XV

NADIE SE CONOCE

El mundo es una máscara,

el rostro, el traje y la voz todo es fingido;

todos quieren aparentar lo que no son,

todos se engañan y nadie se conoce.

Manuscrito del Museo del Prado,

Capricho n.º 6 de Goya

Principios de 1801

Como le había advertido a Cayetana no hacía mucho, los malos presagios fueron cumpliéndose uno a uno.

De nuevo Manuel Godoy, después de tener como títere en funciones a su pariente Pedro Ceballos, a quien el rey, a instancias suyas, había nombrado primer secretario de Estado y del Despacho, regresó para reinar a la sombra de los soberanos, ¿o debería decir ensombreciéndolos? No lo sé, lo cierto es que desde principios de aquel año de 1801, con el príncipe de la Paz gobernando en la trastienda, los ánimos de todos los que desde siempre lo habíamos aborrecido se caldeaban cada día más. De hecho, decenas de sombras acechaban a la espera del momento idóneo para actuar. La incómoda alianza con Francia nos mantenía enfrentados a todos sus enemigos.

Aquel atardecer, desganados y bastante ofuscados, pusimos rumbo a palacio. ¿El motivo? La invitación de los reyes a la presentación pública del nuevo embajador de Francia. No podíamos faltar, ya que aparte de haberle conocido en París dominábamos a la perfección el francés, y siempre podríamos hacer de intérpretes si los reyes se topaban con algún problema de comunicación. Aquello sería menos formal que tener que recurrir a un traductor.

En Madrid se supo de su nombramiento al publicarse la noticia, el 6 de noviembre de 1800, en el diario francés Le Moniteur Universel. Ni dos días después ya se había puesto en camino hacia España, y el 2 de diciembre los reyes lo recibieron en El Escorial. Había sido tanta su celeridad en tomar posesión del cargo que eran muchos en la villa y corte los que aún no sabían de quién se trataba y cómo era en realidad el sujeto. No era nuestro caso, nosotros bien conocíamos el apellido Bonaparte desde nuestra estancia en París y, a pesar de que ahora este no dejaba de pronunciarse también en Madrid, no era a Napoleón a quien iríamos a saludar, sino a Luciano, el llamado «hermano brujo» del primero.

Lo que para la mayoría fue una novedad a mí no me sorprendió en absoluto, ya que mis amigos de París me habían escrito para prevenirme sobre su próxima visita.

Allí en Francia, muchos intuían que Napoleón estaba cansado de sus constantes desencuentros y otros tantos estaban convencidos de que nos lo mandaba para quitárselo de en medio, sobre todo después de los enfrentamientos y la rivalidad que hubo entre los dos hermanos Bonaparte tras aquel golpe de estado que tan de cerca vivimos.

Si estos rumores eran ciertos, el viaje de Luciano a España no era más que otro de tantos destierros encubiertos, un alejamiento forzoso de París disfrazado de honores como los que una vez prometieron a mi esposo. La única diferencia fue que nosotros, por culpa de nuestra enconada alianza con los franceses, jamás llegamos a entregar nuestras credenciales de embajadores al rey de Austria, mientras que Luciano Bonaparte ya se las había entregado a los reyes en El Escorial.

Fueron muy pocos los que al tenderle la mano se mostraron incapaces de disimular su desconfianza y la inmensa mayoría los que perdían los calzones ante una deferencia del nuevo dignatario. Para ellos, que los tacharan de afrancesados había dejado de ser un insulto para convertirse en un piropo. ¡Allá ellos con su falta de ética!

En circunstancias normales, aquella desvergonzada sumisión no me hubiese preocupado de no ser porque había alguien, muy cercano a mí, que se comportaba de similar manera. Y es que Luciano con quien parecía estar más cómodo era con la compañía de mi hija Joaquina y su ya prometido, el marqués de Santa Cruz.

Yo no entendía nada: ¿acaso no era mi futuro yerno uno de nuestros máximos partidarios en la conjura que Escóiquiz, el mentor del príncipe Fernando, tramaba contra Godoy?

De vuelta a casa en la carroza, confusa por la actitud de los míos, quise abordar el tema.

—Joaquina, es curioso cómo durante esta velada venciste ante Luciano Bonaparte esa timidez que tanto te caracteriza.

Frotándose los párpados por el cansancio, me contestó entre dientes.

—Es un hombre agradable.

No me anduve con rodeos:

—Me parece más bien un lobo con piel de cordero, según me han asegurado.

Fue su prometido el que, intuyendo mi descontento, despertó de su aletargamiento e intervino:

—No temáis, que aunque no os lo parezca permanecemos fieles a nuestros ideales. ¿No sería absurdo entonces desaprovechar la inclinación que el embajador ha demostrado hacia nosotros para utilizarla en nuestro beneficio?

—Anticiparse a las intenciones de Francia siempre será de provecho para nuestros propósitos —insistí, aún insegura de su palabra—, pero tened cuidado, no vaya a ser al revés y en vez de sonsacarle nosotros la información sea él quien la obtenga.

—Soy joven, pero no idiota —dijo sonriendo José, que para el verano ya sería mi yerno, mientras se entretenía jugando con el recogecortinas.

Imitándole, cerré los ojos.

—Eso espero, porque dicen que el hermano brujo de Napoleón oye crecer la hierba. Es famoso por su habilidad para hacer amigos hasta debajo de las piedras, y nunca tarda demasiado en obligarlos a cantar al son de sus querencias. Como ranas en una charca a la luz de la luna llena, sus ingenuas víctimas confiesan todo lo que a él le interesa saber sin apenas darse cuenta. Por favor, no dejéis que os engañe.

Apoyando su cabeza sobre el hombro de Joaquina, José asintió y, acto seguido, se quedó dormido como un tronco. Por el modo en que concilió el sueño debía de tener la conciencia muy tranquila. Su acompasado ronquido me sosegó. Mientras, calleja al fondo, amanecía.

Como predije y me temí, apenas habían pasado dos meses de la estancia de Luciano Bonaparte en la corte cuando ya se le reconocía como el mejor amigo de mi hija y de su futuro esposo, así como del príncipe Fernando, de Escóiquiz —su preceptor—, de Godoy y de los reyes. ¿Cómo se podía ser a un mismo tiempo confidente de gentes tan enfrentadas las unas con las otras?

Lo más preocupante era que se hubiera ganado a los tres últimos tan fácilmente. Al parecer, para lograrlo le había bastado con saber acariciar con alabanzas a la reina, acompañar a don Carlos a sus cacerías de cochinos y convencer a Manuel de las ventajas que traería a España prolongar su alianza con Francia a cambio de acceder a ciertas minucias que Talleyrand, ministro de Relaciones Exteriores de Napoleón, nos solicitaba.

A mi parecer, a Luciano se le llenaba la boca de polvorones hechos con promesas que nunca veríamos cumplidas, pero lo más grave era que Godoy se las creía. Entretanto, el muy ladino, conocedor en tan solo ocho semanas de todas las trifulcas internas que existían en la corte y en el país, informaba puntualmente de todo a su hermano sin obviar absolutamente nada. Después de los desencuentros entre ambos, el embajador francés en Madrid sabía muy bien que aquella era la única manera de recuperar la confianza de Napoleón y, por lo visto, no parecía dispuesto a desaprovechar la ocasión.

A mi juicio, sus expectativas se vieron colmadas el 18 de marzo, día en que se firmó el Tratado de Aranjuez, que reafirmaba su dominante posición.

¡Qué más querían los insaciables franceses! Ya habíamos apalabrado la cesión de la colonia de la Luisiana mediante la firma del Tercer Tratado de San Ildefonso, rubricado en La Granja el 1 de octubre del año anterior, y a través de él poníamos además a su disposición —aun después de la gran derrota que habíamos sufrido en 1797 frente al cabo de San Vicente y que nos costó cuatro navíos de guerra entre los que se contaba el buque insignia— otros seis navíos más de nuestra denostada armada para perseguir a los corsarios ingleses. Y todo, ¿a cambio de qué?, ¿de crear un nuevo ducado en territorio italiano y entregárselo al duque de Parma porque la reina deseaba que su hija predilecta, la infanta María Luisa, casada desde hacía cinco años con el primogénito de este, llegase a ser proclamada en él reina de Etruria?

Nadie llegaba a comprender muy bien por qué los pactos secretos acordados con los franceses en Aranjuez eran tan desproporcionados, pero de entre todo lo que se estipuló hubo un determinado punto que hizo que la indignación creciera hasta más allá de la exasperación. Y es que, antes de la rúbrica del Convenio de Aranjuez el 13 de febrero y del Tratado de Aranjuez el 18 de marzo, Luciano Bonaparte y Pedro Ceballos —que actuaba en calidad de secretario de Estado del rey y a instancias de Godoy, su primo político— firmaron un pacto en Madrid el 29 de enero por el que España permitiría cruzar por su territorio hacia Portugal a un contingente de sesenta mil soldados franceses que ya esperaban en la frontera. A este pacto, que se bautizaría con el nombre del Tratado de Madrid, solo el rey puso alguna objeción. Como siempre, y para desgracia de todos, se mostró tan carente de toda tenacidad que al resto de los interesados no les fue difícil hacerle cambiar de opinión.

Yo no dejaba de asombrarme, ¿cómo la reina María Luisa podía enfrentarse con semejante frialdad a su propia hija, la primogénita Carlota Joaquina? Estando esta casada con el futuro Juan VI de Portugal, que entonces ejercía de regente ante la locura de su madre, sería la primera en sufrir las consecuencias de la amenaza francesa.

No podía evitar preguntarme qué interés más grande que la felicidad de una hija podría estar forzando a Godoy y a María Luisa a permitir aquello. ¿Es que nadie había pensado que, de tener éxito los franceses en la invasión lusa, España quedaría amenazada por ellos desde todas sus fronteras? ¡Dejar pasar al mismo ejército que hacía tan poco tiempo nos había invadido, al mismo que tantas vidas nos había segado! ¡A los mismos generales con que Pedro había tenido que enfrentarse! ¿Cómo mirarían las mujeres del norte a los asesinos de sus maridos, padres, hermanos e hijos cuando los franceses acudiesen a sus huertos y establos para abastecerse? ¿Cómo podía Godoy pedir a esas gentes que les ofreciesen comida y aposento?

Fueron muchos los que plantearon al príncipe de la Paz estas mismas preguntas, pero Godoy apenas escuchaba. Fuera de todo razonamiento, aquel botarate incluso se planteaba la posibilidad de prometer a la infanta María Isabel —de quien muchos afirmaban entre murmullos que en realidad era hija de Godoy y no del rey— con Napoleón. ¿Es que también olvidaba que el primer cónsul de Francia ya estaba casado con Josefina? Conociendo a Manuel, la eterna pregunta de siempre me asaltó de nuevo: ¿qué podrían haberle ofrecido los franceses que no tuviese ya para exponer a España de tal manera?

Y, mientras tanto, Luciano Bonaparte, cual paciente araña, seguía tejiendo una tupida tela tan invisible que apenas ninguno de los que se le acercaban eran conscientes de haber quedado atrapados en ella. La extensa sombra de Francia se expandía inexorablemente, y fuimos muy pocos los que nos percatamos de ello.

Hacía ya meses de aquella noche de regreso en la carroza en la que había advertido a mi hija y al que sería su esposo, el marqués de Santa Cruz, del peligro que una amistad demasiado íntima con el embajador podría entrañar. Entonces me aseguraron saber a qué se enfrentaban, pero la verdad era que ya no había día en el que no se viesen.

Aquella mañana decidí acompañar a Joaquina a casa de Luciano para comprobar si tanto mi hija como José, que de manera inminente se convertiría en su marido, seguían siendo tan impermeables a la influencia del gabacho y su integridad se mantenía tan intacta como aseguraban. Necesitaba vigilarlos, porque quizá no fuesen tan inmunes como pensaban al contagio bonapartista y mi mirada, objetiva y desconfiada, tal vez podría aportar algo de lucidez al asunto.

Al llegar vi que en una esquina del patio de su casa esperaba dispuesta una de las carrozas reales y supuse que quizá alguna de las infantas se habría acercado con los mismos intereses que nosotras, y es que la inmunidad diplomática favorecía el estraperlo en las casas de los emisarios y, de estas, muy pocas resultaban tan atractivas como la de Luciano, pues por ser la embajada francesa importaba mil y un adornos, cintas, brocados, plumas, tejidos y frivolidades varias que, como era lógico, volvían locas a las españolas nobles y pudientes que, cada cierto tiempo, se dejaban caer por allí para comprobar si habían llegado novedades desde París que las embellecieran y emperifollaran.

Mientras José, que nos había acompañado, subía a los salones del embajador, Joaquina, Michelle y yo misma bajamos a los sótanos ansiosas por ver las últimas fruslerías recién venidas de la llamada «capital de la moda». La francesita nos había acompañado para ver de qué se podía servir para elaborar mi nuevo sombrero y parecía más nerviosa aún que mi hija, lo cual no era de extrañar, ya que aquella excursión bien podría juzgarse como una actitud fraudulenta por parte de los plenipotenciarios, si no fuese porque el cargo de embajador, aparte de enaltecer al hombre que lo ostentaba, muy pocas ventajas más conllevaba, en primer lugar por la falta de pensión para quien lo poseía y, en segundo, por la obligación que tenían los susodichos de pagar a título particular todos los gastos que su empresa pudiese demandar.

En efecto, ser embajador no era ni mucho menos como ser virrey, ya que no dejaba tanto espacio al lucro y, además, como los representantes máximos que eran de su país en el extranjero, tampoco debían ejercer con tacañerías. Era por estas circunstancias, y por la vanidad de muchos de los que ejercían aquellos cargos, por lo que más de una familia se había arruinado. Y precisamente por todo esto era también el mercadeo, más o menos legal, la única forma que tenían algunos de resarcirse económicamente, siempre y cuando no abusasen ni llamaran excesivamente la atención de las autoridades respecto a su trapicheo.

A punto estábamos Joaquina, Michelle y yo de llegar a las puertas de aquella cámara de pequeños tesoros cuando nos topamos con Cayetana. Tan dicharachera como era, me extrañó que solo me dedicase una leve inclinación de cabeza antes de irse como alma que lleva el diablo. En cuanto se nos abrieron los portones del sótano habilitado como mercería de lujo, comprendí la causa de su enojo.

Debía de haber tenido algún desencuentro con la reina, que, prácticamente enterrada en sedas y encajes, reía a carcajadas frente a un espejo de cuerpo entero. ¡Qué agujero de inmundicia esa mellada boca! Ganas tuve de coger la dentadura de porcelana que había dejado junto a los pasteles para endosársela yo misma entre los labios, ¿cómo podía esa mujer creerse hermosa si era el vivo reflejo de una de las brujas de las estampas de Goya?

Madame Miente, la modista más conocida de París, aguardaba pacientemente con un grueso libro de patrones entre las manos. Frente a ella, las pequeñas infantas rebuscaban entre un centenar de zapatos un par que les atrajese.

Al fondo, la condesa de Chinchón contemplaba en silencio la escena sin demasiado interés al tiempo que acariciaba las hebillas que habían ordenado para ella sobre una mesa. En cuanto a mí, me quedé parada junto al dintel intentando que nadie reparara en nosotras, pero un portazo propinado por un descuido de Michelle delató nuestra presencia.

Nada más verme, la reina me llamó:

—Acercaos, María Josefa, y decidme qué os parecen estos zapatos. Luciano quiere regalárselos a su majestad, pero yo no estoy demasiado convencida. Vuestra opinión, proveniente de una de las mujeres más elegantes de la corte, me interesa.

Ignorando la mirada de espanto de la modista, avanzó pisoteando las sedas para rebuscar en el montón de al lado. En este encontró uno de los chapines a los que se refería, pero, en vez de acercármelo, me lo lanzó.

¡Qué capacidad la de esa mujer para desear y rechazar las cosas en un solo segundo!, pensé mientras lo cazaba al vuelo. Reverenciándola, fingí estudiarlo con sumo interés y, finalmente, me pronuncié:

—El color coral resalta la plata de sus bordados; la lazada es original; la piel de cabritilla de su interior es suavísima, y el tacón el justo. He de reconocer a su majestad que no hallo en él defecto alguno.

—¿Los encontráis apropiados para la caza y los trabajos de carpintero que tanto le gustan al rey?

—Señora, no es eso lo que se me ha preguntado. —Avancé para devolvérselo y, al hacerlo, forcé una sonrisa que estaba muy lejos de sentir.

Sentándose de nuevo sobre el montón de arrebujadas telas, María Luisa me hizo un gesto para que la imitase. Procuré disimular mi desgana mientras por el rabillo del ojo comprobaba cómo Joaquina y Michelle se quitaban de en medio y se iban cada una de ellas a una esquina diferente del sótano con la excusa de comprobar las mercancías allí expuestas. Finalmente, cumplí con lo que se me solicitaba.

—Hace mucho tiempo, Pepa, que tenía ganas de agarraros por la banda —comenzó la reina—. Sin embargo, me siento defraudada, pues veo que no la lleváis. ¿Por qué no cruza vuestro pecho?

—Lamento no llevar el distintivo de la Real Orden de María Luisa —me excusé, mintiendo de nuevo y poniéndome la mano sobre el hombro como advirtiendo mi despiste—. No me creeréis si os digo que nunca salgo de casa sin ella y que justo hoy, por temor a perderla aquí o a estropearla con tanto probar y meter y sacar prendas, cuellos de encaje, capelinas, broches o collares, la dejé en casa.

Lo cierto es que, aunque intenté disimularlo, no sé si conseguí que pasaran desapercibidos mis pensamientos, y es que se diría que la reina había fundado la orden solo para tenernos permanentemente tendidas a sus pies.

—No tiene importancia que hoy no la llevéis —respondió ella sacando pecho—, siempre y cuando no prescindáis de ella en ninguna gala, pues no es mi voluntad hacer dama a quien no valora el honor como es debido.

Encajé sus reproches y me limité a asentir fingiendo sumisión.

—Olvidemos el agravio y vayamos a lo que estábamos —prosiguió la reina cambiando de tema con presteza—. Al igual que con los zapatos del rey, quiero vuestra opinión sobre ese vestido que lleva el maniquí; me lo ha regalado el embajador: ¿os gusta? Lo llevaré en el próximo baile en palacio. ¿Creéis que el ladino busca algo a cambio de tanto presente?

Demasiadas preguntas y de lo más dispares para contestar de una vez, pensé. Y, sin embargo, sus palabras me dieron que pensar: ¿Que si Luciano Bonaparte «buscaba algo»? No había que ser demasiado aguda para intuir que «arrebatar» sería una palabra más propicia para denominar lo que aquel listillo pretendía. Con todo, y evitando contestarle como me hubiese gustado, acaricié la seda brocada de la falda antes de comentar:

—No sé detrás de qué andará el embajador, pero ha de ser grande, dada la calidad y belleza de estos brocados. Casi están a la altura de lo que la señora se merece.

Divertida por mis palabras, negó con la cabeza, aunque no pudo evitar fruncir el ceño con gesto extrañado:

—¿La duquesa de Osuna adulándome? No era eso lo que pretendía de vos. —Un cambio radical en su tono de voz me hizo temer lo peor—. Supongo que estaréis enterada de que en Valencia se habla de sublevación entre el pueblo debido al decreto que obliga a sus mozos a alistarse. He pensado que quizá vos sepáis quiénes pueden ser los instigadores de esta rebelión que al parecer está cociéndose.

¡Qué desconcierto! Aquella mujer saltaba de la frivolidad a los asuntos de Estado más preocupantes sin preámbulo de ninguna clase. Procuré no parecer dubitativa en mi respuesta.

—¿Por qué he de saberlo?

Tomando una pluma de faisán de su vera, me cosquilleó con ella la nariz.

—¿Quizá porque tenéis tierras por allí y conocéis a todos los enemigos de Godoy? —Fingí un estornudo para no tener que negarlo, pero ella insistió—: La duda está entre los jesuitas exiliados, los napolitanos, los ingleses o los nobles.

—No sé —me hice la tonta—, la verdad es que me pierdo en el abanico de sospechosos. Supongo que es lo malo de enfrentarse a todos a cualquier precio.

Ofendida, no se anduvo por las ramas:

—¿Por qué tratáis con tan poco respeto al príncipe de la Paz?

Como no le iba a decir que nunca reconocería las aptitudes que ella había considerado meritorias para catapultarlo a lo más alto del Estado, busqué otra excusa:

—Quizá sea porque desconfío del reciente Tratado de Aranjuez.

—¿Desconfiáis de los franceses y os abastecéis en sus casas? —Miró a su alrededor mofándose histriónicamente de mi amor por la moda francesa y de mi odio por sus soldados—. Sé que en París dejasteis amigos revolucionarios con los que asiduamente os carteáis.

—Soy monárquica —me defendí—, siempre lo he demostrado y reniego de la República.

—Los títulos que lleváis os obligan a ello. —Utilizando de nuevo la pluma que sus manos sostenían, me acarició la cara desafiante.

—La mayoría se los debo a la generosidad de los Trastámara y los Austria para con mis antepasados —contesté altiva.

—Sí, es cierto que la concesión de muchos de vuestros ducados, marquesados y condados son anteriores al advenimiento de los Borbones en España. ¿Insinuáis por ventura que nosotros no os hemos agraciado como debíamos?

—No me malinterpretéis —negué rápidamente—, que no olvido que es a esta última dinastía a la que debo fidelidad.

Aquella frase mía le dio la oportunidad que aguardaba.

—Como no espero menos de vos, quiero brindaros la ocasión de satisfacerme: convenced a la duquesa de Alba para que me venda la Venus del espejo. Es vuestra amiga y pariente, y seguro que lo lográis sin problema.

Sin importarme el protocolo, me levanté.

—Lo intentaré —aseguré, ni muy sumisa ni muy convencida.

—Espero mucho más que eso. —Sonrió sarcásticamente con sus labios hendidos para dentro.

Dándome la vuelta, llamé a Joaquina y a Michelle para que nos fuésemos. Joaquina llevaba en las manos dos entorchados y un puñado de cadenillas, cordoncillos y algún que otro abalorio. Michelle solo se hizo con un hermoso grandujado que pensaba coser bajo una de mis diademas. Tomada nota de lo que se llevaban, Ascargorta quedó atrás para saldar cuentas.

Ahora comprendía la cara de disgusto de Cayetana cuando nos cruzamos con ella. Primero fue Godoy quien se interesó por la Venus y ahora era la reina quien lo hacía. El cerco se cerraba en torno a la duquesa de Alba, y su clara negativa a ceder me hizo temer por ella.

A punto estaba uno de los lacayos de retirar la escalerilla de nuestra carroza y de dar yo la orden de partida cuando la Chinchón, jadeante, golpeó desde fuera nuestra ventanilla.

—María Teresa, no sé cómo tenéis estómago para acompañar a la reina a ningún lado —le solté sin pensar—. Bien sabe Dios que es una mujer horrible.

—Arcadas me dan —reconoció tragando saliva—, pero ya sabéis que estoy obligada a ello. Solo vengo para deciros que, si todo sale como espero, muy pronto me veré liberada de este yugo al que me tiene sometida Manuel en su ausencia.

—¿Dónde está?

—En Portugal, tratando de tomar Olivenza. Si lo consiguen, solo vendrá a España de visita. —Al mirarme con esa alegría que la esperanza otorga a los desamparados, intuyó mi extrañeza y preguntó inocente—: ¿Es que no sabéis lo que sucederá si vencen?

Deseando que siguiera informándome, me limité a negar con la cabeza al tiempo que entre labios la instaba con un imperativo:

—Proseguid, por favor.

—Si vencemos —explicó María Teresa—, don Carlos recuperará la mitad del reinado que Felipe IV perdió, por lo que le ha prometido a Manuel algún alto cargo en Portugal a cambio de la victoria.

—¿Podría Manuel soñar con ser rey? —Casi no pude ni balbucear esas palabras.

—Su ambición no tiene medida. De ser así, nunca le acompañaría, por supuesto —afirmó contundente—. Si quiere llevarse a Carlota, que lo haga. Poco me importa con tal de perderle de vista.

Aquella actitud para con su hija me sacaba de quicio y ella lo sabía, ¿por qué se empeñaba entonces en repetir semejante insensatez una y otra vez? Me hubiera gustado seguir indagando, pero la llegada de la reina obligó a la de Chinchón a salir despendolada junto a ella.

Ya en marcha, me eché la mano a la frente pensando en las consecuencias de aquel posible triunfo en Portugal: ¡Godoy, rey!

¿Cómo había podido ser tan tonta solo unos cuantos minutos antes al preocuparme por minucias como la obsesión de la reina por hacerse con la Venus del espejo para, obviamente, regalársela al príncipe de la Paz? ¡Aquel cuadro de Velázquez era una simple baratija comparado con el regalo que pensaba otorgarle en realidad!

Era, a mis ojos, lo nunca visto: ¡nada más y nada menos que un reinado! Aquel gesto atentaba no solo contra el decoro, sino, también y sobre todo, contra toda moral histórica. ¿Acaso la reina Isabel la Católica hizo rey a Colón de alguna de las tierras que descubrió? ¿Convirtió en monarca Felipe II al príncipe de Éboli o a Antonio Pérez? ¿Y Felipe III a Lerma o Felipe IV al conde duque de Olivares? Intenté hacer memoria, pero, si estaba en lo cierto y esta no me fallaba, ninguno de nuestros reyes jamás había otorgado semejante gracia a alguno de sus validos, generales o descubridores.