VI
BELLOS CONSEJOS
Los consejos son dignos de quien los da.
Manuscrito del Museo Real,
comentario al Capricho n.º 15 de Goya
No había desaparecido la carreta del alguacil calle abajo cuando un pinchazo me taladró los riñones, las piernas se me doblaron y caí al suelo como un fardo.
La criatura de mis entrañas quiso adelantar su nacimiento. Angustiada por la suerte de Michelle, la de mi bebé y hasta la mía propia, pasé la noche entre dolorosas contracciones que a la mañana siguiente, y después de más de doce horas de sufrimiento, tocaron a su fin con el mal parto del que hubiera sido mi sexto hijo.
Las desagradables experiencias del asesinato del mandadero, la irrupción de aquel par de malhechores en mi casa y la detención de Michelle en un solo día fueron suficientes para provocar aquel aborto. Procuré afrontar la desesperanza de un vientre prematuramente vacío con estoicismo, pero no pude, y es que sabía que a mis años la posibilidad de otro embarazo no era más que una vana esperanza. Mi edad fértil tocaba a su fin, y sería inútil luchar contra la naturaleza. Como siempre hacía cuando no encontraba una solución a un problema, procuré evadirme, echar a un lado la frustración con otras preocupaciones, pero la obligada quietud del reposo que los médicos me habían ordenado llevar me indujo a pensar improperios durante todos y cada uno de los minutos que permanecí acostada en mi cama.
Al principio intenté consolarme recordando a la mismísima reina María Luisa. Veinticuatro embarazos y catorce hijos llevados a buen término no eran unas cifras nada desdeñables. Sobre todo porque el último niño sano lo parió a los cuarenta y tres. El infante don Francisco Antonio era el claro ejemplo de que yo también podría ser madre de nuevo, aunque compararme con aquella infiel desdentada no era algo que me sedujera, sobre todo porque eran muchos los que aseguraban que tanto al infante como a su hermana, María Isabel, solo podía haberlos engendrado un hombre mucho más joven que el rey, y todos los dedos señalaban a Godoy, ese metomentodo incapaz de mantener sus calzas alzadas.
Después me exasperé a la espera de noticias de Michelle. Aquella criatura llevaba ya más de cuatro días con sus noches presa en la casa-galera de la calle del Soldado, y no podía dejar de pensar en lo que estaría sufriendo.
Sabía que Ascargorta se desvivía para liberarla, pero nadie parecía querer admitir su soborno. Ni siquiera la media docena de cartas que entregó de mi puño y letra parecieron servir. En ellas suplicaba hasta límites que rozaban mi desprestigio, pero a pesar de todo nada consiguió. Estaba claro que en palacio esperaban mi humillación en persona, pero, hasta mi completa recuperación, yo solo podía rezar para que no torturasen a mi sombrerera y seguir enviando cartas, mandados y peticiones a través de mis sirvientes y hasta del mismísimo Pedro.
Mientras todo esto sucedía, una pregunta me asaltaba una y otra vez y me atormentaba en mi lecho: ¿qué diablos contendría aquel cilindro que tantos estragos estaba causando? Y, sobre todo, ¿cómo había terminado en el cuarto de Michelle? La intriga y el aburrimiento al que la enfermedad me tenía sometida me embotaban la cabeza. Solo cuando las calenturas empezaron a remitir caí en la cuenta y recordé las palabras del alguacil al llevarse a Michelle.
«Mi señor nos mandó cumplir con lo que su excelencia no supo».
Aquel cilindro solo podía contener una cosa: ¡el último y más absurdo capricho del príncipe de la Paz! ¡El cuadro de Goya que me encargó buscar! ¿Qué mediría? Si coincidía con la longitud del cilindro, quizá alguien hubiese introducido la obra del maestro enrollada dentro. Posiblemente los ladrones que vinieron a casa aquella tarde no querían robar sino dejar el paquete. Al no conseguirlo, los mismos guardias lo trajeron después para esconderlo bajo la cama de Michelle al menor descuido, y así incriminarla en el robo.
Pero no tenía sentido: ese retrato era lo que Godoy más deseaba en el mundo, no podía ser que, justo después de obtenerlo a través del robo y asesinato del soguilla prometido de Michelle, se desprendiera de él dejándolo en mi casa para incriminarnos tanto a ella como a mí.
Definitivamente, aquella conjetura parecía absurda. Lo más probable era que el retrato permaneciese en poder del príncipe de la Paz, y que este, temeroso de que Goya o más posiblemente Cayetana interpusieran una denuncia por dicho robo y de ese modo hicieran pública su existencia y, sobre todo, la posible implicación de Godoy en la desaparición de la pintura, hubiera urdido aquel maquiavélico plan para acusar a Michelle. Solo que —ahora estaba segura de ello—, el cilindro, que tan ligero me había parecido en manos del malandrín que huyó con él a la espalda, había estado vacío en todo momento: primero cuando los dos maleantes intentaron meterlo en mi casa, y también luego, cuando la guardia llegó para detener a Michelle.
El cuadro de Goya nunca había estado en su interior. Desde el mismo instante en que se lo robaron a Juan, Godoy lo tenía en su poder; seguro que el príncipe de la Paz se regodeaba contemplándolo en ese mismo momento mientras la pobre Michelle penaba en prisión y yo me veía implicada, aunque de rebote, en un robo y un asesinato. En verdad era un hombre diabólico.
Durante mi enfermedad, mi esposo apenas se separó de mí sino para interceder en mi nombre por la pobre Michelle. Apesadumbrado, me confesó que el día de la corrida le hubiese gustado acompañarme, pero no tuvo tiempo de cambiarse, ya que la cacería a la que había acudido esa mañana se había prolongado hasta entrada la tarde y lo había dejado demasiado cansado como para ir a los toros. Añadió, también, que Goya había participado de esa actividad junto a él y otros hábiles aficionados a la cetrería, si bien el pintor tuvo la precaución de abandonar dicha actividad algo antes que él excusándose ante los compañeros y alegando que, precisamente, se iba a celebrar una corrida de toros esa misma tarde que no deseaba perderse. Comprendí que eso quizá explicaba que en la plaza no se mostrara abatido por la muerte de su mandadero; si pretendía llegar pronto a la plaza, con toda seguridad después de la cacería no le habría dado tiempo a pasar por su casa y no se habría enterado de la desgracia.
Aclarado este punto, y descartado que el maestro pudiera ser sospechoso, para intentar avanzar en las pesquisas llamé al soldado de mi guardia encargado de entregar e identificar el cadáver del ladrón que Michelle y yo conseguimos reducir. ¿Era de verdad otro guardia de corps o acaso el que detuvo a Michelle había mentido?
El guardia entró en mi alcoba visiblemente acobardado y avergonzado; se llevaba continuamente la mano al pescuezo para aflojarse el cuello de su casaca, como si esta no le permitiera respirar. En cuanto le ordené que avanzara y se acercase más a mi lecho, se descubrió y rompió en excusas:
—Lo siento, mi señora, hace días que quiero informarle, pero no he querido importunarla mientras estaba enferma.
Parecía azorado por el simple hecho de que le recibiese en la cama. Impaciente, no me anduve por las ramas:
—No debe disculparse, a fin de cuentas he sido yo quien le ha pedido que viniera a verme en este estado. ¿Y bien? —inquirí—, ¿qué puede contarme sobre el intruso?
—En un primer momento… —comenzó, tragando saliva— dudamos de adónde llevar el cadáver, pero dado su uniforme decidimos entregárselo a sus compañeros para que lo identificasen. De los tres hombres que nos recibieron, uno resultó ser el dueño de la mitad de las preseas que el mequetrefe llevaba encima, y es que la noche anterior había sido víctima de una emboscada bajo los soportales de la plaza Mayor. Tan inesperado fue el robo que no tuvo tiempo de defenderse, y se lo arrebataron todo, dejándole prácticamente desnudo. Al infeliz le molestó reconocerlo por la vergüenza de su ultraje, pero lo cierto es que, basándonos en esa confesión, excelencia, podemos concluir que el maleante que entró en su casa no era más que un fugitivo de la justicia ataviado con parte del uniforme del guardia de corps al que había asaltado. Por lo demás, aquí tiene la carta de su coronel, en la que le agradece la entrega de semejante joyita.
Si aquello era verdad, esa misiva y el agradecimiento del general se contradecían abiertamente con la acusación de que Michelle fuera la asesina de un miembro de la guardia, como aseguró el oficial que la detuvo. ¿Por qué se la habían llevado entonces? Se me ocurrió que quizá el intruso sí fuera en realidad un guardia de corps camuflado y que, en tal caso, tras acabar nosotras con él y descubrir su uniforme y su identidad, y sobre todo tras ordenar yo que lo llevaran a su cuartel, no les había quedado a sus compañeros y superiores otra alternativa que encubrir su delito disimulando no conocer al muerto e inventando aquella patraña. No sería tan descabellado si lo que pretendían era proteger a su señor y el malnacido hubiera obrado por encargo de este.
Ahora bien, ¿cómo podía dar yo con una prueba fehaciente de que esta teoría mía podía ser factible? Medité unos minutos y, al cabo, se me ocurrió una manera de esclarecer todo aquel embrollo: tal vez alguien hubiese acudido al entierro de aquel hombre y, teniendo en cuenta la calaña de los asistentes, podríamos interrogar a alguno de ellos y averiguar algo más.
—¿Se sabe si se le pudo dar cristiana sepultura? —pregunté a mi guardia.
—Intenté, como me ordenó, averiguar todo lo posible sobre el destino que tendría el cadáver —confesó este negando con la cabeza—, pero la guardia se quedó con el cuerpo y no quiso dar ninguna información concreta sobre su destino. Lo único que pude sonsacarles fue que, siempre según ellos, si se quedaban con el cuerpo era para exhibirlo en la plaza como ejemplo de escarmiento.
—Gracias, veo que ha hecho todo lo que ha podido. —Pesarosa, despedí a mi sirviente agradeciéndole su diligencia.
Cuando este se hubo marchado me lamenté en soledad. Cuanto más intentaba deshacer semejante maraña, más prietos se hacían los nudos de aquella madeja de intrigas.
Ante todas aquellas dificultades no se me ocurría otra cosa que encaminar mis pasos al punto de partida, por lo que decidí que, en cuanto estuviera plenamente recuperada, volvería a dirigir mis pesquisas a casa de Cayetana.
Sí, me reafirmé, tenía que preguntarle todo lo que pudiera recordar sobre el cuadro, y averiguar también cuáles eran sus medidas y si podía ser que los restos de maderas que Michelle encontró destrozados a la puerta de la casa de su amor, el mandadero, pudieran encajar con las de la pintura.
De inmediato, mandé llamar a mi doncella. Al hacerlo, expresé claramente que debía vestirme para acudir a una cita con mi prima. No hubo suerte, de nada me sirvió ni mi tono imperativo ni mi empeño, mi partera puso el grito en el cielo y, como sea que no parecía yo muy dispuesta a hacerle caso y obedecerla, hizo llamar al cirujano y al mismísimo Pedro y, entre los tres, lograron disuadirme de que esperara unos días más antes de reincorporarme a mi acostumbrada actividad.
A regañadientes, y como no me quedaba otro remedio, tuve que aceptar. Pero la ansiedad me carcomía. ¡Si el mal parto no me había matado, lo haría la impaciencia!
Días después, la duquesa de Alba, que se había enterado de mi reciente infortunio, me recibió inusualmente cariñosa. La ventana de sus aposentos abierta de par en par filtraba los cantos del ruiseñor que le regalé. Al verme aguzar el oído sonrió.
—¿A que anima a un muerto? Estoy tan acostumbrada a su trinar que me cuesta cerrar la ventana en los días fríos. Gracias, Pepa, no pudiste hacerme mejor regalo. —Después, tomando mis manos en las suyas, se excusó—: Quise ir a verte durante tu recuperación, pero me abstuve, pues tras mandarte un mensaje me dijeron que no querías ver a nadie.
—Te lo agradezco como si hubieras venido —le respondí con sinceridad—. Es cierto que tenía tan pocas ganas de ver a nadie como ahora las tengo de recordar el motivo de mi postración.
Cayetana asintió con un gesto comprensivo y un brillo hondo en sus ojos que me hizo saber que me comprendía perfectamente: ella también sabía de muerte y de dolor, y la confianza entre ambas, pese a todas nuestras diferencias, era tal que ninguna de las dos necesitábamos frente a la otra de más argumentos ni de más excusas.
—Tú dirás entonces —comentó a la expectativa, y, anudándose un rizo en el dedo índice, como siempre hacía cuando se encontraba absorta en algo, me invitó a sentarme con un ademán.
—Vengo, entre otras cosas, para decirte que Michelle no podrá hacer aquel tocado que tanto ansiabas. Al menos por ahora.
—Eres una egoísta. —Frunció el ceño como una niña enfurruñada.
—No te adelantes ni me insultes sin saber el porqué —le reproché—. Este contratiempo no tiene nada que ver conmigo ni con que quiera quedármela toda para mí.
Cayetana abrió sus inmensos ojos simulando una exagerada expectación antes de exclamar:
—¿Y por qué entonces no puede venir tu peluquera a tomarme medidas?
—Hace una semana exacta que está en la casa de galeras acusada de un robo y un asesinato que no cometió —le expliqué—. Me he propuesto sacarla hoy mismo, pero te necesito para llevar a cabo tal empresa.
Como esperaba, no dudó un segundo antes de ponerse a mi disposición:
—¿Qué puedo hacer al respecto?
Fui directa al grano.
—Cuando la detuvieron ni siquiera me permitieron ver qué era lo que había robado, y es que creo que ese objeto nunca llegó a estar cerca de nosotras. Aun así, intuyo que lo que se pretende es acusarla precisamente de la sustracción del cuadro de tu desnudo. Si la pintura mide lo que sospecho, ya no me cabrá duda alguna de que ese es el delito que buscan imputarle. ¿Recuerdas las medidas, Cayetana?
Levantándose, se dirigió a la pared de enfrente para medir a palmos el hueco que debía de haber ocupado.
—Mi postura pedía a gritos un apaisado no demasiado grande. Si no me equivoco tenía casi un metro de alto por dos de largo.
—¡Lo que suponía! —pensé en alto—. Un lienzo de esas medidas enrollado podría caber en el cilindro que encontraron bajo su cama.
—¿Una obra de Goya enrollada? —Cayetana me miró sorprendida—. ¿Con el riesgo que supone eso para la conservación de la pintura? ¡Qué majadería!
—Cosas más extrañas se han visto —respondí, aunque para mis adentros obtuve la satisfacción de comprobar que, como había supuesto, en efecto ese cilindro siempre había estado vacío: un amante de la pintura y de las artes como Godoy nunca se habría arriesgado a dañar una obra de Goya enrollándola, pero nada impedía que, con esa estratagema del cilindro vacío, pudiera inculpar a Michelle en un juicio.
—¿Te gustaría ver un boceto? —se ofreció, comprendiendo que mi exacerbado interés por ese retrato se estaba convirtiendo en una obsesión.
La incredulidad ante esa posibilidad me hizo susurrar:
—¿Lo tienes?
Se agachó y rastreó al tacto la pata izquierda de la mesita que había a nuestro lado hasta dar con un mecanismo que, al apretarlo, abrió la tapa baja de la mesa. Sobre la alfombra cayeron dos pequeños papeles.
—Gracias por confiar en mí hasta este punto, Cayetana —afirmé emocionada.
—Es solo uno de mis mil lugares secretos y, desde hoy y como comprenderás, ha dejado de serlo.
Comenzó a desplegar los legajos con tranquilidad. Me tendió uno de los pliegos mientras se quedaba con el otro. Se trataba del dibujo de una desconocida mujer sin rostro que se insinuaba lascivamente. Absorta en el boceto recordé la descripción que me había hecho del momento en que estuvo posando. Solo los rizos de aquella alborotada melena podrían delatarla. Su voz me devolvió a la realidad:
—Como ves, lo que lo hace obsceno no es más que el dibujo del vello del pubis. Fue idea mía, y es que no sé por qué hasta ahora los pintores los representan lampiños.
¿Era ingenua o se lo hacía? Si muchos hombres veían en el pelo de la cabeza un símbolo claro de tentación, ¿qué pensarían del de las partes pudendas?
—Si lo tenías cuando te lo pregunté la primera vez, ¿por qué no me lo enseñaste?
Se hizo la remolona al responder.
—Porque entonces no lo tenía, lo he recibido después junto con este anónimo. Ahora que parece que el óleo principal ha desaparecido creo que lo mejor es que tengas una leve idea de cómo era. Más que nada para hacerte una impresión aproximada de lo que buscamos, y porque tanto Michelle como tú ya no sois las únicas amenazadas.
Pensé que se refería a la Inquisición, pues de todos era sabido que prohibía la tenencia, el encargo y la realización de pinturas o grabados que contuvieran desnudos si no estaban justificados por motivos mitológicos o religiosos. Y aquel cuadro de Goya que tan de cabeza nos traía podía llevarnos a la cárcel al maestro por pintarlo, a Cayetana por posar y a mí como mandante de Michelle si alguien conseguía demostrar que ella lo había robado por orden mía.
Pero, para mi sorpresa, no era a eso a lo que se refería mi prima. Extrañamente temblorosa, abrió el segundo pliego y comenzó a leerlo en voz alta:
—«Ahora nadie sabrá nunca a quién perteneció este hermoso cuerpo». El mensaje no está rubricado.
—¿Por qué va esa frase en pasado? «Perteneció» suena a…
Consciente de la crudeza de mis palabras, callé. Pero, como siempre, fue demasiado tarde, ya que Cayetana leyó mis pensamientos:
—Dilo sin miedo, suena a difunto, a chantaje, a intimidación, a… —El temor le impidió decir más sinónimos.
—¿Estás asustada? —pregunté en un susurro.
—No es para menos, Pepa. La primera vez que viniste a preguntarme por el cuadro te tomé a risa. La segunda, en la plaza, cuando me dijiste lo del asesinato del soguilla, empecé a preocuparme, pero ya sabes cómo soy. A los dos días de no poder hacer nada preferí olvidarlo, pero ahora es diferente, sobre todo desde que recibí este anónimo. Estoy más asustada por cómo lo mandaron que por su contenido. Llegó en una hermosa cesta de flores que escondía una rata a la que le habían cortado el morro, y el anónimo iba prendido de sus garras.
—Tanta insidia suena femenina —conjeturé. Luego, agarrándola de la mano, procuré infundirle ánimos—. Esto solo lo ha podido urdir una mujer que te odia. ¿Tienes alguna idea de quién puede ser?
—Bien podría haber sido la reina. Pero no, Pepa. —Cayetana negó rotundamente—. Estoy casi segura de que la letra es la de Godoy. La conozco bien por alguna carta que me ha escrito anteriormente.
—Eso solo puede significar que ya tiene el cuadro en su poder y que piensa disponer de él a su antojo, como yo suponía —pensé en voz alta—. Pero, si es así, ¿por qué no me ha informado de ello? ¿Por qué quiere que lo siga buscando?
—¿No le prometerías por casualidad conseguirlo? —Adivinó Cayetana.
—No solo eso… —mascullé arrepentida—. Además alardeé de no existir en este mundo nada que me propusiese y no hubiese conseguido. Supongo que fue el orgullo, que me pudo frente a ese…
Eran tantos los insultos que se agolparon en mi mente que me quedé sin palabras. Cayetana se echó las manos a la cabeza.
—¿Tú, Pepa? Precisamente tú, que a la mínima oportunidad te eriges como voz de mi conciencia y mi mentora. ¡Has caído como un ingenuo pececillo en las vanidosas redes que te tejieron! ¡No comprendes que todo es una trampa destinada a cazarte y hacer que estés en deuda con él, que seas una marioneta más en sus manos, tú, que hasta ahora siempre alardeaste de una libertad política y de pensamiento sin igual en esta corte de miserias, secretos y conveniencias!
«¡Trágate tu prepotencia!», parecía susurrarme su voz. Tuve que reconocer que Cayetana probablemente tenía razón. Si Godoy tenía ya el cuadro, solo había una razón para que no me lo hubiese dicho aún: regodearse en mi frustrada decepción, tenerme en sus manos, jugar conmigo como un gato con un ratón. Lamenté haberle pedido la embajada para Pedro únicamente por la satisfacción que le iba a producir negármela.
Cayetana, agachada junto al escritorio, doblaba cuidadosamente la nota amenazadora y el boceto para introducirlos de nuevo en el cajón secreto de su tocador.
—¿Qué vas a hacer, Cayetana? ¿No te intriga averiguar qué cara pintarán a tu cuerpo? ¿No crees que resultará una chapuza si no es el mismo Goya el que culmina el cuadro?
Tras presionar el botón de la pata, mi prima se puso en pie para guardar de nuevo el boceto en su escondrijo.
—Godoy puede tener muchos defectos, pero la incultura no es uno de ellos —respondió, y sus apreciaciones coincidieron de nuevo con lo que yo pensaba—. Jamás atentaría contra la obra de Goya encargando el rostro a otro pintor. Sin duda será don Francisco quien lo finalice, sea quien sea el que tenga la pintura en su poder; por eso creo que lo mejor será esperar a que el maestro reciba dicho encargo. Solo hay que dar tiempo al tiempo, y el mismo Goya nos dará las respuestas que ansiamos.
—¿Por qué lo iba a hacer? —dudé—. Muy segura estás de ello. Mira que el maestro está pintando sin poner objeciones al príncipe de la Paz, a toda la familia real y a todo el que se lo pide en palacio.
—¿Qué conseguiría negándose a pintar a sus majestades? —me espetó—. Solo cavarse su propia tumba como artista. Es un hombre al que le cuesta exteriorizar sus sentimientos, pero tiene la habilidad de plasmarlos en el alma de sus retratos. Fíjate, si tienes la oportunidad, en los rostros de los reyes de sus últimos retratos. María Luisa parece escupir entre su escasa dentadura todos los defectos de su alma al observador, y la mirada distraída de don Carlos hará que la historia le recuerde como el rey más ausente que ha tenido España. ¡Más si cabe que el último de los Austria!
—Es cierto que no les tiene cariño, pero no por eso Goya nos hará partícipes de estos secretos —negué—. Además, si Godoy tiene tu desnudo, quizá tarde años en ponerle un rostro. ¿Podrías esperar tanto? ¿No te asusta la amenaza que has recibido?
—Sí, pero he llegado a la conclusión de que Manuel la escribió solo porque quiere holgar conmigo —contestó sin titubear—. Mientras has permanecido encamada y convaleciente, nuestro inicial flirteo a punto ha estado de pasar a mayores. Hasta ahora, por lo que parece, su capricho era poseer mi desnudo, pero ahora que parece tenerlo no se conforma con observarlo, ya que por lo que se ve también lo quiere catar.
Como veleta incauta, repentinamente olvidó el miedo de hacía un momento para dejarse caer despreocupadamente en el sofá.
—La verdad es que, por muy vil que sea, me agrada que el hombre más poderoso del reino me desee. A ti te confieso que me enloquece saberlo empecinado conmigo.
Entrelazándose de nuevo el rizo de su nuca en los dedos, se quedó pensativa. La conocía bien y adivinaba lo que le pasaba por la cabeza, y no era nada bueno. Sentí tener que reprobarla de nuevo:
—Una vez que te consiga perderá todo interés en ti. No necesito recordarte que es el preferido de la reina y que tú eres su más cordial enemiga. Ya te enfrentaste a ella por los amores de Pignatelli y no saliste bien parada. No le des motivos para hacerte daño de nuevo.
Me miró de reojo y sonrió. Era un secreto a voces que no se trataba de la primera vez que la reina le era infiel a su fatuo consorte. Al principio, y siendo mucho más joven, cuando aún vivía su suegro Carlos III o Floridablanca gobernaba, estos velaban por que el escándalo de sus debilidades no trascendiese. Ahora que ninguno de aquellos grandes hombres podía tapar las deslenguadas bocas, la descastada se había desbocado.
El recuerdo del enfrentamiento entre Cayetana y la entonces princesa María Luisa por los amores del oficial Juan de Pignatelli, hijo del conde de Fuentes, aún perduraba en la memoria de los más locuaces. La princesa en ningún momento disimuló su capricho por el joven, que a su vez aprovechó la circunstancia para jugar a los celos y tentar a Cayetana flirteando con su rival. Un juego peligroso que dejó claras sus preferencias cuando en más de una fiesta bailaba con la princesa sin dejar de mirar ni un segundo a la duquesa de Alba. Antes de acceder plenamente a los deseos de Pignatelli, mi prima le pidió un solo regalo, una caja con brillantes que sabía que la princesa le había regalado hacía poco y que la duquesa de Alba se encargaría de una manera más o menos disimulada de mostrarle a la menor ocasión. A cambio de la caja, ella le entregaría uno de los anillos que más se ponía.
La princesa se enteró de que Juan le había regalado la caja a Cayetana por su peluquero, pues este la reconoció llena de pomada entre sus enseres personales. La tonta de María Luisa intentó pagar a Cayetana con la misma moneda y le pidió insistentemente al desdichado oficial el anillo que le había regalado la duquesa de Alba para lucirlo ante ella, pero sin calcular que a Cayetana no le importaría en absoluto. Muy al contrario, disfrutó comprobando la falta de imaginación de la princesa para infundirle celos.
Cayetana pareció disfrutar con la evocación.
—Juan era como un pelele de trapo en nuestras manos. Durante un tiempo lo tuvimos trincado por cada uno de sus brazos para tirar de él a diestra y siniestra según nuestros antojos. Pero Manuel Godoy es más ducho en conquistas femeninas, mucho más de lo que nunca lo fue Pignatelli, y conoce bien las burdas triquiñuelas femeninas. Precisamente por eso jamás caería en ellas, por muy abonado que estuviese el terreno previamente. Ceder a sus intenciones sin pretender más argucias es la única manera que tengo de olvidar su amenaza. Además, ¿quién te dice que no soy yo la encaprichada? Esta misma tarde lo veré y quizá mañana sepa algo más del dichoso retrato.
Aquella traviesa sonrisa solo podía significar una cosa. Segura ya de que ignoraría mis consejos con respecto a Godoy, decidí aprovecharme de su despreocupado libertinaje. Solo el ardor de sus primeros escarceos con Cayetana podría convencer al príncipe de la Paz de liberar a Michelle sin la necesidad de mi humillante intercesión.
Me levanté y la besé en la mejilla para despedirme.
—Hazme un favor: pídele indulgencia para Michelle. Su inocencia se lo merece.
Al ver que asentía complaciente, la besé de nuevo.
—Tu buena acción compensará las otras faltas.
Frunciendo el ceño, Cayetana me recriminó:
—Pepa, me aburres con tus prejuicios. Solo lo haré porque quiero y porque a cambio espero un precioso tocado de manos de esa muchacha.
Ya en la puerta suspiré. ¿Cómo podíamos ser tan diferentes?
—Te dejo para que te prepares. Por el bien de la chica tienes que deslumbrarle.
Antes de cerrar el zaguanete a mis espaldas pude oír su carcajada mientras afirmaba:
—Dada la fogosidad con la que viene el señor, no necesito de demasiados aderezos para cegarlo.
Sonreí pensando en su desvergüenza. Era tanta la seguridad que tenía en sí misma, tan poco su sentido de la decencia y el pudor, que, de algún modo inexplicable, la envidiaba.
Pero, hiciese lo que hiciese con su vida, lo importante era que esta vez sus devaneos servirían a dos buenas causas: la primera, liberar a una inocente de su prisión; la segunda, evitarme la vejación de suplicar justicia ante Godoy y la reina. Quién sabía, quizá también diese con el desnudo.