IV
EL AMOR Y LA MUERTE
De los amores ilícitos, no se suelen seguir más que ruidos y pendencias.
Manuscrito de la Biblioteca Nacional sobre
el Capricho n.º 10 de Goya
Aquella tarde de toros decidí vestirme en nuestra casa de la Cuesta de la Vega para llegar a tiempo a la corrida. Desde que El Capricho se convirtió en nuestra morada preferida, aquella casona del centro de Madrid atestada en el pasado languidecía en la estacada. A excepción de diez sigilosos cuerpos de casa y cuatro guardias de seguridad, prácticamente nadie más circulaba por sus estancias. Como en otras ocasiones, podría haber arrastrado a todo el mundo tras de mí, pero aquella tarde primaveral preferí dejar que los niños disfrutaran de sus juegos en El Capricho y que Pedro acudiera a una de sus apreciadas cacerías en los cercanos campos de Viñuelas.
Mi solitario reflejo en un espejo de cuerpo entero me recordó que solo contaba con las prodigiosas manos de Michelle para suplir los trabajos de las doncellas y ayudas de cámara.
Impaciente, al ver que no llegaba me decidí a vestirme sola. Después aguardé durante más de media hora por si aparecía para maquillarme y peinarme, pero ella seguía retrasándose a pesar de su usual puntualidad. ¿Qué estaría ocurriendo? Comencé a preocuparme, pues no olvidaba que aquel era el día en que se había comprometido a traerme noticias frescas de casa de su novio. La ansiedad fue haciendo mella en mi imaginación y, cuando quise darme cuenta, comprendí que la intranquilidad se había adueñado de mí.
Procurando recuperar el sosiego, pensé en mi prima Cayetana y en los extraños caprichos que últimamente la poseían y, como asociando una cosa con otra, vinieron a mi memoria los cuadros que Goya había pintado hacía ya nueve años para mi antesala. La belleza y la alegría costumbrista que aquellas obras reflejaban llenaban el lugar de frescura y dicha. Su realismo y su hábil plasmación de las escenas de recreo habituales entre las capas más populares de la villa y corte hacían que observarlas fuera como asomarse a un balcón sobre la dehesa para contemplar lo que en realidad sucedía allí un día de fiesta.
Acostumbraba a recrearme en aquellos cuadros paseando muy despacio para estudiarlos y disfrutarlos con detenimiento: Asalto al coche, El columpio, La cucaña, La caída, Procesión de aldea, Asalto de la diligencia y La conducción de un sillar, todas eran escenas cotidianas que plasmó en el lienzo según su propia elección, ya que Pedro y yo, después de indicarle el lugar para el que deseábamos la obra, confiábamos plenamente en su gusto y en su criterio, y le dábamos libertad absoluta, no en vano de lo que se trataba era de ayudarle a dar rienda suelta a su genio creativo y no de abrumarle con encargos demasiado estrictos que coartarían su albedrío como genio y artista.
Con los años, y sobre todo después de su enfermedad, que le había tenido gravemente encamado en 1793 y que le había dejado la terrible secuela de una sordera permanente, don Francisco cada vez se mostraba más reservado, y esto le hacía ser más crítico con todo lo que le rodeaba. Quizá fuese porque la privación del sentido del oído le había ensimismado y le había hecho más perceptivo a la paz, a la tranquilidad y al sosiego, o tal vez porque al no oír podía percibir mejor lo que los rostros muchas veces muestran sin necesidad de hablar —las envidias, la ira, el enojo…—; era posible, en fin, que al comunicarse menos se hubiera vuelto todavía más observador de lo que ya de por sí era. De ese modo, ahora era capaz de reconocer como nadie la injusticia o la alegría que latían en nuestro mundo, o quizá la enfermedad había provocado que la locura propia que escondía empezara ahora a emerger.
Fuera como fuese, el caso era que, al preguntarle por su estado, él solía culpar de todos sus males al envenenamiento que le provocaba la continua inhalación del plomo de albayalde en su paleta, algo que, paradójicamente, era dañino pero inevitable, dado que aquella ponzoña le daba de comer y prescindir de ella significaría robar fuerza a las texturas y colores de sus obras, lo que bajo ningún concepto estaba dispuesto a sacrificar. Sonreí al recordar las palabras que recientemente había pronunciado después de que Pedro y yo le hicimos la proposición de pintar una segunda serie de obras, concretamente cinco, para decorar El Capricho:
—Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males —nos respondió don Francisco, ilusionado— me dedicaré a pintar un juego de cuadros para el gabinete de su excelencia que no den lugar a ninguna obra encargada y en los que mi capricho y la invención no tengan ensanches.
Y, en efecto, esperaba que aquellos cuadros, que todavía no nos había entregado, pues el encargo era reciente, no fueran sino el capricho de mi pintor preferido y su mejor presente para con nuestra familia.
Seguía absorta en ellos cuando oí el jadeo de alguien a mi espalda. Era Michelle, que al fin había llegado. Su expresión era de espanto, traía los ojos hinchados a causa del llanto y las manos convertidas en dos puños que, cerrados con rabia, parecían de piedra. Me acerqué a ella y, asiéndola de los hombros, la obligué a tomar asiento junto a mí.
—¿Qué te ocurre, criatura? —le pregunté preocupada, y, como ella no respondía y permanecía con la mirada perdida en un punto infinito, por entretener aquel incómodo silencio comencé a desatarle la lazada del sombrero.
Al hacerlo sentí que uno de sus extremos estaba empapado, miré la mancha que había dejado en la palma de mi mano y me asusté. ¡Era sangre! Michelle, aún incapaz de articular palabra, me miraba trémula. Temiendo que estuviera herida le arranqué de un tirón la capa para descubrir consternada que su pechera también rezumaba muerte. Contuve la respiración hasta estar segura de que la sangre no era de ella.
Esperé una explicación, pero ella únicamente alcanzó a proferir unos cuantos balbuceos antes de romper a llorar de nuevo. Escondió su rostro entre las manos y comenzó a mover a un lado y a otro la cabeza, como negando una y otra vez. Acariciándole la espalda, esperé a que se calmara.
—Señora, siento el retraso —alcanzó a decir—, pero es que…
Un oscuro presentimiento me asaltó de pronto: ¿sería aquella alma cándida capaz de matar a alguien? Dispuesta a desentrañar aquel misterio cuanto antes, me levanté rauda y, alcanzando una jarra de cristal dispuesta a tal efecto, le tendí un vaso de agua mientras le indicaba que lo bebiera. Tenía que tranquilizarse lo antes posible para poder contarme cuál era la causa de su estado.
—Bebe despacio, es de la saludable fuente de la Mariblanca y está muy fresquita, la acaba de traer en su cuba un aguador asturiano.
Le hablaba con calma, procurando distraerla y hacer que pensara en otra cosa, que se entretuviera con cualquier nadería para que así dejara de llorar, como sabía que solía funcionar con mis hijos cuando rompían a sollozar presos de cualquier rabieta. Tomé un azucarillo y, con gesto sereno, demorándome en la tarea, lo eché en su vaso para que se disolviese; después, procurando que mi pulso no delatara el nerviosismo que también me dominaba, lo revolví calmosa con una cucharilla de plata. Ella, con labios temblorosos, lo miró ausente durante un instante que se me hizo eterno antes de prorrumpir en un aullido angustiado:
—¡Me lo han matado!
Dejé pronta el vaso sobre la mesita de mármol antes de que mi mano, que ahora sí había comenzado a temblar convulsamente también, lo soltara y lo convirtiera en añicos contra el suelo. No ignoraba que en la villa morían a diario muchos hombres, pero nunca había podido imaginar que la mala suerte se cebaría de tal manera con la pobre Michelle y su enamorado, el soguilla de Goya.
Me sentí profundamente desolada; no era, por supuesto, en absoluto responsable de aquella muerte, pero sí en cierto modo de que hubiera sido aquella pobre muchacha la que, precisamente por mi orden, la hubiese descubierto. Ella, agotada de tanto llorar, posiblemente ya sin lágrimas, se enjugó las que todavía le corrían por las mejillas, suspiró desamparada y comenzó:
—Hoy, como sabe, llena de ilusiones por la proposición que me hizo su excelencia de dote para mi matrimonio, casa y comercio para la sombrerería, he ido a ver a Juan a la buhardilla donde vive, en la calle Desengaño, esquina Fuencarral. Quizá la conozca porque está justo enfrente de la tienda de perfumes y licores donde el maestro Goya suele vender sus estampas.
Asentí con la esperanza de que fuese directa al grano sin andarse por las ramas, pues la ansiedad por saber qué había sucedido me tenía en vilo. Michelle, de nuevo suspirando profundamente, continuó:
—Al llegar me pareció extraño que la puerta trasera de la cuadra estuviese entornada, pensé que quizá anduviese cargando algo, pero allí no había nadie excepto sus dos mulos y el carro vacío. Junto a la puerta estaban tirados dos tableros grandes tapizados de algodón, un trapo y un montón de sogas cortadas.
La interrumpí para averiguar si eran los protectores del cuadro que desde hacía días esperaba recibir Cayetana. El mismo por el que Godoy suspiraba.
—¿Eran como los parapetos que ponen a las pinturas para protegerlas en las mudanzas? —le pregunté.
Michelle asintió con un gesto de la cabeza y continuó con su relato:
—Asomada a la escalera llamé a gritos a Juan y, al no recibir respuesta, decidí subir. —Su voz se rompió en hipidos que anticipaban lo que había hallado al llegar al final de la escalera—: A tientas entre la penumbra acudí junto al único ventanuco que aireaba su buhardilla para abrir los postigos y… fue entonces cuando lo descubrí.
Una mueca de dolor a punto estuvo de detener de nuevo su desconsolada narración. Haciendo un ímprobo esfuerzo inspiró para terminar de contármelo:
—Allí estaba. Tumbado bocabajo sobre un gran charco de sangre. Se me heló la sangre y no fui capaz de dar un solo paso, ¡había llegado tarde, señora!
Se derrumbó entre mis brazos y retomó su llanto. Yo la dejé desahogarse, pues comprendía su dolor y su impotencia.
Cuando se hubo calmado la obligué a beber un poco más. Gracias a esto recobró algo la compostura y pudo explicarme:
—Tentada estuve el día anterior de allegarme allí, pero mi orgullo de mujer a la que habían plantado me lo impidió. ¡Y pensar que si lo hubiese hecho entonces quizá habría llegado a tiempo para salvar a mi hombre!
La mala conciencia desató de nuevo su contenido dolor. Aquella muchacha necesitaba un hombro amigo sobre el que llorar. La abracé de nuevo. ¿Qué sabía el protocolo de consuelos?
—No te disculpes, Michelle. Probablemente, de haber estado allí en el fatídico momento no hubieses podido hacer otra cosa que morir junto a él.
Le tendí mi pañuelo para que se sonase. Al abrirlo reparó en los hermosos bordados de la corona que las monjas jerónimas me habían hecho y se negó a utilizarlo haciendo un amago de devolvérmelo. Sin pretender azuzarla, pero ansiosa por que continuase, yo misma le estrujé la nariz para que soplase. Cerré en mi puño aquel húmedo pañuelo y, definitivamente, se lo regalé.
—Quédatelo.
Suspirando, lo guardó en su faltriquera y se dispuso a terminar de detallarme lo más duro de su relato:
—Cuando la sangre empezó a correr de nuevo por mis venas, lentamente me acerqué para darle la vuelta. Su mirada inerte se clavó en mis ojos como dos punzantes alfileres. Solo cuando besé aquellos labios sin vida fui totalmente consciente de que realmente ya no estaba en este mundo. —Cabizbaja, se posó la mano en el pecho—. Al cerrarle los párpados y abrazarle por última vez fue cuando me manché. Porque aunque ya no le quedase un aliento para derramar, su sangre todavía manaba a raudales. Conté cinco puñaladas en su pecho. ¡Juanillo de mi vida! ¡Y pensar que iba dispuesta a enfadarme con él por no haberme avisado de su ausencia el día anterior!
Intuyendo que volvería a recaer en el llanto, formulé una pregunta destinada a despistarla:
—¿Diste la voz de alarma? —Lamentaba ser tan directa, pero el asunto me preocupaba.
—No hizo falta avisar a nadie —contestó Michelle a mi pregunta con la parsimonia de quien habla con los pensamientos a mil leguas de distancia—. Muy al contrario, al oír una gran algarabía en el patio de la corrala salí despavorida por el ventanuco del que ya le he hablado y salté a un tejado de los aledaños sin que nadie me viera. Desde allí, como una sigilosa gata, pude avistar a los alguaciles que en el patio andaban trasteándolo todo.
—Eso solo puede significar que alguien antes que tú debió de descubrir el cadáver de Juanillo —conjeturé.
—Así tuvo que ser, mi señora —asintió—. Sé que yo no tenía nada que esconder, pero ante el temor de que me endosasen el muerto decidí quitarme de en medio discretamente y sin dar demasiadas explicaciones. ¿Hice mal?
Todo aquello sonaba demasiado extraño.
—¿Estás segura de que lograste huir sin que te vieran, Michelle? —pregunté.
Con la mirada anclada en la punta de sus botines, susurró temerosa:
—No del todo. La verdad es que uno de los alguaciles, al sentir caer una teja, alzó la vista. Dudo que le diese tiempo de verme la cara, pero me llamó a gritos. Lo siento, mi señora. Quizá fue una idiotez actuar de semejante modo, pero quería evitar a toda costa que me detuviesen porque… ya sabe que muchos llaman interrogar a matar lentamente. Siento reconocer que, de haber caído en un calabozo de torturas, al primer zurriagazo hubiese delatado que vuestra excelencia fue quien me mandó acudir allí. Señora duquesa, ya sabe que le seré fiel hasta la muerte, pero si hay algo que puede doblegar mi voluntad es el miedo al dolor.
Agradecí su sinceridad. Mientras, entre suspiros más calmados, ella se percató de que debía arreglarme para ir a la corrida y, levantándose y moviéndose con torpeza, lenta de reflejos como una anciana, comenzó a recogerme el pelo en una redecilla para ponerme la peluca que sobre una cabeza de maniquí aguardaba preparada desde mucho antes de su llegada. La detuve.
—Déjalo, que hoy no estás para peinar a nadie. Me dejaré el pelo suelto, solo lo recogeré con esta cinta salmón y blanca a modo de diadema. ¡Malditas las ganas que tengo de ir a los toros después de todo esto! —exclamé, aunque después de esta explosión de mal genio recapacité—. Pero debo hacerlo, Michelle. Después de lo sucedido, y precisamente para averiguar qué se oculta tras la muerte de tu prometido y si tiene relación o no con ese misterioso retrato pintado por Goya, más que nunca debo estar atenta a lo que se cuece en los mentideros y codearme tanto con Cayetana como con Godoy, pues los dos tienen relación con esa obra. Ambos estarán esta tarde en la corrida, así como también el maestro, y es imperioso descubrir hasta qué punto cualquiera de ellos puede estar implicado en este asesinato. Solo así, Michelle, podremos descubrir al culpable y hacerle justicia a tu enamorado, y solo así podré estar tranquila, pues algo me dice que, hasta que esa pintura no aparezca, ni tú ni yo ni mi propia familia conoceremos la paz.
Con el cepillo de plata aún en la mano derecha, me miró a través de nuestro reflejo en el espejo y habló con una serenidad que me desarmó:
—Perdone por mi intromisión, excelencia, pero si le sirve mi opinión, creo que tiene razón: hay muchos que la esperan y faltar solo levantaría sospechas sobre usted, ya que todos saben que soy una de sus protegidas. Además, déjeme hacer algo y arreglarla, así estaré entretenida mientras la peino. Necesito no pensar.
Incapaz de discutir, se lo permití, y Michelle se puso manos a la obra. Al cabo de un rato, en silencio las dos, mientras ella me engrasaba con manteca perfumada un pequeño mechón para trenzarlo y empolvarlo y yo esperaba paciente a que terminara, oímos claramente cómo el peso de un cuerpo saltaba sobre la forja del balcón. Al desviar a la vez nuestra mirada hacia la ventana, las cortinas de encaje flamearon al viento y dejaron entrever la sombra de un hombre agazapado tras ellas.
A esas horas, la corrida habría empezado ya. Los toreros más populares del momento se estarían batiendo en la plaza y no habría una alma en la corte que no estuviese deleitándose con su lidia. Estaba claro que el ladrón, fuese quien fuese, debía de suponerme fuera.
Pensé en llamar a la guardia, pero la intuición me detuvo y comprendí al instante que el intruso creía, en efecto, que la casa estaba vacía, pues las dos llevábamos ya mucho rato en silencio y, al estar la estancia en penumbra y nosotras quietas en un rincón, nuestra presencia no era fácil de descubrir. Con un movimiento rápido puse mi dedo sobre los labios de la sombrerera para evitar que profiriese sonido alguno.
Llamar a la guardia y que detuvieran al intruso sin averiguar antes a qué había venido sería como lanzar un chorro de tinta sobre la única pista posible. Fuera quien fuera no le temía; muy al contrario, estaba dispuesta a desafiarle dejándole entrar en nuestra guarida para luego sorprenderlo con las manos en la masa. Allí me sentía segura y protegida, y, además, no estaba ni mucho menos sola. Michelle estaba conmigo y no olvidaba que unos cuantos de mis más fieles empleados, los que no permanecían en El Capricho, estaban en otros lugares de la casa. Además, a pesar de mi avanzado estado de gestación yo seguía siendo la misma mujer ágil y dispuesta que siempre me he jactado de ser.
Con sigilo tomé las tenacillas calientes que previamente Michelle había introducido entre las brasas de la chimenea para rizarme el pelo, y con la otra mano la cogí a ella fuertemente para que me siguiese de puntillas.
Juntas cerramos con cuidado la disimulada puerta que la servidumbre utilizaba para pasar inadvertida de una estancia a otra del palacio; yo suponía que el petimetre no la vería fácilmente, ya que estaba perfectamente mimetizada con el entelado de la pared. Aunque desde nuestra posición no podíamos ver al susodicho, fuimos capaces de seguir sus movimientos por el sonido de los muebles que iba moviendo y, supusimos, registrando.
Por el tintineo de los tarros de pomadas, perfumes y ungüentos que chocaban entre sí, deduje que primero se había detenido frente al tocador. Después trasteó en mi aparador, más tarde reconocimos el golpear de la palmatoria que había sobre mi mesilla y el rodar de su vela por la tarima del suelo, y, a continuación, nos llegó el rasgar de las anillas de las cortinas del dosel sobre la barra de mi cama y el flamear de un tapiz tras el cual debió de mirar. Y por último, nada. Un tenebroso silencio que aceleró aún más nuestra respiración.
Más que a robar, parecía haber venido a trastocar todos y cada uno de los muebles de la estancia. Para entonces, ni siquiera la cama debía de estar aún en su sitio. Con un oído pegado a la puerta, Michelle me susurró:
—¿Se ha dado cuenta mi señora de que aún no ha tocado el cofre de las joyas?
No había reparado en ello, pero lo cierto era que lo había dejado abierto de par en par sobre la mesa y, por lo que habíamos podido oír, ni siquiera parecía haberlo rozado. El intruso debía de estar buscando otra cosa.
Tiré de la cadenilla que colgaba de mi corpiño y saqué un pequeño reloj de bolsillo. Acababa de decidir que solo esperaría cinco minutos más antes de pasar a la acción. No sé exactamente por qué, pero los consideré suficientes para asegurarnos la salida de nuestro escondrijo sin peligro. Supuse, quizá, que en ese lapso de tiempo el intruso habría acabado ya con su registro y habría abandonado la casa por donde había entrado y sin peligro para nosotras. Michelle me miraba expectante y, juntas y en silencio, permanecimos agarradas de la mano, para darnos valor, mientras el tiempo pasaba a mi parecer más despacio que nunca. Cuando el minutero llegó a la posición marcada, y comoquiera que en la otra habitación ya hacía un buen rato que no se oía nada, aparté a la sombrerera de la ranura de la puerta para que me dejase salir en primer lugar, contuve la respiración, agarré firmemente el rizador de pelo con una mano, con la otra así más fuertemente la de Michelle, y sin dar un segundo más a mis pensamientos, no fuesen a atemorizarme, abrí de golpe la portezuela.
El desbarajuste era monumental. Absorta en aquel caos, y tras comprobar que no se veía por ninguna parte al invasor, di un paso adelante cuando un grito de Michelle me hizo dar media vuelta con el rizador en alto. El muy ladino debía de haber advertido de algún modo nuestra presencia y, cual asquerosa rata, se había agazapado justo donde la puerta, al abrirse, le escondía.
Armado con un cuchillo, intentó en un frustrado lance ensartarme por la espalda. Lo hubiese conseguido de no ser por mi fiel servidora, que, plena de reflejos, lo tenía trincado por la despeluchada coleta. Aproveché el forcejeo entre los dos para atizarle con todas mis fuerzas en plena cara. El hierro aún incandescente le imprimió su calcinante huella, dividiéndole el rostro en dos.
Tuerto de un ojo, y abrasada media cara, aún persistía el salvaje en lanzar cuchilladas al aire cuando Michelle le partió uno de los morillos de la chimenea en la crisma. Esta vez, el mequetrefe cayó a plomo sobre el suelo. El olor a gallina quemada me provocó una arcada cuando mi guardia abrió la puerta.
Sintiéndome ya protegida, me agaché lentamente para verle más de cerca. No lo conocía. Ni siquiera me sonaba su cara. Harapiento, desdentado, medio calvo y muy cetrino, bien podría ser cualquiera de los desagradables maleantes que acudían regularmente a Madrid para robar, matar y cometer todo tipo de tropelías imaginables.
Tomando un espejo de mi tocador se lo puse bajo la nariz. Ya no respiraba. Me acerqué a él y le agarré del mentón fuertemente para susurrarle entre dientes.
—¿A por qué venías y quién te ha mandado?
El silencio por respuesta evidenció la frustración de un interrogatorio imposible. Lo solté despreciativamente y dejé paso a mis guardias, que, alertados, acababan de entrar en la habitación para que lo sacase de mis aposentos.
A punto estaban de salir con aquel fardo inútil cuando Michelle los detuvo para desabrocharle el guardapolvo. Con sorpresa descubrimos que debajo de aquel andrajo llevaba el pulcro uniforme de un guardia de corps. Según eso, solo tres personas podían haber mandado a aquel hombre a mi casa: el rey, la reina María Luisa o Godoy.
—¿Lo conoces, Michelle?
La sombrerera descubrió sobre la camisa la mitad de un guardapelo de latón. Un pequeño rostro de mujer se adivinaba pintado en el interior de la tapadera de aquella diminuta caja. Sin dudarlo, tiró del colgante hasta partir la cadena por detrás de su cuello y, pegándoselo al pecho, me contestó:
—Este desgraciado no es otro que el hombre que me vio huir por los tejados de la corrala donde estaba la casa de Juanillo.
—¿Estás segura? Mira que el dolor hace imaginar fantasmas donde no los hay. Me hablaste de un alguacil y no de un guardia de corps.
Se rebuscó bajo el corpiño y me mostró la otra mitad del guardapelo. Los dos encajaban perfectamente.
—Lo vi solo un segundo y de refilón —explicó—. Quizá por eso equivoqué su indumentaria, pero esto demuestra que este mequetrefe robó a mi Juanillo. A falta de anillos, nos habíamos comprometido con este colgante. Fue precisamente el maestro Goya el que en un santiamén y con un pincel de a un pelo esbozó nuestros rostros en ellos.
Miré el colgante de cerca y distinguí perfectamente los trazos. Cerrando el puño de la sombrerera sobre el colgante, la tranquilicé.
—Esto quizá convierta a este ladrón en asesino, porque cabe la posibilidad de que no se lo robara a un cadáver sino a un moribundo. ¿Recuerdas si Juan llevaba puesto el guardapelo cuando lo encontraste?
Michelle pareció detenerse a pensarlo un momento.
—No. Estoy segura de que no, porque siempre lo llevaba sobre la camisa. Al abrazarle lo hubiese sentido, y no lo hice. De hecho, en aquel breve instante en que me vi obligada a abandonarle acuciada por el sonido de los intrusos no lo pensé, pero ahora sí que reparo en ello. —Convencida, negó con la cabeza—. No, seguro que Juanillo ya no tenía el guardapelo, lo que significa que ya se lo habían robado y que…
Con toda su furia pegó una patada al cadáver.
—Probablemente fue él quien lo mató —terminó añadiendo.
Hice una seña a mis guardias para que lo sacasen de mis aposentos. Mientras lo arrastraban, se oyó fuera una voz masculina que nos sobresaltó.
—¡Venga, que el tiempo apremia y nos van a descubrir! ¿Tan difícil es encontrar un lugar idóneo?
Corriendo hacia la ventana me asomé para ver quién gritaba y descubrí a otro hombre mirando hacia arriba. En una mano sostenía el final de una soga que su compañero debía de haber pasado por la barandilla para hacer polea antes de entrar, y, en la otra, un gran cilindro de cartón atado al otro extremo de la soga.
Al verme se asustó y, tras desatar con gran rapidez el cilindro del extremo de la cuerda, se lo colgó de la espalda. De un salto montó en el caballo que tenía a su lado y salió a galope calle abajo llevando con él tan extraño objeto. No podía ser más que un compinche del ladrón que había entrado en la casa, pero si era así…, ¿qué buscaban realmente ambos en mis habitaciones? ¿Simplemente robar? Y en ese caso, ¿por qué el intruso que mis guardias ahora se llevaban no había prestado la más mínima atención a mi joyero? Por otra parte, ¿para qué serviría ese curioso cilindro? Quizá para llenarlo con todo lo que encontrasen, supuse, pero, de ser así, ¿por qué no subió con él el primero de los maleantes?
Con rapidez, me volví hacia uno de mis guardias para indicarle que bajara a toda velocidad a la calle e intentara perseguir al huido o, al menos, dado que parecía imposible que le diera alcance, para que intentara hallar alguna pista que nos permitiera dar con él. Era posible que alguno de los viandantes que habitualmente frecuentaban aquella vía con tanto tráfico de personas y animales hubiera reparado en algún detalle que pudiera ayudarnos.
Mientras los demás guardias se llevaban por fin al compañero muerto del huido, Michelle le dirigió una última mirada de furia al cadáver mientras musitaba:
—¡Vengado estás, Juanillo!
Le acaricié la espalda y lamenté contradecirla:
—Aún no, Michelle. Aún no. No es más que un sicario. La moral languidece desde que las malas cosechas solo alimentan el hambre, y ahora es más fácil que nunca encontrar a un esbirro dispuesto a vender su alma por un puñado de monedas. Este que se llevan probablemente solo fuera un mequetrefe angustiado; aún tenemos que descubrir a su endiablado mentor y, sobre todo, el porqué de este ataque.
Tras guardarse el guardapelo entre los pechos, se arremangó:
—Sí, eso es cierto, no hemos de perder una sola ocasión para desenmarañar esta madeja de intrigas. Seguro que en la plaza saca su excelencia algo en limpio. ¡Mire qué hora es! Vamos, señora. Si me deja hacer aún llegará al tercer toro.
Michelle me posó la mano sobre el pelo y comenzó a cepillarme con nervioso brío, y lo cierto es que aquel gesto mecánico contribuyó en cierta medida a calmarme, pues no en vano pesaban sobre mi mente los peligrosos acontecimientos que ambas acabábamos de vivir y el no menos impactante hecho de que, juntas y mano a mano, acabábamos de dar muerte a un hombre.
—Vaya allí —me solicitaba encarecidamente la francesita mientras seguía peinándome—. Observe con los cinco sentidos ese hervidero donde no faltará nadie, ni siquiera el cobarde que buscamos, y acúselo del crimen que ha cometido. Hágalo por mí y por vengar la muerte de mi prometido.
Según hablaba su dolor se transformaba en furia.
—Por vos y por mí, Michelle. Porque, si bien es cierto que vuestra pérdida es incomparable, también lo es que yo he visto mancillada mi casa con este allanamiento. Sea como sea, os prometo que desenmascararé al causante de estos desatinos.
Ya dispuesta, bajé la escalera lo más rápido que pude. Me sentía algo cansada, pues a lo vivido se sumaba mi embarazo y el doble miedo que había pasado al encararme con el agresor, ya que no solo me preocupaba mi integridad, sino también la del hijo que llevaba en mi vientre. Al menos en la plaza solo tendría que aguzar el instinto para saber separar los rumores ciertos de los insidiosos, en vez de luchar e intentar detener los envites y navajazos de un asesino.