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La presidenta de la friendzone
Entro en la redacción un viernes de finales de noviembre con el frío calado en los huesos de una manera que no me parece ni real. Casi todos mis compañeros de trabajo son de Nueva York, o llevan aquí los suficientes años como para haberse acostumbrado a estas temperaturas, pero yo tengo la sensación de estar viviendo en un infierno helado. Solo Hazel parece compartir mis impresiones. Por suerte, mi mesa en la redacción está pegada a uno de los dos enormes radiadores que caldean la sala y consigo que los dedos me respondan antes de ponerlos sobre el teclado y empezar con mis tareas del día.
—Yo no sé cómo vamos a solucionar esto. Solo se me ocurre meter una crónica de agencia, pero no va a tener el estilo de Ty…
—¿Qué ocurre? —les pregunto, porque ese maldito nombre consigue activarme siempre la alarma interna. Estoy segura de que, si no lo hubieran mencionado, ni habría prestado atención a su conversación. Cruzo mentalmente los dedos para que la crisis no tenga nada que ver con la política nacional porque estas semanas posteriores a las elecciones han sido una auténtica locura de trabajo, y empezamos a necesitar escribir sobre cualquier otra cosa.
—Tyler ha tenido una urgencia familiar y ha salido pitando para Ohio en cuanto ha llegado a la redacción. Ayer jugaron los Giants y él es el único que cubre la información de deportes. A la gente le encanta el estilo que les da a las crónicas de los partidos.
—Es que son muy buenas, sí. —Y es cierto. Nunca pensé que, con la sobredosis de deporte que viví en mi infancia, pudiera disfrutar leyendo prensa deportiva, pero el estilo de Tyler lo ha conseguido. A veces escribe dos mil palabras sobre un partido sin mencionar siquiera el nombre de un jugador, pero al acabar de leer la crónica, el lector se queda con la sensación de haber vivido el partido en directo en el estadio.
—Pues no solo no lo tenemos a él, sino que no hay nadie en toda la redacción que haya visto el partido de ayer.
—Yo lo vi —confieso, porque he renegado del fútbol muchas veces en mi vida, pero el vicio de ver los partidos por la tele no ha conseguido sacármelo nadie. Incluso Hazel ha acabado siendo adicta.
—¿En serio?
Les respondo solo arqueando las cejas, para dejarles claro que el comentario me ha parecido mal, pero sus caras de sorpresa me parecen todavía peor.
—Yo me encargo.
Entre la crónica del partido y un par de artículos cortos que me habían quedado pendientes a lo largo de la semana, llega la hora de comer y decido irme a casa. Me paso el resto de la tarde entrando en las redes sociales de Millenyal, para comprobar las reacciones a la crónica del partido, que suele ser el artículo más visitado todas las semanas. Respiro aliviada cuando veo que nadie ha protestado demasiado por el cambio de redactor y me pongo hasta nerviosita cuando compruebo que uno de los me gusta de la publicación pertenece a un tal Tyler J. Banks.
Qué distracción tan oportuna son las redes sociales cuando una está ociosa. Y qué sencillo es descubrir un poco más sobre la gente a golpe de clic. Aunque Tyler y yo nos hemos hecho bastante amigos en estas semanas, en ningún momento dimos el paso de agregarnos a Facebook. Nos seguimos mutuamente en Twitter, pero ahí solo hablamos de temas profesionales, noticias de actualidad y demás. Comprobar que Ty tiene casi todo su perfil de Facebook configurado como privado me decepciona. Sí, tal cual. Me decepciona. A ver si vuelve pronto Hazel a casa y me da un par de bofetones para espabilarme. Y para impedirme seguir dando vueltas por sus fotos de perfil, que es casi lo único que tiene configurado como público, pero que es suficiente para que me estudie cada detalle.
Un primer plano en una playa, con esa sonrisa perfecta y los dos hoyuelos bien marcados en mitad de sus mejillas. Un grupo de chicos en un concierto country, con el escenario iluminado al fondo, entre los que destaca él por su estatura. Una foto con una chica –glups, decepción–, cogiéndola en brazos, en medio de lo que parece un ataque de risa de ambos. Y, por último, esa imagen que entreví en su fondo de pantalla en mi primer día de trabajo: un futbolista alzado en volandas por sus compañeros, celebrando una victoria. No sé cómo se me pudo escapar, quizá porque aún no lo conocía lo suficiente, pero él era el protagonista de la imagen. Y verlo así, tan joven, tan feliz y tan rotundamente guapo, me distrae del hecho de que Hazel ha entrado en casa y está detrás de mí, mirando la pantalla de mi portátil, con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. De hecho, lo que delata su presencia es la carcajada que se escapa de su garganta.
—¡Te gusta tu jefe! —me grita, haciendo que me sobresalte tanto que el portátil acaba sobre la alfombra.
—Joder, Hazel, qué susto me has dado.
—Pues no será porque he entrado sigilosa. Pero, claro, estás ahí, toda distraída, babeando con tu jefe en pantalón corto, y no te enteras de nada.
—Boh. No digas tonterías.
—¿Seguimos jugando al juego de «no me gustan los hombres ni las mujeres ni cualquier ser sexuado»?
—No me gusta. Solo me he encontrado con su perfil por casualidad y estaba cotilleando un poco.
—Sí, ya. Eso cuéntaselo a otra.
—Es en serio, Hazel.
Y lo es. Quiero decir… no es que me esté engañando a mí misma. Tyler me gusta. Como para no gustarme. Es agradable, me trata con respeto, compartimos muchas formas de pensar sobre el periodismo y sobre la vida en general, es gracioso… y es terriblemente guapo. Si yo fuera una chica normal, puede que estuviera colada por él. Si yo fuera una chica normal, quizá me molestaría en averiguar si tiene novia, o si hay alguna posibilidad de que salga con alguien del trabajo. Y yo puedo ser normal en muchas cosas, pero no en esto. Hace unos diez años que entré en la pubertad y, desde entonces, me han gustado muchos chicos. Unos eran más guapos, otros más feos, algunos inteligentes, otros deportistas… Con algunos tuve una relación larga, con otros no pasé más de cinco minutos. Unos eran amigos y siguieron siéndolo, y hasta estuvo Hazel por el medio. No sé, creo que he cubierto todo el espectro. No se me puede acusar de no intentarlo. Lo único que tenían todos ellos en común era lo que sentían por mí: nada. Absolutamente nada. Y lo único que obtuve yo de todo aquello fue dolor, una inseguridad que dudo que se me cure algún día y la decisión que tomé hace ya más de un año: dejar de intentarlo.
Recupero mi portátil, cierro Facebook y cualquier otra cosa que me recuerde al trabajo y me dirijo a la cocina, donde Hazel debe de estar planificando alguno de sus atentados culinarios, mientras canta, en un brutal alarde de madurez, «Holly tiene novio, Holly tiene novio» a voz en grito. La hago callar de una colleja, le echo un vistazo al contenido de nuestro frigorífico y decido preparar una cena mexicana a base de tacos y nachos. Y margaritas. Sobre todo, muchos margaritas.
Lo siguiente que sé es que despierto en el sofá del apartamento, que no destaca por ser demasiado cómodo, con una resaca equivalente a un camión de reparto aplastando mi cabeza. En realidad, no es que me despierte yo, sino que lo hacen los gemidos de Hazel a mi lado. Parece que dormir sobre la alfombra no ha sido muy buena idea. Como tampoco lo fue que me convenciera para que la dejara fumar en el salón, con la ventana abierta, y que se nos olvidara cerrarla en pleno invierno. Bueno, a noviembre le llaman otoño por estos lares, pero no tienen ni la menor idea de lo que es eso. El caso es que, además de resacosas y doloridas, estamos también congeladas.
Tardamos unas cuantas horas en volver a ser seres humanos racionales y en dejar de comunicarnos con gruñidos. Un par de duchas –cada una–, mucha Coca-Cola y un poco de comida basura después, nos juramos no volver a beber y decidimos irnos a recorrer la ciudad.
Los primeros fines de semana en Nueva York nos los pasamos conociendo cada rincón, pero en los últimos tiempos, con mi ritmo de trabajo infernal, apenas hemos salido. Yo tengo que empezar a ponerme las pilas con los locales de moda, que no dejan de enviar invitaciones a la redacción de Millenyal; el día que Hazel se entere de que ni siquiera se lo he comentado, me matará. Pero mi incorporación estelar a la noche neoyorquina será a partir del próximo fin de semana.
Después de un conato de discusión antes de subir al metro, al final nos decidimos por un plan muy básico de sábado: pasear por la Quinta Avenida, ponernos los dientes largos con los escaparates de tiendas en las cuales no nos podremos permitir nada y acabar la tarde en Central Park. Cumplimos con el plan a rajatabla, con una cena improvisada en un banco del parque incluida.
El domingo, Hazel me arrastra a Harlem algo más temprano de lo que yo tenía previsto levantarme. Está obsesionada con las misas góspel y, aunque es más atea que yo, que ya es decir, se pasa los domingos recorriendo las iglesias baptistas en busca de las mejores. Ella dice que es como ir a un concierto gratis cada mañana de domingo, y la verdad es que no le falta razón.
Al salir, nos acercamos a Sylvia’s a disfrutar del brunch, y casi nos morimos de decepción cuando vemos que todas las mesas están ocupadas. Por suerte, una parejita muy joven nos invita a sentarnos con ellos y, aunque Hazel es un poco antisocial con la gente que no conoce, acaba haciendo buenas migas con ellos y con Katie, su hija de siete años, que nos mantiene entretenidas durante toda la comida con su conversación.
—¿Has sabido algo de Tyler? —me pregunta Hazel, ya en el metro, cuando nos disponemos a regresar a casa, en ese trayecto eterno entre el norte de Manhattan y nuestro apartamento.
—No. ¿Por qué iba a saber algo de él? —Frunzo el ceño.
—Yo qué sé. Sois amigos, ¿no? Pensé que os enviaríais mensajitos de amiguitos de vez en cuando.
—Pues no, lista. Tengo su teléfono por si algún día me hiciera falta para algo del trabajo, pero nunca nos hemos llamado ni enviado mensajes. Además, este fin de semana está fuera por una urgencia familiar.
—¿Qué le ha pasado?
—No lo sé. Me dijeron eso los compañeros en la redacción el viernes.
—¿No lo has llamado para preguntarle qué le ha pasado? —La cara de Hazel no se corta en emitir un juicio de valor.
—Emmm… No.
—¿Y no te parece que es impresentable que os llevéis tan bien, te enteres de que le ha pasado algo a su familia y no preguntes?
—Puede, pero…
—¿Pero?
—Me da corte escribirle.
—Por Dios santo, Holly. Que no tenemos trece años. Eres la tía menos vergonzosa del mundo, además.
—No sé, Hazel. Tyler me impresiona un poco. Tendrá miles de chicas que le manden mensajes cuando los necesite. De hecho, a las chicas de la redacción se les caen las bragas cada vez que él les guiña un ojo. Yo no pinto nada ahí.
—Tú, como mínimo, eres su compañera de trabajo. Y su amiga, a juzgar por las veces que te has quedado con él a tomar una cerveza después del trabajo. Mándale un mensaje, aunque ya llegues tarde.
—No sé…
—Coge. El. Puto. Móvil.
Ignoro su bordería, entre otras cosas porque me he dado cuenta de que tiene razón. Abro el WhatsApp, lo busco entre mis contactos y, antes de escribirle, amplío la foto de su perfil, que resulta ser la misma que tiene de fondo de pantalla en el trabajo y de perfil en Facebook. Algún día intentaré averiguar algo más sobre ese momento del que tan orgulloso parece.
Holly: Hola, soy Holly. Me he enterado de que has tenido una urgencia familiar. Espero que esté todo bien.
Compruebo que ha recibido y leído el mensaje, pero no me responde. Hazel se ríe de mi impaciencia, que se hace notar en el movimiento compulsivo de una pierna sobre el suelo del vagón de metro, que soy incapaz de controlar. Llegamos a casa, pasan las horas y cada vez me siento más estúpida por ese acercamiento. Que sí, mi parte racional sabe que el estúpido sería él si no me responde, pero eso a mi parte emocional le da exactamente igual.
Tyler: Hola, Holly. Perdona, venía conduciendo. Mañana ya estaré por la redacción. Gracias por preocuparte.
¿Y ahora qué? ¿Le respondo de nuevo o hago caso a su tono y doy la conversación por zanjada? Joder… ¿Qué estoy haciendo? Al parecer, he renunciado a los hombres, el sexo, las citas y las relaciones, pero no a comportarme como una imbécil a la hora de responder a un mensaje.
Tyler: Mañana voy a estar a tope de trabajo. Te voy a necesitar, ¿vale?
Holly: Vale.
No es que haya recuperado de repente la elocuencia, pero al menos él ha movido ficha para facilitarme las cosas.
Tyler: Hasta mañana, Holly.
Holly: Hasta mañana, Ty.
‖
Como Tyler predijo ayer, la jornada del lunes se convierte en una locura. Además de revisar el trabajo atrasado de varios compañeros, tiene que escribir sus artículos y planificar el trabajo de la semana. Después de algunos picos de estrés que nos han dejado hasta sin comer, a eso de las siete de la tarde, parece que la marea ha amainado y que la rutina habitual de la redacción se ha reestablecido. Aunque, si esto es lo que ocurre solo con que Tyler se coja un día libre, no querría estar en su pellejo.
—¡Uff! Hemos capeado el temporal bastante bien, ¿no? —me dice, sentado, o más bien tirado, en la silla de su despacho.
—No ha estado mal. Estoy muerta. —Se me escapa un bostezo, mientras tomo asiento justo enfrente de él.
—¿Demasiado muerta como para aceptar una invitación a cenar?
—¿Eh? ¿Qué? —balbuceo, como una imbécil, porque el corazón se me ha puesto en modo taquicárdico y está haciendo un bailecito nervioso por toda la redacción.
—Tendremos que cenar, ¿no? Va siendo hora. Prometo no llevarte a comer gato.
—Muy gracioso. Está bien —acepto. Como si hubiera alguna posibilidad de que fuera a rechazarlo…—. Tú dirás a dónde vamos.
—Hay un sitio de hamburguesas aquí cerca que está bastante bien. Comes carne, ¿no?
—Más de la que debería.
—Pues te va a encantar.
Entramos en un local con una pinta un poco cutre, pero, si algo he aprendido de Nueva York en estos meses, es que, cuanta peor pinta tenga el local, más deliciosa será la comida. Unas cuantas mesas pegadas a la pared, rodeadas por sillones de vinilo azules y blancos, y una barra casi oculta por el humo de las planchas dan la bienvenida a una curiosa mezcla de habitantes del barrio y turistas que parecen haber encontrado el local por casualidad.
Echo un vistazo a un menú pegajoso y me decido por una hamburguesa doble, con cebolla caramelizada, guacamole, queso cheddar y bacon. Así, por lo light. Tyler pide algo todavía más grasiento, y eso me alivia un poco la conciencia. Si llega a pedir una ensalada, mi yo más inseguro habría salido corriendo del local.
—Gracias —me suelta, de repente.
—¿Por qué? —le pregunto, extrañada.
—Por todo. Por cubrirme el viernes con la crónica del partido, por lo de hoy, por el mensaje de ayer, por aceptar venir a cenar…
—Ha sido un placer. Todo ello. —Le sonrío—. ¿Has ido a tu casa este fin de semana?
—Sí. Mi hermana Annie tiene… problemas. De salud, me refiero. De vez en cuando tiene una recaída, y sé que le viene bien que yo esté cerca. Me llamó mi madre el viernes cuando acababa de llegar a la redacción y salí pitando para Ohio.
—¿Eres de Ohio?
—Sí, del este del estado. A unas ocho horas en coche de aquí. Tú eres de California, ¿no?
—De Los Ángeles, sí.
—Oye, quería hacerte una pregunta, pero estoy casi seguro de que te va a ofender.
—Pues no la hagas.
—Es que me pica la curiosidad. —Se ríe, justo en el momento en que la camarera deja delante de nosotros las dos bandejas, llenas a reventar de patatas, por si las hamburguesas no fueran suficiente.
—Pues adelante —lo animo, mientras doy un mordisco nada femenino a mi hamburguesa.
—¿Cómo es que una chica como tú sabe tanto de fútbol?
—Define «una chica como tú» —le digo, empezando a cabrearme ya con él, como casi siempre que discutimos.
—No sé. Una chica a la que le gusta la moda y que no tiene mucha pinta de ser una fanática del deporte.
—¿Acabas de llamarme gorda? —se me escapa la pregunta y, para empeorar la escena, la acompaño con otro mordisco a la hamburguesa.
—¡Joder! ¡No! ¡Claro que no, Holly!
—Pues esa es la sensación que me ha dado con eso de no tener mucha pinta de ser fan del deporte.
—Me refería a que… Bueno, vale, no sé muy bien a qué me refería.
—Holly 1, machista redomado 0.
—¡Yo no soy un machista! —se defiende, un poco indignado, pero sin poder evitar que se le escapen las carcajadas.
—No eres un machista, pero te sorprende que una chica pueda saber tanto de fútbol como tú.
—Eh, eh, para el carro, bonita. No creo que sepas tanto de fútbol como yo.
—Pruébame.
—No quieres pasar por eso.
—Co, co, co, co —hago una imitación tan perfecta de una gallina que hasta los ocupantes de la mesa contigua se vuelven entre risas.
—Está bien. Tú lo has querido. ¿Último campeón de la Super Bowl?
—Por Dios, Ty. Juega un poquito más fuerte, querido. Los Broncos.
—Te toca.
—Equipo más antiguo de la NFL.
—Arizona Cardinals. Empezó en Chicago, pero…
—Sí, sí, vale. Te lo sabes. Tu turno.
—Jugador con el récord de puntos en un solo partido.
—Ernie Nevers, de los Chicago Cardinals. En 1929. Cuarenta puntos. Seis touchdowns y cuatro puntos extra ante los Chicago Bears.
—Vale. Eres demasiado buena. Pregunta final: campeón de la liga universitaria en la temporada 2008-2009.
—Mmmm… Eres consciente de que esa pregunta es una locura, ¿no?
—Puede ser. —Me regala una sonrisa de oreja a oreja, mientras le pide a la camarera dos cervezas más.
—Pues yo diría que fue Columbia —le digo, jugándome un órdago, porque un par de fichas que tenía dispersas por mi cabeza acaban de cuadrar perfectamente.
—¿Por qué?
—Porque no sabes lo suficiente de fútbol como para controlar la liga universitaria, así que entiendo que esa temporada en concreto la recordarás porque tú estabas en la universidad. Estudiaste en Columbia, y juraría que tu fondo de pantalla es el equipo de fútbol festejando algo. ¿Voy bien?
—Conocimientos de fútbol masculinos e intuición femenina, todo en un solo cuerpo. Fantástico, Holly.
—¿He acertado, machista de mierda? —Me repantigo en mi asiento y le tiro una patata frita, porque su comentario ha sido un poco ofensivo, pero la cerveza ha hecho de atenuante.
—Sip. Otro día te cuento esa historia. —No sé por qué, pero me da la sensación de que su gesto se ensombrece, y cambia de tema al instante—. A ver, Holly, no me llames machista, que te juro por mi vida que no lo soy. Pero te aseguro que necesito saber de dónde te salen los conocimientos de fútbol. No porque seas una chica, es que sabes más de fútbol que tíos con los que he jugado años.
—Usa el poder de la deducción, Tyler. Eres periodista, por Dios bendito, no me puedo creer que no te hayas dado cuenta aún.
—¿De qué?
—Soy de Los Ángeles… Mi madre es Kim Rose…
—¿Sí?
—En serio, necesitas leer más información de ocio. No de la nuestra, de la de cotilleo puro y duro.
—¡Habla claro, que me vas a matar con la intriga!
—¿Mi apellido no te suena de nada? ¿Estás seguro?
—¿Rose? —Sus ojos, como platos, reflejan el momento exacto en que se da cuenta de algo que no me apetece que sepan el resto de mis compañeros de trabajo, pero Ty… él ya es mucho más amigo que compañero—. ¡No! Dime que tu padre no es Kenneth Rose.
—El mismo.
—¿Me estás diciendo que en tu casa hay cuatro anillos de la Super Bowl?
—Dos con los 49ers y dos con los Cowboys.
—¿¿Me estás tomando el pelo??
—No. —Se me escapa una risita con la tercera cerveza, que ha llegado acompañada de un chupito de tequila—. Me he criado en ese ambiente. Mi padre se retiró poco después de nacer yo, así que no lo recuerdo en activo, pero sí como comentarista, entrenador… Además, mi madre es doña mamá gallina, así que los chicos de los equipos a los que entrenó mi padre siempre andaban por casa, yo iba a los entrenamientos y todo eso. Me gusta.
—Sí que iba a dejar yo a mi hija adolescente pasarse el día rodeada de jugadores de fútbol…
—Bueno, por suerte, mi padre vive en este siglo y es consciente de que él no tiene autoridad sobre mi cuerpo y mi sexualidad —le digo, porque es cierto y porque no puedo parar de pincharlo con ese ligero machismo, que me da la sensación de que es fingido.
—Touché.
—Yo creo que nunca me vieron como a una chica. Además de que era la hija del entrenador, siempre fui un poco la presidenta de la friendzone, ¿sabes?
—¡No! —Se carcajea y aprovecha la ocasión para pedir un par de chupitos más—. ¿Qué coño es eso?
—Pues que siempre he sido la mejor amiga de todos los chicos, pero la novia de ninguno. No sé, es como que repelo el enamoramiento. —No sé si me escapa o realmente quería decírselo, pero me sorprende haberle contado algo que, en toda mi vida, solo he hablado con Hazel—. Bueno, no sé, algo así.
—¿Por eso te jodió tanto lo que te dije aquel día con tu artículo de «no busquéis el amor»?
—No sé. Sí. Supongo. No me gusta hablar de ello.
—¿Por qué?
—Porque no me gusta. No me ha ido bien con los tíos y estoy fuera de eso. No quiero saber nada de relaciones ni de hombres ni de nada. Nada. ¿Cambiamos de tema?
—Vale —acepta—. Así que tu padre es Kenneth Rose y tu madre es una diseñadora famosa. ¿Se puede saber cómo has acabado currando en una revista de tercera con el sueldo de mierda que nos pagan?
—Pues precisamente porque nunca he querido que se supiera que ellos son mis padres. Bien entendido, estoy muy orgullosa de ellos. Han sido los mejores en lo suyo y, además, son unos padres maravillosos. Pero quería trabajarme mi carrera por mí misma, como hicieron ellos con las suyas. Hablando de eso… que todo esto quede entre nosotros, ¿vale? No quiero que se sepa en la revista que mis padres son… eso, famosos.
—Tranquila. ¿Eres hija única?
—Sí. Bueno, tengo a Hazel, que es mi compañera de piso desde que tenía dieciocho años y la adoro. ¿Tú? ¿Solo tienes esa hermana?
—Sí. Annie —suspira—. Es la mejor del mundo.
—¿Hermana pequeña?
—Melliza. ¿Nos vamos? Es casi medianoche y corres el riesgo de que me quede dormido encima de esta mesa.
—¿Tan aburrida soy?
—¡No! —Se ríe, nos levantamos y me pasa un brazo por el hombro cuando el frío de la calle nos golpea en la cara. Ty coge su enorme bufanda de lana y me la enrolla al cuello—. Ay, chica de Los Ángeles, vas a tener que aprender a vestirte para el frío de Nueva York. ¿Te vas en metro?
—Sí. Lo cojo aquí al lado.
—Te acompaño.
Paseamos en silencio hasta la boca de metro donde nuestros caminos se separan. No sé si es una paranoia que ha ido creciendo dentro de mí, pero siento el ambiente enrarecido, como si salir de esa pequeña burbuja de confesiones de la hamburguesería nos hubiera dejado un poco tocados.
—Holly, yo…
—Dime. —Me vuelvo hacia él, me saco su bufanda y se la coloco alrededor del cuello, tal como él ha hecho conmigo hace unos minutos. No voy a decir que cuando mis dedos tocan la piel fina de su cuello noto una descarga eléctrica, pero… en serio. La noto.
—Nada.
Me deja con la intriga, pero no tengo apenas tiempo para pensar en ella porque, durante un segundo, estoy convencida de que va a besarme. O, mejor dicho, hace cinco años, cuando aún vivía en la inocencia de no saber que repelo a los hombres, habría estado convencida de que iba a besarme. Se extiende el silencio entre nosotros, aunque la estación de metro está tan bulliciosa a estas horas como en hora punta por las mañanas. Tyler me mira, yo lo miro a él y, de repente, el momento se esfuma. Se agacha un poco sobre mí, me da un beso en la mejilla y se va sin mediar palabra.