Si el maestro suizo a veces nos resta protagonismo, no creo que tengamos que tomárselo en cuenta, pues, por muy sabio que sea, siempre se puede equivocar en algo. Solo hay que dar tiempo al tiempo para que este desbocado río de novedosos ideales se encauce.
Suspiré posando la mirada en el reflejo que nuestras figuras dejaban sobre el agua y aguardé a que llegara a mi altura. Godoy pareció no querer entender mi metáfora y, tras ordenar a su séquito que le esperasen, me tendió el brazo para que me asiera a él y pudiéramos pasear juntos como si fuéramos buenos amigos, algo que sin duda estábamos ambos muy lejos de sentir.
A pesar de mis reticencias hacia él, debo reconocer que era por aquel entonces —hacía apenas unos meses que había cumplido los veintinueve— un hombre bien parecido, agradable, inteligente, tremendamente ambicioso y amante de toda mujer que le pudiera otorgar algo.
Caminamos en silencio hasta una pequeña loma donde le señalé el templo de Venus, adonde podríamos subir siguiendo un sinuoso camino. Comencé a ascender resguardada bajo mi sombrilla cuando Godoy se separó de mí para trepar campo a través pisoteando cada una de las flores que decoraban la ladera. Al llegar arriba sonrió:
—Da vértigo.
Enfadada por el estropicio que había causado, ladeé la sombrilla y le contesté:
—Todo ascenso rápido sin medir las consecuencias suele provocar una estrepitosa caída.
Manuel se carcajeó.
—¿Es otra alegoría?
Me obligué a responderle sin dar demasiada importancia a mis palabras, a pesar de que, en los ocho años transcurridos desde que Carlos IV había sucedido a su padre, Manuel había pasado de ser un simple guardia de corps a cadete supernumerario con servicio en palacio, coronel de caballería, comendador de la Orden de Santiago, mariscal de campo, gentilhombre de cámara, teniente general y, por si todos esos títulos fueran pocos, recientemente había sido agraciado con el ducado de Alcudia y el principado de la Paz, además de las condecoraciones de Carlos III y el Toisón de Oro que adornaban su pechera.
—Interpretadlo como queráis, Manuel —dije al fin—, pero lo cierto es que a los hombres como mi marido, el duque de Osuna, que arriesgaron su vida en Gibraltar y en la toma de Menorca contra los ingleses, o en el Rosellón y en Navarra a las órdenes del general Urrutia contra los franceses, aparte de haber sido agraciados con el Toisón de Oro, no se los ha homenajeado como a vos.
—No basta con el sacrificio —ladeó la cabeza con suficiencia—, también hay que saber inclinar la cabeza ante los reyes, y eso es algo que parece costar mucho a los nobles más antiguos de esta corte. ¿Será por vanidad?
No pude contenerme.
—Yo diría que más bien por orgullo, y por el desencanto que últimamente provocan las coronas a las que debemos lealtad.
Se rascó la barbilla como si estuviese meditando en voz alta:
—Eso suena a república. Algo impensable en boca de una mujer a la que, de desaparecer la monarquía, se la privaría de todos sus títulos.
Por mucho que me costase reconocerlo había dado en el clavo, pero admitir que no era eso precisamente lo que quería decir, sino que cualquier hijo de los reyes probablemente gobernaría mejor que sus padres, pondría en un grave aprieto al príncipe de Asturias. Corté por lo sano.
—¡Qué labia tenéis para desviar los cauces de las conversaciones! No era de mis pensamientos de lo que hablábamos, sino de vuestros rápidos ascensos. Miraos: ¡si apenas tenéis tiempo de estrenar un uniforme cuando un nuevo nombramiento demanda otro!
—Si os abstuvieseis de juzgar a la reina, quizá vuestro marido conseguiría el reconocimiento que demandáis para él.
—¿A la reina o a vos, su excelencia? —Tuve tiempo de replicar mientras, ya arriba, tomábamos asiento entre las columnas.
Se trataba del punto más alto de mi jardín. Desde allí lo dominábamos todo y a todos sin temor a que nadie nos oyera. Godoy me miró directamente a los ojos para rebatir mi último comentario:
—Vuestro sarcasmo no me afecta. ¿O es que a vos también os corroe la envidia?
—No confundáis las cosas, Manuel. Solo os deseo el bien y sentiría mucho que todo se truncase por vuestra excesiva confianza —tuve que decir para aplacarle y no despertar su peligrosa ira—. Tened cuidado, porque la reina María Luisa es voluble y, si jugáis demasiado con las señoras de vuestro alrededor, se le puede pasar ese apasionamiento por vos que tan alto os ha subido.
—Como la gran mayoría, me subestimáis. —Sonrió sarcástico—. Supongo que es uno de los inconvenientes de haber saltado por encima de muchas cabezas. Ya estoy acostumbrado, y agradezco que no tengáis pelos en la lengua que os hagan temer represalias. Pero creo, Pepa, que os equivocáis con respecto a la reina, porque la señora no es celosa. Os lo aseguro.
—Es posible que no lo haya sido hasta ahora —dudé—, pero nadie sabe mejor que vuestra excelencia en qué piensan las mujeres y cómo pueden variar sus preferencias según la dirección en que sopla el viento. Yo solo os advierto. Las noticias vuelan, los rumores gritan y en los mentideros añaden a vuestra interminable lista de amantes el nombre de una de las máximas rivales de su majestad.
Hice un silencio antes de continuar para cerciorarme de que escuchaba todas y cada una de mis palabras. Quería demostrarle que, a pesar de mi retiro en El Capricho y de la postración a que a menudo me obligaba mi avanzado estado de gestación, seguía siendo una dama bien relacionada que estaba al tanto de todo lo que se cocía en la corte. Aquellos inmensos ojos azules suyos me observaban entre expectantes y divertidos.
—Bien sabéis, Manuel, que no me refiero a Pepita Tudó —proseguí—. No es un secreto que habéis sabido aprovechar su juventud para seducirla y que la habéis acogido en vuestra propia casa junto con sus hermanas. Dicen que a su padre le habéis conseguido sin tener méritos para ello el cargo de gobernador del Buen Retiro. ¡Si incluso habéis encargado unos versos para la niña! ¡Qué original!
Acariciando el puño de su espada, me desafió con la mirada. Sabía que con aquel gesto pretendía intimidarme para que me callara, y precisamente fue aquello lo que me impulsó a envalentonarme y seguir adelante. Era el momento de pronunciar sin tapujos el nombre de la dama en cuestión, y nunca había sido yo mujer dada a amedrentarme fácilmente:
—Decidme, Manuel, ¿cómo puede la Tudó envidiar lo que a mi prima Cayetana le regalan los poetas? ¿Cómo osa siquiera soñar con estar a su altura? Y lo peor es que vuestra excelencia es incapaz de negarle cualquier capricho. Deberíais enseñarle cuál es su lugar sin que quepa confusión alguna. ¿Acaso no sabéis que Meléndez Valdés, José Quintana y Juan Bautista Arriaza escribieron a la duquesa de Alba por iniciativa propia y no por encargo? El verdadero arte es el que sale del alma, pero quizá esa niña que no alcanza los dieciocho años y que ahora calienta vuestro lecho no lo sepa, como tampoco sabrá de vuestras recientes querencias por Cayetana.
Sonriendo de lado, me halagó sin por ello admitir ninguna de mis veladas sugerencias:
—¡Siempre tan perspicaz, Pepa! Vos os lo guisáis y vos os lo coméis.
—No os lo toméis a risa —continué sin inmutarme—. La Tudó, al ser de baja estofa, no preocupa a la reina; pero mi prima es res de otro ganado. No olvidéis que pertenece a la vieja nobleza, y que las glorias de sus ancestros, como las de los míos, vienen de casi cuatro siglos atrás. Son de tiempos de los Trastámara, de antes incluso que de los Austria. Los Borbones, al fin y al cabo, son unos advenedizos en España y eso es algo que María Luisa tiene muy clavado.
—No sé cómo lo hacéis —me contestó resoplando—, pero los viejos grandes siempre termináis hablando de las rancias glorias.
—Quizá sea porque la gloria de los ancestros es lo único que nunca se podrá comprar —dije sonriendo—. Como mucho podría su excelencia falsificar en las partidas de bautismo, matrimonio o defunción de vuestra amante la existencia de algún abuelo ilustre que diera brillo a la estirpe de Pepita… —Advirtiendo que Godoy fruncía el ceño y enrojecía debido a la rabia, fui consciente de que me estaba adentrando en terreno farragoso y, para frenar mi imprudencia, procuré dar un vuelco a la conversación—. Pero dejémonos de rodeos y decidme a qué veníais, querido amigo.
El príncipe de la Paz pareció hacer un esfuerzo por sosegarse y, mirando a un lado y al otro, se cercioró de que estábamos solos.
—Es precisamente Cayetana la que hoy me trae a El Capricho. Ella y el especial mecenazgo que os une con el maestro Goya. Creo que no hay nadie mejor que vos para ayudarme a encontrar un determinado cuadro que realizó el maestro. Si existe, deseo obtenerlo a cualquier precio, y sospecho que, por vuestra amistad tanto con el pintor como por vuestra estrecha relación con la de Alba, vos sois la persona más indicada para ayudarme.
—No sé a qué os referís —sonreí—, pero lo que sí os puedo decir es que esta vuestra servidora aquí presente no tiene precio. Si por casualidad diera con esa obra que tanto anheláis…, ¿con qué podríais pagarme que no tenga ya?
Sin dudar, me contestó de inmediato:
—¿No depende vuestra felicidad en gran parte de la del duque de Osuna? Sé que, desde que no hay contiendas en las que intervenir, el tedioso mundo se le cae encima a vuestro amado esposo, como también sé que su sueño es que lo nombren embajador en París. Si me ayudaseis, quizá pudiese convencer al rey para que el duque de Osuna suceda a su actual emisario en dicha capital. Ahora más que nunca necesitamos a alguien cualificado para dialogar con los franceses, y no dudo de que don Pedro cumpliría sobradamente con el cargo.
Me fastidió que aquel pérfido supiese tanto de nosotros, pero no era una mala proposición. Si yo lograba conseguir para Godoy su nuevo capricho, él procuraría a mi marido la consecución del destino que más anhelaba. Rendida a sus tejemanejes, no pude evitar suspirar.
—Goya, siempre Goya, como si no hubiera otro pintor en la corte… ¡Y pensar que apenas habíais reparado en él hasta que lo rescaté de la casa del infante don Luis en Arenas de San Pedro! Empezó pintando casi exclusivamente para nosotros y hoy todos queréis sus obras. La misma Cayetana me lo robó durante este pasado verano para llevárselo a Sanlúcar con la excusa de que así se repondría de su enfermedad. Pero… ¿de qué cuadro me habláis?
Godoy dudó un segundo antes de susurrarme al oído:
—Dicen que Goya ha pintado un desnudo femenino.
—No es el primero. —Fruncí el ceño—. ¿O es que no habéis visto lo ligeras que están de ropa las brujas de sus dibujos?
—He oído hablar de esas estampas. Se dice que comenzó a pintar muchas de ellas este verano, durante su reposo en la casa de Sanlúcar de la duquesa de Alba. Hay incluso una en la que, según dicen, una vieja dama se prueba con coquetería un sombrero frente a un espejo sin comprender que la edad se ha apoderado de ella y la ha vuelto fea… Dicen que se parece bastante a vos, y que está pensando en titularla Hasta la muerte. —Sonrió—. Lo que no alcanzo a entender es cómo le tenéis tanto aprecio, le hacéis tantos encargos y hasta optáis por colgar sus obras más oscuras en un lugar tan romántico como este vuestro palacio de reposo si él se ha atrevido a dibujaros así…
Intenté refrenarlo interrumpiendo su perorata:
—No sé a qué dibujo os referís y, si las habladurías son la base de vuestras suposiciones, tampoco me importan ni pienso darles pábulo. De todos es sabido que a mi esposo y a mí nos une una gran amistad con Goya, ¿creéis que se arriesgaría a romperla simplemente a causa de un dibujo?
Incapaz de callarse y haciendo caso omiso de mis negativas, prosiguió:
—Dicen que la vieja adornada con cintajos que se contempla frente al espejo sois vos ante la mirada juvenil de dos mozos y una joven que se carcajean de vuestra vanidad.
Mi gesto se tensó al oír aquel desafortunado comentario, y respondí con voz fría:
—Son infamias, mentiras que pergeñan los que sin conocerme envidian mi cercana relación con el maestro. De todos es sabido que no soy presuntuosa ni me asusta la vejez.
Godoy, alzando la vista al cielo y suponiendo que, después de sus desagradables insinuaciones, yo tenía baja la guardia, echó su codicia a volar:
—Todo os lo decís vos, Pepa. Pero, volviendo al cuadro que me interesa, os diré que no es la estampa de una hechicera sino un retrato de gran formato de una bella mujer. Una que muestra su tímida nobleza sin necesidad de ornamentos. Una que, lejos de irradiar lujuria, lo que exhala es erotismo. Una que los dos conocemos bien y que yo, como ya intuís, deseo desde hace tiempo.
Por su expresión de contenida avidez comprendí que sus pensamientos sobrepasaban en mucho los límites del decoro.
—Caprichos, siempre caprichos —suspiré—. Los míos en esta casa y en el jardín de la Alameda, los de Goya colgados en mis paredes y ahora el que trae a mi reclamo el príncipe de la Paz.
En ese instante me hubiese gustado saber quién podría haberle hablado a Godoy de la existencia de ese desnudo, cómo es que él había logrado averiguar, si es que existía tal obra, que esta se había pintado. Sin embargo, a sabiendas de que nunca me lo diría, me abstuve de preguntar. Después de un breve silencio le miré a los ojos y me permití bromear acerca de su desaforada virilidad:
—Veo que volvemos a las andadas, Manuel. Lo vuestro se torna una obsesión. ¿Es que no os deleitan lo suficiente los desnudos de vuestras dos amantes fijas y de otras tantas esporádicas? ¿Deseáis ahora no ya a una mujer de carne y hueso sino también su retrato? ¿Es que no pudiendo obtener la real deseáis consolaros con su retrato? —le reconvine—. A vuestra edad deberíais sentar cabeza, tomar estado y dejaros de flirteos.
—¿Para qué? —Sonrió—. ¿Para hacer de mi mujer una desdichada? Quitad, que la reina últimamente me tiene harto con la misma proposición, y ella mejor que nadie sabe que nunca seré de una sola mujer.
¡Ególatra insoportable! Parecía tan orgulloso de sí mismo que preferí no ahondar en sus lascivias. Finalmente, no pudiendo contenerme, hice la pregunta que desde hacía ya un buen rato me rondaba la mente:
—Si es verdad que existe esa obra, ¿sabéis cuándo la pintó Goya?
—Precisamente este mismo verano que acaba de abandonarnos —respondió sin dudar.
Quedé pensativa un instante mientras mis sospechas se confirmaban:
—Entonces el maestro estaba en Sanlúcar con Cayetana. Manuel, no estaréis insinuando que…
Mi frase quedó inconclusa, pues en ese instante vi que mis hijos se acercaban corriendo hacia nosotros. El dolor de haber perdido a sus cinco hermanos mayores me había enseñado a valorar lo efímera que una párvula vida puede llegar a ser, y procuraba disfrutar intensamente de cada momento a su lado. Ni siquiera Godoy podía robarles ese instante.
Paquito, de once años y el mayor de mis hijos varones, arrastraba un caballo de madera donde iba montado su hermano Pedro, un año menor. Josefa y Joaquina, ya unas muchachas de trece y doce años, venían peinadas con dos moñas donde resaltaban dos rosas de pitiminí casi iguales a las de los bordados que llevaban en los bajos de sus vestidos. Las cabezas de sus muñecas de porcelana asomaban por la apertura de los bolsitos, que llevaban colgados del cinto de raso a la altura de sus caderas. Eran precisamente los atuendos con los que el maestro Esteve las estaba pintado, y por eso supe que venían de posar para él.
Tras ellos, tres mujeres y un hombre los seguían jadeando. Eran sus preceptores, el murciano Diego Clemencín, el aya madame Saint-Hilaire y Michelle Brayé, aquella sombrerera a la que no tanto tiempo atrás habían atropellado a las puertas de casa en la Cuesta de la Vega y que desde entonces había pasado a formar parte de la casa. Precisamente ella era la que llevaba en brazos a Manolita, que aún era incapaz de seguir el acelerado ritmo de sus hermanos.
Apenas Michelle entró a nuestro servicio supimos que era una de tantos franceses que, tras haber servido fielmente a la nobleza, para salvar la vida se vio obligada al destierro a causa de la Revolución. Había llegado a España con la expectativa de adornar las cabezas más insignes y podía constatar con orgullo que, después de que nuestros caminos se cruzaron en ese aparatoso atropello, estaba comenzando a conseguirlo; pues, como había hecho con mi jardinero, Pedro Prévost, nada más saber de sus habilidades e historia no dudé en contratarla a mi exclusivo servicio, aunque le permitía ocasionalmente hacer tocados a alguna de mis amigas. Craso error, ya que el número de señoras que ahora la apabullaban con ofertas de un mejor jornal que el que yo le daba crecía a diario. Aun así, sabía que nunca me traicionaría ni sucumbiría a vanas tentaciones, pues era mucha la gratitud que me tenía.
Al ver a Godoy, los cuatro niños mayores se detuvieron en seco. Uno a uno se los fui presentando. Tras ellos, los sirvientes que los acompañaban le saludaron con una sumisa reverencia y un taconazo. Aunque aquel era un saludo reservado a los reyes, preferían, por el conocido poder de mi visitante, excederse antes que quedarse cortos.
Dispuesta a solazarme con mis hijos, y nada deseosa de proseguir nuestra conversación en su presencia, opté por darla por finalizada y despedir a Godoy:
—Manuel, tened por seguro que si existe ese cuadro lo averiguaré y os mantendré informado. A cambio, ya sabéis lo que quiero.
Mientras los pequeños me rodeaban, él se levantó y, con una leve inclinación de cabeza a modo de saludo, me contestó:
—En lo que esté en mi mano, Pedro tendrá el cargo en el extranjero que se merece.
Buena respuesta, ya que de no cumplirse su promesa él siempre tendría la excusa de la negativa real. Sabía que esa era su manera de no comprometerse demasiado con nada, pero no me importaba, porque no estaba dispuesta a desperdiciar la oportunidad.
Le observé mientras esquivaba a los pequeños y se batía en retirada. No se había alejado ni diez pasos cuando la niñera y su preceptor quisieron contarme el porqué de su repentina aparición. Fue la primera la que me habló:
—Perdonadme, señora duquesa, pero es que los señoritos cada vez se muestran más rebeldes. En cuanto les dije que hoy no la podrían ver por la importancia del visitante que tenía, salieron como alma que lleva el diablo hacia vos.
—¿Cómo les tengo que decir que no hay nadie en esta corte más importante para mí que ellos? —Sonreí y los abracé—. Déjenmelos aquí jugando y vayan a seguir con sus tareas. Michelle me ayudará.
La niñera se alejó mascullando improperios mientras se limpiaba con el delantal las manos manchadas. La sombrerera venía con un ramillete de plumas, sin duda para que eligiese las que más me gustaban para el postizo que me estaba confeccionando.
—Guárdelas al menos hasta que la modista termine el vestido con el que pretendo ponérmelo —le sugerí—. Solo entonces podremos comparar tonalidades.
Obediente a todos mis mandatos, las introdujo en una bolsa de tela que llevaba a la espalda y de donde las había sacado para mostrármelas. En cuanto hubo acabado de hacerlo y vi que volvía a prestarme toda su atención, la requerí:
—He deseado que nos dejasen a solas para preguntarle algo: ¿sigue manteniendo la amistad con aquel mozo de cordel que sirve de mandadero al maestro Goya? Juan Cidante creo que se llama…
Ligeramente sonrojada por la inesperada intromisión en su intimidad, Michelle bajó la mirada en gesto de asentimiento.
—¿Piensan casarse? —le pregunté a bocajarro—. No disimule, querida, que todo se sabe, y conteste a mi pregunta con sinceridad, pues si algo me mueve a entrometerme de semejante manera en su vida es la buena intención.
Al ver que ella asentía de nuevo, no dudé y fui directa al grano:
—Por lo que sé, ese soguilla fortachón y ancho de espaldas tiene fama de honrado, y esa es una cualidad digna de elogiar en los tiempos que corren. Supongo que si aún no se han desposado es solo por falta de patrimonio. —Cabizbaja, ni asintió ni lo negó, simplemente se encogió de hombros. Con sutileza proseguí—: El caso es que lo he estado pensando y deseo ayudarles. Todos los años lo hago con una de las jóvenes parejas que está a mi servicio y que, a pesar de las contrariedades, se lo merece. No es una obra de caridad, sino que me mueve el secreto afán que siempre he tenido de favorecer el amor a mi alrededor. Así, además, enmendaré la injusticia de que vuestra merced fue presa al tener que salir despavorida de París con una mano delante y otra detrás después de que los revolucionarios incendiaron la sombrerería de su familia.
Incapaz de levantar la mirada, ella seguía en silencio, escuchándome.
—¿No ha soñado nunca con abrir otro comercio similar aquí en Madrid? ¿Qué diría si le ofreciese mi ayuda? ¿Y si además me comprometiese a dotar su matrimonio? —Muda ante mi oferta, solo fue capaz de alzar la mirada para abrir los párpados presa de la incredulidad—. Sería, claro está, siempre y cuando vuestras mercedes me ayudasen en una empresa. Si aceptan, he pensado en donarles una pequeña casa que tengo en la calle Carretas. Su futura familia podría vivir en el primer piso y reservar el bajo para abrir la tienda. No debería ser una sombrerería cualquiera, no. Enmarcaremos su puerta principal con vistosos azulejos añiles y alberos de Talavera. El nombre lo dejo a su elección. Será un lugar donde cualquier mujer con ahorros pueda, además de peinarse y tocarse, asesorarse sobre los últimos secretos de belleza de París, un lugar donde las pomadas, mantecas de cerdo para desenredar, polvos de velutina para la cara, los lunares de pega, los sombreros, botones, pelucas y perfumes compartirán estantes. Sé que es capaz de transformar esas quincallas en los valiosos deseos de todo el que la visite.
—¡Podría incluso vender dentaduras de porcelana de Talavera en vez de las de Sèvres, que son costosísimas! —exclamó, más para ella que para mí, incrédula todavía por la suerte que le esperaba.
—Si no se le ocurren ideas, yo se las daré —me ofrecí, encantada al ver cómo aceptaba mis sugerencias y su espíritu emprendedor la llevaba a imaginar nuevas ofertas y mejoras.
—Pero es demasiado, excelencia —añadió de pronto—. No podría aceptar tanta generosidad…
—No crea que le hago un favor. Al contrario —insistí—. Sería vuestra merced la que me lo haría a mí, ya que el ejercicio del comercio está muy mal visto entre los nobles y es la única manera que tengo de poder jugar a ese entretenimiento que me está vedado.
Michelle me miró confusa. Ella no lo sabía, pero mis intenciones iban mucho más allá de aquellos proyectos. ¿Quién mejor que ella para entrar en los gabinetes y salir de ellos con la discreción necesaria? Michelle peinaría, maquillaría y tocaría a las damas más ilustres, y sabido es que, durante esas horas de quietud obligada en que se dejan embellecer, suelen soltar sus lenguas y mostrar sus verdaderos complejos, debilidades y proyectos, desvelando, como sin darle importancia, lo que jamás confesarían de otro modo. ¡Cómo no hacerlo ante una mujer que cubre las calvas de sus cabezas, emplasta las cicatrices de sus pieles y disimula las mellas de sus bocas escondiendo sus secretos más azarosos!
Y yo necesitaba toda esa información, no para venderla al mejor postor, no para dañar a nadie ni para sembrar rumores o manipular vidas ajenas, sino para sobrevivir. En una corte poblada de alimañas, advenedizos, interesados y materialistas como la de Madrid, era impensable hacer frente a los envidiosos, a los maledicentes, a todos cuantos deseaban el mal de mi esposo, el mío propio e incluso el de mis hijos solo porque éramos respetados, porque éramos bien recibidos en los talleres de los pintores y en los salones de los poetas, solo porque habíamos logrado conservar nuestros nombres limpios de los dimes y diretes que traían y llevaban infidelidades, mentiras y ruina. El hecho de ser nobles, el hecho de poseer propiedades y rentas, que Pedro y yo nos amáramos y nos respetáramos eran cosas que bastaban por sí solas para que muchos y muchas deseasen nuestro mal. Y, finalmente y venciendo mis naturales escrúpulos, no me quedaba más remedio que prestarme a jugar su juego, solo que mejor y más inteligentemente y en legítima defensa, para, de este modo, hacer frente a los ataques que, por nuestra postura política o social, sin duda recibiríamos sin cesar.
—Si todo va bien, Michelle, muy pronto contará con jóvenes aprendices, y con el tiempo podrá relajarse y limitarse a vigilar sus quehaceres —le prometí.
Convencida de la oportunidad que le brindaba, no se anduvo por las ramas y, como si me hubiera leído el pensamiento, me preguntó:
—Aparte de manteneros informada de todo lo que averigüe cuando el asunto esté en marcha, ¿qué debo hacer para empezar?
—Por ahora solo una cosa. —Fui directa al grano—. Pregúntele a su prometido si recientemente ha llevado algún cuadro de la casa de Goya al palacio de Buenavista, donde reside mi prima Cayetana, la duquesa de Alba. Ha de ser un cuadro especial que probablemente ni siquiera haya visto por estar muy bien empacado.
Como acordándose de algo me interrumpió:
—Sé que precisamente ayer tuvo un encargo muy parecido, si no igual, al que me estáis describiendo. Debió de entretenerse en ello porque quedé con él al atardecer pero por alguna extraña razón no acudió. Tampoco me mandó aviso. Es extraño, porque es un hombre muy cumplidor. Una buena excusa ha de tener. Mañana he quedado en recogerle en su casa para almorzar a la sombra de las encinas de los montes de El Pardo. Es fiesta, ¿sabéis?, y siempre que lo es aprovechamos para hacer una comida campestre. Allí le preguntaré y luego correré a informaros.
—Gracias, Michelle.
Satisfecha por su disposición y sintiendo que mi plan estaba ya en marcha —y, con él, los cambios que tanto necesitaban mi amado esposo y nuestra familia—, me decidí por fin a echarle un vistazo a las plumas con que habíamos de adornar el sombrero.