XVII

TODOS CAERÁN

¡Y que no escarmienten los que van a caer con el ejemplo de los que han caído! Pero no hay remedio: todos caerán.

Manuscrito del Museo del Prado,

Capricho n.º 19 de Goya

Aquel día, Madrid ardía en fiestas. El motivo no era otro que la llegada del príncipe de Asturias junto a su esposa y prima, la princesa doña María Antonia de Borbón-Dos Sicilias, recién llegados a España tras celebrar su matrimonio en Nápoles.

Engalanadas de tapices las fachadas de los edificios por donde pasaría en su trayecto el joven matrimonio desde Atocha al Palacio Real, las calles se habían convertido en verdaderos escenarios de teatro.

Aquella vez, como no quería abusar de la generosidad de amigos que en otras ocasiones nos abrieron sus puertas, alquilé dos de las mejores balconadas para no perder detalle. Desde aquella privilegiada posición no me pasaría desapercibido absolutamente nada.

A la espera de que apareciese el cortejo, saludábamos a los conocidos que abajo se apretujaban entre la multitud sin poder evitar cierto aire de supremacía. A más de uno lo habría invitado si no fuese porque ya éramos tantos los apostados en el diminuto voladizo que temí que no pudiera soportar el peso. No habría sido la primera vez que se produjese un derrumbe semejante, y me preocupaba que, debido a la premura del acto, no me hubiera dado tiempo de comprobar su seguridad llenándolo de sacos, como en otras ocasiones había hecho. Reconcomiéndome por no haber sido lo suficientemente precavida ante la simple probabilidad de una calamidad, recordé que la última vez que sucedió semejante incidente habían sido seis los fallecidos en tan absurdo accidente.

Con nosotros paraban aquel día mis tres hijas, mis dos yernos y mi hijo Paquito junto a su prometida, María Francisca de Beaufort y Álvarez de Toledo. Esta última observaba ojiplática cual ingenua niña que se abría a lo desconocido. Esforzándose por chapurrear en nuestro idioma preguntaba sobre los usos, los vestidos, las costumbres y un sinfín de nimiedades que le resultaban extrañas. Tantos detalles quería averiguar que sus comentarios a veces rozaban el absurdo y, sin embargo, me agradó la inquietud que demostraba porque denotaba una alta inteligencia en la que sería mi futura nuera.

Maripaca, según el nombre español que le quisimos dar a aquella joven de ojos claros, era hija del duque de Beaufort-Spontin, chambelán del emperador del Sacro Imperio romano germánico, y si se había cerrado el acuerdo de aquel casorio fue principalmente por recomendación de nuestra pariente y abuela de ella, la duquesa del Infantado, la misma que nos había permitido instalarnos en su casa de París. Los brillantes que le mandamos al pedir su mano destellaban ahora sobre la blanca tez del escote y del cuello de la muchacha como luciérnagas que volaran a plena luz del día.

En el balcón contiguo, Manolita, que con ocho años era la pequeña de mis hijas, jugaba feliz con su sobrina arrullándola cual muñeca de trapo y ante la mirada preocupada de su ama. Solo me faltaba que Pedro, el menor de mis hijos varones, estuviese allí para tener a todos mis polluelos al completo; y es que ese hijo mío, como todo cadete de las Reales Guardias Españolas que se preciara, se había dedicado a picar de flor en flor para acabar finalmente seducido por la más envenenada, pues la susodicha era la hija de un general francés llamado Deroutier. A la vista de que aquella relación nada bueno podría aportar ni a él ni a nuestra familia, decidimos separarle de ella tentándole con un más que atractivo viaje a Italia. El terco enamoradizo solamente accedió con la condición de que su retiro no durase más de tres meses, pero ya me encargaría yo de prolongarlo hasta que otra muchacha le hiciese olvidar aquella espina. ¡Dichosos gabachos! ¡No se conformaban con invadir nuestras tierras, que además pretendían robarnos a buena parte de los nuestros!

Los timbales y clarines sonaron anunciando la llegada de los príncipes y, agradecida por que algo entretuviese mis oscuros pensamientos, a ellos les dediqué toda mi curiosidad. Abajo, un total de seis mil maceros y alguaciles se abrían paso entre la muchedumbre.

—Cuéntame, Pepita, cómo es la princesa. Mucha confianza debes de tener con ella cuando te ha elegido como dama de entre todas las que su suegra pretendió imponerle a su llegada de Nápoles —pregunté a mi primogénita.

—No fue difícil ganármela, te lo aseguro, madre. —Sonrió satisfecha—. Bastó con advertirla acerca de qué tipo de pecados podría contar y cuáles debía callar a su confesor, teniendo siempre en cuenta la sumisión de este fraile para con la reina.

—¿De verdad es tanta su humillación como para que rompa el secreto de confesión?

Arqueando las cejas, mi hija me miró con incredulidad. Asentí comprendiendo lo estúpido de mi pregunta y Pepita prosiguió:

—La princesa es lo bastante avispada como para haberse dado cuenta de casi todo lo que acontece, y te garantizo que por nada del mundo piensa someterse a las imposiciones de su suegra. Lo ha demostrado al permitir que solo tres españolas formemos parte de su casa junto a las damas napolitanas que trajo consigo, y es que desconfía de todos. Sé que no somos muchas y que la reina pretendía imponerle más, pero a ella no le importa tener solo a tres damas españolas, pues considera más importante que seamos pocas pero de confianza que muchas e indiscretas. Para ella es fundamental sentirse a salvo del constante espionaje al que la reina la somete.

—¿Cómo es que su majestad no pensó en una mujer más afín a sus querencias a la hora de elegir esposa para su hijo Fernando? —conjeturé.

—Quizá calculó que por su juventud sería tan dócil como fácil de domar, pero nada está más lejos de la realidad, porque te confieso que, desde que se vieron por primera vez, el aborrecimiento entre las dos señoras ha ido in crescendo.

—Es lógico, dado el odio que se profesan de siempre la madre de la princesa y la reina María Luisa. —Pensativa, me apreté la lazada del cuello—. Sin duda, la reina de las Dos Sicilias ha tenido que aleccionar a su hija pequeña en contra de la que sería su suegra antes de embarcarla rumbo a España.

—¡Pertinaz debió de ser, ya que no es difícil oír a la princesa de Asturias referirse a la reina como la víbora venenosa, la sierpe o la arpía! —dijo sonriendo Pepita—. Claro que… tampoco su majestad se muerde la lengua al tachar a su alteza de poco femenina, menos española y escandalosamente desagradable.

—¿Cómo lleva esta guerra de féminas el príncipe?

—Cuando su mujer se queja del maltrato a que la someten, el señor solo le pide paciencia y le asegura que todo pasará pronto.

—Deduzco, hija, que entonces hay complicidad entre el matrimonio.

Abanicándose se asomó a la baranda; por el nerviosismo de la muchedumbre, el cortejo debía de estar ya muy cerca. Cuando llegase a nuestra posición, con la algarabía que solía montarse en semejantes situaciones, ya no habría quien hablase.

—Complicidad quizá ahora que ha pasado un tiempo —contestó al fin mi hija—, pero no puedes siquiera imaginar lo que fue al principio. Tenías que haber venido a Barcelona solo para haber visto la cara de la jovencísima princesa la primera vez que se encontró frente a frente con su prometido. De la impresión, a punto estuvo de resbalar en la plancha del portalón del barco; y es que el príncipe Fernando en nada se parecía al retrato de la miniatura que ella guardaba junto a su pecho desde hacía meses.

Pensando en lo jóvenes que eran los contrayentes y recordando el problema que había surgido años antes en Francia con María Antonieta y el entonces delfín, una pregunta me vino a la mente:

—¿Consumaron ya?

Un viso de picardía le iluminó la mirada:

—Aún estarían en ello si no fuese por el poder de persuasión de nosotras sus damas. Primero tuvimos que convencerla con mil y un ejemplos, que por el respeto que te debo como hija no te repetiré, de que el descomunal tamaño de los atributos del príncipe no la heriría; y después su confesor fue el que machaconamente se encargó de recordarle en la homilía de cada día su consabida obligación para con el débito conyugal y el deber de proporcionar un heredero a la corona. Y, finalmente, el mejor remedio: una almohadilla con un orificio central para evitar el desgarre. El caso es que unos por otros conseguimos que por fin la princesa superase la repugnancia y se rindiera a lo inevitable. La mañana que la vimos despertar con ese rubor que dejan en la fina piel de una mujer los insaciables besos de un hombre mal afeitado, supimos de nuestro triunfo. Y lo mejor es que, catado el señor, ahora la princesa no piensa en otra cosa que en holgar con él.

—¡Bendita juventud que tan poco necesita para enardecer sus deseos! —suspiré.

—Y no lo sabes bien, madre, porque don Fernando anda tan satisfecho que, aparte de convertir en su amante a la princesa, la ha hecho confidente de todos sus secretos. Y todavía se han unido más al saber que ninguno de los dos soporta a la reina. Cuando se aburren, hijo y nuera matan el tiempo inventando mil insultos para ella.

¿Estaría Escóiquiz, preceptor de don Fernando, aprovechando el odio de los dos jóvenes hacia sus mayores como debía? La conjura parecía reavivarse.

El jolgorio se hizo clamor cuando aparecieron los ocho corceles blancos que tiraban de la carroza conocida como «de la Ensenada». En ella era precisamente donde iban los reyes junto al heredero y su mujer. A su alrededor, doce pajes perfectamente uniformados al mando del coronel de las Reales Guardias de Corps marcaban el paso.

Me bastó un segundo para entrever la expresión del rey entre los cortinajes. Don Carlos, en vez de asomarse a compartir aquel momento de júbilo con el pueblo, prefirió quedarse dentro. Allí estaba, con ese aire de bobalicón, mirando absorto cómo su mujer cumplía con su deber de saludar una y otra vez sin descanso. Supe después que durante las cinco horas que duró el trayecto anduvo tan ensimismada en las ovaciones que le propinaban que ni siquiera se detuvo a escuchar qué era lo que decían. Si hubiese puesto más atención, se habría dado cuenta de que los destinatarios de los halagos no eran ella y su esposo, sino su hijo mayor y su nuera. La reina María Luisa solo encabezaba los abucheos que, en más de una ocasión, tuvieron que acallar los alguaciles a golpe de mamporro.

La señora se había acostumbrado a mentir tan asiduamente que, para entonces, debía de ser la única que se creía sus propias farsas. Ella, que tanto daba que hablar con sus caprichosas travesuras, quizá había olvidado cómo maquillar su hipocresía con la amabilidad y el desparpajo de antes.

Detrás de la carroza real y a dos varas de distancia cabalgaban Godoy junto al preceptor, que, siempre a la expectativa, no quitaba ojo al príncipe Fernando. Embozado en sus vestiduras eclesiásticas, Juan Escóiquiz, al contrario que los reyes, aguzaba los cinco sentidos para no perderse detalle de lo que acontecía. Escuchaba y contemplaba con atención a la gente que se apretujaba detrás de los alguaciles y luchaba contra ellos para acariciar durante un segundo el carruaje; y es que, por mucho que fuese el descontento hacia la monarquía, la palabra «república» seguía sonando a revolución, gabachos y guillotinas. La mayoría preferían lo malo conocido sin plantearse que existiera otra opción. Poner al príncipe Fernando en el lugar de su padre era la semilla que teníamos que hacer germinar en sus mentes.

El verano siguiente, el de 1803, fue tan caluroso que decidimos seguir a la corte a La Granja de San Ildefonso. No me apetecía en absoluto, pero Pedro quería que nos acercáramos claramente al príncipe Fernando y de paso enterarse de las intenciones de su preceptor.

El Capricho, con sus laberintos, estanques y parterres, era una minucia comparado con aquel palacio rodeado de jardines versallescos en plena sierra segoviana. Envidié sus fuentes y esas admirables esculturas que, provistas de cientos de surtidores, con su constante salpicar refrescaban el soporífero ambiente. Agradecí además que sus entrecruzados senderos me permitiesen escapar de algún que otro desencuentro con la reina o con Godoy.

Desgraciadamente, y muy a mi pesar, aquellos deliciosos paseos se truncaron en vísperas de San Luis, día en que se celebraban los más hermosos festejos estivales, al caer gravemente enferma de tercianas, unas fiebres intermitentes llamadas así porque acostumbran a reaparecer cada tres días. Al enterarse de que estaba en la cama, la condesa de Chinchón vino corriendo a verme. Fue precisamente la mujer de Godoy la que me aconsejó no morirme el mismo día en que lo había hecho Cayetana si no quería ser la fuente de inspiración de otra perversa coplilla.

¡Cómo podía haberlo olvidado! Se cumplía el primer aniversario de su muerte y solo María Teresa parecía haberse acordado. ¿Sería mi prima desde allí donde estuviera la que, enojada por mi descuido al olvidar aquel nefasto aniversario, me enviaba esta enfermedad? Algo debió de tener que ver, porque las condenadas terciarias me atizaron tan fuerte que hasta tres veces tuvo que venir el capellán a darme la extremaunción. Si algo recuerdo de mi delirio es que me mataba el cargo de conciencia por haber dejado de lado a la duquesa de Alba. Solo repetía un dicho entre atroces pesadillas: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo». En ellas, aprovechando mi debilidad, decenas de brujas, cabrones y monstruos parecidos a los de las estampas de Goya me robaban hasta dejarme desnuda sobre un montón de estiércol. ¿Inseguridad? ¿Diana de la envidia ajena? ¿Miedo a la pobreza? Por mil interpretaciones que diera a semejante locura, jamás pude hallar una lógica.

Apenas me recuperé, y aún desmejorada por los estragos de aquel mal, me empeñé en regresar a casa. Pedro se negó por andar demasiado embrollado en los planes de Escóiquiz para don Fernando y en contra de sus padres los reyes.

La princesa de la Paz resultó ser la única que, como yo, quería huir de aquella corte de despropósitos y me ofreció un lugar en su carruaje. Yo sabía que, en realidad, aquella partida suya obedecía, más que a su preocupación por mi salud, a una excusa para quitarse de en medio debido a que no aguantaba ni un minuto más la convivencia con los reyes; pero aun así se lo agradecí.

Pasábamos por Valsaín cuando alguien lanzó una bola a través de la ventanilla de nuestro carruaje con tan buena puntería que fue a parar al regazo de la condesa de Chinchón. Nos detuvimos para que dos de los cuatro hombres que llevábamos de escolta se adentraran entre los pinares y persiguieran al petimetre, pero no lo encontraron.

Tras ponernos en marcha de nuevo deshicimos el nudo de la cuerda que ataba el misterioso paquete: no era más que una piedra envuelta en un papel escrito por dentro. Me tranquilicé al ver a María Teresa desternillarse de risa al leerlo, y no tardó en repetirlo en alta voz.

Duque por usurpación,

príncipe de iniquidad,

general en la maldad,

almirante en la traición,

lascivo cual garañón,

de rameras rodeado,

con dos mujeres casado,

en ambición sin igual,

en la soberbia sin par

y la ruina del Estado.

Sin duda era una de las mejores coplillas que le habían dedicado a Godoy.

—Al ver los escudos de la puerta debieron de pensar que aquí viajaba Manuel —supuso María Teresa antes de comenzar a palidecer al tiempo que su risa se extinguía.

—¿Os importan esos insultos?

—¿Cómo no han de importarme? Solo me río por no llorar. —Se quedó en silencio lo justo para inspirar y resoplar profundamente—. ¿Sabéis, Pepa, que la Tudó ha tenido otra criatura? Pasea por mi casa con el bebé en brazos como si fuese la misma señora de ella. ¡Y Manuel sigue jadeando por ella como un perro faldero!

Fui incapaz de reconocerle que hacía días que no se hablaba de otra cosa en la corte.

—Ya no puedo aguantarlo más —confesó—. He intentado dejarle sin demasiado ruido. El día que le dije que me marchaba a Toledo con mis hermanos él fue incapaz de contestarme y creí que conseguiría culminar mi propósito. Pero ¿sabéis quién lo hizo por él?

Aunque tenía una vaga idea, preferí negarlo para dejar que se desahogara. Roja de rabia, abrió la bolsita que pendía de su muñeca para sacar una carta arrugada y ponérmela en las manos. Nada más hacerlo miró afuera como si no quisiese volver a releerla. En silencio la desplegué. Al final se leía claramente el nombre de la remitente: «Yo, la reina».

Querida María Teresa de mi corazón:

Ni el rey ni yo aprobamos que viajéis a Toledo, pues no nos parece bien que os vayáis sin vuestro marido (aunque sea con vuestro hermano). No es decoroso ni de mujer decente irse así sola, y dejarnos aquí a nosotros y a vuestra chiquita, nuestra ahijadita, pues tampoco está en edad para irla llevando de un lado a otro. Así se lo podéis decir a vuestro marido y a vuestro hermano. Creed que os queremos, y por lo mismo no permitiremos más que lo que os convenga por vuestro decoro y el de vuestro marido, que es a quien debéis vos y vuestros parientes vuestra felicidad, pues solo a sus ruegos e instancias os veis como os veis. Tenedlo siempre presente si queréis que os continuemos protegiendo y queriendo.

Adiós, querida María Teresa, hasta que nos veamos otro día.

La doblé con mucho cuidado y yo misma la introduje en la bolsa. Para entonces ella ya lloraba como una descosida y no paró hasta cruzar la puerta de la Cuesta de la Vega al entrar en Madrid.

No solo la reina le dejaba claro a María Teresa en aquella misiva que se debía al príncipe de la Paz, sino que, además, le recordaba que todas las prebendas recibidas por su familia se las debían a él. ¡Qué manera tan sutil de llamarla desagradecida! ¿Podríamos alguna vez dejar de ser fieles a semejante arpía?

Me consolé pensando que todo podía ser en aquel mundo que giraba inusualmente rápido, en una Europa que, entera, estaba en manos de hombres con tanto ímpetu como escasa experiencia. Y lo peor era que pocos habían cumplido los treinta: en Inglaterra, el primer ministro inglés, William Pitt; en Francia, Napoleón Bonaparte; y en España, Manuel Godoy. ¿Por qué no podría entonces reinar antes de lo previsto el príncipe Fernando?