12
Los dos sabemos que no
—Vale, repíteme qué te dijo y en qué posición estabais. —Juro que es la vez número seiscientos ochenta y cuatro, cifra arriba, cifra abajo, que Hazel me pide que le repita la despedida con Tyler del viernes.
—Te lo sabes ya de memoria, Hazel. Déjame en paz.
Me acurruco en el sofá, debajo de una manta fina, y vuelvo a prestar atención a la película que estamos viendo. Es Tal como éramos, una de mis favoritas de todos los tiempos. He tenido que convencer a Hazel, que dice odiarla por culpa de las muchas veces que la obligué a verla cuando compartíamos habitación en Stanford. En realidad, no se lo cree ni ella, porque siempre que la vemos canta a voz en grito The Way We Were, y se le llenan los ojos de lágrimas cuando Katie y Hubbell se despiden por última vez.
—Tyler es como muy Hubbell, ¿no? —Parece que hoy no me va a dar una tregua, pero, como consiste en hablar de Tyler, yo tampoco me quejo porque, recordemos, soy una yonki.
—Sí, totalmente. Siempre olvido que Tyler es un guionista en Hollywood en los años cuarenta. —Pongo los ojos en blanco y chasqueo la lengua.
—No, en serio. Míralo bien —me dice, señalando la pantalla con un polo de naranja que acaba de rescatar del frigorífico—. Ese rollito de perfecto chicazo americano. El tipo de persona a la que votaría si se presentara a presidente.
—Claro que sí, Haz. Deja volar la imaginación lo que veas, pirada.
—Yo sé lo que me digo. Intenta no ser Katie, por favor.
—¿Te refieres a la chica fea que acaba con el corazón roto? No sé por qué, pero eso me suena algo más realista.
—Guárdate toda esa autocompasión de mierda para cuando el tío más bueno de la ciudad no te susurre al oído que podría enamorarse de ti. —Me castiga tirándome un buen trozo de su helado por el escote del pijama, y acabo dando saltitos por todo el salón para librarme de esa sensación helada sobre la piel.
—Estoy nerviosa por mañana —le confieso, cuando ya he entrado en calor de nuevo—. No sé cómo va a reaccionar, no sé ni cómo saludarlo. Estoy cagada.
—Pues tendrás que saludarlo como se saluda a un tío del que lo último que supiste es que estuvo a punto de declararte su amor incondicional.
—Ah, comprendo. ¿Y en qué libro de protocolo viene cómo debe ser ese saludo?
—En el mío dice algo sobre tirarse de rodillas bajo la mesa de su despacho.
—Hazel… —la reprendo, pero se me escapa la risa al mismo tiempo.
—¿Y si saliera bien, Holly? ¿Y si hubiera una posibilidad de que fuerais felices juntos?
—No la hay. No es algo a lo que merezca la pena darle vueltas porque… simplemente, no puede ocurrir.
—Explícame por qué. —La fulmino con la mirada y ella levanta las manos en señal de rendición—. Te juro que esta vez no lo digo en plan tía coñazo. Es que no entiendo bien qué es lo que os pasa.
—Vale… —Resoplo, antes de exponer en alto el argumento mental que llevo contándome a mí misma todo el fin de semana—. Lo mío ya lo sabes. Me da pavor volver a estar con alguien. De hecho, mira lo que te digo, creo que tengo más pánico al sexo que al amor.
—¿Eh?
—Joder, Hazel, un poco de empatía. Podría enamorarme, ¿vale? Podría llegar a confiar en un tío como para tener una relación.
—En Tyler.
—Sí, en Tyler confiaría. Y puede que eso sea un error, pero es que ya confío en él. Pero el sexo… me aterrorizaría meterme con él en la cama. Pavor. Pánico. Te lo juro.
—Estás traumatizada —me lo dice sin juzgarme, sin burla. Solo con un gesto de dolor cuando comprende que sí, es muy probable que sea eso lo que me pasa desde hace meses, o años, aunque ninguna de las dos nos hayamos atrevido a etiquetarlo como tal.
—Sí. Supongo que sí.
—Pero Tyler ya sabe todo lo que te ha pasado. Nena, creo que no eres consciente de cuánto confías en ese chico. Jamás pensé que se lo contarías a nadie que no fuera yo.
—El problema ahora es él, Haz. Me siento fatal por contarte lo que él me confió, pero… es que es él.
—Pero ¿qué problema tiene ese tío con el sexo? Con lo bueno que está…
—No seas superficial, te lo pido por favor. Y no preguntes, porque no sé cuál es el problema en concreto. Simplemente, no puede acostarse con nadie.
—¿Impotente?
—Pues es lo primero que pensé, pero… ¿eso se puede presentar de golpe? No me ha dicho que sea virgen, solo que lleva años sin follar.
—Se podrá ser impotente a partir de un determinado momento, supongo. Quizá le ocurrió algo que desencadenó ese problema.
—No sé, Hazel.
—¿Por qué no se lo preguntas?
—Créeme, me dejó muy claro que no quiere hablar de ello. Solo tengo que… desengancharme de él. Punto.
—Querrás decir desenamorarte.
—Sí, bueno, lo que quieras.
—Yo aún creo en vosotros —me dice, en un tono más bajo de lo habitual, y se me llena el alma de ternura al escucharle decir eso.
—Yo querría creer, pero… Seamos realistas, Hazel. Si meterme en una relación con cualquier tío sigue sin parecerme una buena idea, intentarlo con uno que es impotente, o que tiene problemas para acostarse con mujeres o lo que sea… sería un suicidio emocional. Acabaría en un diván explicando mi vida.
—Quizá tengas razón —acaba reconociendo y, cuando lo hace, siento que se me rompe un poco el corazón. Tyler y yo solo hemos existido como pareja feliz y enamorada en la cabeza de Hazel, y me gustaba que al menos ese lugar fuera nuestro.
—Me voy a dormir —le digo, ahogando un bostezo—. La semana se presenta intensa.
—¿Y cuál no lo es?
Cuando suena el despertador, tengo la sensación de que acabo de cerrar los ojos, así que lo primero que hago es lanzarme a la cocina a por una taza gigante de café. Eso no ayuda a que se me calmen los nervios por ver a Tyler, claro.
Al entrar en la redacción, ya me tiemblan las piernas casi tanto como el primer día. Me dirijo a mi mesa intentando aparentar seguridad y sin dejar que la mirada se me desvíe al despacho de Tyler. Trabajo un par de horas sin cruzarme con él, hasta que tengo que consultarle el enfoque que prefiere para un artículo.
No necesito más de diez segundos en su despacho para darme cuenta de que el tema del viernes no se va a mencionar. Que yo encantada, ojo, pero… no sé. Es raro. Los dos nos plantamos la fachada laboral enseguida, trabajamos juntos, bien, con esa empatía que tuvimos casi desde el primer día y que, desde la Super Bowl, se multiplicó.
El resto de la semana transcurre en la misma línea, con Tyler y yo trabajando mano a mano. Y puede que el Ty con el que compartí vistas de Manhattan desde Brooklyn Heights el viernes me encante como hombre, pero al Tyler compañero de redacción, además, lo admiro. Me encanta ver su eficiencia, su capacidad para dirigir el trabajo de doce personas sin perder la calma, la magia que hace con las palabras, aunque esté escribiendo sobre un partido de fútbol, o aunque le toque redactar sus crónicas cuando ya está agotado. Me encanta que formemos un gran equipo. Me encanta que seamos amigos, haber conocido a alguien en Nueva York a quien me sienta tan unida. ¿A quién quiero engañar? Me encanta todo. Y que esté loca por él tiene solo un poco que ver con ello.
Y que pierda el filtro y acabe pidiéndole una cita, también tiene solo un poco que ver con todo lo anterior. Es viernes, estoy contenta porque mis artículos de esta semana han estado entre los más leídos de Millenyal y me he venido arriba con la euforia.
—¿Te apetece que hagamos algo el fin de semana?
—¿Qué? —Ay. Después de verle la cara, casi prefiero que no me conteste.
—Que yo… Que había pensado que… podíamos salir el sábado por ahí. Tengo invitaciones para la inauguración de un roof garden en Meatpacking y Hazel tiene ensayo.
—Pues vas sola, Holly. No puedo. Tengo otros planes.
—Ah, vale. Claro, claro. Sin problema —balbuceo, porque su tono ha sido tan tajante que me deja alucinada.
—No puedo pasar todo mi tiempo libre contigo, como comprenderás —insiste.
—Qué gilipollas eres. —No sé si lo digo con toda la intención de que me oiga o se me escapa; o quizá algo a medio camino. Pero el caso es que salgo de su despacho como una fiera y solo soy capaz de calmarme para evitar dar el espectáculo delante de mis compañeros.
Paso las siguientes tres horas liquidando mi trabajo de la semana, tecleando con tal fuerza que me sorprende no acabar perforando el teclado, la mesa y hasta la moqueta. Cuando termino todo, meto mis cosas en el bolso y me marcho hacia el metro sin despedirme de Tyler y sin perspectiva de que se me pase el cabreo.
Al entrar en el apartamento, me encuentro una nota de Hazel, informándome de que tiene un ensayo de última hora y de que regresará a casa tarde. Fenomenal. Justo la soledad era lo último que necesitaba después del desplante de Tyler de esta mañana y de la sensación de fracaso que me ha dejado.
Me rindo a la autocompasión durante unas cuantas horas, plantada delante del televisor sin dedicar más de dos minutos seguidos al mismo canal y metida en una sudadera vieja de mi padre que me traje de Los Ángeles en un último ataque de morriña que me entró antes de cerrar la maleta. Por un momento, estoy a punto de que la cosa acabe en lágrimas, pero las mantengo a raya porque todavía es mayor el cabreo que el disgusto.
Solo me muevo del sofá cuando suena el timbre y abro sin preguntar, porque Hazel se olvida las llaves nueve de cada diez veces que sale de casa, y nada me apetece más que contarle lo indignada que estoy.
—Hola. —Es un milagro que no me dé un infarto cuando la voz de Tyler me sorprende desde el umbral de la puerta del apartamento, que había dejado entornada esperando que entrara Hazel. Hazel, o cualquier otro habitante de este planeta, menos Tyler Banks.
—Tyler. —Mi voz se queda a medio camino entre la sorpresa y el enfado.
—He tenido que cotillear cuál era tu piso en tu currículum. Si estás todo lo cabreada que deberías, puedes denunciarme por robo de datos personales.
—Me lo pensaré —le respondo, porque no puedo evitar que me haya hecho un poco de gracia su comentario, unido al hecho de que permanece en la puerta de entrada, tieso como un palo y juraría que hasta ruborizado—. Puedes pasar. Supongo.
—Lo siento, ¿vale? Joder, lo siento mucho.
—Muy bien —le contesto, dándole la espalda de camino a la cocina.
—¿Tú no eras a la que nunca le duraba un cabreo más de cinco minutos?
—¿Y tú no eras el que tenía un montón de planes con otra gente?
—¿Me estás echando?
—No querría robarte ni un segundo de tu precioso tiem…
—¿Quieres venirte conmigo de viaje el próximo fin de semana?
—¿Disculpa? —Es oficial. Está loco.
—Quiero irme a Ohio, hace semanas que no veo a mi madre y a mi hermana. Me gustaría que vinieras. Tienen muchas ganas de conocerte.
—¿Sabes, Ty? —le digo, prolongando un poco las palabras para ganar tiempo, porque no consigo asimilar ni su propuesta ni el hecho de que le haya hablado de mí a su familia—. No entiendo nada. No entiendo cómo podemos pasar un día como el de tu cumpleaños, con todo lo que se dijo esa noche; a continuación, trabajar toda la semana como si no pasara nada; que me trates fatal en tu despacho solo por haberte propuesto ir a tomar algo y, a continuación, que te presentes en mi casa proponiéndome que nos vayamos juntos de viaje. No me gustan las locuras.
—Pero ¿qué dices, Holly? A ti te encantan las locuras.
—Sí, las que implican amanecer en otro estado sin recordar cómo he llegado allí. No las que me pueden hacer daño. Mucho daño. —Sin darme cuenta, he ido bajando la voz y, no sé si por eso o por otra razón, Tyler se acerca a mí hasta que quedamos frente a frente.
—¿Yo podría hacerte daño? —me susurra.
—Todas las personas que nos importan pueden hacerlo.
—¿Yo te importo?
—¿No te importo yo a ti? —le devuelvo la pregunta.
—Claro que sí.
—Pues eso.
—Eso —dice él, sin mucho sentido, aunque creo que los dos nos hemos entendido. El momento es un poco excitante, pero también incómodo. Nos da la risita tonta a los dos.
—¿Amigos? —le pregunto, firmando el armisticio con nuestra pequeña broma privada, que él capta al vuelo. Se le planta en la cara una sonrisa de oreja a oreja.
—Siempre.
—¿Solo amigos? —me atrevo a añadir.
—Holly…
—¿Qué?
—Que los dos sabemos que no.
—¿Pero…?
—Pero mejor vamos a dejar las cosas como están —me dice, aunque me acerca a él y me da un beso en la frente.
—Cuéntame algo sobre ese viaje. —Me aparto y le ofrezco un vaso de té helado.
—Intentamos salir lo antes posible de trabajar el viernes, ocho horas conduciendo hasta allí, pasamos el sábado y volvemos el domingo por la mañana para llegar a una hora decente.
—¡Vaya planazo! —le digo, con ironía, pero con una sonrisa en la cara—. Si me lo vendes así de apasionante, ¿quién podría decir que no?
—Es un pueblo bonito… —me dice, tímido, porque creo que se ha pensado que yo hablaba en serio.
—¿Habrá nieve?
—No, creo que no.
—¡Mierda! Nunca he visto la nieve.
—¿Cómo no vas a haber visto nunca la nieve?
—Me he pasado toda la vida en el sur de California, mis padres odian esquiar y solíamos viajar solo en verano.
—¿Vendrás?
—Claro que iré, Ty. Sabes que me apasionan las malas ideas.