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La tercera confesión de Ty

 

 

 

Aún es de noche cuando siento el colchón hundirse a los pies de la cama. Que Tyler siga usando la llave de Hazel para abrir la puerta algún día me provocará un infarto, pero, hoy, solo me produce ilusión.

—¿Qué hora es? —le pregunto con voz ronca.

—Las cuatro y media de la mañana.

—¿Has perdido el juicio?

—Sí. Por ti. —Se tumba a mi lado en la cama y me da un beso que me despierta de golpe. Al menos, a algunas partes de mi cuerpo—. ¿Tienes pasaporte?

—¿Qué estás tramando, Ty? —le pregunto, muerta de intriga.

—Responde a mi pregunta.

—Sí. Espera… debe de estar por aquí.

Después de encontrarlo, de una ducha rápida y de que Tyler me obligue a abrigarme, bajamos a la calle, donde su coche espera, mal aparcado, a pocos portales del mío. Conduce kilómetros y kilómetros, y solo acepta parar cuando le digo que es una urgencia de pis que no se puede posponer. Aprovechamos la parada para desayunar algo rápido, pero Ty me pone nerviosa, consultando su móvil cada quince segundos y repitiendo compulsivamente la palabra «vamos».

Es casi mediodía cuando atravesamos la frontera canadiense, pero eso no hace que Tyler se detenga. Seguimos rumbo un par de horas más allá de Toronto y, pese a que no hemos dejado de cantar, de hablar de tonterías y de bromear durante todo el trayecto, no he logrado que me confiese lo que tiene preparado.

—Tres y veinticinco de la tarde. Perfecto. —Hace un rato hemos entrado en un pequeño pueblo del que no he retenido el nombre, y Tyler aparca el coche cerca de lo que parece ser su calle principal—. Una sincronización perfecta. Coge toda la ropa de abrigo que puedas y vamos.

Al bajar del coche, el viento helado me golpea en la cara y me cuesta creer que, en solo unas horas de coche, hayamos pasado de un cálido verano neoyorquino a algo que se parece bastante al invierno.

—¿Qué estamos haciendo aquí, Tyler?

—Si el canal del tiempo no me ha fallado, y juro que, si lo ha hecho, los mataré a todos, estás a punto de ver la nieve por primera vez.

—¿Qué? —Me vuelvo hacia él, y veo esa cara que lo acompaña siempre que me prepara una sorpresa. A medio camino entre el orgullo y el miedo a decepcionarme. Le acaricio la mejilla y le doy un beso lento y goloso—. ¿Nieve en agosto?

—Canadá… —me responde, como si esa fuera la respuesta a toda mi incógnita, y los dos nos reímos.

Entramos en un pequeño café a tomar dos tés bien calientes y, cuando llevamos allí apenas diez minutos, la aguanieve empieza a golpear los cristales del local. Ty se acerca a la barra a pagar con tarjeta, porque ni siquiera nos hemos dado cuenta de que necesitaríamos dólares canadienses, pero yo no puedo esperar y salgo a la calle.

No nieva demasiado ni llega a cuajar del todo, pero a mí me parece perfecto. Doy vueltas sobre mí misma, con los copos cayendo a mi alrededor, mientras volvemos paseando al coche. Me fijo en que, sobre la mesa de una terraza que alguien olvidó recoger, ha cuajado la cantidad justa de nieve para hacer algo que siempre he soñado: una bola que sorprende a Ty cuando se la lanzo al medio de la cara.

—Y lo mejor de todo es… ¡que no hay suficiente nieve para que puedas devolvérmela! —grito, mientras huyo de él, con los brazos en alto, celebrando mi pequeña victoria.

—Ya te atraparé, ya —me responde, sonriendo, y sacándose los restos de agua de la cara.

Corre detrás de mí, me agarra por la cintura y me atrapa contra el coche. Todo rastro de frío se me pasa cuando pega su cuerpo al mío, atrapa mis mejillas en las palmas de sus manos y separa mis labios con su lengua. Yo acaricio su pecho, él mi espalda, y solo nos separamos para hacernos promesas mutuas de volver a Canadá cuando la situación sea un poco menos loca. Tyler me habla de pasar unos días en Toronto, visitar las cataratas del Niágara, que hoy hemos pasado de largo cuando subíamos y con las que me temo que haremos lo mismo a la vuelta. Yo le respondo que me da igual por dónde empezar, pero que quiero conocerlo todo junto a él.

Nos subimos al coche y no llevamos ni diez minutos circulando por la carretera que nos devolverá a Nueva York cuando Tyler se anima a hablar. Llega el tercer capítulo de su historia, de la que, en cierto modo, es nuestra historia.

—Con el accidente… desapareció todo. Se acabó el fútbol y, con él, volaron la popularidad, los amigos… Pasar de ser la mayor promesa del fútbol universitario a no poder siquiera jugar dejó muy claro quiénes eran mis amigos y quiénes no. Resultó que la mayoría no lo eran. Se acabaron las invitaciones, las fiestas, las llamadas… Todo.

—Lo siento muchísimo.

—No lo sientas. Eso no. Eso, en concreto, fue lo mejor que me ha pasado jamás.

—¿Por qué?

—Porque me había estado perdiendo las cosas verdaderamente importantes de la vida. Fui aprendiéndolas poco a poco. Volví a jugar al fútbol. Ya no podía competir, pero aprendí a pasármelo bien jugando. Y me di cuenta de que, cuando estaba en la élite, no disfrutaba. Solo me importaba ganar. De repente, me empezó a encantar el simple hecho de jugar, de ser capaz de hacerlo de nuevo. Me uní a unos chicos a los que les importaba una puta mierda que yo hubiera sido «Tyler Banks, el futuro jugador de la NFL». Para ellos solo era Ty, el nuevo, el que está aprendiendo a jugar después de creer que jamás volvería a hacerlo. Todavía juego con ellos un par de sábados al mes.

»Esos chicos, y un par más que sobrevivieron de mi vida anterior, se convirtieron en mis amigos de verdad. Por primera vez, sentía que me relacionaba con gente a la que le importaba quién era yo. No qué puesto ocupaba en el equipo o si mi novia era la chica más guapa. Centré todos mis esfuerzos en la carrera y en conseguir un buen trabajo al acabar. Me di cuenta de que me apasionaba escribir sobre lo que pasa en el mundo, no solo sobre deportes. Supongo que salí adelante mucho mejor de lo que se podía esperar.

—¿Pero? —me aventuro a preguntarle.

—¿Qué?

—Hay un pero, ¿no?

—Sí. Claro. Donna…

—¿Qué ocurrió?

—Me dejó, más o menos un año después del accidente. De la forma más cruel y horrible que te puedas imaginar… Aún me cuesta hablar de ello. —Se queda un momento en silencio antes de continuar—. ¿Sabes? La primera vez que me contaste por qué te mantenías alejada de los hombres, te entendí. Lo entendí todo, Holly.

—¿Por qué?

—Porque, después del accidente y de que Donna me dejara, todo me iba demasiado bien. E intentar enamorarme de nuevo era arriesgarme a que otra mujer me hiciera sentir como ella. Había conseguido reconstruirme después de lo más horrible que me había tocado vivir y no me podía arriesgar a volver a romperme. Solo me rendía cuando la necesidad podía conmigo. Me emborrachaba, me iba a una discoteca, y acababa follando con la primera que me lo ponía fácil. Sin desnudarme siquiera. De pie. En los baños, o contra la pared de un callejón oscuro. Me valía todo, solo quería descargarme sin sentir.

»Al día siguiente siempre me sentía sucio, asqueroso… vacío. Así que dejé de hacerlo. Por eso llevo casi tres años sin acostarme con nadie, porque aquello ya no era para mí. Por eso paré el otro día en mi despacho, Holly. Lo siento. Siento muchísimo el daño que te hice. No sabes cuánto lamento que te sintieras rechazada. Era todo lo contrario. No pensé en ti. Solo pensé en que tú no podías ser la mujer con la que me acostara de pie contra una pared, con la bragueta a medio abrir. Sé que el camino está siendo jodido, y todavía no entiendo por qué lo aguantas, pero…

—Porque te quiero.

—Eres maravillosa. —Me acaricia el pelo, sin dejar de mirarme a los ojos, y yo siento que haría cualquier cosa por llevarme para mí parte del dolor que ha vivido en estos años—. ¿Sabes? Podría haberme pasado el resto de mi vida sin cruzarme con otra mujer, sin necesitarlo. Pero apareciste y…

—¿Y?

—Le diste la vuelta a mi mundo, Holly. Hiciste que dejara de tener sentido vivir anclado al trauma de lo que me ocurrió. Poco a poco, fuiste haciendo que lo único que me apeteciera fuera pasar el resto de mi vida contigo.

—Ty, yo… —Me cuesta hablar, en parte por su declaración de amor, que es lo más bonito que jamás creí poder escuchar de boca de alguien de quien me he enamorado, y en parte porque odio no acabar de comprender su historia. Odio esos cabos sueltos que aún impiden que nos liberemos del todo, que nos entendamos—. Hay cosas que me cuesta entender. ¿Qué te ocurrió después del accidente? Por favor, hoy no niegues con la cabeza. No prolongues más esto, Ty —le suplico—. Sé que te prometí tiempo, pero… no sé. No hay nada que hayas podido hacer o que te haya podido ocurrir que me pueda alejar ya de ti.

Tyler no me contesta, y pasamos el resto del trayecto en silencio, solo escuchando algo de música de vez en cuando y parando un par de veces a tomar unos cafés que nos espabilen un poco, después de un día agotador y loco. Y maravilloso.

—Nada, Ty. Te conozco lo suficiente como para saber que no puedes haber hecho nada que haga que deje de quererte.

Mi declaración llega justo cuando enfilamos la avenida donde se encuentra mi apartamento. Tyler sigue en silencio, pero aparca el coche en una zona de carga y descarga a pocos pasos de mi portal. Con un movimiento ágil, me sienta sobre sus rodillas, rodea mi nuca con su mano y me da un beso de infarto. Su lengua baila con la mía, y sus manos se introducen bajo las mil capas de ropa que llevo. Aprieta mi espalda contra la ventanilla del coche y mi mano recala en la erección que amenaza con romper el tejido de sus pantalones vaqueros. Nos besamos, nos tocamos y nos excitamos durante unos minutos, hasta que él se aparta, dejando escapar un jadeo.

—Mañana, a las doce, en Times Square. Delante del Hard Rock. Por favor.

—Allí estaré.