24
Esto es lo que soy
—¿Papá?
—¡Holly, cariño! ¿Qué tal estás? Tu madre se ha llevado a Hazel de compras.
—Ya, es igual, papá. —Estoy frenética, y sé que mi madre ya lo habría notado solo con el saludo, pero mi padre… es otra historia. Hombres—. Si quisiera hablar con mamá, la habría llamado a su móvil, no al tuyo, ¿no crees?
—Será que no estoy acostumbrado a que quieras hablar con tu pobre padre.
—Sí, será eso. —Pongo los ojos en blanco a pesar de que sé que él no puede verme—. Vale, necesito ayuda. Tiene… tiene que ver con Tyler.
—¿Está todo bien con él?
—Emmmm… No. La verdad es que sí, pero no. Es muy difícil de explicar.
—Pues empieza por el principio.
—Vale, sí, será lo mejor. —Estoy tan nerviosa que doy vueltas por mi apartamento de un lado a otro. Ni siquiera me he descalzado al llegar a casa. De hecho, aún tengo el bolso colgado del hombro—. Resulta que Tyler me ha contado algo que le ocurrió. Él tenía… tiene algunos problemas y… Es que no sé cómo contarte esto.
—¿Tiene algo que ver con el motivo por el que dejó el fútbol?
—¿Qué? —Miro al teléfono sorprendida, como intentando dilucidar si tiene alguna app que haga que mi interlocutor me lea la mente—. Sí. ¿Qué sabes tú de eso?
—No. ¿Qué sabes tú, Holly?
—Tyler perdió una pierna en un accidente hace casi seis años. —Cuando lo digo por primera vez en voz alta, siento un pinchazo en el corazón. Y no es compasión, ni miedo, ni por descontado ese asco que tiene a Tyler tan traumatizado. Es el dolor de no haber podido compartir con él algo que le cambió la vida.
—Lo sé.
—¿¿Lo sabes?? ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace unos meses.
—¿Qué? —Estoy estupefacta.
—Cuando nos hablaste por primera vez de ese chico, recordé su nombre. Fue muy conocido en el fútbol universitario hace unos años. Y me di cuenta de que se dejó de hablar de él de repente. Ya sabes que suele pasar. Hay chicos que apuntan a gran estrella que se desvían del camino por la mala vida, o porque deciden dar más importancia a los estudios que al deporte o por alguna lesión. Pero no recordaba que se hubiera lesionado en ningún partido, eso se habría sabido en el ambiente de la liga. Así que investigué un poco.
—¿Investigaste?
—Sí. Me entró curiosidad y llamé a un viejo amigo que tengo en Columbia. Él me contó lo que le había pasado.
—¿Y por qué no me dijiste nada, papá? —le pregunto, sin comprender nada.
—Pues porque había dos opciones, Holly: o bien tú lo sabías y no nos lo habías querido contar, a saber por qué razón; o bien Tyler no te lo había contado a ti todavía, y quise respetar que fuera él quien lo hiciera.
—Oh. Muchas gracias, papá. —Me emociono, y se me entrecorta la voz—. No supe nada hasta esta misma mañana. En los últimos días, me ha ido contando cosas, pero esto no lo he sabido hasta hoy.
—Holly… —Oigo la risa ahogada de mi padre, y me echo a temblar ante su siguiente pregunta—. ¿Me explicas cómo puedes llevar meses saliendo con un chico y no haberte dado cuenta de que le falta una pierna?
—Yo… yo… —Me pongo roja como un tomate, aunque, por suerte, nadie puede verme—. Nosotros no hemos… No hemos… No nos hemos…
—Tranquila, cariño. —Las risas de mi padre se han convertido ahora en carcajadas—. Puedes decirle a Tyler que lo considero el yerno ideal. Antiguo futbolista de elite y un tío que no toca a mi hija en meses. Lo quiero ya antes de conocerlo.
—¡Papá!
—Es broma, tonta. Por cierto, tenías la información de lo que le había pasado a Tyler a golpe de búsqueda en Google. Rebuscando un poco, pero lo habrías encontrado.
—No lo he buscado.
—No sé qué clase de chica de este milenio eres, Holly, que no buscas el nombre de tu pareja en Google. Hazel nos ha contado que ella lo hace desde el móvil durante la primera cita.
—Papá, no quieras que me convierta en Hazel, anda.
—Sí, en eso puede que tengas razón. ¿Qué querías de mí, Hols?
—Sí, eso. A ver, Tyler me ha contado que, después de su lesión, encontró un equipo en el que pudo seguir jugando. No me ha dado demasiada información, pero sí me ha hablado de que algunos compañeros son exmilitares que volvieron mutilados de Irak y cosas así. ¿Sabes algo de esos equipos?
—Sí, bueno. Sé que hay asociaciones, sobre todo de veteranos, que organizan equipos deportivos para personas con alguna discapacidad. Para superar el trauma a través del deporte y cosas así.
—Vale. ¿Habrá muchos en Nueva York? —le pregunto, temiéndome lo peor.
—Sí, seguro que hay muchos, pero de fútbol… probablemente no tantos. Por ejemplo, aquí, en Los Ángeles, solo hay uno. El fútbol es muy exigente, la mayoría de gente se decanta por otros deportes más llevaderos. Lo sé porque el año pasado colaboramos con ellos en un partido benéfico.
—¿Por dónde puedo empezar a buscar?
—Déjame que haga una llamada y te lo confirmo, ¿vale?
—Vale. Muchas gracias, papá.
—¿Qué te propones, Holly?
—Darle una sorpresa. Crucemos los dedos para que salga bien.
—Lo haré. Te envío un mensaje en cuanto tenga la información, ¿vale?
—Vale. Te quiero, papá.
—Y yo a ti, pequeña.
Menos de una hora después, recibo un whatsapp de mi padre informándome de que el único equipo de fútbol para personas con discapacidad de Nueva York se llama Vet Blues, que juega en un campo perdido de la mano de Dios en Queens y que ha comprobado personalmente que Tyler Banks es uno de los jugadores en plantilla. Y lo más importante de todo, que esta tarde, a las cinco, juegan un partido contra su equipo gemelo de Nueva Jersey. A las cinco. Dentro de treinta y cinco minutos.
Ni siquiera me molesto en echarme un vistazo en el espejo antes de salir de casa. Compruebo que llevo suficiente efectivo para pagarme un taxi hasta la dirección que me ha dado mi padre, y paro el primero que pasa por delante del portal de mi edificio. De camino a Queens, le envío un mensaje a mi padre lleno de emoticonos de agradecimiento. Él me desea suerte y, solo en ese momento, soy consciente de que la voy a necesitar. Voy a meterme de lleno en algo que Tyler ha querido siempre guardarse para él, y puede que me odie por hacerlo. Pero también puede… que eso sea justo lo que necesita para liberarse de una vez por todas de sus miedos y sus complejos.
Llego al estadio cuando el partido ya ha comenzado y pago la entrada en un pequeño stand que han montado los miembros de la asociación a la que pertenece el equipo. Me siento en las gradas, y dedico unos cuantos minutos a leer uno de los folletos que me han dado, en los que explican la historia y los objetivos de la organización. Leo que el equipo lo formaron hace unos diez años un grupo de soldados que regresaron de las guerras de Irak y Afganistán con lesiones graves y que tuvieron dificultades para reintegrarse en la vida civil. A través del deporte, encontraron un interés común que los hizo luchar por su recuperación física y un nuevo objetivo en el que centrarse en unas vidas que se les habían truncado cuando eran demasiado jóvenes. El ochenta por ciento de la plantilla está compuesto por veteranos de guerra, pero están abiertos a cualquier persona con algún tipo de discapacidad que esté interesada en aportar algo. Me fijo en las fotos de grupo que ilustran el folleto, y en una de ellas distingo a Tyler, abrazado a un compañero, celebrando algún triunfo, con una expresión muy parecida a la que ya me sé de memoria de la foto que tiene como fondo de pantalla en el ordenador del trabajo.
Sé que, a pocos metros de mí, Tyler estará jugando este partido. Escucho los aplausos y algún grito de ánimo del resto del público que, por lo que veo, debe de estar compuesto sobre todo por los familiares de los jugadores y de algún vecino interesado en el deporte. No creo que seamos más de sesenta personas las que ocupamos las gradas. Sé que él está ahí, y también sé que yo llevo unos cuantos minutos leyendo y releyendo el folleto que me ha caído en las manos, porque me da miedo alzar la cabeza.
Sí. Miedo. Pánico. Los nervios se me instalan en el estómago, y me cuesta tomar la decisión de alzar la cabeza y encontrarme con su imagen. En parte, es el miedo a cómo pueda reaccionar él cuando sepa que he venido aquí, sin pedirle permiso y sin respetar su deseo de estar solo. Pero, también, es el miedo a verlo como es en realidad. Físicamente, me refiero. Su interior… creo que ese ya he llegado a conocerlo en toda su extensión. Pero sé que, cuando levante la cabeza, veré a ese Tyler que perdió una parte de sí mismo hace más de cinco años, y no me refiero solo al sentido literal de la pérdida.
Dejo al fin de posponerlo y, cuando lo hago, me deja bastante impactada lo que me encuentro. La mayoría de los veintidós jugadores que ocupan el campo tienen alguna discapacidad visible. Casi todos juegan con alguna prótesis en sus extremidades inferiores, y el pensamiento se me va por un momento a la mierda de las guerras y todo el daño que hacen a quienes participan en ellas. Mi asiento está unas cuantas filas por encima del banquillo del equipo contrario, que viste de rojo, en contraposición al de Tyler, cuya equipación es azul marino. Desvío la mirada hacia el jugador al que acaban de sustituir, que tiene casi toda la piel visible de su cuerpo marcada por enormes cicatrices de quemaduras. A su lado, un compañero le palmea la espalda con una mano ortopédica.
Sigo fijándome en esos detalles, hasta que decido localizar a Tyler en el campo. Por su demarcación, está algo alejado de donde yo me encuentro, cosa que agradezco porque, de momento, prefiero que no se dé cuenta de mi presencia. En el momento en que mis ojos tropiezan con su imagen, está lanzando el balón a un compañero. Su pelo, aunque ahora es más corto que hace unas semanas, se mueve descontrolado, mecido por el viento y por sus propios movimientos. Sus ojos se tornan felinos siguiendo las jugadas. Sus brazos, esos brazos fuertes en cuyo abrazo me he sentido más en casa que en ningún otro lugar, muestran unos músculos tensos. Y sus piernas… tardo unos segundos en asimilar que su pierna izquierda, la parte que dejan visible los pantalones cortos blancos del uniforme del equipo, es en realidad una prótesis de color negro terminada en una especie de ángulo curvado.
No puedo negar que la visión me impacta un poco, y me reafirmo en que esta ha sido una buena idea. Prefiero vivir mi reacción a solas, sin que él esté pendiente de mis gestos, sin que pueda malinterpretar como rechazo lo que solo es desconocimiento. Al fin y al cabo, nunca había visto de cerca a alguien a quien le hubieran amputado un miembro, y creo que todos solemos reaccionar mal a lo desconocido. O, si no mal, sí… raro.
Todos esos pensamientos se evaporan de golpe cuando soy capaz de meterme de lleno en el partido. Y lo cierto es que, cuando lo hago, se me olvida en un instante que es un equipo especial. Se me olvida porque el ritmo del juego, aunque no es el de la NFL, es muy similar al de cualquier partido de equipos amateur. Pero se me olvida, sobre todo, porque el jugador con la camiseta azul marino y el número catorce impreso en su espalda me deja tan impresionada jugando como lo hace en todo lo demás. Es el quarterback del equipo y todo el juego pasa por sus manos. Manda, juega, pasa, golpea la pelota, corre… Joder, cómo corre. Probablemente a más velocidad de lo que podría hacerlo yo en mi mejor momento de forma. Y, sobre todo, disfruta. No creo que haya una sola persona en estas gradas, o sobre el césped, que no vea hasta qué punto disfruta jugando. Celebra los tantos con la competitividad reflejada en los ojos. Anima a sus compañeros con palmadas y gritos de aliento. Se ríe con las bromas que se hacen unos a otros. Se me escapa una lágrima de emoción cuando pienso en el jugador de élite que pudo haber sido, pero se me hincha el pecho de orgullo cuando veo que, en el fondo, como él me dijo, es más feliz jugando ahora de lo que lo fue nunca antes. Cuando el partido está ya a punto de acabar, con un tanteo de treinta y seis a veintidós a favor del equipo local, me rondan la cabeza las palabras que escuché a Tyler decirle a Annie sobre mí: «Ojalá ella se viera como la veo yo». Sí. Ojalá Tyler se viera a sí mismo como lo estoy viendo yo esta tarde.
Con el final del partido, llegan los abrazos de los equipos, los saludos entre contrincantes, y el momento de la verdad. El momento en que desvelaré a Tyler mi presencia aquí y me enfrentaré a su reacción, sea cual sea. Me levanto de mi asiento con piernas temblorosas y bajo las gradas a grandes zancadas.
Tyler no es consciente de mi presencia hasta que me tiene delante, y su mirada se dirige a varios lugares a la vez. A sus compañeros, que siguen el camino hacia el vestuario, no sin antes dirigirle unas cuantas miradas, sonrisas y hasta comentarios socarrones. Al resto del campo, donde apenas queda gente que pueda ser testigo de nuestro encuentro. A su pierna, como si fuera consciente solo en ese momento de que la he visto. Y a mí. Su gesto refleja sorpresa, estupefacción, miedo, emoción. Sé que es mi turno de actuar, de traerlo de vuelta de ese pozo de complejos del que me prometí sacarlo esta mañana.
—Ya está, Ty. Ya lo he visto —le digo, señalando su pierna sin darle más importancia. Hablo sin parar, de forma frenética, antes de que él tenga la oportunidad de rechazarme de nuevo. No podría soportarlo una vez más—. Te entiendo, joder. Me abrí sobre todos mis traumas, tú lo sabes. Sabes que quizá no haya nadie que te entienda tan bien como yo. Y estoy aquí. He investigado dónde ibas a estar y he venido. Para verte, para estar contigo, para demostrarte que te quiero como seas. Mándame al carajo si quieres, o pídeme que me vaya, o vete tú, o lo que sea que te esté apeteciendo hacer en este momento. Pero ni por un momento te atrevas a pensar que a mí me importa una mierda si tienes una pierna, dos, tres o dieciocho. Lo que me importa es que te quiero, joder. Que estoy loca por ti y que ya no sé qué más hacer para demostrártelo.
Los segundos se hacen eternos cuando transcurren en un silencio que puede decidir el destino del amor de tu vida. Tyler me mira, con los ojos humedecidos y el gesto conmocionado. Yo me limito a esperar, a cruzar los dedos para que él sepa hacer lo correcto con la pelota que acabo de dejar en su tejado.
Su abrazo me coge por sorpresa. Me aprieta fuerte contra él, y tardo una milésima de segundo en relajar mi cuerpo y dejar que él lo acoja entre sus brazos.
—Perdóname. Perdóname, por favor —Tyler solloza, y yo me separo un segundo de él. Me conmociona verlo llorar, y seco las dos lágrimas que se le han escapado con la palma de mi mano.
—No hay nada que perdonar, ¿vale?
—Eso ya lo hablaremos. ¿Me esperas? —Se señala el uniforme y hace una mueca—. Estoy sudado y… necesito una ducha.
Subo de nuevo a las gradas y me siento a esperarlo. Ni diez minutos después, Tyler vuelve a aparecer, vestido con un pantalón de chándal y una sudadera con el escudo del equipo bordado. Deja su bolsa de deporte en una grada y sube de un salto a mi lado.
—¿Puedo darte un beso? —me pregunta, haciendo un mohín tímido que… Joder, me lo comería.
—Solo con una condición.
—¿Cuál?
—Que nunca vuelvas a pedir permiso.
Sus labios se curvan en una sonrisa, justo antes de posarse sobre los míos y llevarse, en un aliento, todos los nervios y los miedos que me produjo aparecer aquí por sorpresa. Cuando nos separamos, él me acomoda junto a su cuerpo y me da un último beso en el pelo.
—¿Te apetece que nos quedemos aquí? —me pregunta, en un susurro.
—¿Aquí? —Echo un vistazo a mi alrededor, al estadio ahora ya con solo unas pocas luces encendidas, a las gradas de madera, al césped cuyo olor lo impregna todo. El lugar menos romántico del mundo es el mejor lugar que podría soñar compartir con Ty—. Claro.
—¿Cómo me has encontrado?
—Digamos que puse al gran Kenneth Rose a investigar un poco sobre equipos de fútbol de Nueva York.
—¿Tu padre lo sabe?
—Por lo que me ha dicho, lo ha sabido durante meses, pero quiso esperar a que fueras tú quien me lo contara.
—Joder. Soy un imbécil. —Se queda en silencio, pero me da un apretón en el brazo—. ¿Qué… qué te ha parecido?
—Me ha parecido impresionante. Todo. El partido, los equipos, tu forma de jugar… Estoy muy orgullosa de ti.
—¿Y mi… pierna? —susurra.
—¿Qué le pasa a tu pierna? —le pregunto, en tono despreocupado, aunque a mí también me pone nerviosa sacar el tema. Me atenaza el miedo a decir algo que a él le haga daño o lo haga recular—. Te he visto correr, saltar, patear el balón… De hecho, llevo meses viéndote caminar, y ni siquiera me había dado cuenta de nada. No será la pierna con la que naciste, pero creo que te las arreglas bastante bien con ella. ¿Cómo pudiste pensar que lo que tenemos es tan débil como para que esto lo pudiera estropear?
—Yo soy el débil, Holly. Lo que tenemos es fuerte, pero porque tú lo compensas. Tú compensas mi debilidad porque eres la persona más fuerte que he conocido en toda mi vida. Eres maravillosa. —Me estremezco con sus palabras, pero él interpreta que la causa es la brisa de la noche y se saca la sudadera para que yo me la ponga. Lo hago, y aprovecho para aspirar su olor sobre la tela—. Siento muchísimo haberlo hecho todo tan difícil.
—La vida es difícil a veces, Ty.
—Sí, y otras veces somos nosotros quienes convertimos las cosas en un drama mucho mayor de lo que es.
Nos quedamos un buen rato acurrucados, en silencio, solo sintiéndonos el uno al otro y disfrutando de aquello que tantas veces creímos que habíamos perdido. El amor. La confianza. La seguridad. A nosotros.
Tyler empieza a hablar cuando ya es de noche, y solo dos farolas de una calle cercana impiden que la oscuridad sea total. Me cuenta que lo peor de todo han sido las mentiras, las medias verdades, las cosas que hizo para que yo no descubriera su secreto. Me cuenta pequeños retazos de nuestra relación de los que yo no fui consciente. Cómo vivió un momento de pánico en el aeropuerto, cuando fuimos a la Super Bowl, por si yo lo descubría al pasar el control de seguridad. La tensión que pasó en Riverport, cada vez que fuimos, por si alguien allí le preguntaba por su pierna, ya que en el pueblo todos saben lo que le ocurrió. Cómo odiaba no poder descalzarse en mi presencia o que, incluso más que el sexo, echó de menos poder dormir conmigo, con nuestros cuerpos entrelazados sin secretos de por medio.
—Creo que, si solo hubieras sido mi amiga, Holly, te lo habría contado mucho antes.
—Pero yo soy tu amiga, ¿no?
—Claro. Siempre. —Nos sonreímos—. Pero también has sido siempre algo más. Hay gente en la redacción que lo sabe. Todos mis amigos lo saben y me han visto. Pero tú…
—¿Yo…?
—Supongo que todos le damos más importancia al físico de lo que queremos reconocer. Y tú me gustabas, así que no quería que supieras algo que, para mí, siempre ha sido muy desagradable.
—¿Ninguna chica te ha visto… sin la prótesis? —me atrevo a preguntarle.
—No. Solo Donna. Y mi madre y mi hermana, claro. Pero todas aquellas mujeres con las que me acosté después de que Donna se largara… nunca llegué a desnudarme con ninguna.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy muerto de miedo —reconoce.
—Ty…
—Pero no voy a dejar que el miedo me consuma. Te puedo asegurar que eso lo tengo claro.
—¿Vamos… a tu casa? —le propongo, aunque la voz me sale dubitativa.
—En un rato, pero antes…
—¿Sí? —le pregunto, curiosa, cuando veo su mueca divertida.
—Un día me propuse hacer realidad todos tus sueños, Holly. Todas esas cosas que te hacían sentir menos que otras mujeres. Pero no lo hice por ti, lo hice… por justicia. Lo hice porque no podía soportar la idea de que te sintieras débil por cosas como no haber recibido nunca un beso en medio de Times Square. Y quería hacerte feliz —baja el tono de voz hasta casi un susurro, y a mí se me escapa una lágrima por lo abrumada que me siento ante todo lo que acaba de decir—. Solo me queda una por hacer.
—¿Cuál?
—¿No querías hacerte un tatuaje con alguien que vaya a ser tu amigo para siempre?
—No puedes estar hablando en serio —le digo, aunque mi sonrisa le transmite la ilusión que me hace, y el hecho de que me levante de golpe de las gradas me condena definitivamente.
—Conozco un estudio de tatuajes que cierra tarde.
Yo asiento, y Ty me da la mano para bajar las gradas. Salimos del estadio casi a la carrera y, cuando nos damos cuenta, nos entra una especie de ataque de risa nerviosa, no sé si en anticipación del tatuaje o recordando lo que hemos vivido los últimos días. En mi caso, es un cincuenta-cincuenta.
—¿Sabes que nunca me había besado con el capitán del equipo de fútbol en las gradas? —bromeo, justo cuando Ty abre las puertas de su coche y nos subimos a él.
—¿Ah, no? ¿Y no te metió mano nunca el capitán del equipo de fútbol en su coche? —ronronea, mientras sus dedos viajan a la parte baja de mi vestido, me agarra el culo con sus manos enormes y hace que dé un chillido. Nos separamos, después de un beso que se alarga un poco, y Tyler empieza a conducir en dirección a Manhattan.
—¿Me contarás ahora la historia de tu tatuaje?
—Sí, claro. Mira. —Aprovecha que se detiene en un semáforo para levantarse la camiseta y mostrarme su costado derecho, ocupado casi por completo por un tatuaje que no acierto a vislumbrar. Ty enciende la luz interior del coche y, entonces, lo veo. Es la silueta de un árbol; en realidad, de la mitad de un árbol, como si alguien le hubiera hecho un corte perfecto en vertical.
—¿Qué significa?
—Es el árbol que hay delante de mi casa de Riverport —me dice, mientras vuelve a bajarse la camiseta, dejando que sus dedos, un poco distraídos, acaricien los trazos oscuros de su piel—. Annie y yo nos pasamos toda la infancia subidos a ese árbol. Y la adolescencia y… todo. Ella era ágil como una ardilla y aprendió a subirse cuando éramos muy pequeños. Y yo… bueno, siempre fui muy cabezón, y no paré hasta que fui capaz también. Subíamos mucho. Dos metros o más. No hacíamos nada en especial. Solo nos sentábamos en una rama durante un buen rato y nos quedábamos allí, hablando de nuestras cosas. Mamá se ponía enferma, decía que nos íbamos a matar.
»Nos lo tatuamos después del accidente. En cuanto nos recuperamos y pudimos viajar. Ya nunca podríamos volver a subirnos a ese árbol, así que quisimos… no sé, tatuárnoslo como recuerdo de lo felices que habíamos sido. Y de todo lo que compartimos. Ella tiene una mitad, y yo la otra. Juntos, está completo.
—Qué bonito, Ty. El tatuaje y la historia, todo.
Él me sonríe, y enseguida llegamos al garaje donde guarda su coche en la ciudad. Echamos a caminar hacia el sur de la isla, mientras Tyler hace unas cuantas llamadas y consigue localizar al tatuador del que me ha hablado. A veces sospecho que conoce a todos y cada uno de los habitantes de Nueva York, y que todos le deben algún favor.
Media hora después, estoy sentada en una camilla, con el corazón palpitándome en la garganta. En algún momento indeterminado, creo que cuando vi las agujas encima de una mesa auxiliar en la cabina a la que me han hecho pasar, esto ha dejado de parecerme divertido. Intento aparentar tranquilidad, pero las risas ahogadas de Tyler, apoyado contra la pared, me hacen ver que no lo consigo.
—Y yo que te tenía por una tía valiente.
—Cállate, joder. No sé en qué momento esto me pareció una buena idea.
Iba a seguir argumentando en favor de una huida discreta, cuando el tatuador abre la cortina plástica de la cabina y mi suerte queda echada. Le indico el lugar donde me lo quiero hacer, en la parte trasera del brazo, justo encima del codo, y él me enseña diferentes ejemplos de tipografías. Elijo una sencilla, porque lo único que quiero que destaque es el concepto. «¿Después de todo este tiempo? Siempre». Siempre.
Las primeras pasadas de la máquina sobre mi piel me sorprenden por lo poco dolorosas. Me había imaginado un dolor lacerante y, la verdad, apenas es una molestia. Hacia el final del tatuaje, sobre todo cuando roza el hueso del codo, sí que me duele un poco más, pero nada que no pudiera soportar un buen rato más que los apenas diez minutos que ha tardado mi primer tatuaje en quedar listo.
Me levanto de la camilla de un salto, y me sorprendo al ver que Ty se despoja de su sudadera, la deja sobre el respaldo de una silla y ocupa el lugar que yo acabo de abandonar.
—¿Qué haces?
—No creerías que iba a dejarte sola en esto, ¿no? —me dice, mientras asiente en dirección al tatuador, que se afana en cambiar las agujas desechables. Parece que esos dos ya lo habían hablado.
—¿En serio?
—Claro.
—¿Dónde lo quieres? —le pregunta a Ty, que se encoge de hombros.
—Donde se lo has hecho a ella estará bien.
Observo fascinada el proceso del tatuaje de Tyler, ya que al mío, por la posición, apenas he podido echarle un vistazo y, cuando acaba, me coge la mano, me da un beso en ella y sonreímos.
—Bonito tatuaje de amistad —dice el tatuador—. Sois amigos, ¿no?
—Siempre —respondemos los dos a la vez.
Salimos del estudio y paramos en un pequeño restaurante italiano a cenar algo rápido. Aunque tenemos hambre, en el fondo, siento que el motivo de que hayamos parado es que los dos estamos nerviosos ante la expectativa de lo que ocurrirá cuando lleguemos a su casa. Tyler pide una botella de vino, y a mí me da un punto de ternura ver que bebe de forma compulsiva porque está un poco histérico.
—Tranquilo. —Dejo mi mano sobre la suya, y él me dedica una sonrisa triste antes de asentir—. Iremos al ritmo que tú quieras que vayamos.
Niega con la cabeza, al tiempo que deja unos billetes sobre la mesa, y salimos del restaurante cogidos de la mano. Sonrío cuando lo veo repetir el gesto, porque ahora ya no niega para alejarse de mí, como hace unos días, sino para acercarse.
Cuando entramos en su edificio, no sé en qué lo noto, pero percibo a la perfección que ese Tyler seguro de sí mismo que tantas veces he visto ha reaparecido. Quizá es su agarre fuerte en mi mano. Quizá es la mirada cargada de lujuria que me dirige en cuanto estamos solos en su portal. O quizá, con casi total seguridad, es la forma en que me empuja contra una esquina del ascensor, mientras mete sus manos por debajo de mi vestidito flojo y su lengua se apodera de mi boca.
Entramos en su casa hechos un nudo de besos y caricias. Tyler cierra la puerta de una patada y no me permite ir mucho más allá. Aprisiona mi cuerpo contra la pared del recibidor, coge mis dos manos y las sube por encima de mi cabeza. Me besa, y solo se separa de mí para sonreírme con esa mueca socarrona que me calienta más, si cabe. Adelanta sus caderas hasta hacerme sentir cuánto le apetece esto. Lanza mi vestido por los aires, y se deshace de su camiseta.
—¿Tú no estabas nervioso? —le pregunto, con una sonrisita, para quitarle un poco de hierro al hecho de que ha llegado el momento de la verdad.
—Y lo estoy. Bastante. —Me coge la mano y me conduce a su dormitorio—. Pero estoy mucho más cachondo que nervioso.
Me empuja contra su cama y yo me deshago de mi ropa interior. Tyler no enciende la luz, y yo tampoco hago amago, porque sé que se sentirá más cómodo de esa manera. Se desabrocha los pantalones en un movimiento rápido, y lo siguiente que sé es que su cuerpo desnudo cubre el mío. Echa una mano al cajón de su mesilla, pero yo le agarro el brazo para impedírselo.
—Tomo la píldora hace años. Y, dados nuestros antecedentes, supongo que estamos limpios.
Nos entra la risita nerviosa por un segundo, hasta que los dos cambiamos el gesto y Tyler me da un beso que me deja sin aliento. Su boca se mueve por mi cuello, por mi clavícula, y se ensaña con mis pezones. Sus dedos me acarician la cintura y van bajando poco a poco. Al primer roce, siento que me voy a derretir en sus manos. Sé que él lo nota porque deja escapar el aliento entre sus dientes, en un sonido tan excitante que me hace arquear la espalda. Recorro su pecho con la palma de mis manos y subo la cabeza para que nuestras lenguas vuelvan a encontrarse.
—Hazlo ya, Ty —le suplico.
Me hace caso y, cuando entra dentro de mí, siento que todas mis terminaciones nerviosas gritan por el contacto. Él se queda quieto un momento, supongo que porque percibe que me ha dolido un poco, pero enseguida empieza a moverse a un ritmo lento y delicioso.
—Me haces volar, Holly.
—Te quiero tanto…
Bailamos entre las sábanas, con nuestros cuerpos uniéndose de la manera en que hace ya mucho tiempo que se fundieron nuestras almas. Nos convertimos en un mar de gemidos, de jadeos, de gritos ahogados. Alcanzamos el orgasmo casi al mismo tiempo y caemos rendidos sobre la almohada. Antes de dormir, nuestras piernas se entrelazan y, aunque Ty no se saca la prótesis y su tacto es frío, para mí no hay ninguna diferencia con el resto de su piel, tan caliente como la mía.