16
Por favor, Holly
—¿Estás segura de que no naciste en Kent, en Gloucester o en algún sitio así de británico? —le pregunto a Hazel cuando aparece por el salón, por millonésima vez esta semana, con una taza de té entre las manos—. ¿Eres consciente de que el té es agua sucia, no una solución a los problemas?
—Me encanta que, al menos, no hayas perdido el sentido del humor.
—Las vírgenes somos así —le digo—. Ideales y sonrientes.
—¿Cuándo piensas volver al trabajo?
—No lo sé. ¿Nunca?
Desde la lamentable escena del lunes en el despacho de Tyler, he hecho poco más que dormir, llorar, escribir y comer de forma compulsiva. Ayer, Hazel, que me ha tenido más consentida que a una niña tonta, me obligó a dejar de comer dim sum de gambas cuando ya me había metido entre pecho y espalda un número indeterminado de ellos. Hoy le tocó el turno a las Pringles sabor cebolla, y mañana… Dios dirá.
El único contacto que he tenido con Tyler en los últimos cuatro días fue un email muy profesional que le envié la misma noche del lunes, informándolo de que trabajaría desde casa el resto de la semana. Es una posibilidad que la empresa nos da a todos, y algunos compañeros pasan meses sin dejarse ver por la redacción. Yo nunca lo había hecho, porque tengo muy poca confianza en mi capacidad para organizarme sin un horario marcado, pero esta semana no había otra opción. Creo que habría dejado el trabajo con tal de no ver a Tyler nunca más.
Ese mail fue mi único contacto con él, pero no fue el único de él conmigo. Desde el lunes, casi desde el mismo momento en que puse un pie fuera del edificio de Millenyal, he recibido como un millón de mensajes de Tyler. Bueno, no voy a fingir que no sé la cifra exacta: he recibido ciento cuarenta y ocho whatsapps. La mayoría de ellos, suplicando mi perdón. Otros, pidiéndome que nos veamos. El resto… no he tenido fuerzas para leerlos.
—Tenemos que hablar. —Hazel se sienta delante de mí, me quita el bote de Pringles de las manos y apaga el televisor—. En serio, Holly. Para variar.
—Dime —concedo, porque se ha portado tan bien conmigo estos días que haría cualquier cosa que me pidiera.
—Creo que deberías ir a terapia.
—Olvídalo. Ni lo menciones siquiera.
—Holly, no puedes seguir así. Y me cago en el puto Tyler, porque te juro que pensé que él iba a ser la solución a tus problemas, pero ha acabado siendo el desastre final. Necesitas que alguien te ayude a superar todo esto, porque te conozco, y sé que jamás, en toda tu vida, vas a volver a acercarte a un hombre.
—Ese es más o menos el plan, sí.
—¿Y de verdad no crees que un profesional podría ayudarte?
—¿Por profesional te refieres a un puto?
—Hols…
—¿Sabes qué, Hazel? Todo esto me hace muchísima gracia. A un montón de gilipollas no se les pone dura conmigo en la cama, y soy yo la que tiene que ponerle remedio. Nos pasamos la vida yéndonos de feministas, pero, si no quiero tener a un hombre a mi lado, asumimos que necesito terapia.
—A mí me parecería genial que no quisieras tener a un hombre a tu lado. Pero no me lo parece que huyas porque tienes miedo.
—No sé, Hazel. Todavía tengo la cabeza hecha un lío. Odio a Ty, pero…
—Pero no lo odias.
—No. Lo quiero.
—Lo sé —me dice, y yo vuelvo a echarme a llorar—. Ven aquí.
—Lo pensaré, ¿vale? No puedo prometerte nada más.
—Me llega. Por el momento.
Me voy a la cama y, como tardo horas en conseguir conciliar el sueño, no despierto el sábado hasta más allá del mediodía. Cuando salgo al salón, me encuentro un ramo enorme de flores sobre la mesa del comedor. Pero no es un ramo tradicional, y no necesito leer la tarjeta para saber de quién procede. Hazel me mira desde el sofá con cara de circunstancias. Me acerco a la mesa y veo que cada una de las doce flores está hecha, en realidad, con papel de periódico doblado en un intrincado trabajo de papiroflexia. Teñidas de diferentes colores por fuera, en blanco y negro por dentro.
Encuentro la tarjeta de una escuela de origami de Staten Island, y me tiembla la mano antes de darle la vuelta para leer el mensaje de Tyler. Y, cuando lo hago, la breve ilusión que he sentido vuelve a romperse. Porque sí, se ha esforzado en recuperarme, pero en un papel secundario para el que, después de todo lo que ha pasado, ya no estoy preparada. Ya no es suficiente.
«¿Amigos?».
Me arden las yemas de los dedos sobre la pantalla del móvil para contestar ese «Siempre» que sé que él estará esperando. Lo pienso, lo debato con Hazel durante lo que me parecen horas, pero, al final, prefiero guiarme por mi corazón, que me pide seguir manteniendo distancia.
Las horas pasan lentas y tristes. Hazel se empeña en hacer un maratón de La jungla de cristal, porque para interpretar es muy alternativa, pero como espectadora nada le gusta más que una buena sesión de tiros, explosiones y Bruce Willis en camiseta de tirantes. Completamos el cliché con dos tarrinas enormes de helado y media botella de un whisky tan malo que tenemos resaca antes incluso de estar un poco borrachas.
Me meto en la cama hacia la medianoche y no puedo evitar que la cabeza me dé vueltas, no por culpa del alcohol, sino por el recuerdo de que, hace siete días, estaba en brazos de Tyler en el balancín del porche de su casa de Ohio. Casi me parece sentir aún sobre mis labios el calor de los suyos, sus caricias sobre mi piel, sus palabras en mi oído. Las lágrimas me arrastran al sueño, y solo el timbre de la puerta es capaz de despertarme, aunque, al hacerlo, me parece que solo he conseguido dormir un par de horas.
El ding dong me martillea la cabeza, y le grito a Hazel un par de veces sin obtener respuesta. Me levanto a regañadientes y, antes de abrir, compruebo que mi compañera de piso se ha evaporado. Un domingo a las nueve de la mañana. Como mínimo, es sorprendente.
El corazón se me salta un latido, o dos, cuando abro la puerta y me encuentro con Tyler en el rellano. Y creo que lo que más me impresiona, más incluso que su presencia en mi casa, es su aspecto. Está guapo, sí. Mi vida sería mucho más sencilla si no lo estuviera siempre. Pero también está ojeroso, cansado y sin rastro de esa sonrisa socarrona que siempre ha mostrado cuando discutimos o cuando busca mi perdón. Y es que creo que a ninguno de los dos se nos escapa que, esta vez, no nos ha pasado algo que solucionaremos con un par de cervezas y dos bromas irónicas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Puedo pasar?
—Te he hecho una pregunta. —Soy desagradable, más de lo que me gustaría, no por él, sino porque odio enfadarme. Pero es el único muro que soy capaz de levantar en este momento.
—No he visto otra opción de hablar contigo. No contestas a mis llamadas, ni a mis mensajes. No han funcionado las flores ni la mentira de decirte que la semana que viene tienes que venir urgentemente a la redacción.
—No fue muy ético utilizar la revista para intentar resolver esto.
—Tampoco fue muy responsable dejar ese correo sin responder.
—¿Sabes, Tyler? No tengo ganas de una batallita dialéctica. —Resoplo y decido ser sincera con él—. Lo estoy pasando mal. Pero… pasará. A lo largo de esta semana espero poder volver a la oficina.
—Holly, me importa tres cojones Millenyal en estos momentos.
—Pues tú y yo, fuera de temas de trabajo, no tenemos nada más que hablar.
—Por favor, Holly. —Su tono es bajo y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para que no me desarme—. Un paseo. Es lo único que te pido.
—¿Para qué? ¿De qué serviría?
—Serviría para que habláramos.
—¿¿Hablar?? ¡¿Más?! Tyler, no hemos hecho otra puta cosa desde que nos conocemos que hablar. Yo ya tenía amigos antes de venir aquí, ¿sabes? Muchos amigos. No necesito más.
—¿Ya no me consideras tu amigo? —La cara de perrillo abandonado que pone me parecería fingida en cualquier otra persona, pero sé que en Tyler es sincera.
—Un paseo. Nada más. Necesito veinte minutos para vestirme.
—Gracias. —Me sonríe, por primera vez, y es entonces cuando me doy cuenta de cuánto he echado de menos ver ese gesto—. Te esperaré en el portal.
—No seas gilipollas. Puedes esperarme en el sofá.
Menos de esos veinte minutos después, salimos de mi edificio y echamos a andar por las anodinas calles de Bushwick. No nos dirigimos a ningún lugar en particular, creo que porque los dos estamos demasiado nerviosos para pensar en algo más que en todo el caos que nos invade el cerebro. Al final, soy yo quien decide tomar la iniciativa.
—No tienes de qué preocuparte, Ty. He estado hablando con Hazel y es posible que vaya a terapia para… bueno, para superar todo esto que me pasa.
—Joder, Holly… Lo siento. Dios. No sé ni qué decirte.
—No te sientas culpable.
—¿Cómo no me voy…?
—No, no. De verdad. Déjalo. En el fondo, supongo que acabaré agradeciéndotelo. Gracias a todo esto que ha pasado, me he dado cuenta de que no he renunciado a enamorarme. Ya ni siquiera tiene que ver con el sexo. Va más allá.
—Tú no necesitas terapia.
—Creo que sí que la necesito.
—Nada de lo que te ha pasado es culpa tuya, Holly. ¿Tu primer novio era gay? Evidentemente, eso no lo provocaste tú. ¿Hazel no se enamoró de ti? Venga ya, tú tampoco de ella. ¿Te encontraste con un par de capullos que estaban demasiado borrachos como para que se les pusiera dura? Vamos, Holly. Ya lo hemos hablado. Eres demasiado inteligente como para pensar que hay algo dentro de ti que no funciona.
—¿Y tú?
—¿Qué? —Noto la tensión, latente en su voz.
—Tú también me rechazaste. Y no estabas borracho, no resultaste ser impotente ni, que yo sepa, eres gay.
—No me metas en esto.
—¡¿Que no te meta en esto?! Por Dios Santo, Tyler, tú estás en el medio de esto. He estado más de un año sin permitirme sentir nada por nadie. Ni que me gustara un tío, ni tener el deseo de practicar sexo en compañía.
—¿En compañía? —La primera sonrisa socarrona del día aparece con mi comentario.
—Sí. A solas no tengo ningún problema —le respondo, en tono aséptico, porque no quiero que el coqueteo y la broma tomen el mando de la situación—. Mi problema sois los demás y, en cuanto me he permitido sentir algo, vuelvo a verme rechazada.
—Yo no te rechacé.
—Sí lo hiciste, Ty. No pasa nada, de verdad. Ya está. Me olvidaré del tema.
—¿Y si no quiero que te olvides? —Los pasos nos han llevado hasta Prospect Park y, casi sin tener que mirarnos para decidirlo, nos sentamos en el césped, cerca de la entrada.
—¿Por qué no ibas a querer? —Bajo la voz a un susurro.
—Porque yo también me he permitido sentir algo por primera vez en años.
—¿Y qué vamos a hacer con eso? —Le sonrío brevemente.
—No lo sé.
—Estoy acojonada, Ty —me confieso ante él y, por primera vez en el día, permito que me pase un brazo por el hombro y me relajo un poco.
—¿Crees que yo no?
—¿Tú? Tú no pareces tener miedo nunca, joder. Jamás diría que lo que hay detrás de todo esto es miedo. Al menos, no por tu parte.
—¿Recuerdas cuando escribiste aquel artículo sobre los prejuicios? ¿Sobre dar una imagen que no es la real? Yo puedo parecer un tío muy seguro y… lo soy. En el trabajo, con amigos, con mi familia, en un montón de aspectos. Pero, por dentro… Joder, Holly, por dentro estoy mucho más jodido de lo que puedas estar tú. Te lo aseguro.
—No quieras ganar esta competición, cariño —le digo, en tono burlón, pero hablando muy en serio en el fondo.
—Es que la gano. Puedes tenerlo claro. Tú, al menos, has sido capaz de contarme tus demonios. Yo ni siquiera puedo hablar de los míos.
—¿Ni conmigo? —lo intento, una vez más, y acuden a mi cabeza las palabras de Annie, cuando me pidió que no me rindiera con él.
—Sobre todo contigo.
Después de esa frase, dejamos que el silencio se haga cargo de la situación. Llevamos juntos media mañana y no ha habido un segundo en que no hayamos estado los dos desgarrados, con nuestras emociones en una bandeja. Nos tumbamos sobre el césped, aprovechando que el día es cálido y solo nos permitimos mirarnos a los ojos un par de veces.
—¿Crees en el amor sin sexo? —me pregunta, de repente, y recuerdo que, hace solo una semana, yo estaba en Ohio planteándome algo parecido.
—No lo sé. ¿Hablas en general o de algo en concreto?
—Hablo de nosotros.
—¿No crees que el sexo es la culminación del amor? Que dos personas, por mucho que se quieran, si no se acuestan, son… No sé… ¿Hermanos? ¿Amigos? No lo sé.
—¿Y qué pasa cuando es imposible? Físicamente, me refiero.
—Ya quedamos en que ese no es tu caso, ¿no?
—Da igual. Como concepto general, ¿qué pasa si uno de los dos miembros de una pareja tiene una enfermedad que no le permite hacerlo? ¿O en las relaciones a distancia? ¿También en ese caso dejan de ser una pareja de enamorados?
—No. Supongo que no. Pero cuando el problema es que uno de los dos no quiere…
—¿Quién ha dicho que yo no quiera?
—¿Cuándo ha pasado esta conversación de ser algo genérico a volver a tratar sobre nosotros?
No me responde, y nos quedamos los dos tumbados en el césped, mirándonos a los ojos. Pero la situación es muy diferente a la de hace un rato. Tyler alarga su brazo, con mucha prudencia, hasta que las yemas de sus dedos acarician mi mejilla. Se lo permito porque… porque no podría no hacerlo aunque quisiera. Cuando llevamos ya mucho tiempo al sol, se levanta y me tiende la mano para que yo también lo haga.
Caminamos de vuelta hacia mi apartamento y, a mitad de camino, volvemos a cogernos las manos. Como en Ohio. Como si no hubiéramos pasado una semana de infierno entre medias.
Ya delante de mi portal, Ty decide hablar.
—No sé qué importancia tiene el sexo en el amor. No sé si una relación entre nosotros, sin sexo, será imposible. O si seremos unos pioneros y acabaremos escribiendo un artículo sobre las relaciones sin sexo y lo felices que son las personas que las practican. Sé que yo no puedo tener sexo, aunque te juro por mi madre que te deseo más de lo que jamás he deseado a nadie. Y también sé, por encima de eso y de cualquier otra cosa que haya sabido en toda mi vida, que estoy enamorado de ti. Tan enamorado de ti que necesito pasar a tu lado cada segundo. Y que, si vuelves a alejarte de mí como esta semana, creo que me moriré.
Un beso sella su declaración, la que jamás esperé oír de sus labios. Y sella también el comienzo de algo que no sé si es la mejor idea de mi vida o un camino sin retorno hacia el desastre. Lo único que sé es que no tengo elección. Está tan metido bajo mi piel que volver a alejarlo no es una opción.
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