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Te mereces un amor que te quiera despeinada

 

 

 

Con el comienzo de julio, el ritmo de trabajo en la redacción se enrarece un poco. Como la audiencia en verano suele ser peor que el resto del año, los jefes insisten en que todos los trabajadores cojamos nuestras dos semanas de vacaciones a lo largo de julio y agosto. Casi todos los compañeros querían sus días en agosto, así que Tyler y yo no tuvimos demasiado problema en quedarnos con la segunda quincena de julio para nosotros. En la reunión en que cuadramos los turnos, hubo muchas sonrisas y comentarios socarrones cuando fue evidente que hacíamos coincidir nuestras vacaciones, pero nosotros nos limitamos a sonreír, sin confirmar ni desmentir nada. En realidad, creo que no hacía falta que lo hiciéramos.

Pasamos los primeros días de julio trabajando más horas de lo razonable, para dejar cerrado todo lo que no vamos a poder hacer durante esas dos semanas en las que no podemos dejar de pensar. No tenemos ningún plan especial, y eso es precisamente lo más especial del plan. Durante semanas pensamos en posibles alternativas. Yo quería que nos fuéramos a Los Ángeles y enseñarle a Tyler la ciudad. Había estado un par de veces para jugar partidos durante su época universitaria, pero apenas había conocido algo más que el campus de UCLA y el aeropuerto. Además, Hazel también viajará esos días a casa de mis padres, y me parecía una oportunidad de oro de pasar dos semanas de relax absoluto a la orilla del mar. A Ty no parecía apetecerle demasiado el plan. Decía que en Los Ángeles haría demasiado calor y que no hay nada que odie más en el mundo que la playa. Así que… lo dejamos pasar.

También pensamos en irnos a Ohio, donde habíamos estado un par de veces más después de aquella primera visita que me enamoró de Riverport. Pero, por alguna extraña razón, tampoco acababa de apetecernos. Barajamos otros viajes, otros destinos, pero no conseguíamos ponernos de acuerdo. Hasta que, una tarde calurosa que pasamos viendo una película en mi apartamento mientras esperábamos a que Hazel saliera de una audición para irnos los tres juntos a tomar algo, nos dimos cuenta de que no era un problema de apatía. Que realmente ningún plan nos apetecía demasiado porque no queríamos distracciones. Solo queríamos estar juntos y no habría ningún lugar más especial para hacerlo que nuestro hogar. Y nuestro hogar es Nueva York.

 

 

El catorce de julio salimos de la redacción de Millenyal con la sensación de que el peso de la responsabilidad ha volado de nuestros hombros. Creo que, en este momento, podrían llamarnos para decirnos que acaban de casarse en secreto Donald Trump y Hillary Clinton que nosotros fingiríamos no habernos dado cuenta y dejaríamos que otro cubriera la noticia.

Lo primero que hacemos en cuanto ponemos un pie en la acera es lanzarnos uno a los brazos del otro, abrazarnos y dejarnos la vida en un beso que sabe a verano y a libertad.

Nos vamos a mi apartamento a toda prisa, porque Hazel se marcha hoy mismo a Los Ángeles, y queremos despedirnos de ella. La achuchamos durante un buen rato, y ella nos hace prometer que haremos todo lo que ella haría. No es que mi mejor amiga acabe de entender demasiado bien el estatus de mi relación con Ty.

—¿No vas a ir a tu apartamento a por tus cosas? —me atrevo a preguntarle, cuando ya casi es de noche, después de pasar la tarde medio adormilados en mi sofá. Lo cierto es que el apartamento de Ty es otro de esos secretos que no acabo de entender. Sé que vive por la zona de Murray Hill, bastante cerca del trabajo, pero jamás he estado en su casa ni él ha hecho amago de invitarme, pese a que, muchas veces, resultaría más cómodo que pasáramos tiempo allí que en mi exilio de Brooklyn.

—¿A por mis cosas? —me responde, extrañado.

—Supongo que necesitarás algo más de ropa si vas a pasar aquí dos semanas —bromeo, aunque, en realidad, lo que más me gustaría sería que las pasáramos desnudos. Son ya más de tres meses juntos y las ganas me vencen.

—Ah… Ya… —lo escucho balbucear y me preocupo—. Pensaba irme a dormir a mi apartamento.

—¿Cómo? —Me incorporo de golpe en el sofá y el bol de palomitas que estábamos compartiendo se tambalea hasta derramar su contenido sobre la alfombra—. ¿No vas a quedarte aquí?

—No pensaba, la verdad —me responde, mirando al suelo y pasándose la mano por la nuca, en un gesto que ya he aprendido a reconocer como un signo de que está nervioso. O, mejor dicho, de que hay algo que no quiere decirme.

—Pero… habíamos hablado de pasar las dos semanas juntos en mi apartamento.

—Holly, yo…

—¿Dormir también queda fuera de las opciones? —le pregunto en tono suave, aunque por dentro siento la frustración creciendo.

—No me gusta dormir con gente.

—¿Con gente? ¿Yo soy gente?

—Joder, Holly, no me malinterpretes. No me siento cómodo, eso es todo.

—Flipo.

No soy capaz de decir nada más, porque lo último que me había imaginado en el mundo era que empezaríamos las vacaciones con una discusión, pero no puedo evitar estar enfadada. Muy enfadada. Voy a la cocina, cojo un vaso de agua helada y me lo bebo con calma, intentando tragarme el disgusto. Escucho los pasos inseguros de Ty un momento antes de notar sus manos en mi cintura, abrazándome desde atrás, y sus palabras susurradas en mi oído.

—No te enfades, por favor. Ya te dije que no iba a ser fácil.

—¿Fácil, Ty? Hace unos meses, yo no me podía plantear ni darme un beso con un chico. Desde que tú y yo… estamos…

—Estamos juntos —me dice, con una seguridad que me abruma.

—Pues eso. Desde entonces, he sido capaz de ir superando muchos miedos. ¿Crees que para mí fue fácil que me vieras recién levantada, sin un kilo de maquillaje y sin peinar? ¿O que me tocaras donde un día juré que nadie volvería a tocarme?

—No. Supongo que no —reconoce.

—Pero lo hice por ti. No, no es verdad. Lo hice por nosotros, por los dos. Para avanzar. Dime qué has hecho tú para que demos pasos adelante —le reprocho.

—Es que yo no sabía que teníamos que avanzar. Siempre hablamos de este tipo de relación. Sin sexo, sin ese tipo de intimidad.

—¡Por Dios, Tyler! ¿Te parece que no es sexo todo lo que hacemos? Cuando me metes la mano dentro de las bragas, ¿no es sexo? Ni siquiera sé cómo puedes aguantarlo…

—Con mucha mano izquierda.

—Muy bien, Ty. Pues te felicito por tu mano izquierda, pero yo no la tengo. Yo necesito más.

—No… Si lo decía porque soy zurdo.

Me quedo un segundo mirándolo con incomprensión, hasta que entiendo su comentario y estallo en una carcajada. Él se une a mí, me abraza y me pide perdón al oído.

—Yo no quería avanzar, Holly. Me parecía perfecto tener una relación con una persona de la que estoy enamorado sin tener que hacer nada que no quiera.

—¿Pero…?

—Pero resulta que sí quiero. Quiero, pero no puedo. —Me roba el vaso de agua, bebe un poco y, a continuación, se pasa la mano por la cara en un gesto de frustración—. Dame tiempo, ¿vale?

—¿Más tiempo?

—Holly, han pasado poco más de tres meses. Te admiro por haber sido capaz de reponerte de todo tan rápido, pero, para mí, tres meses no es tiempo suficiente ni para empezar a planteármelo.

—Vale. Lo… lo entiendo, supongo.

—Me voy a casa.

—¿Ya?

—Sí. —Me mira fijamente durante un rato—. Ahora mismo, estoy muy enfadado conmigo mismo. Necesito pasarlo a solas. Odiarme un rato y volver aquí mañana para empezar, de verdad, nuestras vacaciones. ¿Te parece bien?

—Me parece bien. —Me permito sonreírle, y lo acompaño a la puerta.

Por suerte, el cansancio me impide darle demasiadas vueltas a la cabeza cuando me meto en la cama y, a primera hora del sábado, me despierto envuelta en los brazos de Tyler, que, sin sacarse la ropa ni los zapatos siquiera, se tumba junto a mí.

—Hazel me pasó su llave sin que te enteraras —me susurra al oído, mientras yo me desperezo y abro los ojos poco a poco.

—Buenos días.

—Perdóname por ser tan imbécil. Solo puedo decirte que no voy a ser tan idiota como para no verte despertar cada mañana. Te juro que trabajaré por solucionar mis mierdas, ¿vale?

—Vale.

—¿Esto es tuyo? —me pregunta, y yo tengo que entornar los ojos para saber a qué se refiere. Cuando enfoco, con dificultad, veo que tiene en sus manos mis gafas, que son horrorosas, por cierto, y que solo utilizo en la cama para leer y unos minutos por la mañana hasta que me pongo las lentillas.

—Ajá.

—Estás un poco ciega, ¿no?

—Déjame en paz —protesto, aunque me da la risa, y me doy la vuelta para taparme la cabeza con la almohada.

—Mira por dónde, resulta que tú también guardas tus secretitos.

—Ya ves. —Me levanto de la cama, de camino al cuarto de baño—. Voy a darme una ducha.

—¿La encontrarás sin esto?

—Me pondré las lentillas antes, no vaya a ser que me confunda e intente ducharme en el frigorífico.

—¿Para qué te vas a poner las lentillas si no vamos a salir de casa en todo el día?

—Porque… bueno, siempre lo hago.

—Pues no lo hagas hoy.

—¿Te das cuenta que me pides a mí que me deshaga de mis complejos y tú no lo haces con los tuyos?

—¡Pero si a mí me has visto con gafas cuarenta veces!

—Sí, pero tú eres uno de esos tíos a los que las gafas les añaden atractivo y yo soy la cuatro ojos del colegio.

—¡Qué equivocada estás! Tú eres mucho mejor que yo en todo, Hols… Solo falta que te enteres.

Me rindo, porque en el fondo me apetece hacerlo. Me apetece estar con él en pijama, con un moño mal hecho en lo alto de la cabeza y mis gafas del grosor del culo de una botella. Ser yo misma, ser nosotros, por más que una parte de Ty esté aún vetada.

Y así transcurren los días. Películas que no somos capaces de ponernos de acuerdo para elegir. Él siempre quiere grandes producciones al más puro estilo Hazel, y yo prefiero algo de cine europeo, para variar. Música que jamás pensaríamos escuchar, pero que lo hacemos porque es la favorita del otro. Yo me río de los discos de country de los que él me habla como si no se pudiera creer que no le encanten a todo el mundo, y él imita a Freddie Mercury con mi aspiradora en la mano cuando se harta de que le ponga Queen a todas horas. Recetas que compartimos, porque resulta que a Tyler se le da muy bien la cocina y los dos hemos descubierto que nos encanta hacer de pinche para el otro. Noches que prolongamos hasta que Ty decide irse a su apartamento. Noches en las que yo respeto su lado de la cama, pese a que nunca ha llegado a ser realmente suyo.

Una mañana, Tyler aparece en mi apartamento con un gran paquete cubierto de papel de embalar. Yo lo miro extrañada desde el sofá, con una taza de café enorme entre las manos, pero él no suelta prenda y se limita a dejarlo en mi cuarto. Me levanto como una exhalación y, tras un par de súplicas innecesarias, me pide que lo abra. Desgarro el papel y me encuentro un cuadro enorme, como de un metro y medio por dos metros, con una ilustración que representa a Frida Khalo y, sobre ella, una sola frase: «Te mereces un amor que te quiera despeinada». Solo son ocho palabras, y ni siquiera es la primera vez que escucho o leo esa cita, pero, en el contexto de mi relación con Ty, lo significan todo.

Me lanzo a su abrazo y nos besamos. Nos besamos hasta que la situación se calienta y acabamos los dos tumbados sobre mi cama. Sus manos recorren mi cuerpo con una gula que, si no hubiera pasado por lo mismo cientos de veces, creería que va a acabar con las intenciones de Tyler de mantenerse célibe. Las mías se quedan quietas, porque me da pánico precipitar su alejamiento. Al final, soy yo quien rueda sobre el colchón y decido proponerle un plan fuera de casa porque la verdad es que me cuesta cada vez más mantener las manos lejos de su cuerpo. Echo un vistazo por la ventana y veo que, aunque apenas pasa de las nueve de la mañana, el sol luce en todo su esplendor en el medio del cielo. Doy un par de saltitos en cuanto se me ocurre la idea, pero decido callármela para darle una sorpresa a Tyler después de desayunar.

Preparamos café, algo así como un kilo de tortitas y unas lonchas de bacon. Le doy las gracias mil veces por el regalo, él me cuenta que lo vio hace unas semanas en el escaparate de una tienda de Chelsea y que le recordó a mí de inmediato, y lo celebramos con más y más besos.

Las vacaciones están siendo raras, sí. Quizá peores de lo que habíamos planeado. O de lo que yo me había construido en la mente, como si no supiera que tener expectativas demasiado optimistas sobre algo suele implicar más posibilidades de estropearlo. No se me pasó por la cabeza en todas esas semanas pensando en los días que tendríamos para nosotros solos que precisamente eso, el hecho de poder estar solos y sin responsabilidades veinticuatro horas al día, pondría de manifiesto esas carencias sobre las que hemos construido lo que tenemos.

Me quito los fantasmas de la cabeza y decido irme a mi habitación para darle a Tyler una sorpresa. Rebusco en el fondo de mi cajón hasta que encuentro el único bikini que me traje de Los Ángeles a esta ciudad en la que nunca pensé que vería la playa. Me lo pongo en el cuarto de baño, después de darme una ducha, y me tiemblan un poco las manos al hacerlo. Nunca me he sentido cómoda mostrando mi cuerpo, y estoy a punto de hacer una aparición estelar ante Tyler con todos mis michelines, mis estrías y mis carnes flácidas ante sus ojos. Sonrío al darme cuenta de que, en realidad, me apetece hacerlo, y salgo al salón dando brincos y pronunciando el discurso que preparé en mi cabeza mientras me duchaba.

—Ya sé que me has dicho un millón de veces que odias la playa, pero… —le digo, a gritos, justo antes de aparecer ante él con los brazos extendidos, como si acabara de salir al escenario de un talent show—. No sabes cuánto puede echar de menos una chica de California darse un baño en el océano. Está un día precioso. ¿Me llevas a Coney Island?

—No. —Su respuesta tajante me sorprende, y hace que se me apague la euforia de golpe.

—¿No?

—No, Holly, te he dicho un millón de veces que odio la playa, joder —me espeta, con un tono de enfado en su voz que se me acaba contagiando.

—Joder, Ty, no me puedo creer lo egoísta que eres.

—¿Egoísta? Estoy dispuesto a hacer lo que quieras, siempre te pregunto qué te apetece…

—Pues me apetece ir a la playa —le respondo, chulita.

—¡Pues a mí no!

—¡Genial! —le grito.

—¿Sabes qué? Me largo a mi casa. Estoy hasta los cojones de que siempre tengamos que hacer lo que tú propones, de que quieras marcar los ritmos, de que me presiones para que demos pasos adelante en esta relación…

—¿¿Perdona?? ¿En qué momento hemos pasado de estar discutiendo por ver qué hacíamos hoy a que me reproches que te presiono?

—¡Es que es lo mismo! Yo sabía lo que quería, ¡joder! Me gustaba lo que teníamos. Lo hemos pasado de maravilla estos meses. ¡No sé por qué cojones tengo que estar ahora pensando en hacer cosas que no quiero hacer!

—¿Hablas de ir a la playa o de follar?

—No lo sé. —Deja de gritar y se limita a mirarme con una frialdad que me asusta—. Sé que esto no es lo que había pensado para las vacaciones. Solo quería estar contigo y tú… tú solo quieres que follemos, joder.

—¡Porque somos una pareja y llevamos juntos casi cuatro meses, Tyler!

—Estoy cansado. No me sale nada bien. No… ¡Me largo!

—¿Cómo dices?

—Me voy a mi casa. No…

—Ya, ya. Ya me lo sé. No es buena idea que te quedes estando cabreado.

—No. No lo es.

—¡Pues lárgate! —Me voy calentando por dentro hasta que le digo unas palabras que me destroza pronunciar. Y no sé si las digo porque estoy enfadada o porque quiero hacerlo reaccionar o porque prefiero ser yo quien tome una decisión que, si viniera de él, me rompería—. ¡Y no te molestes en volver!