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El olor a césped y el sabor a nosotros

 

 

 

El dos de febrero no llega por sorpresa, no. He llegado a plantearme cuestiones sobre mi salud mental en el momento en que me percaté de que tenía un calendario con una cuenta atrás, con el día dos marcado en rojo, encima de la mesa de la redacción, otro en la mesilla de mi dormitorio y otro pegado a la puerta de la nevera con un imán con forma de oso que compré hace mil años en Berna.

Hazel se despide de mí como si me fuera a la guerra, y algo así debe de creer, dado que se ha levantado a las cinco de la mañana para decirme adiós. Tyler me envía un mensaje cuando estoy saliendo por la puerta, para avisarme de que me está esperando en un taxi frente al portal de mi edificio, y es ahí cuando me atacan los nervios de la aventura que se nos aproxima los próximos seis días. Los primeros cuatro los dedicaremos a trabajar como locos, pero, desde el momento en que acabe el partido y la celebración posterior, tendremos un día y medio libre en Houston, ya que fue imposible conseguir vuelos de vuelta antes del martes por la tarde. Houston, y medio Texas, va a estar colapsado esta semana por un evento que mueve tanta gente y tanto dinero que a veces resulta difícil de creer.

Llegamos a nuestro hotel una media hora después de aterrizar en el aeropuerto de Houston. Es un alojamiento típico de negocios de las afueras de la ciudad, pero cuenta con la gran ventaja de estar a pocos metros del estadio NGR, que es el epicentro de todos los actos que tendremos que cubrir en los próximos días. Y del partido, claro. Nos asignan dos habitaciones en la primera planta, contiguas. No sé si es fruto de mi imaginación o la pura realidad, pero me parece que vivimos un momento un poco violento cuando nos quedamos solos en el pasillo y, a continuación, cuando introducimos las tarjetas en las cerraduras magnéticas. Nos dedicamos un par de sonrisitas incómodas, antes de quedar media hora más tarde en el hall del hotel.

Cuando nos encontramos, apenas tenemos tiempo para hablar, ya que nos meten en un autobús de la organización, a pesar de que el estadio se encuentra a apenas cinco minutos a pie del hotel. Hoy comienzan las ruedas de prensa, y me ha tocado encargarme de las fotos y vídeos del evento. Ty y yo nos lo jugamos a cara o cruz en el avión, y perdí. Los dos preferimos manejarnos con las palabras que con las imágenes, así que pongo todo mi esfuerzo en conseguir las mejores fotos posibles de Matt Ryan y Tom Brady, los quarterbacks de los dos equipos y verdaderas estrellas del partido que se aproxima.

Los siguientes tres días se nos pasan en una vorágine de entrevistas, ruedas de prensa, llegada de famosos a la ciudad y diferentes eventos a los que la organización invita a la prensa. No hemos dormido más de tres horas ninguna noche y, cuando llega la hora del partido, creo que tanto Tyler como yo casi preferiríamos meternos en la cama a dormir que disfrutar de la oportunidad única de vivirlo desde nuestra cabina de prensa. Casi, porque todo el cansancio se evapora en el momento en que nos instalamos en lo alto de ese estadio impresionante, aún medio vacío, y hacemos un pequeño briefing para repartirnos las tareas.

Hemos decidido que, durante el primer tiempo, yo me encargaré de retransmitir los lances del juego a través de la plataforma online de la revista, mientras que él aportará datos curiosos, imágenes que vayan llegando a través de las agencias y memes y otras reacciones que encuentre en las redes sociales. Y, en el segundo tiempo, invertiremos los papeles. Cuando queda algo menos de una hora para que comience el partido, en las cabinas contiguas la actividad es frenética, pero nosotros tenemos todo resuelto y nos permitimos un respiro.

—¡Aaah! El olor a césped… —Los labios de Tyler se ensanchan en una sonrisa, pero no se me escapa el deje de melancolía de sus palabras.

—¿Lo echas de menos?

—¿El qué?

—El fútbol. —Se me queda mirando fijamente, pero no responde a mi pregunta—. Perdona, no es asunto mío.

—No —me responde, tras pensárselo un poco—. Sigo jugando de vez en cuando con un equipo aficionado.

—¿Eras bueno?

—Me defendía.

No me da tiempo a ahondar mucho más en el pasado deportivo de Tyler porque, cuando nos queremos dar cuenta, las masas gritan enfervorecidas y los dos equipos salen al campo entre vítores. Siento un pinchazo de anticipación que debe de ser genético, puesto que, en realidad, yo nunca he sido demasiado aficionada de ningún equipo. En mi casa siempre hemos seguido a los Cowboys y a los 49ers, por ser los dos equipos en los que desarrolló mi padre su carrera, pero los nervios previos a un partido son algo que comprendo muy bien, aunque solo sea por las horas que pasé en mi infancia y mi adolescencia siguiendo a los equipos universitarios a los que entrenaba mi padre en California.

—Cincuenta dólares a la victoria de los Falcons. ¿Aceptas? —me propone Ty, que no debe de saber aún que es imposible que yo diga que no a una apuesta.

—Acepto. Veo clara la victoria de los Patriots.

—Pssss. Y dirás que sabes de fútbol…

En cuanto comienza el partido, ya no tenemos tiempo para mucho más. El ritmo de la retransmisión que estamos haciendo en directo es frenético, pero nos llegan mensajes constantes de nuestros compañeros diciendo que la audiencia está siendo impresionante, así que ni siquiera notamos el cansancio acumulado.

Cuando llega el descanso, ya estoy pensando en decir adiós a mis cincuenta dólares. Los Falcons ganan por veintiuno a tres, y Tyler no deja pasar la ocasión de reírse de mi escaso poder de adivinación.

—Venga, te propongo un trato —me dice, en los escasos cinco minutos que podemos permitirnos descansar entre uno y otro tiempo.

—No, no. Sin compasión. Quizá tenga que pagártelo a plazos, pero nunca dejo una apuesta sin zanjar.

—Tranquila, tranquila. Mi propuesta es que, gane quien gane…

—O sea, tú.

—O sea, yo… Que nos lo gastemos en corrernos una juerga de las que no se olvidan, mañana, en cuanto dejemos cerrado el trabajo.

—Hecho.

Escribo a la velocidad del rayo una crónica de la actuación de Lady Gaga en el intermedio y, cuando va a empezar la segunda parte, me fallan un poco las fuerzas.

—Si este evento lo patrocina Budweiser, ¿me puedes explicar por qué no hay una triste cerveza en las cabinas? —protesto, mientras rebusco entre los productos de cortesía que los organizadores han dejado para la prensa.

—Tienes Coca-Cola.

—Bueno, a falta de alcohol, me conformo con un subidón de cafeína —me resigno, mientras me sirvo una lata en un vaso de cartón.

—Y tienes un compañero maravilloso que no tiene escrúpulos a la hora de beber en el trabajo. —Sonríe, mientras saca del bolsillo interior de su maletín dos pequeñas botellitas de Jack Daniel’s y vierte el contenido en nuestros vasos.

—¡Dios! ¡Te quiero!

Gracias a todos los dioses, el partido empieza en ese preciso instante, sin tiempo para que asimilemos los dos segundos de silencio que han seguido a mis palabras. Maldita ausencia de filtro cerebro-boca.

En el tercer cuarto, los Patriots juegan algo mejor y me vengo arriba, entre el subidón de adrenalina de estar narrando el partido, la camaradería genial que estamos viviendo Tyler y yo y… bueno, y supongo que un poco por el whisky también.

—Doblo la apuesta a que los Patriots remontan.

—Deja de beber, Holly —me responde Tyler, entre risas, en un momento tranquilo del partido—. Venga, triplicamos. ¡Qué cojones! Estoy reinvirtiendo en una noche de fiesta.

El cuarto periodo se convierte en uno de los momentos más vibrantes de la historia de este deporte. No es solo que lo opine yo, sino que mi padre me ha bombardeado el móvil de tal manera que no sé cómo la batería ha resistido. Este año no han podido viajar a ver la final en directo, como hacen casi siempre, porque mi madre está inmersa en la presentación de una nueva línea de moda de hombre, y hace ya algunos años que decidieron que no viajarían nunca uno sin el otro. Demasiados años de separaciones forzosas a causa de los partidos de mi padre.

El caso es que los Patriots hacen un parcial de diecinueve a cero, consiguen empatar el partido y forzar una prórroga que nos va a obligar a redoblar esfuerzos en el trabajo, pero que a mí me aproxima a ganar esa apuesta que, en realidad, no me importa nada por el dinero, sino por el orgullo de machacar a Tyler.

—No me lo puedo creer. Si no hubieras estado aquí todo el tiempo, habría creído que has bajado al vestuario de los Falcons a drogarlos, solo para ganarme la apuesta.

—Vas a perder, Banks.

La prórroga vuelve a ser un recital de los Patriots, que finalmente se imponen por un tanteo global de treinta y cuatro a veintiocho. Los jugadores de los Falcons se quedan desolados sobre el césped, pero el estadio entero solo tiene ojos para los Patriots. Todas las cámaras rodean a su quarterback Tom Brady, y las agencias nos envían cientos de imágenes de su mujer, la supermodelo Gisele Bündchen, en las gradas.

Tyler y yo sobrevivimos a las siguientes horas porque nos apoyamos el uno en el otro. Cuando el cansancio puede con Tyler, yo tiro de él; y viceversa. Nos compadecemos cuando vemos a compañeros de otros medios que tienen que hacer el trabajo solos.

Son casi las cinco de la mañana cuando al fin hemos dejado enviados todos los artículos que sacaremos desde aquí: la crónica del partido, la de los famosos asistentes, las reacciones en redes sociales, las ruedas de prensa posteriores al partido… Del resto de información se encargarán a partir de mañana nuestros compañeros desde la redacción, así que volvemos al hotel con esa satisfacción que da el trabajo bien hecho… o, al menos, terminado.

Caigo en la cama casi inconsciente, después de despedirme de Tyler con algo a medio camino entre un gruñido, un «buenas noches» y una promesa de fundirnos trescientos dólares mañana.

Cuando suenan dos pequeños golpes en la puerta de mi habitación, estoy tentada a meter la cabeza debajo de la almohada y seguir durmiendo, pero, no nos engañemos, sé que es Tyler, y la modorra tarda segundos en desaparecer. Le abro en pijama, sin prestarle demasiada atención, mientras esbozo una disculpa por haber dormido hasta tan tarde.

—Has dormido, exactamente, nueve horas y media.

—Pero ¡¿qué hora es?!

—Las tres.

Al principio, mis ojos se abren como platos por la sorpresa, pero, cuando me giro hacia él, se les multiplican los motivos para hacerlo. Tyler está apoyado sobre el escritorio de la habitación, vestido con unos vaqueros oscuros, una camiseta negra que le sienta como un guante, una camisa de cuadros abierta y unas gafas de sol, también negras, reposando sobre su pelo castaño.

—¿Te vistes o nos vamos en pijama?

—Sí, sí, perdona. —Joder, me he quedado paralizada, como una imbécil, mirándolo—. Tardo diez minutos.

Me meto en el cuarto de baño con la ropa que he elegido y, menos de los diez minutos prometidos después, salimos por la puerta de mi habitación, sin tener muy claro el destino.

Pasamos la tarde paseando por el centro de Houston, parando aquí y allá a tomar una cerveza. Entramos al Centro Espacial y solo lo abandonamos cuando anuncian que van a cerrar sus puertas.

—Bueno, ¿qué? ¿Nos fundimos la mitad de mi dinero en una cena por todo lo alto? —me propone, cuando salimos de allí.

—¿Y la otra mitad?

—Esa va a caer en el bar del hotel, me temo.

—Pues vamos a intentar ir con el estómago lleno. No quieras coger mañana el vuelo con la resaca de una gran borrachera.

—¿Habla la experiencia?

—Cuando te has pasado un vuelo de nueve horas envuelta en sudor frío por haber decidido despedir un viaje por todo lo alto la noche anterior, aprendes una lección.

Tyler busca en su móvil un buen lugar para comer y, tras asegurarse de que me gusta –y de qué manera– la carne a la brasa, elige un steakhouse bastante elegante. En la puerta, dudamos un poco por nuestro atuendo. Ty se abrocha la camisa y consigue un aspecto algo más cuidado, pero yo poco puedo hacer con mi camiseta oversize de manga corta y mis zapatillas de deporte.

Salimos de allí casi dos horas después y, si nos habíamos propuesto empezar a beber con el estómago lleno, sin duda, vamos por buen camino. Hemos devorado dos solomillos impresionantes, con todas las guarniciones imaginables. Al menos, hemos tenido la decencia de comer mucha ensalada para compensar.

En el hotel, ni siquiera tenemos que preguntarnos qué hacemos. Nuestros pies se dirigen inexorables al bar principal, el único que permanece abierto veinticuatro horas. Es un supuesto bar típico irlandés, aunque lo que es en realidad es un bar típico de hotel. Una gran barra de madera color cerezo, múltiples botellas de alcohol detrás de ella, unas cuantas mesas bajas rodeadas por sofás de terciopelo verde oscuro y un piano en medio del espacio.

Elegimos una mesa para dos en un rincón, y compruebo una vez más esos modales un poco anticuados de Ty que no puedo evitar que me encanten. Aparta la mesa para dejarme pasar, me ayuda a sacarme la cazadora de cuero, me pregunta qué quiero tomar y se acerca él a la barra a pedir… chorradas que no valoraría si las hiciera cualquier otra persona, pero que me ponen tontorrona en medio de esta nebulosa de enamoramiento loco que tengo últimamente.

—Antes de estar demasiado borracho como para decir algo coherente, quería que supieras que me has dejado muy impresionado estos días.

—¿Ah, sí? —le pregunto, mientras le doy un sorbo al whisky con Coca-Cola que me acaban de servir. Y que no es suficiente como para justificar el tono de coqueteo que yo misma me he dado cuenta de que he usado.

—Joder, Holly, hemos clavado el especial de la Super Bowl. Los jefazos deben de estar encantados. No se van a molestar en felicitarnos, pero algo me dice que no va a ser este el último evento que cubramos fuera de Nueva York.

—Gracias. La verdad es que no creo que lo hubiera conseguido sin tu ayuda.

—Tonterías. Los conocimientos de fútbol y la capacidad para escribir bien ya los traías antes de entrar aquí.

—Ya, pero te has portado muy bien conmigo desde que llegué a Millenyal.

—Bueno, el primer día no me porté demasiado bien, ¿no? —Me guiña un ojo, burlón, y yo le respondo enseñándole el dedo corazón.

Pasamos dos horas bebiendo, hablando y contándonos un poco nuestras vidas. Y riendo. Riendo mucho. Tyler me habla de su infancia en un pequeño pueblo de Ohio, de su hermana melliza Annie, de cómo él fue siempre el tranquilo de los dos, mientras que ella se metía en todos los líos posibles. Me cuenta cómo fue su llegada a Nueva York, el shock brutal que supuso para un chico de campo aterrizar con apenas dieciocho años en una de las mayores ciudades del mundo. Cómo en Columbia hizo amigos rápido y se enamoró de la ciudad de tal manera que supo que jamás se marcharía de ella.

Yo le cuento que crecí como la hija única de dos padres famosos, pero que hasta la pubertad no me di cuenta de que aquello era algo anómalo. Que mis padres se empeñaron en que estudiara en un instituto público para que tuviera contacto con realidades muy diferentes a la de mi barrio de West Hollywood. Que me encantaba acompañar a mi padre a los entrenamientos y que acabé convertida, de niña, en la mascota de todos los equipos a los que entrenó. Que quise estudiar cerca de casa porque aún no me sentía preparada para cortar por completo el cordón umbilical y que conocer a Hazel en Stanford fue el gran golpe de suerte de mi vida. Y que, al acabar la carrera, las dos supimos que Nueva York sería el destino elegido para hacernos mayores de verdad.

Las horas transcurren como si fuéramos dos viejos amigos poniéndose al día tras un tiempo sin verse, cuando en realidad somos dos casi desconocidos empezando algo que se parece mucho a una amistad profunda. Cuando nos cansamos de burlarnos el uno del otro, las cosas, sin que lo vea venir, se ponen un poco más serias.

—Cuéntame qué te pasó.

—¿Cuándo? —le pregunto, sin entender a qué se refiere.

—Con los tíos. Quiero conocerte, Holly. No me preguntes por qué, pero me apetece saber más cosas de ti. Y creo que no llegaré a hacerlo si no me cuentas qué fue eso que te hizo tanto daño.

—Vamos, Ty. Hoy es un día para celebrar, no para hablar de mierdas.

—En serio. Se me han pasado por la cabeza un millón de escenarios horribles. Y me da miedo.

—¿Te da miedo?

—Me da miedo que me importe tanto. Y me da miedo confesarlo con esta facilidad, aunque echaré la culpa al whisky.

—No fue nada… dramático. —Empiezo a hablar porque su introducción lo merece. Le importo, joder. Le importo lo suficiente como para preocuparse—. Quiero decir… No me violaron ni abusaron de mí ni nada por el estilo. Es, simplemente, que no gusto a los hombres. No es un trauma, ni un complejo. Es la constatación de una realidad. Punto.

—Eso que dices es un montón de mierda —me suelta.

—Si no estás en mi piel, Tyler, no te atrevas a juzgar por lo que he pasado. No sabes nada.

—Sé muchas cosas. Sé reconocer un montón de mierda cuando la escucho.

—Debe de ser cojonudo tener veintiséis años y considerarse tan sabio.

—Es bastante mejor que tener veintitrés y considerarse incapaz de gustar a un hombre.

—En serio, Ty, eres demasiado guapo para entenderme. Estoy segura de que entras en un bar y, a los cinco minutos, tienes ocho bragas metidas en el bolsillo.

—Cielo santo, paren las rotativas. ¿Eso que has dicho es un piropo? Me voy a desmayar de la emoción, en serio. Di la verdad, ¿te has enterado de que me estoy muriendo o algo?

Le doy un puñetazo en el hombro, nos reímos, la tensión del intercambio de frases anterior queda en el olvido y aprovechamos la coyuntura para pedir otros dos whiskies.

—¿Cuánto tiempo hace que no estás con nadie, Holly?

—No te voy a responder a eso.

—En serio. ¿Cuánto?

—Júrame que jamás lo usarás para reírte de mí.

—Te lo juro. —Su cara adquiere un rictus serio. Muy serio—. Jamás me reiría.

—Un año y cuatro meses, más o menos.

—¿Qué pasó?

—Me cansé.

—¿De qué?

—De que nada se pareciera en lo más mínimo a las cosas con las que siempre soñé.

—¿Te parece realista vivir de sueños?

—No. Si lo que soñara fuera con un príncipe a caballo escalando hasta mi balcón. Pero es que yo soñaba con cosas muy normales. Tener una relación normal. Sentir que le gusto, aunque solo sea un poco, a la persona con la que estoy. Que mi novio me dé un beso en el medio de Times Square sin que le dé vergüenza que lo vean conmigo. Creo que me merecería eso.

—Todo el mundo se merece eso. Tú seguramente te merecerías incluso lo del príncipe a caballo.

—Pues parece que no es así. A ratos… —Hago una pausa y utilizo el whisky que queda en mi vaso para intentar tragar el nudo de lágrimas que se me está formando en la garganta—. A ratos lo echo de menos. Esa emoción de enamorarse, ya sabes. Pero vivo mucho más tranquila así, sabiendo que no estoy con nadie porque yo lo he decidido, no porque a los tíos les dé tanto asco que no puedan ni meterse en la cama conmigo.

—Holly, ¡por Dios!

—No digas nada. Algún día te contaré la historia completa y quizá me entiendas mejor. Ahora, vamos a limitarnos a emborracharnos y hablar de cosas insulsas.

—Me parece fenomenal. —Me regala una de esas sonrisas. Sí, de esas—. Pero te voy a decir solo una cosa: tú aún lo buscas. El amor, digo. Y ojalá lo encuentres. Joder, no creo que nadie se lo merezca más de lo que te lo mereces tú.

Me lo merezco, sí, supongo. Pero no será con él. Es demasiado guapo, demasiado inteligente, demasiado perfecto. Juega en otra liga. Deja de soñar con cosas que no están a tu alcance, Holly.

La madrugada se nos echa encima y decidimos retirarnos a nuestros dormitorios. Nuestro vuelo de vuelta sale a primera hora de la tarde, así que mañana ya simplemente nos iremos directos del hotel al aeropuerto. El trayecto en ascensor, aunque solo es una planta, se me hace eterno, y sé que el alcohol y mi imaginación están conspirando para que la paranoia me acompañe. En el pasillo hacia nuestras habitaciones, todo se multiplica por mil. Yo lo miro de reojo y no soy tan tonta como para no darme cuenta de que él también lo está haciendo.

—Bueno… —me dice, cuando ya está ante su puerta.

—Bueno…

—¿Puedo decirte algo, Holly?

—Claro.

—Tú me… me… —Tyler resopla y yo me estremezco un poco—. Me pareces una tía estupenda.

No me da tiempo a contestar, ni a dejar volar la imaginación para creer que el comienzo de su frase parecía destinado a tener un final diferente, porque lo siguiente que siento son sus labios en mi mejilla. Bueno, en un punto entre la mejilla y la comisura de los labios que debería tener nombre propio dentro del estudio anatómico porque, en serio, no es la mejilla. Sus labios se quedan ahí, quietos, durante unos segundos y, cuando nos separamos, se mete en su habitación a toda prisa.

Aunque no tan rápido como para que su expresión torturada me pase desapercibida. Un gesto que no entiendo, que no sé interpretar, pero al que no puedo dedicar un pensamiento demasiado profundo porque todo mi cuerpo está centrado en comprender por qué siento que ese punto entre mi mejilla y mis labios está a punto de incendiarse.