XII

Siete duros al mes de peluquero,

para calzarme nueve; las criadas,

que necesito dos, no están pagadas

si no les doy cien reales en dinero.

Diez duros al bribón de mi casero;

telas, plumas, caireles, arracadas,

blondas, medias, hechuras y puntadas

de madama Burlet y del platero.

Leandro Fernández de Moratín,

Por nada, como ves

Pedro, que veía cómo cada vez se enconaba más el asunto de su embajada en Viena, enfermó. Llevaba más de una semana con el hígado inflamado y cautivo de los delirios de unas altísimas calenturas cuando el doctor Torres, después de haberlo intentado todo, optó por someterle a una salvaje sangría.

Allí, a los pies de su cama, observaba cómo las sanguijuelas le succionaban la sangre cuando decidí que todo aquello tenía que terminar. Dios sabía que siempre había sido partidaria de luchar por aquello que uno deseaba, pero todo tenía un límite y, si después de haberlo intentado con ahínco no se conseguía, de sabios era aprender a desistir a tiempo.

A mi marido no era una enfermedad en particular lo que le estaba matando, sino la quietud a que se encontraba sometido o, quizá, la desesperanza de no saber qué hacer. Pero lo peor de todo era que aquel nefasto sentir empezaba a contagiarnos a todos. El mes pasado habían sido Pepita, Joaquina y Paco los enfermos de paperas, y ahora Pedro era preso de un humor hipocondríaco provocado por los disgustos. ¿Cuándo caería yo?

Desde el momento en que enfermó, y hasta convencerle de que aquella ofuscación no le convenía, decidí que mi máxima prioridad sería evitarle cualquier desazón.

Para comenzar a sosegar los ánimos se me ocurrió que no habría nada mejor que retirarnos a tomar las aguas en el balneario de Passy. A regañadientes aceptó, pero no sirvió de mucho, ya que durante todo aquel mes no dejó de preguntar ni un día por los asuntos de Estado. ¡Con el trabajo que nos costaba ocultarle todo lo que pudiese alterarle! Inconscientemente, y poco a poco, fui cargando sobre mis únicas espaldas con todos los problemas que a nuestra casa y familia pudiesen incumbir y, así, no quise decirle que dentro de poco deberíamos dejar la casa de nuestro pariente, el duque del Infantado, en la rue de Saint-Florentin, porque estaba en venta, no fuese a angustiarse con las mudanzas. Tampoco le comenté que el compromiso de boda de nuestra hija Joaquina con el primogénito de los Medinaceli se había visto truncado. ¡Y mucho menos que fui yo misma la que lo rompió! No pudo ser de otra manera cuando me enteré de que aquel descastado andaba en conversaciones con otra familia al mismo tiempo que con nosotros. ¡Y pensar que incluso me planteé la posibilidad de enviar a mi niña a Madrid para que se conociesen! Visto el interés de la otra parte, me alegré de haber mantenido a la familia unida. ¡Que hubiese venido él a verla a Francia! No se me ocurrió otra cosa que retirarles la palabra por el agravio. Joaquina, recién cumplidos los quince, tenía mucho tiempo para contraer, y ya encontraríamos otro candidato mucho más digno para ella.

Y pasaron los meses de estío pausadamente, silenciosos y tan calurosos como faltos de noticias. Apenas podíamos salir de casa hasta que los cielos parisinos se tiznaban de noche.

Después del fracasado matrimonio de Joaquina me empecé a plantear si estábamos haciendo bien, si nuestro voluntario destierro de la corte española les venía bien a mis hijos, si el estar apartados de todos los ajos no les estaría privando de multitud de oportunidades que, de estar allí, hubieran aprovechado. Pensé en poner un plazo a ese distanciamiento que cada vez se me hacía más absurdo y lo hice: si no nos nombraban embajadores antes de tres meses, definitivamente regresaríamos a casa.

Y así fue como, llegada la fecha, de nuevo solicité ayuda a Azara. El embajador español en París podría acelerar la disposición para nuestro regreso ante Urquijo, y si para ello tenía que mentarle la enfermedad del duque de Osuna, adelante. Encontrándose como estaba Pedro, no tendría fuerzas para oponerse.

Aquella mañana buscaba el momento idóneo para hacerle partícipe de mis secretas maniobras cuando, precisamente, recibió una notificación de Urquijo. ¡Qué efectividad la del embajador! Nervioso como nunca, Pedro procedió a romper el sello con las manos temblorosas. Con las lentes en equilibrio sobre la punta de la nariz la leyó por primera vez en silencio y, como sin creérselo, la releyó de nuevo entre susurros para finalmente dejarla sobre la mesa con expresión de abatimiento.

No pude soportar la intriga y, sentándome sobre la alfombra, me apoyé melosa sobre sus rodillas para intentar atisbar el billete; pero, al percatarse de ello, lo dobló en cuatro. Acariciándole la pantorrilla procuré que mi voz sonase implorante:

—¿Qué es, Pedro?

—No nos lo han dado, Pepa —me contestó apretando las mandíbulas—. La embajada seguirá huérfana de dirigente mientras continúe nuestra alianza con Francia. Los austríacos no quieren ni oír mentar a un solo amigo de sus enemigos.

Procuré animarle.

—¿Y te extraña? Lo importante es que hemos cumplido con el mandato del rey y tenemos la conciencia tranquila. Ya no hacemos nada aquí.

Permaneció pensativo mientras me acariciaba el pelo. Insistí soltando a bocajarro todo lo que desde hacía meses le ocultaba premeditadamente:

—El palacio en el que vivimos está en venta. Los chicos están empezando a hablar entre ellos en francés, y nuestras hijas mayores entran en edades casaderas. No quiero tener un gabacho por yerno. Además, según nuestro contable no vendría mal que regresásemos para solucionar los asuntos pendientes. Dime: ¿qué nos retiene aquí?

—En vez de embajador, Urquijo me comunica mi nombramiento como inspector de los ejércitos en el Rin —me contestó tragando saliva.

Necesité un solo segundo para asimilar la traición. ¡Con razón se dieron tanta prisa! Disimulé mi rabia apretando en un puño parte de su calzón. Respiré tres veces para intentar no gritar, pero me fue imposible:

—¡Cómo pueden! ¡Es que no son conscientes del castigo al que nos han sometido durante todo este tiempo! Si está enterado de tu enfermedad, ¿cómo es que ahora te manda al campo de batalla? ¿Es que quiere que te maten? ¡Pues escúchame bien, porque luchar ya has luchado lo suficiente por tu rey y por España!

Me sujetó de la cara para que le mirase fijamente y, sin contradecirme, me dijo:

—Cálmate, Pepa. Te prometo que intentaré por todos los medios retrasar mi partida. Sabes que nunca me ha gustado alegar debilidad para no cumplir con mi obligación, pero esta vez es diferente. Si el rey no es consciente de la gravedad de mi mal, hoy mismo escribiré a Urquijo para hacerle partícipe. Si es preciso pediré a nuestro médico que certifique que aún no estoy completamente restablecido. Eso bastará para ganar tiempo. Quién sabe, quizá dentro de un par de meses todo haya terminado y podamos regresar con la cabeza bien alta.

Desesperada, negué con la cabeza:

—Está claro que alguien se empeña en mantenernos alejados, y la sombra de Godoy se perfila en esas querencias.

Aun sin saber si sería capaz de soportar otra espera, me retiré a mi cuarto. ¿Y si la guerra se prolongaba y Pedro acababa muriendo en el Rin? Allí yo no le podría seguir con los niños. Tendría que regresar sola, y ya no poseía la misma fortaleza con la que afrontaba sus ausencias de joven. Pedro y yo éramos independientes, mucho más que la mayoría de los matrimonios, pero hiciésemos lo que hiciésemos siempre contábamos con un reencuentro. Ya no soportábamos los huecos en la mesa.

Con la cabeza hundida en los almohadones de mi gabinete, lloraba silenciosamente cuando mi doncella vino a avisarme de la visita de mi amigo Charles Pougens.

Tras limpiarme la cara salí a recibirle. Teresa Cabarrús no venía con él; lo agradecí porque, si me hubiera visto en tan lamentable situación, me hubiese bombardeado a preguntas que no deseaba contestar. Sobre todo, por nada del mundo quería que esa áurea de española indestructible con que ellos me habían coronado se esfumase.

Charles no quiso agobiarme.

—No sé lo que ocurre, Pepa, pero vuestra expresión pide a gritos un paseo y, mira por dónde, yo necesito a alguien que me acompañe. No podéis negaros porque hoy, dieciocho de brumario del calendario republicano, ¡se va a montar! —Y, echándome un mantón por los hombros, me tendió el brazo.

—Dudo que a estas alturas de mi vida exista algo que me pueda sorprender tanto como aseguráis, pero os seguiré siempre y cuando me habléis en cristiano. Hoy, que yo sepa, es nueve de noviembre por el calendario gregoriano. Para más datos, es el día de Nuestra Señora de la Almudena, y no acepto otra medida del tiempo.

Poco después, sentados ya en la carroza, mi amigo se asomó para gritar al cochero:

—A Saint-Cloud, ¡rápido!

Fue entonces cuando reparé en su aspecto: peinado hacia adelante y con el lazo de la corbata medio hecho, su pecho delataba el jadeo de una respiración acelerada. ¿A qué venía esa premura? A pesar de su roída casaca y el descolorido chaleco, recuerdos de tiempos mejores antes de que la Revolución lo expoliara, Charles conservaba el solemne porte de los Conti. Se parecía tanto a su padre que nadie en París dudaba de su verdadera filiación, a pesar de su bastardía.

Cerciorándome de que las cortinas estaban a medio cerrar le arreglé la lazada del cuello. Me miró casi con provocativa devoción a los ojos, y yo chasqueé la lengua disconforme:

—¿Qué queréis? ¿Dar carnaza a los deslenguados que aseguran que entre Teresa, vuestra ilustrísima y yo existe algo más que amistad?

Al besarme en la mano no pudo evitar cierta picardía en su ademán.

—Qué más quisiera este hombre que disfrutar plenamente de las dos damas más entretenidas de París.

—No es que me importe, estoy tan acostumbrada a este tipo de calumnias que apenas me afectan.

Soltándome la mano levantó el almohadón adamascado que había en el bancal de enfrente y pude ver que debajo escondía un libro.

—Ya que sois una de mis señoras preferidas, aceptad este obsequio. Es de los pocos que opté por conservar cuando las deudas me obligaron a vender mi pinacoteca con la biblioteca incluida.

Acaricié suavemente el tomo y seguidamente me negué.

—Primero me regaláis un biscuit, después dos cortes de seda china para mis vestidos y ahora William & Helen, Two Ballads from the German, una obra de un tal Walter Scott. No puedo…

Pero él, posando su dedo índice sobre mis labios, me interrumpió:

—No me neguéis la oportunidad de corresponder a los préstamos que me hacéis. Leedlo, es un maestro del romanticismo.

—¿Un francés recomendando a un enemigo escocés?

—La buena literatura no entiende de procedencias.

—Eso mismo dice un pintor español llamado Goya.

Comenzaba a hojearlo cuando una fuerte explosión me sobresaltó. Al verle tan tranquilo me ruboricé por haberme asustado.

—No sabía que hoy se celebrase algo. ¿No deberían de esperar al anochecer para lanzar los fuegos de artificio?

La carroza se detuvo y él me tendió la mano para ayudarme a bajar mientras me explicaba:

—Esta es una fiesta de otro tipo. Hace demasiado tiempo que se susurra acerca de mudanzas, alborotos y conjuras en contra de los responsables de la turbulenta crisis en la que se encuentra la República, puesto que no hacen nada para remediarla, y precisamente por eso hoy se ha decidido acabar con los desatinos de este Directorio. Lo que no sé es si quienes participan en esto pagarán con su vida, la prisión o el destierro.

A lo lejos distinguí claramente el fogonazo de lo que debieron de ser dos bombas. Caí en mi error y le miré espantada, a lo que él respondió con una inoportuna sonrisa.

—Hoy, Luciano Bonaparte, como presidente de la Asamblea, expondrá por fin y sin tapujos todo lo que el pueblo en general demanda. Lo intentó ayer en el Consejo de los Quinientos y, a resultas de ello, uno de sus miembros llamado Arena intentó apuñalar a Napoleón. Por eso ahora se ha asegurado protección. Esos cañonazos solo pueden significar que Napoleón está disolviendo la sesión a bayonetazo limpio.

Le miré sorprendida.

—¿Napoleón, el de la campaña en Egipto y Constantinopla?

—El mismo que viste y calza y que, como comandante de los ejércitos, ha venido a Francia para ayudar a su hermano Luciano.

—¿Y vos cómo lo sabéis?

—Los dos son buenos amigos míos —se pavoneó.

Intentando calibrar las consecuencias que aquello pudiese acarrearnos a causa de nuestras tendencias anglófilas, permanecí callada. El muy ladino leyó mi pensamiento.

—Sé cómo pensáis, pero no os preocupéis. Os guardaré el secreto.

Cuando los fogonazos terminaron, a lo lejos se comenzó a arremolinar la muchedumbre. Ansioso por unirse al furor que demostraban, me apremió:

—¡Acerquémonos!

—Siento desilusionaros, pero esta es una batalla que ni me va ni me viene.

A regañadientes, se vio obligado a llevarme a casa.

Al día siguiente supimos de la detención de catorce miembros del consejo acusados de haber participado en un intento de asesinato de Napoleón y también que se había depuesto a otros sesenta y dos diputados. El golpe de estado liderado por los Bonaparte había tenido éxito. El Directorio estaba disuelto, la Constitución abolida, y solo quedaban de ella algunos retazos de la soberanía del pueblo, la libertad y la igualdad.

Para cuando Napoleón fue nombrado primer cónsul, nosotros comenzábamos a empacar. Ya nada nos ataba a París y la única manera de olvidar a los Bonaparte y sus imposiciones era alejarnos de aquella ciudad. Lo que no sabíamos entonces era que librarse de aquellos hermanos ambiciosos no sería tan fácil como pensábamos.

A principios de diciembre, por fin llegó el permiso de Urquijo, que, cansado de las excusas que Pedro le ponía para eludir el mandato de los ejércitos en el Rin, acabó permitiéndonos regresar. ¿Estaría Godoy al tanto de ello?

Con todo, la ilusión del retorno y las celebraciones de aquella Navidad hicieron nimias las penurias del camino.

Cuando el 7 de enero de aquel principio de siglo avisté en lontananza los jardines de El Capricho, me pareció presenciar un espejismo.