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No es esto lo que soñaba
Tyler se fue a Ohio el día después de nuestra extraña despedida, y la siguiente semana se me pasó en una vorágine de trabajo por terminar y planes navideños genuinamente neoyorquinos. Hazel y yo patinamos en el Rockefeller Center, recorrimos los escaparates de todos los grandes almacenes de lujo disfrutando de sus increíbles decoraciones, fuimos a un espectáculo en el Radio City Music Hall y disfrutamos de la iluminación de Times Square y la Quinta Avenida.
En Nochebuena, preparé una cena propia de la mejor reunión familiar, aunque solo cenamos Hazel y yo en la pequeña mesa de la cocina de nuestro apartamento, con mis padres presentes vía FaceTime aunque estuvieran al otro lado del país. Brindamos todos juntos, y solo el hecho de que ya tuviéramos en la mano los billetes para volar a Los Ángeles para pasar el Fin de Año hizo que mi madre dejara de protestar por el hecho de haber pasado separadas, por primera vez, Acción de Gracias y Nochebuena.
El día de nuestro vuelo, al final, llega casi por sorpresa. Tyler se empeñó en que pidiera algunos de los días libres que me corresponden por las horas extra que he trabajado, así que estaremos seis días en Los Ángeles.
La fiesta de Fin de Año de mis padres es clavada a la de todos los años. Mi madre se ha ganado a pulso la fama de anfitriona perfecta, y el jardín de nuestra casa está lleno de gente de procedencias tan diferentes que es increíble que todo transcurra en paz y armonía. Por aquí andan los jugadores del equipo al que entrena ahora mi padre, además de unos cuantos antiguos compañeros que ya se han convertido en amigos; también gente del mundo de la moda, a los que se distingue a la legua por sus atuendos. Amigos míos del instituto y unos cuantos compartidos con Hazel de Stanford. Familiares. Vecinos. En total, más de doscientas personas que beben, brindan, sonríen, bailan y convierten la última noche del año en una euforia compartida que siempre me ha encantado.
Son más de las cuatro de la mañana cuando Hazel y yo decidimos retirarnos. Siempre que venimos a mi casa de Los Ángeles, casi por tradición, compartimos habitación. Ella cae dormida sobre la cama gemela a la mía en cuanto su cabeza toca la almohada, pero yo no soy capaz. Y no son las copas que me he tomado dando vueltas en mi cabeza las que me lo impiden, ni la música que suena lejana en los estertores de la fiesta, ni el calor de una noche de diciembre, al que parece que ya me había desacostumbrado… No. No es nada de eso. Es la ausencia. Me falta algo, y no sé qué es. O sí lo sé, pero no quiero admitirlo. Desde que me bajé del avión en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, no he conseguido sentirme plena. Ni el reencuentro con mis padres, aunque me di cuenta al verlos de cuánto los había echado de menos, ni los mil planes a los que nos han arrastrado mis amigos, ni siquiera esta noche, que siempre ha sido mi fiesta favorita del año. Nada ha conseguido llenar ese pequeño vacío que… que no puedo seguir ocultándome a mí misma que tiene nombre y apellidos, ojos azules y una mesa a pocos pasos de la mía en la redacción de una pequeña revista a dos mil setecientas ochenta y nueve millas de esta cama, en la que no dejo de pensar en él.
Joder. Me he enamorado de Tyler. Enamorado. Yo. La que había renunciado para siempre al amor, al sexo, a los hombres y, ya que estamos, también a las mujeres.
Yo, que a los quince años soñaba con Woodstock, que escuchaba a Charles Aznavour y a Édith Piaf y me imaginaba en el futuro viviendo en una buhardilla mohosa de París. Que pensaba que me enamoraría de un hombre mayor, europeo, comprometido, liberal. Que respetara mi espacio durante el día y me hiciera el amor como un salvaje por las noches. Con quien hablaría de política internacional, de arte vanguardista y de literatura americana contemporánea. Con quien probaría la cocina de los lugares más exóticos, con quien escucharía grupos de los que nadie ha oído hablar y con quien me correría después de que hiciera música sobre mi piel.
Yo, que a los veinte pensaba que sería reportera de guerra y que recorrería el mundo con un portátil y una cámara de fotos. Que me enganché al cine independiente, conocí todos los locales de California, experimenté un poco con las drogas y viajé a todos los lugares que tuve oportunidad. Que ya no soñaba con enamorarme, pero sí con conocer a un hombre que me quisiera, que me deseara y con el que me divirtiera.
Yo, camino de los veintitrés años, estaba viviendo mi sueño neoyorquino, escribiendo sobre arte, ocio y moda. Viviendo con mi mejor amiga. Disfrutando cada día de una ciudad que se me había metido bajo la piel. Y enamorada. Enamorada del prototipo de chicazo americano, con sus pintas de quarterback, sus ojos perfectos, su pasión por el fútbol, su afición por el country y sus modales de chico del interior.
No quería enamorarme, pero lo he hecho. Creía que sabía cómo era mi prototipo de hombre ideal, pero no tenía ni idea. Porque, al final, solo hay un prototipo de hombre perfecto: el que te mantiene despierta la primera madrugada del año, contando las horas que te quedan para volver a verlo.
—Estás pensando en Tyler, ¿verdad? —La voz de Hazel, aunque habla entre susurros, me sobresalta. Habría jurado que la estaba oyendo roncar hace cinco segundos.
—Quizá —reconozco.
—Estás colada por él.
—Yo no me cuelo por tíos —le miento, porque bastante paso adelante he dado reconociéndomelo a mí misma como para ser capaz también de decirlo en voz alta.
—Tú no quieres colarte por tíos, pero ha pasado. Habrás querido evitarlo, pero ha pasado.
—Hazel…
—Y es bonito. —Hazel se levanta, se mete conmigo en la cama y nos acurrucamos un poco juntas—. Es bonito, Hols… Tyler es un buen chico.
—Un buen chico al que no le intereso.
—No es eso lo que veo yo cuando estáis juntos.
—Deja la imaginación tranquila, Hazel.
—Y tú aprende a vivir, Holly. Vuelve a vivir. No dejes que cuatro desgraciados estropeen una historia que podría hacerte muy feliz.