XX
Gloria y cuerpo, que el primero
por la boca de un cañón
respondió a Napoleón,
obedecerte no quiero
pues ese incendio guerrero
que ya en todas partes arde
y aterra al corso cobarde
todo es efecto del rayo
disparado el dos de mayo
por Daoíz y Velarde.
Juan Bautista Arriaza,
Poesía al dos de mayo
Finales de marzo de 1808
Aquella mañana, siguiendo la rutina diaria, me senté a escribir. Sopesando entre el montón de cartas pendientes de contestación y el cuadernillo en el que apuntaba los asuntos por resolver, decidí atajar comenzando por las que más sesuda redacción requerían y dejar para el final la correspondencia más banal.
Inspiré profundamente y mojé la pluma en el tintero. El encabezamiento iba dirigido al inquisidor general; aquella era la tercera vez que le imploraba que accediese a devolverme los siete pliegos de grabados de los hermanos Piranesi que me habían sido decomisados con el argumento de que sus desnudos eran obscenos. Y yo alegaba, siempre con la esperanza de que como tantas otras veces mi perseverancia acabase minando su absurda testarudez, que no lo eran más que las artísticas láminas que el papa regalaba a sus embajadores en Roma.
Estaba soplando sobre la firma para que secase más rápido cuando reparé en el tañido de las campanas a lo lejos; por el sonido no era solo una iglesia la que llamaba a sus feligreses a oración, sino todas, por lo que deduje que no podía ser sino el anuncio de la inminente llegada del séquito de su majestad don Fernando procedente de El Escorial.
Me levanté con tanta precipitación que el tintero entero se volcó sobre la carta del inquisidor y, contrariada, no pude evitar dar un puñetazo sobre la mesa.
—¡Cómo puedo ser tan patosa! —maldije—. ¡Ahora tendré que repetirla!
La sombra de mi hija Joaquina se proyectó sobre la mesa. Supe que se trataba de ella sin tener que darme la vuelta para comprobarlo porque el olor a agua de rosas la delataba. Posó su mano sobre mi hombro para que me tranquilizara y con delicadeza me apartó para coger rápidamente la carta y ponerla sobre una pequeña bandeja de porcelana de Sèvres antes de que la mancha de tinta se expandiese.
—Deja, madre, de ofuscarte con estas cosas, que ahora lo que toca es salir a recibir al rey. No te alteres por esta tontería, si te parece le digo a Ascargorta que la copie y te la pase a la firma.
Asentí acariciándole el dorso de la mano. Su inesperada visita, sobre todo teniendo en cuenta su avanzado estado de gestación, pues esperaba a su tercer hijo para mayo, me había alegrado muchísimo. Sin apenas darme cuenta, había llegado ese momento en que en vez de velar yo por mis hijas resultaban ser ellas las que poco a poco lo hacían por mí; y me llenaba de gozo que se trasladaran a El Capricho como hacían habitualmente para pasar temporadas junto a mí en aquella finca de recreo donde mis nietos —ninguno de ellos alcanzaba aún los seis años— podían jugar a su antojo y disfrutar del buen tiempo, los pasatiempos, los jardines y los estanques sin temor ni peligro.
Con mis hijos varones centrados en otros asuntos mientras las niñas iniciaban sus propias familias, el consuelo de la compañía de mi pequeña Manolita era lo único que me preservaba de la soledad más absoluta. Y es que, cuando casé a sus hermanas mayores, no quise admitir que con su marcha la mayoría de mi progenie se independizaba de mis cuidados. Lo cierto era que aquella inevitable evidencia se me estaba haciendo más difícil de asimilar incluso que la viudedad, y por eso precisamente me alegraba sobremanera cuando mis hijas mayores aparecían en casa inesperadamente.
Joaquina me echó la capa sobre los hombros mientras Michelle me ataba la gran lazada del sombrero en el lado derecho del cuello. Ya en la berlina dudé:
—Hemos luchado tanto en pro del príncipe de Asturias que aún me cuesta creer que lo hayamos conseguido. Parece que lo estoy viendo cuando entró en Madrid para presentarle al pueblo a la ya difunta princesa de Asturias, cinco horas tardó su carroza en completar el recorrido —recordé.
Joaquina se abanicó mientras contestaba:
—Pues por lo que tienen previsto, esta vez tardarán casi una hora más.
—¿Se sabe el trayecto? —me interesé.
Desdoblando un pasquín comenzó a recitar.
—Parte del jardín botánico hacia la Puerta de Atocha y de allí va al Palacio Real, y por la hora que es ya debe de estar entrando en la villa y corte.
Di dos golpes al techo de la berlina con el bastón, la señal para ponernos en marcha.
—¡No hay tiempo que perder! Si nos damos prisa aún llegaremos a verlo pasar por la Puerta del Sol, seguro que Alcañices nos deja apostarnos en su balcón. —Me asomé a la ventana de la carroza y le di la dirección exacta al cochero.
Ya en casa de este amigo de siempre me abstraje pensativa: me negaba a aceptar, como muchos decían, que al ensalzar a Fernando nos agarrábamos a un clavo ardiendo. La mayoría queríamos convencernos de ello y debíamos otorgarle toda nuestra confianza sin temor a que nos defraudara.
Abajo, en las atestadas calles, embriagados por el vino que manaba de las fuentes que el ayuntamiento había dispuesto, la muchedumbre le vitoreaba obligándole a marchar a paso de tortuga. Las campanas tañían desaforadas, los pañuelos se agitaban al viento y las octavillas volaban al socaire de la alegría popular. Sin duda, ese 24 de marzo de 1808 sería un día para no olvidar.
Las mujeres se arrancaban las mantillas de las peinas para alfombrar el suelo por donde el caballo del nuevo rey pasaba, y es que todos veían a su majestad don Fernando como el libertador del yugo invisible al que los franceses nos tenían sometidos. Desde allí distinguí a mi hijo Paco, ya duque de Osuna, cabalgando entre los miembros más destacados del cortejo.
Fue él mismo quien vino a despedirse recién terminados los actos. Al contrario de lo que casi todos pensábamos, el rey solo pararía en Madrid lo justo para ser homenajeado y, pocos días después, saldría junto a su séquito hacia Burgos. Allí era donde tenía pensado reunirse con el mismísimo emperador de los franceses para exhortarle a retirar a sus tropas de España.
Como primer acto importante del rey Fernando, no sonaba mal. Al fin y al cabo, eso era lo que todos sus súbditos esperábamos de él. No pude más que despedir a mi primogénito confiando en que don Fernando fuese lo bastante pertinaz y sagaz como para no caer en las redes de los tejemanejes diplomáticos de los gabachos.
No había pasado una semana cuando la muralla de esperanzas que fuimos construyendo comenzó a desmoronarse con la noticia de que el rey, junto a Escóiquiz, el duque del Infantado y el de San Carlos, mi hijo Paco y el resto de su séquito, en vez de esperar a Napoleón habían decidido seguir hacia el norte para forzar su encuentro.
Poco después mi desconfianza se tornó temor al saber que en Vitoria tampoco habían logrado entrevistarse con Napoleón y que habían decidido seguir camino a Bayona, adonde tenían previsto llegar el 20 de abril. ¿Cómo era posible que ninguno de los asesores de su majestad le advirtiera del riesgo que suponía acercarse tanto a la frontera? ¿Dónde estaban nuestros mandatarios para hacerle ver el peligro que corría?
Según me informaría después Paquito, lo intentaron de mil maneras. Finalmente, el general Savary le dijo al rey que, si accedía a ir a Bayona, al cabo de solo tres días Napoleón le reconocería como rey de España; y aquella promesa fue tan tentadora que don Fernando acabó haciendo oídos sordos a las advertencias hasta el punto de que acabó por obcecarse.
¡A Bayona por el simple capricho de Napoleón! ¿Por qué no se reunían en terreno neutral? ¡Lerdos, necios y mentecatos los que se amparaban en nuestra alianza con Francia para eludir el peligro! ¿Cómo podían continuar escudándose en semejante patraña mientras por España seguían transitando miles de soldados galos? Si al menos el emperador nos dejase intuir su buena voluntad ordenando la retirada de parte de sus contingentes… Pero nada, ¿es que no veían sus defensores que los únicos que regresaban a Francia cruzando los Pirineos eran nuestros reyes destronados y sus defenestrados ministros? ¿Y cómo se atrevía don Fernando a meterse en las mismas fauces del lobo? ¡Qué sensación de abandono!
Las noticias que trajeron los vientos del norte impregnaron el aire que respirábamos de cólera, tanto que el que alguien hubiera pegado una docena de pasquines en los lugares más transitados de la ciudad bastó para ponernos en jaque.
Así rezaban:
Habiendo de entrar las tropas francesas en esta villa camino de Cádiz, se ha dignado su majestad comunicarlo al Concejo. Mandando que se haga saber al público ser de su real voluntad que en el tiempo que permanezcan en Madrid dichas tropas sean tratadas por todos como íntimas aliadas de su majestad con toda la franqueza, amistad y buena fe.
¡Qué parecidas sonaron aquellas palabras del rey don Fernando a las que su padre nos había dedicado momentos antes de abandonarnos!
Aquellos días dormí mal y a trompicones; me despertaba hasta tres veces en una sola noche estremecida por premonitorios sueños. En la primera pesadilla soñé que, temerosa de lo que todos aquellos soldados pudiesen hacer a mi familia, nos aprovisionábamos y nos encerrábamos en casa a cal y canto reforzando la guardia; de la segunda desperté en el instante en que los oníricos soldados de Murat estaban a punto de violar a mi pequeña Manolita; y de la tercera no me consigo acordar, ya que fue Michelle la que aquel amanecer vino a despertarme para hacerlas realidad.
Como siempre que traía una mala noticia, venía exhausta y no se anduvo por las ramas:
—¡Murat, aparte de los diez mil hombres con los que ha entrado esta noche en Madrid, tiene a otros veinticinco mil apostados en los alrededores a la espera de una orden! ¿Cuál? Nadie lo sabe, ¡pero dicen que no reconocen a don Fernando como rey de España!
Recostada sobre los almohadones de mi cama, deseé creer que aún continuaba en mi particular mundo de ensoñaciones. Por un momento anhelé que el dragón al que tanto habíamos temido durante los últimos meses no hubiera despertado todavía de su aparente letargo para abrasarnos sin compasión, pero no parecía probable, ya que el hecho incontestable era que las tropas francesas habían tomado literalmente tanto Madrid como el norte de nuestro país. ¡Maldito Tratado de Fontainebleau! ¿Cómo es que Francia pudo convencer a nuestros gobernantes para que lo firmaran allá por octubre del pasado año? ¿Cómo es que la excusa de la invasión de Portugal pudo sonar tan creíble y ahora teníamos nuestras tierras llenas de gabachos armados y, al parecer, dispuestos a atacar?
Michelle aprovechó que me frotaba los ojos para continuar, ahora un poco más calmada:
—En la botillería oí decir a unos majos que en Venecia el emperador Napoleón le ha ofrecido a su hermano José permutar su corona de Nápoles por la de España.
Abrí los ojos de par en par.
—Si eso es cierto —prosiguió la francesa—, bueno ha de estar Murat, ¡con lo que ha amenazado con hacerla suya!
—Conociéndole solo espero que el cuñado de Napoleón no se desquite del varapalo a base de mamporros con todo el que a su paso encuentre.
Incorporándome para dejar que mi ayuda de cámara me vistiera, seguí dándole vueltas al asunto. Por primera vez todo encajaba, por fin sabíamos qué era lo que buscaban aquellos desalmados, y lo más sorprendente era que estaban a punto de lograrlo sin haber tenido que atravesar el pecho de un solo español con la punta de sus bayonetas.
Mientras a don Carlos lo entretenían en Bayona con la falsa promesa de que recuperaría su corona, a su hijo don Fernando lo engañaban asegurándole el reconocimiento de su reinado siempre y cuando acudiera antes a estrechar personalmente la mano del emperador.
—¡Vaya con los ladinos! ¡Qué expertos jugadores de silla! —exclamé—. Imagíneselo: mientras los generales franceses tañen la dulce melodía de seducción, su emperador, don Carlos y don Fernando dan vueltas y más vueltas al único trono que hay en la sala a la espera de que la música se detenga repentinamente para adelantarse a los demás y tomar asiento. Los tres deberían de estar sudando la gota gorda por el nerviosismo, y sin embargo al emperador se le ve pasmadamente tranquilo. ¿Sabe por qué, Michelle? —Ella se encogió de hombros mientras abullonaba mis mangas—. Porque es sabido que el juego lo gana el más ágil, y, mientras don Carlos y don Fernando andan enzarzados en las patrañas que el emperador les ha organizado, este aprovechará su distracción para hacerse con el regio sitial.
La sombrerera apenas escuchaba mis deducciones; yo sabía que su mente bullía impaciente y nerviosa a la espera de que desde Madrid se materializara un plan destinado a contrarrestar la amenaza de Murat en el caso de que nos atacaran.
—Michelle, ¿sabe si por ventura se ha organizado nuestra defensa? —pregunté, sabedora de que ella como nadie estaba al tanto de las novedades de la calle.
—Se comenta que esta noche del primero de mayo se reunirá en secreto la junta para debatir si entramos en guerra.
—¡Dios nos coja confesados! ¿Es que aún dudan de que estemos metidos hasta el pescuezo en ella?
—Si hubieseis pasado como esta vuestra servidora toda la noche en vela escuchando lo que se cocía en la taberna, sabríais que no es tan fácil —me espetó con respeto—. Los leales al rey persisten en cumplir con el deseo de don Fernando de conservar la armonía con los franceses, mientras que los que no le son tan fieles temen como a una epidemia de viruela la superioridad del enemigo. Y no andan descaminados estos últimos, ya que las tropas francesas cuentan con treinta y cinco mil hombres perfectamente adiestrados contra los tres mil soldados que tenemos en Madrid.
Aquellas cifras me apabullaron. No solía lamentarme de mi viudedad, pero, al verme sola y pensar que ahora la casa era mi responsabilidad, eché de menos a Pedro. Quizá él, como antiguo general que fue, hubiera sabido cómo defendernos.
Sentí descorazonar a Michelle con mi incertidumbre, pero antes de nada debía asegurarme de que la situación era tan grave como pintaba.
—¿De verdad no hay alguna posibilidad de recibir refuerzos?
—Solo contamos con los del pueblo. Esperamos que Murat no sospeche —cerciorándose de que mi ayuda de cámara había salido, bajó el tono de voz—, pero con la excusa de las fiestas de Santiago el Verde, que se celebran hoy mismo, uno de mayo, esta noche asistirán a la junta varios alcaldes de los pueblos circundantes. Con ellos irán muchos hombres y mujeres dispuestos a alzar las armas si así se decide.
—¿Quiénes son?
—Los más notables son los alcaldes de Móstoles y Torrejón.
—¿Arrieros, herreros y agricultores contra el mejor ejército de los últimos tiempos?
—¡Gentes humildes cargadas de exasperación que al primer olor de la sangre pierden la cabeza! —Desesperada, se echó a mis pies—. Esta noche vienen a por los franceses, pero quién sabe si tras ellos irán a por cualquiera que huela a monarquía o nobleza. Pensad que ellos no distinguen, y a todos los duques, marqueses y condes los meten en el saco de los mismos que los abandonaron a su suerte hace unos días. ¡Huid, mi señora, si no queréis ser el cebo de alguna caterva asesina!
—Mi pobre Michelle. —Ayudándola a ponerse en pie, le acaricié la cabeza—. El fantasma de la Revolución francesa acude a usted una y otra vez. Aquí las cosas no son iguales, ¿o es que ya se le ha olvidado que fue el conde de Montijo el que dirigió el motín de Aranjuez? —Michelle asintió con lágrimas en los ojos—. Tranquilícese, que en España no somos como los gabachos. ¿O es que en las casi dos décadas que lleva viviendo aquí aún no ha aprendido a diferenciarnos? Las cosas van tan rápido que todavía no sé quién está al mando de todo, pero si algo tengo claro es que en este barco navegamos juntos. Si es menester, nobleza, pueblo y clero lucharemos acodados y con el mismo arrojo contra el invasor. Ya verá cómo mi hijo, el duque de Osuna, al saber lo que nos acontece no tardará en venir a socorrernos junto a todos los que acompañaron al rey a Bayona.
—Dios os oiga, porque si os he de ser sincera, no las tengo todas conmigo.
—Es verdad que El Capricho, siendo mi casa más hermosa, no es la más segura —sonreí—, así que déjeme pensar dónde nos podríamos cobijar y esta misma tarde se lo comunicaré a todo el mundo. Mañana partiremos.
—Sinceramente, señora —con los ojos abiertos como si hubiese visto al mismo diablo, me contradijo con un hilo de voz—, no creo que dispongamos de tanto tiempo.
Alzando la palma de la mano le rogué silencio para concentrarme en el lejano sonido de… ¡el redoble de unos tambores! Las voces de los zaguanetes dieron la voz de alarma:
—¡Son franceses a las puertas de El Capricho!
Corrimos hacia la ventana y desde allí comprobamos que, en efecto, al final del camino se alzaba una polvareda de más de sesenta hombres que desfilaban a paso ligero.
Michelle, con cara de espanto, esperaba mis órdenes bajo el quicio de la puerta.
—No solo son vuestros enemigos, señora, también son los míos —dijo—. Y ya sabéis lo que suelen hacer con los desertores de la Revolución.
Aunque se me erizó el vello de todo el cuerpo, procuré disimular el terror que me embargaba. Intenté pensar una solución con rapidez y solo se me ocurrió un lugar seguro donde mi familia podría esconderse.
—¡Michelle, avise a todo el mundo y guíelos hasta la cueva que hay bajo la catarata del lago! —Un disparo que se oyó afuera le hizo pegar un saltito antes de salir despavorida, estaba claro que las intenciones de los invasores no sonaban lo que se puede decir amistosas—. ¡Ya están aquí! ¡Rápido! —la insté—. ¡Salgan por la puerta este! ¡Si en una hora no me he reunido con ustedes, huyan a la casa de la Cuesta de la Vega!
Ya sola en casa, con harto dolor de mi corazón, pude distinguir cómo entre los rojizos albores del amanecer las botas del regimiento francés se abrían paso entre los setos de boj y cómo sus asquerosas zancadas pisoteaban los matojos de flores a punto de abrirse. Se me entrecortó la respiración cuando aquellos exterminadores de la belleza continuaron avanzando por entre el camino de cipreses centenarios hasta detenerse frente a la fuente de la entrada.
Sin mover las cortinas, y cobijada por la oscuridad, escuché la voz del general que los mandaba.
—¡Descansen armas! Este será un buen lugar para instalar nuestro cuartel, no creo que el mariscal Murat ponga impedimento en ello. —Al oír la palabra «cuartel» supe que él no me daría la alternativa de dialogar y comprendí que, yo también, debía esconderme.
A pesar del pavor, hallé un momento para intentar vislumbrar por entre las cortinas al oficial al mando; su voz me resultaba familiar y quería cerciorarme de quién era el que se disponía a hacerse dueño y señor de mi casa. Procurando que nadie me viera, distinguí su rostro: era, como yo había supuesto, Agustín Belliard, a quien había tenido la oportunidad de conocer en París. Por lo que recordaba, no era un hombre demasiado agradable.
Con el corazón a punto de escapárseme del pecho di un último repaso a lo que había en mi gabinete y debía salvar por encima de todo: los Caprichos de Goya, sus cuadros de escenas campestres, el reloj que Pedro me había regalado… De pronto caí en la cuenta: ¡ese reloj era un ejemplo de puntualidad y ese día, como todos los demás, seguro que sonaría al dar las siete en punto! Faltaban solo un par de minutos y comprendí que su canario autómata cantaría alertando a los soldados y llamando la atención sobre la habitación en la que estaba. ¡Rápido! ¡Debía huir ya mismo, sin detenerme a llevarme nada! Asustada por que su trino delatase mi presencia, salí por la portezuela que daba al pasadizo de la servidumbre para atajar por la leñera y llegar al exterior sin que los franceses, apostados en la parte delantera del palacete, advirtieran mi presencia al salir por la puerta de atrás.
Ya afuera me cercioré de que nadie me seguía. Atrás, en el oscuro pasadizo, reinaba el silencio. Conté hasta tres antes de correr todo lo que mis piernas daban de sí en pos del lago donde esperaba que mi familia y mi servidumbre permanecieran ocultos y a salvo. El sendero que serpenteaba a través de los jardines de El Capricho se me hizo eterno hasta llegar al escondite donde mis hijas, nietos y el servicio aguardaban agazapados. Allí, desfigurados sus contornos por el eterno manar del agua del manantial que cubría la boca de la cueva, se abrazaban los unos a los otros como desvalidos cachorros.
Nada más atravesar la catarata, Michelle me tendió su propio mandil para secarme. Al apartarlo de mis ojos y ver sus caras de espanto comprendí que tenía que sacarlos del lugar lo antes posible.
Pero ¿dónde estaba el personal de guardia? Al preguntarles si alguien los había visto, fray Eusebio hizo un gesto silencioso y se cruzó el pescuezo con el dedo pulgar de lado a lado. Agradecí su discreción para no atemorizar más al resto. Todo pintaba peor de lo que había supuesto.
Teníamos que alejarnos de allí. Antes de exponerlos a algún peligro intenté ver si fuera las cosas estaban tranquilas, pero la cortina de agua me impedía observar nada. Privada del sentido de la vista procuré escuchar, pero el ruidoso sonido del torrente también me lo impedía.
Fue solo entonces cuando monsieur Prévost, el jardinero, se ofreció a hacer de señuelo para facilitarnos la huida y, de inmediato, se dispuso a salir de la cueva. Yo quise detenerle, pero solo tuve tiempo para engancharle de la manga, y me quedé con una de sus puñetas en la mano. Cabizbaja e impotente, apreté entre los dedos el encaje de bolillos y le deseé suerte.
Al otro lado de la acuosa cortina, con las manos en alto, adivinamos más que vimos su borrosa silueta, que corría dispuesta a alejarse lo más posible de la cascada a fin de no delatar nuestro escondrijo. Después nos pareció oírlo ya en la distancia, gritando rendiciones en francés. Pude imaginarlo con las manos en alto acercándose a sus paisanos e intentando dialogar con los armados. No pudo conseguirlo. Sus gritos ahogados llegaron hasta nosotros amortiguados por el fluir de la cascada y supe de inmediato que mi querido jardinero, un artista, un hombre culto y generoso como pocos, acababa de morir para salvarnos, atravesado por las puntas de las bayonetas de los soldados.
Instintivamente tapé los oídos de mis nietos más pequeños para que no pudieran oír, ni siquiera a través de la cortina de agua, los débiles lamentos de quien hasta hace poco había jugado y reído con ellos y, cuando me pareció que estos se habían extinguido, me santigüé. Al cabo de un momento, y viendo que éramos todos presos del nerviosismo y de la incertidumbre, me atreví a asomar la cabeza a través del agua. A lo lejos distinguí a los uniformados de azul y blanco que se regodeaban pateando el cadáver del jardinero. Ocupados como estaban aquellos desalmados, comprendí que esa sería nuestra única oportunidad de salir a hurtadillas de nuestro escondite, pues no tardarían en dejar a un lado la barbarie de sus acciones para pararse a reflexionar sobre por qué estaban las ropas de Prévost encharcadas, lo que los llevaría sin duda a buscar un escondite cerca de los estanques, lagos y rías y a dar finalmente con el nuestro.
De puntillas, y procurando no tropezar con una piedra del camino que rodase o pisar una rama que crujiese, casi volamos hasta alcanzar el carro que habitualmente el jardinero usaba para llevar y traer los útiles de su trabajo, sacos de abono y demás mercancías y que, según nos advirtió antes de abandonar la cueva, encontraríamos con sus monturas dispuestas detrás de los invernaderos. Era el único vehículo que los franceses no descubrirían en una primera inspección, pues no estaba en las cocheras como los demás, sino muy cerca de una de las salidas que usaba el servicio para la intendencia de la finca. De este modo, no tendríamos que utilizar la puerta principal y no corríamos el peligro de que nos vieran. Subí al pescante con la agilidad de que fui capaz y esperé a que todos se ocultasen entre las pacas de heno y las jardineras con arbustos a la espera de que los trasplantaran, y en cuanto lo hubieron hecho tomé las riendas y arreé con todas mis fuerzas a los caballos, que atravesaron al galope la reja de salida que no nos detuvimos a cerrar a nuestras espaldas. Rezando para que no nos hubieran visto, no me atreví a mirar atrás hasta haber recorrido cinco de las veinte leguas que nos separaban de Madrid.
Ya al paso y recuperado el resuello, me sentí como si la vida repentinamente se hubiese cansado de otorgarme todo lo que una mujer puede desear y pretendiera, para, de pronto, arrebatármelo de golpe. Atrás quedaban en manos del usurpador francés mis más preciados caprichos y otras mil ensoñaciones.
Sin embargo, pronto comprendí que banal desgracia era la nuestra comparada con las que las señales del camino nos iban indicando: primero nos cruzamos con una mendiga que, tirando de una soga, intentaba hacer avanzar un burro cargado con dos alforjas sobre cuyo lomo se balanceaba, amarrado, el fardo de un cadáver. Di por supuesto que sería un hijo o su marido y que lo llevaba a enterrar a su pueblo natal.
Un poco más adelante, en un cruce de caminos, me pareció divisar una lujosa carroza fuertemente custodiada por un grupo de soldados franceses que iban a caballo. La polvareda que levantaban me impidió distinguir el escudo de sus puertas para identificar a sus ocupantes, pero, visto lo que acabábamos de sufrir en El Capricho, me compadecí de sus ocupantes.
Ya en la ciudad, los tiros que resonaban en algunas callejas y el correr de las gentes despavoridas en dirección contraria a la que seguíamos nos obligaron a regresar en varias ocasiones sobre nuestros pasos para buscar atajos más seguros al camino de siempre.
Comprobamos que la guardia imperial había tomado el parque del Retiro, y que los fusileros estaban apostados en la calle Alcalá y los coraceros tenían muy bien vigilado todo el barrio de Recoletos.
A unas seis varas de casa topamos con una barricada que nos impedía el paso; tras ella, una veintena de hombres y mujeres armados con piedras, palos, hierros y machetes esperaban la aparición de la caballería de los mamelucos para arremeter contra ella. Al ordenarme cuchillo en mano que les entregara el carro para reforzar sus defensas, no lo dudé un segundo y obedecí, recordando las advertencias que esa misma mañana me había hecho Michelle. Mejor sería seguir con vida y contribuir a la causa del alzamiento aun a costa de ir a pie, que mostrarme intransigente y jugarme la vida de los míos a manos de una turbamulta de madrileños enfurecidos no solo con los franceses sino también con los propios nobles y pudientes de su país.
Ya sin fuerzas para poco más que seguir caminando, miré adelante; casi podíamos tocar ya el portón de nuestra casa de la Cuesta de la Vega. Decidida, tomé en brazos a la más pequeña de mis nietas y, sin pararme a vacilar, salté la endeble muralla de trastos que de lado a lado cruzaba la calle.
Seguida por todos los míos, corrí rogando a Dios que nos diese tiempo para llegar a casa y cerrarla fuertemente antes de tropezar con la carga mora. Persistía el eco del portazo a nuestras espaldas cuando oímos el tronar de sus cascos sobre la piedra. Los dos zaguanetes tomaron a toda velocidad sendas barras de hierro que pendían de las paredes y, tras cruzarlas sobre la puerta, las aseguraron con horquillas.
Aún jadeando, solo pude musitar:
—¿Será seguro?
—Ni el más fuerte ariete podría derribarla. Ahora disculpadnos, señora, tenemos que terminar de apuntalar el resto de las entradas y ventanas de la casa.
De pronto oímos unos leves golpes de alguien que llamaba desesperadamente al otro lado. No nos dio tiempo ni a pensar si prestarle nuestra ayuda aun a riesgo de nuestras vidas, porque no tardamos en escuchar un quejido de mujer y el posterior ruido de sables. Pronto el hedor a sangre comenzó a filtrarse por entre las rendijas de la puerta. Le quité algunas pajas del pelo a mi nieta y la deposité en el suelo. Después, me dispuse a indagar acerca de la situación entre los miembros del servicio que se habían quedado a cargo de la casa de Madrid durante nuestra ausencia.
—¿Cómo ha empezado todo?
Armando y Santiago, dos de mis hombres, se robaban la palabra ansiosos por informarme.
—A las siete de la mañana, la noticia de que había dos carrozas a las puertas de palacio preparadas para sacar al resto de la familia real llevó a los más madrugadores a la plaza del Palacio para saber qué era lo que acontecía —comenzó el primero.
Santiago le interrumpió:
—Una hora y media después, la destronada reina María Luisa de Etruria con su mayordomo, una aya y sus hijos subía a la primera carroza. Según se vaciaba el palacio, se fue llenando la plaza de más gentes indignadas. Los más exacerbados incluso llegaron a colarse en las cuadras para cortar las bridas de los caballos y matar a las mulas. Aun así no lograron impedir la salida al poco tiempo de la segunda berlina.
Armando, quitándole la palabra, prosiguió:
—Fue entonces cuando el infante don Francisco de Paula, acompañado por su ayo y por su tío, el infante Antonio Pascual, presidente hasta ahora de la Junta General, subieron a ella custodiados por la guardia de Murat. Al ver a la multitud, el infante, el más pequeño de los hijos de los reyes, comenzó a llorar, y más aún cuando alguien gritó: «¡Se los llevan!». Ya podéis imaginar el resto…
De inmediato supuse que, por la hora en la que había sucedido todo, esa carroza debió de ser la que divisamos y fuimos incapaces de identificar en el camino hacia Madrid.
Mientras meditaba sobre aquello, y aprovechando que Armando callaba, su compañero no quiso dejar nada a mi conjetura.
—Un conocido cerrajero llamado Blas Molina entró en el patio y gritó mientras todo esto sucedía: «¡Traición! ¡Nos han quitado a nuestro rey y quieren llevarse a todas las personas reales! ¡Muerte a los franceses!». Y, antes de que la muchedumbre pudiera reaccionar, uno de los balcones de palacio se abrió y a él se asomó un gentilhombre, un teniente coronel de Infantería, que a decir de muchos se llamaba Rodrigo López de Ayala. Este, muy alterado, terminó de azuzar a los presentes al gritar: «¡Vasallos, a las armas! ¡Que se llevan al infante!». Y un gabacho, sable en mano, respondió: «¡Ignorantes. A ver cuándo os enteráis de que vuestro rey piensa abdicar en el emperador Napoleón!».
—Aquel valiente debió de ser el primero en perder la vida —prosiguió cabizbajo Santiago—. No quiero ni pensar qué nos encontraremos cuando abramos de nuevo esa puerta.
Me alejé en silencio lamentándome de mi error: al huir de El Capricho tendría que haberme marchado a alguno de mis cortijos en vez de meterme de lleno en la boca del lobo. Responsable como era de muchos de los miembros de mi familia, precisamente los más desvalidos, tenía que pensar en algo para protegerlos. Pero por mucho que lo intentaba nada se me ocurría.
No me atreví ni a asomarme a la calle hasta bien anochecido aquel 2 de mayo. El silencio era sepulcral, ya no se oían los altos de la guardia imperial ni sus disparos o cañonazos. Solo el suave tintineo de sus espuelas al pisar la piedra entre aquel sembrado de muerte.
Mientras cerraba de nuevo las contraventanas suspiré. Aún no sabía cómo, pero si para sacar a mis tres hijas y a mis cinco nietos de aquel atolladero debía exponer mi propia vida, lo haría con coraje. Por un segundo guardé la esperanza de que quizá no todo fuese tan horrible como en nuestra calle, tenía que saber lo que había sucedido más allá de la Cuesta de la Vega, comprobar hasta dónde llegaba ese infierno.
Sin avisar a nadie, no fuesen a impedírmelo, salí sola, armada con un puñal y embozada en la capa más mugrienta que encontré. Con precaución, fui buscando el amparo de las sombras.
Pasé junto al mercado de San Miguel, donde a falta de pescaderas vendiendo su mercancía solo encontré un montón de abandonados puestos repletos de deshechos malolientes y peces tan cuajados de gusanos que ni el gato más hambriento los habría engullido.
Giré a la izquierda y bajé corriendo por la calle de la Pasa, aquella por la que según la tradición «el que no pasa no se casa», y en vez de manoleteras y majas del brazo de sus novios topé con los cadáveres de más de una pareja muerta en la refriega.
En la plaza del Humilladero oí de nuevo el tintineo de varias espuelas sobre la piedra. Suponiendo que se trataba de un pelotón de franceses, busqué cobijo en la serpenteante calle del Almendro.
Solitaria como siempre, olía a una mezcla de orín y sepulcro. Al sentir los pasos de los soldados más cerca todavía, me encomendé al santo patrón para que no girasen hacia donde yo estaba. A pesar de la angostura y de saber que no tenía salida hacia la Cava Baja, avancé tomando la curva que me llevaba hasta el lugar donde la leyenda ubicaba el establo de los Vargas, aquel donde san Isidro, siglos antes, guardaba la yunta de bueyes que utilizaba para arar los campos de su señor.
Apoyada en el brocal del pozo que había al fondo de la calleja, opté por disimular dando vueltas a la polea que bajaba el cubo al fondo. Así, si me descubrían, siempre podría poner la excusa de no estar haciendo otra cosa que proveerme de agua.
El vello se me erizó al sentir unos pasos a mi espalda; muy despacio me di la vuelta intentando sonreír y, al reconocer al intruso, suspiré aliviada. Era ni más ni menos que el maestro Goya, que, a pesar de mis andrajos y tal vez por haberme retratado en varias ocasiones, se sabía mis andares y formas de memoria y me había reconocido. Acercándoseme mucho más de lo usual, me susurró al oído.
—Perdonadme si os he asustado, pero os he visto pasar y os he seguido para alertaros: caminad con cuidado, excelencia, que andan fusilando por doquier. Evitad como a leproserías pasar por Príncipe Pío, el cuartel de Monteleón, la Casa de Campo, Moncloa o la Puerta del Sol. La Puerta de Recoletos tampoco es segura, ya que los chisperos de Las Salesas la defienden como si de una de sus fraguas se tratase. Con razón tienen fama de valientes nuestros herreros.
Los imaginé martinete o tenazas en mano, el pelo recogido en sus redecillas, sus engrasadas coletas y sus ajustadas chupas y soltando chulescos improperios con el desparpajo que los caracterizaba.
Entonces me sobrecogí, consciente de pronto, gracias al relato que el maestro me hacía de la situación de la ciudad, de mi imprudencia: ¡cómo había podido aventurarme a pasear sola!
Ante la calamidad que me describía, solo ansié su protección.
—Ya que vuestra merced parece haberse recorrido toda la ciudad, ¿tendría a bien acompañarme? —pedí a Goya.
—Si lo que desea es que la ayude a buscar a Pascual López, su bibliotecario, puede regresar su excelencia por donde ha venido para decirle a su viuda que vi cómo lo arcabuceaban hará una hora en el monte de Príncipe Pío. Es uno de los cuarenta y tres desgraciados que Murat eligió junto al presbítero Francisco Gallego Dávila para escarmiento y temor del resto de los insurrectos. Dadle mi más sentido pésame a su parienta y convencedla de que no se moleste en ir a recoger su cadáver, porque el sanguinario cuñado de Napoleón ha prohibido que esto se haga hasta pasados unos días. Lo único que podéis hacer para ayudarla es decirles todo esto a los hermanos de la Congregación de la Buena Dicha, pues se han comprometido a enterrar los cuerpos de los que nadie reclame en un pequeño cementerio de La Florida cuando puedan recogerlos. Ellos la mantendrán informada si, buscando a los difuntos, reconocen entre estos a su esposo. —Goya quedó pensativo un segundo y, al cabo, continuó—: Si no es a este sino a vuestro cochero al que intentabais encontrar, puedo deciros también que a un tal Daniel Chorobán lo hirieron en la plaza de la Cebada, y que lo dejé tumbado y a la espera de que lo asistieran en la entrada de la enfermería de la calle del Viento.
—Os lo agradezco, maestro, pero yo solo salí a ver… —Cayendo en la cuenta de mi falta de caridad, enmudecí. Por la expresión de su cara, lo hice demasiado tarde.
—¿A ver qué? —preguntó con un deje de sarcasmo—. ¿Acaso se deleita vuestra excelencia con estos infiernos de muerte y desolación?
—Vos sabéis que amo el arte sobre casi todas las cosas —me sentí en la necesidad de explicarme—, y que intento descubrirlo allá donde se pueda manifestar, pero no me malinterpretéis, por favor. Sufro como todos y lo único que busco es un paso franco para sacar a mis hijas y nietos de aquí lo antes posible.
—No lo hay —negó, al comprender mis cuitas—. No lo lograríais ni por las riberas del Manzanares ni al cobijo de las tapias del Retiro. ¡Si hasta las alcantarillas de Leganitos están vigiladas por esos asesinos de tres al cuarto! Os aconsejo que regreséis a casa y esperéis allí a que todo se calme —concluyó antes de darse media vuelta e iniciar la marcha.
—¿Vuestra merced adónde va? —Viéndome sola de nuevo, intenté detenerle.
—No os preocupéis, por hoy todo está tranquilo y nada os sucederá si regresáis de inmediato por las callejas por donde habéis venido. Volved con los vuestros sin miedo, señora. Las calles están demasiado llenas de muertos hoy como para que ningún caballo francés pueda atreverse a cargar de nuevo. Yo también marcho a casa, a vomitar en pintura y lienzo todo lo que estos ojos han visto esta noche —me contestó mascullando entre dientes mientras se encajaba el sombrero.
—¿A Fuendetodos?
—Sí, señora, esa es mi primera intención. Ese lugar de Aragón es mi pueblo y no quiero perder la vida si no es allí.
Haciéndome una ligera reverencia a modo de despido, alzó un pañuelo blanco y lo agitó en alto.
—¡Paz! ¡Paz! —le oí gritar, como hacían todos los que huían de cualquier altercado con los franceses.
Quién me iba a decir entonces que no volvería a ver a mi pintor favorito hasta muchos años después…