III
NI SE LA DISTINGUE
¿Cómo ha de distinguirla? Para conocer lo que ella es, no basta con el anteojo, se necesita juicio y práctica del mundo.
Manuscrito del Museo del Prado con respecto al
Capricho n.º 7 de Goya
A la mañana siguiente, la curiosidad me carcomía las entrañas. Incapaz de esperar a las noticias que me trajese Michelle al finalizar el día, decidí pedir que me preparasen la carroza para ir a la finca de la Moncloa. Aquel templo para el descanso ubicado en el camino de El Pardo servía —al igual que mi particular Capricho— de retiro a María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Alba y conocida afectuosamente como Caye por amigos, primos y demás parientes.
La perfecta excusa para visitarla no fue otra que la de ir a ver un pequeño retrato que el maestro Goya le había pintado y en el que aparecía junto a María de la Luz, una pequeña niña africana que recientemente había adoptado. A solas, aprovecharía la intimidad del encuentro para comentar los pormenores de su primer veraneo como viuda en Sanlúcar, pues su marido, José Álvarez de Toledo, duque de Medina Sidonia y seis años mayor que ella, había fallecido a principios del mes de junio, e intentaría sonsacarle algo acerca de la existencia del lienzo que Godoy buscaba. Su adorada costa andaluza, como siempre que la frecuentaba largas temporadas, le habría hecho mucho bien.
Una vez franqueada su puerta, el zaguanete me anunció:
—¡La condesa duquesa de Benavente, doña María Josefa Alonso-Pimentel!
Cayetana, que estaba sentada frente a una mujer de dudoso aspecto, dejó lo que estaba haciendo, se levantó y vino a abrazarme. No pude evitar una mueca de desagrado, ya que un fuerte aroma a tabaco la envolvía. Al dirigir mi mirada a la mesa donde hacía un segundo estaba sentada pude distinguir varios cuencos con lo que parecían ser virutas de tabaco y otros tantos instrumentos que no llegaba a reconocer. La mujer que la acompañaba, sin levantar la vista siquiera para saludarme, proseguía, muy concentrada, en lo que estaban haciendo: con sorprendente habilidad liaba entre sus afilados dedos un cigarro mientras otro, más pequeño, humeaba apoyado en un cenicero.
No pude disimular mi sorpresa:
—¿Fumas?
Cayetana, divertida por mi expresión de sorpresa, cogió el cigarrillo que estaba encendido. Le dio una profunda calada y poco a poco fue exhalando el humo de su boca.
—Deberías probarlo. Ruperta me está enseñando a liarlos sin romper las hojas, y te aseguro que es mucho más divertido que bordar.
—Y mucho menos femenino. —Me salió del alma.
—¿A qué te refieres, a fumar o a liar?
—Prima, sabes muy bien a qué me refiero. Fumar es algo muy de hombres, aunque puestas a saltarnos la norma siempre será más digno que liar, un vil oficio de cigarreras. Ni una cosa ni la otra son quehaceres de damas.
Cayetana, tras dar otra calada, se carcajeó:
—Como tantas otras cosas que por ñoñas mentecatas acabaremos perdiéndonos. Pepa, para mí desde que murió José se acabaron para siempre los tiempos del deber ser o hacer. Ya solo actuaré por los impulsos que mi corazón dictamine, y fumar es una de las tantas cosas que siempre me han intrigado y nunca me he atrevido a probar. Ha llegado el momento de mi libertad absoluta y pienso hacer todo lo que se me antoje.
Se dio la vuelta y le ordenó a la cigarrera que saliese. La mujer, desganada, sacó una cesta, extendió un paño, guardó en él todo lo que sobre la mesa había desplegado y se marchó tras hacer una forzada reverencia. El contoneo de sus caderas daba que pensar. Sin duda era una de los cientos de mujeres que se habían preparado para entrar a trabajar en la fábrica de aguardientes, papel sellado y barajas; y, posiblemente y dado su marcado acento andaluz, con la promesa de una vida mejor aquí se la había traído Cayetana desde Cádiz, donde la Fábrica Nacional de Tabacos tenía su sede. Además, se había dejado oír por la villa y corte el rumor de que muy pronto se necesitarían despalilladoras, embotadoras, empaquetadoras, cartucheras y cigarreras para trabajar también en Madrid, y esta noticia había corrido como la pólvora entre las que, esperanzadas por la oportunidad, no quisieron dejarla pasar. He aquí que más de una mujerzuela, cansada de otros oficios más viles aún, se preparaba para dejar las calles y dedicarse a algo más digno.
Cayetana esperó a que nos quedásemos solas para apagar el cigarro. Al pensar en lo que había venido a decirle, agradecí que su madre, la condesa de los Arcos, no estuviera presente. Mi prima retomó la conversación:
—Fumar solo es uno de los muchos privilegios que tenemos las viudas frente a las casadas, Pepa. Pero no sé de qué te extrañas, escuchando cómo os presentó el zaguanete me da que pensar que tus ideas no están tan lejanas de las mías, pues si yo prefiero ser duquesa de Alba en vez de duquesa viuda de Medina Sidonia, y me lo puedo permitir, tú te haces llamar condesa duquesa de Benavente en vez de duquesa de Osuna. ¿Dónde olvidaste el nombre de tu marido? Creo que a Pedro no le gustaría saberlo.
Reprimenda por reprimenda, Cayetana tenía la virtud de encaminar todas las conversaciones hacia su propio terreno.
—Supongo que es la costumbre —respondí—. Pedro se empeña en anteponer el ducado de Osuna a cualquier otro título de los que poseemos, y no me opongo a ello, pero cuando estoy sola me sigue gustando usar el mío, el que heredé de mi padre. Hazme un favor y no me reproches, prima, que no quiero privarme de ese placer.
—Haz lo que te plazca, que yo haré lo mismo —asintió Cayetana—. Cualquiera que te escuche… ¡Ni que necesitaras de mi permiso para hacer lo que te venga en gana! ¡Qué diantre, qué más dará el estado! Viuda, soltera, casada o monja, a una mujer siempre le gusta conservar su identidad, y más si esta iguala o supera a la de su consorte.
Antes de tomar asiento le tendí un pequeño detalle que le traía. Siempre era difícil hacerle un regalo a alguien que todo lo tenía, pero sabía que le gustaría. Al desempaquetarlo, descubrió una jaula de bambú blanco. En su interior, una pareja de ruiseñores incubaban los huevos de su nido.
—El macho es uno de los mejores cantarines de mi jardín. Solo tienes que dejarlos bien escondidos entre los ramajes de un matojo cercano a tu ventana y no tardarás en comprobarlo. Su trinar te animará cada mañana al levantarte.
—Gracias. No te pregunto cómo ha conseguido Prévost robárselo a las ramas del árbol sin romper uno solo de sus huevos, porque también tendrá sus secretos.
Desconfié de que supiese el nombre de mi jardinero, eso indicaba sin duda que probablemente se le había pasado por la cabeza arrebatármelo. Y es que las grandes señoras alimentaban sus envidias con las peores intenciones. Robar un sirviente de valía para después alardear de ello en público era algo que las hacía sentir bien, y nunca se paraban a calcular que un desertor nunca suele serlo una sola vez. Fue entonces, al observarla en silencio, cuando reparé en que iba vestida con una bata de color verde y, por la confianza que nos teníamos, no me reprimí:
—Pero ¡Cayetana! ¿Y el luto?
—El luto para quien lo quiera. —Fue tajante—. Después de cuatro meses disfrazada de cuervo a todas horas procuro evitar el negro como a una epidemia de viruela.
—No seré yo la que te diga lo que tienes que hacer. —Me encogí de hombros.
—Te lo agradezco —sonrió—, porque, a pesar de lo que se supone que debo hacer, a mis treinta y cuatro años lo que me pide el cuerpo es vestir de colores llamativos. Y es que no hay nada que soliviante más la libido de una joven viuda que el antiguo lecho conyugal perpetuamente vacío.
—Haz caso de esta prima mayor y da tiempo al tiempo sin desmadrarte —le aconsejé—. Yo supe lo que era la soledad cuando, recién casados, Pedro tuvo que partir a Nápoles como miembro del comité de representación del rey para el nacimiento de su nieta, la infanta María Teresa. Esa vez fue mi embarazo lo que me ayudó a evitar tentaciones.
—No es lo mismo, Pepa. Tú sabías que él regresaría. ¿O acaso fue diferente cuando años después viajó al asedio de Gibraltar o a la reconquista de Menorca contra los ingleses? La incertidumbre de un certero regreso sano y salvo ¿no te tuvo en vilo? —Cayetana sabía de nuestras vidas como si de una hermana se tratase.
Recordando, asentí:
—Por supuesto, pero no por ello me lancé a los brazos de cualquiera. ¿O es que crees que no tuve oportunidades para ello?
—No lo dudo. —Su mirada pícara insinuaba cierta malicia—. Esa mirada de ojos garzos hubiera podido levantar más de una pasión si tu recta moral no te hubiese frenado en el impulso. El riesgo de una preñez por correspondencia es algo que tu integridad nunca hubiera permitido.
—¡Cayetana! —le espeté.
—Tanto leer a Rousseau y a los grandes ilustrados por un lado y tan retrógrada por el otro… —Sonrió—. Te creía más liberal. Mira a la reina María Luisa, preñada sin descanso y sin saber exactamente de quién. Debería dar lecciones de cómo lograrlo, es probablemente la mejor maestra en ese tipo de empresas.
Aunque eran rumores que todo el mundo conocía, la chisté. Cerró los ojos y comenzó a abanicarse como si un ardor interior le hubiera sobrevenido de pronto.
—Reconócelo, prima —prosiguió—, si existiera un método para certificar la paternidad verdadera de los niños que nacen, esta corte ardería. Nunca más que hoy los hijos son de las madres, mientras que el padre simplemente se les supone.
Me indigné tanto que no pude evitar arrancarle el abanico de las manos.
—Con esos comentarios solo conseguirás denostarte. Cayetana, bien sabes que de haber tenido hijos estos deberían tener la sangre de sus antecesores para ser así los únicos portadores del recuerdo de sus grandezas. ¿O es que encontrarías lógico que un rey, duque, marqués o conde lo sea sin ser descendiente de su verdadero antecesor? ¡Te imaginas al hijo de un porquero convertido en rey! La nobleza ha de llevarse en la sangre, y la veracidad de ello solo depende de nuestra honestidad.
Recuperando el abanico y aireándose de nuevo, se carcajeó.
—¿Cómo puedes decir eso sabiendo que la corona más grande es la más cornuda? ¿Quieres que te dé nombres? —Su voz se quebró por un instante. Bajando la mirada, cerró de golpe el abanico antes de continuar—. Pero… ¿y a mí qué me importa todo eso? No sé por qué pierdo el tiempo discutiendo contigo si, como bien has apuntado, nunca logré ser madre. Lo único cierto de todo esto es que el día en que la decimotercera duquesa de Alba de Tormes falte, todos mis títulos pasarán al pariente vivo que mejor derecho tenga para sucederme, al igual que los de mi marido han pasado a su hermano Francisco. —Tragó saliva—. Pepa, yo ya he cumplido con creces con todo lo que se me demandaba por mi posición. Me casé con José Álvarez de Toledo por consejo y conveniencia de mi madre a los trece años, intenté durante casi dos décadas cumplir con el débito de la maternidad, lidié reiteradamente con ese sentimiento de frustración que produce la sangre de cada mes al bajar después de haberlo intentado con todo el ahínco imaginable… Y por eso te puedo asegurar que tengo la conciencia tranquila.
Como si de una confesión se tratase, calló un segundo para suspirar. Por respeto no quise interrumpirla, pero ya la imprevisible Cayetana, la que hacía un segundo se sumía en la melancolía más dolorosa, ahora se erguía como un pavo para apretarse a la cintura la lazada de la bata chinesca color esmeralda. Y es que si algo caracterizaba a la duquesa de Alba eran sus perpetuos y repentinos cambios de humor. Tomando una bocanada de aire, alzó la voz:
—Sí, prima, tengo la conciencia tan tranquila que ahora que me veo liberada del débito conyugal no pienso poner trabas a mis deseos. Al ser viuda huera no tengo un hombre a quien ponerle los cuernos ni hijos a los que defraudar.
Me cerré la mantilla sobre mi abultado vientre e inconscientemente intenté ocultar mi avanzado embarazo. Me puse en su lugar y pensé que, a pesar de haber tenido que enterrar cinco cajas blancas, yo tenía otros cinco pequeños en los que refugiarme. Ella, en cambio, por mucho que procurase disimular se sumía en la soledad más absoluta. Intenté animarla:
—Eres joven y aún puedes casarte de nuevo. Mira a tu madre, que llegó a hacerlo tres veces. La primera con tu padre, el duque de Huéscar, después con el conde de Fuentes y más tarde con el duque de los Arcos. Y mírame a mí también, soy más de una década mayor que tú y…
Al ver su mirada me detuve, no terminé mi frase por no herirla del mismo modo que tampoco tuve ánimos para evitar que se acercara a mí y, retirando el chal y rescatando mi vientre de su escondrijo, me lo acariciara.
—¿Casarme de nuevo? —repuso—. ¿Para qué? ¿Para seguir sufriendo? No, Pepa, no. Desde que soy mujer he consultado con decenas de cirujanos, parteras y sacasangres, y todos coinciden en una sola cosa: estoy desahuciada para ser madre. Soy tan inútil como la más vieja para concebir. —Sin dejar que el tono decayese, continuó fingiéndose ufana—. ¡Pero de todo hay que sacar algo positivo y yo lo he encontrado! Hace mucho tiempo que los herreros dejaron de forjar cinturones de castidad y yo no pienso fraguarme uno de prejuicios. Gracias a mi problema tampoco he de preocuparme por un embarazo no deseado. Eso al menos me otorga la ventaja de hacer lo que quiera sin temer las consecuencias.
Chisté de nuevo temiendo que alguien de la casa la hubiese oído y, susurrando, la reconvine:
—¡Por Dios, Cayetana, calla y conserva la dignidad! ¿O es que quieres acabar en boca de todos?
—A estas alturas de la vida no me importa. ¡No sabes hasta qué punto disfrutaré robando el protagonismo a la reina! ¡Qué gozo dar carnaza a los mentideros!
—En las tertulias ilustradas ese es el último tema del que se habla, te lo aseguro —le negué—. Los toros, la literatura, el arte y el amor dan para muchas horas de conversación sin tener que recurrir a chismes de mal gusto. Si vinieras a las que celebro en mi casa, lo sabrías.
—De hacerlo hubiera preferido ir a las que Moratín organizaba en la fonda de San Sebastián, menos encopetadas y regadas con todo tipo de elixires —me espetó enfadada.
Tan lanzada a las calles la encontré que procuré encontrarle un divertimento más acorde a sus apetencias:
—Déjate de fondas, que no son lugar para damas, y acompáñame algún jueves a la Canosa. Es la botillería más frecuentada de la Carrera de San Jerónimo. Allí, mientras esperamos en la calesa a que nos traigan alojas o refrescos helados para llevarnos al Paseo del Prado, podrás recrearte en las discusiones a pie de calle.
—Tú, prima, siempre manteniendo las distancias —resopló—. ¿Temes acaso que nos escupan? Yo lo que quiero es ir de romería, danzar, cantar y emborracharme con las gentes de a pie. Por eso solo aceptaría tu proposición siempre y cuando vayamos tocadas de mantillas blancas y vestidas con basquiñas.
—¿De verdad quieres llevar las ropas de una vulgar manoletera?
—Sí, y está claro que tú no estás dispuesta a seguirme en este juego. Hazme un favor, Pepa, deja de organizarme la vida, que yo bien sé cómo hacerlo a mi gusto y sin intimidar. Si no te divierten los asuntos de cama ni los usos del pueblo, deja ya de disimular y pregúntame sin temor, porque me parece evidente que no es tu preocupación por mi estado de ánimo lo que te ha traído hasta aquí, ya que nunca acudes a mi casa con tanta premura. Dime, ¿qué es lo que de verdad te ha hecho venir a mi casa?
Con la vista fija en el dibujo de Cayetana y de su hija adoptada, decidí ir directa al asunto:
—Busco saber si el maestro Goya pintó para ti este verano algo más que ese retrato con tu prohijada negrita.
—Se llama María de la Luz.
—Curioso nombre para una niña africana.
—No hace referencia al color de su piel sino a cómo iluminó mi vida al llegar a esta casa. —Fue tajante.
—Sea por lo que sea, es preciosa. —Intenté rectificar y abandoné el sarcasmo que dejó traslucir mi comentario anterior—. Pero, dime, ¿te pintó Goya algún otro cuadro? ¿Tienes algo más de él aparte de tus retratos, los de tu suegra y tu difunto esposo, y los dibujos de su cuaderno? Se lo podría preguntar a él, pero ya sabes cómo es de discreto, y no quiero ponerlo en un brete. Sé que el maestro acostumbra a trabajar a destajo, y no puedo creer que en todo el tiempo que estuvo en Sanlúcar solo pintase ese cuadro.
Cayetana, haciéndose la remolona, se enroscó un mechón de su negro pelo en el dedo.
—Y no lo hizo. Goya, a pesar de ese carácter hosco, fue tremendamente generoso y cedió a todos y cada uno de mis caprichos.
No era de extrañar, ya que tanto para mí como para muchos otros era evidente que no la miraba como a todas las demás, y en más de una ocasión había admitido en público no conocer en toda la corte a una mujer más bella. No me anduve por las ramas:
—¿Sería mucho preguntar en qué consisten ahora tus caprichos? ¿No será el pintor uno de ellos por casualidad?
Se rio:
—¿Tú le has visto bien? Es serio, distante y, desde su enfermedad, parece mucho más viejo. Además, está sordo. ¡Si es un cascarrabias que gruñe cada vez que le encargan un retrato por muy bien pagado que esté!
No la creí.
—Las dos sabemos que a don Francisco hay unas personas que le estimulan más que otras. Y no es tan viejo, solo tiene cincuenta años, muy poco más que yo. ¿Qué es lo que te molesta? Como acérrimo amante de la belleza femenina, suele afanarse con las modelos que rezuman inspiración, y en ti la encuentra sin problema. Él mismo lo ha reconocido. No es ningún secreto que disfruta como con nadie más reflejando tu figura en el lienzo. ¡Si cada vez que se lo puede permitir pinta tu cuerpo a otras mujeres! Tus separados pechos y tu cinturita de avispa se repiten en sus dibujos, aguafuertes, óleos y grabados una y mil veces. ¿O es que no te has percatado de cómo te mira de soslayo? Imagínate cómo gozaría pudiendo retratarte sin tapujos durante horas y analizando cada pulgada de tu semblante…
—No hace falta que lo imagine porque ya lo ha hecho —asintió Cayetana.
Disimulé mi satisfacción. ¡Estaba consiguiendo sonsacárselo y no haría falta que la encizañara más para que siguiera hablando, pues ella misma parecía deseosa por contármelo todo! Aun así, la ayudé un poco:
—¿Te refieres a los retratos que te hizo vestida de blanco y de negro?
Ladeando la cabeza, Cayetana me miró.
—Puede.
—A mí no me engañas —insistí, sentándome a su lado para acortar distancias—. Por tu expresión sé que me escondes algo. Si me lo revelas…, te haré una importante confidencia sobre Godoy.
Cayetana dudó un segundo.
—Mi capricho nunca ha sido el maestro, sino la manera que tiene de manejar los pinceles sobre el lienzo, lo que de ellos surge y el realismo de sus retratos. Por eso lo elegí a él para verme reflejada en todo mi esplendor sin ornamentos de ninguna clase.
Tragando saliva intenté no delatar mi curiosidad:
—¿Te refieres a sin vestidos ni joyas?
—¡Tan desnuda como la Danae de Tiziano o la Venus de Velázquez, y tan sensual como Afrodita! —exclamó sonriente.
—¿Os visitó Eros? —No pude contenerme a la pregunta.
Como intentando recrear un lejano recuerdo, alzó la vista a la lámpara:
—Allí, entregada a su escrutar, me embargó un extraño sentimiento de libertad que me impulsó a soñar. Inmóvil, lo observaba rastreando cada pulgada de mi piel. Parecía un perro hocicando en una tierra virgen de excavaciones para hallar sus ansiadas trufas. Tanta ansia demostraba en ello que hubo un momento en que mi pecho se excitó y delató lo único que a sus ojos yo escondía: mis levantiscos deseos. Al empezarle a fallar el pulso, don Francisco disimuló acercándoseme para recolocar el almohadón donde andaba recostada. Al tenerlo tan cerca de mí, el abultamiento de sus calzas me rozó el brazo. Fue entonces cuando, a pesar de su usual cautela, se atrevió a mirarme fijamente a los ojos esperando algún ademán por mi parte, pero yo no deseaba tal intimidad y supe frenarlo: me levanté rauda, me envolví en la sábana de seda que tenía bajo mi cuerpo y desaparecí. Las siguientes sesiones fueron mucho más distantes, pero, a pesar de ello, ¡no sabes lo bien que ha quedado el cuadro!
No pude dejar de pensar en la gélida frialdad que Goya debió de sentir al verse rechazado, pero Cayetana era así. Le gustaba jugar siempre y cuando ella estableciese las reglas. Por otro lado, era tremendamente imaginativa y todo esto que me estaba contando bien podía ser perfectamente una más de sus usuales invenciones, un ardid para ver cómo reaccionábamos los demás ante su actitud provocadora, para dar que hablar o para vengarse de alguien.
Necesitaba ver el cuadro en cuestión; solo así podía asegurarme de que lo que me había contado era cierto. Cayetana, divertida, se levantó para servirse un coñac.
—Pepa, confío en tu discreción —me advirtió—. Esto no lo sabe nadie, y el maestro Goya no será quien lo desvele a sabiendas de que últimamente el Santo Oficio está censurando todo tipo de libros, obras y retratos.
—No me engañes, Cayetana, porque sabes que los rumores vuelan. —No pude contenerme—. Yo misma ya había oído algo al respecto, aunque no lo quise creer, y precisamente por eso he venido a preguntártelo. Ahora que tú me lo confirmas, ¿no tienes miedo de que alguien pueda verlo y te denuncie? Hacer pública esa obra significaría tu detención por falta de decoro, y ya sabes las ganas que te tiene la reina.
Tendiéndome otro vaso, me contestó:
—Soy osada pero no idiota, Pepa. Nadie jamás me podrá identificar como la retratada. —Yo, incrédula, arqueé las cejas. Ella prosiguió—: Goya pintó mi cuerpo sin rostro. Ahora mismo el retrato está, pues, inacabado, y ya veremos más adelante si lo completamos o ponemos la cara de otra mujer.
—¿Y para qué quieres un cuadro si no es para pasar a la posteridad? No lo entiendo. —Mi pregunta sonó absurda.
—Ya sé que tú eres capaz de acuchillar tu propio retrato si no te ves reflejada en él, pero yo con este precisamente lo que busco es el anonimato.
Me sentí molesta por que se hubiese enterado de aquel ataque de furia que tuve con el maestro Esteve, más que nada porque vulneraba la imagen pacífica y serena que siempre había procurado aparentar.
—Aún no sé cómo puedo mantener a Esteve de maestro de los niños… —respondí, haciendo alusión al incidente pero sin entrar en detalles; yo quería cambiar de tema—. Pero esto es diferente, ¿de verdad crees que nadie será capaz de identificar tu cuerpo con todas las pistas que según dices muestra el lienzo?
—Nadie, porque como sabes siempre he sido morena, y esa mujer sin rostro es rubia de pubis y pezones.
Cayetana sonrió abiertamente, como una niña traviesa que, antes de ser descubierta en una trastada, se hubiera procurado una coartada que ella consideraba infalible.
—¿Puedo verlo? —pregunté, ya sin poder contenerme.
—Te lo enseñaría, pero hace dos días que espero a que el mandadero del maestro me lo traiga. No sé por qué se demora. Espero que Goya no se haya arrepentido y ahora no quiera enviarme la obra porque está inconclusa. Hoy mismo le escribiré para recordárselo. No deseo que la retenga, quiero que mi cuerpo, incluso el pintado al óleo, sea solo mío. En fin —suspiró—, cuando lo tenga, no dudes de que te avisaré.
Levantándome con cuidado, para no destrozarme los riñones por el peso de la tripa, me dispuse a despedirme:
—No dejes de hacerlo, porque ardo en deseos de que me lo enseñes.
—Como tantos otros, Pepa. —Sonrió besándome en la mejilla.
No quise decirle todavía que Godoy era el primero de esa lista de posibles y fervorosos espectadores de su retrato. Aún no podía. Tenía que esperar a que Michelle me corroborara esa misma noche su definitiva existencia, así como el lugar donde ese desnudo, si es que todo lo que había oído de boca de Cayetana no era una más de sus fantasías, podía encontrarse.