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Empezando de cero
Cuando llevo diez días en Millenyal, ya soy incapaz de recordar cómo era mi vida antes de trabajar en la revista. Es fascinante cómo la mente humana se acostumbra a lo bueno. He trabajado en menos de dos semanas más horas de las que recuerdo haber dedicado a ninguna asignatura de la carrera. La proximidad de las elecciones, y la incertidumbre sobre los resultados que arrojan las encuestas, tienen la redacción de nuestra revista como la de casi todos los medios del mundo: en permanente alerta. He tenido que aguantar las quejas de Hazel, que dice que ya no me ve nunca despierta, aunque yo en el fondo sé que lo que le molesta es llevar dos semanas alimentándose de comida a domicilio y precocinados de dudosa procedencia. Mis padres refunfuñan al teléfono cada vez que hablamos, que es mucho menos de lo que a ellos les gustaría, claro, porque sigue pareciéndoles una idea nefasta que no aproveche el apellido familiar para tener un trabajo que no me consuma todas las horas del día.
Que les den a todos. Cuando una persona tan rematadamente dormilona como yo se levanta cada día a las siete como impulsada por un resorte, es que la cosa va bien.
No me han hecho falta muchos días para entender por qué Tyler es el tío más respetado de la redacción. No tiene que ver con la antigüedad ni con que sea el jefe en funciones, sino que es más una cuestión de carisma. De carisma y de que sabe de todo, el muy… Lo he visto asesorar a compañeros en artículos sobre cultura asiática, energía nuclear, motos de competición y cocina molecular. Así, a diestro y siniestro. Hasta me arrepiento un poco de haber pensado que era un fan del deporte sin cerebro cuando vi el fondo de pantalla de su ordenador.
Algunos días me toca encargarme de reportajes extensos, que me tienen ocho o diez horas con la cabeza metida en el ordenador sin tiempo ni para saludar a mis compañeros. Otros, me encargo de escribir artículos cortos, sobre exposiciones que se inauguran en galerías alternativas, restaurantes de moda o tendencias de estilo que me encuentro en Instagram o en esa gran pasarela que son las calles de Manhattan.
Con Tyler, pese a nuestro abrupto comienzo, las cosas marchan bien. Se nota que todavía no está cien por cien seguro de mis habilidades, lo cual supongo que es normal, teniendo en cuenta que él lleva tres años trabajando aquí y yo poco más de cinco minutos. Pero me ha ido dando autonomía y he creído –o querido– distinguir un brillo de satisfacción cuando revisa mis trabajos.
El viernes a media mañana, pese al subidón de adrenalina de estas dos primeras semanas, estoy deseando que llegue el mediodía e irme a casa. Mis planes soñados para el fin de semana son dormir, comer, dejar que Hazel me cuente sus aventuras de estos últimos días, volver a dormir y no dejar de hacerlo hasta las siete de la mañana del lunes.
Dejo de pensar en mi almohada y mi edredón nórdico, que son dos de mis mejores amigos, y me levanto para preguntarle a Tyler si tiene algo en mente para mí o puedo ir dejando preparadas algunas cosas para la semana que viene hasta que dé la hora en que es decente que me vaya a casa.
Me lo encuentro sentado en su silla, con las piernas sobre el tablero de la mesa y la mirada perdida tras los cristales, en una pose entre intelectual y macarra que hace que se me dispare el corazón al verlo. En serio. Se me dispara. Ya quisiera yo que no fuera así.
—¿Tyler? ¿Puedo pasar?
—Sí, sí, claro, Holly. Dime.
—Venía a preguntarte si teníamos algo urgente, para organizarme un poco el resto de la mañana.
—Pues, si te digo la verdad, llevo todo el día dándole vueltas a algo.
—Tú dirás. —Me siento en la silla que hay frente a la suya.
—Ayer escuché por casualidad una conversación entre dos chicas sobre relaciones. Y me ha dado una idea. Vamos a ver… Ellas hablaban de que los hombres y las mujeres queremos de forma diferente, que las relaciones son difíciles precisamente por eso, porque vosotras queréis de forma apasionada y nosotros… nosotros somos más tranquilos, tenemos menos necesidad de demostrarlo o incluso de decirlo. Y todo eso genera malos entendidos.
—No sé yo si estoy muy de acuerdo con eso, pero bueno… ¿Qué quieres que haga?
—Alguna vez hemos metido para los fines de semana contenidos más ligeros, de sexo, relaciones, con un puntito de humor o un rollo más picante. ¿Te ves preparando algo así? ¿Modernito y transgresor sobre las relaciones?
—Me veo.
—¿En lo que queda de jornada? —me pregunta, dubitativo, y me gusta que, por mucho que yo haya estado haciendo méritos, él no dé por hecho que me da igual irme o no a mi casa.
—Sí. No te preocupes.
Tardo un poco en meterme en materia, porque el cansancio de la semana ha empezado a hacer mella en mí, pero consigo encaminarlo justo cuando las tripas me empiezan a sonar. Hago una escapada volando al chino del primer día, que se ha convertido en mi suministrador habitual de alimento en horas de oficina, y vuelvo con algo de comida grasienta y deliciosa para degustar mientras le doy forma definitiva al artículo.
A eso de las seis de la tarde, creo que al fin tengo la versión definitiva, y más me vale que sea así, porque los párpados se me cierran del cansancio acumulado de las dos últimas semanas. Todos mis compañeros se han marchado ya. Salvo casos excepcionales, nadie viene por la redacción en sábado, y los viernes por la tarde se convierten en una carrera de fondo por ver quién abandona antes la oficina, incluso aunque algunos tengan que cubrir las noticias del fin de semana al llegar a casa. Solo queda Tyler, metido en su despacho, como siempre. No lo he comprobado personalmente, pero empiezo a sospechar que vive aquí.
—Perdona, Tyler, me ha costado un poco encauzarlo, pero creo que lo tengo.
—No te preocupes. Me queda trabajo aquí para horas todavía. —Resopla, al tiempo que tira las gafas sobre el tablero de su mesa y se frota los ojos con fruición—. Déjame ver eso.
Se pasa un buen rato leyendo mi artículo, gesticulando cada vez que se encuentra alguna de las frases más impactantes; o eso es lo que supongo. En estos apenas diez días trabajando juntos, he aprendido que en la cara de Tyler se puede leer como en un libro abierto. Todos los compañeros sabemos si un trabajo le va a gustar o no casi en cuanto posa los ojos en él, y adivinar a primera hora de la mañana, solo con ver su cara, si entra en la oficina de buen o de mal humor se ha convertido ya en una rutina delante de la máquina de café.
—Pero, Holly… —Levanta la vista hacia mí, con una media sonrisa dibujada en la cara—. ¿Pretendes que todo el jodido estado de Nueva York deje de creer en el amor?
—Emmm… Me pediste una visión modernita y transgresora, ¿no?
—«Chicos y chicas, despertad. El amor no existe» —lee, y yo me hago un poco pequeñita en mi silla, porque siempre me ha dado un pudor espantoso escuchar mis textos leídos en voz alta—. «Si queréis llamarlo amor y tatuaros la palabra con letras de purpurina en el medio de vuestra estabilidad emocional, no me vengáis luego con lloros». ¿Has perdido el juicio?
—Yo… emmm… —titubeo, y me enfado conmigo misma por permitir que Tyler me haga dudar de mis convicciones—. No.
—¿«Un compañero de vida sobre el que las expectativas sean realistas y que, si se marcha, no te deje con el corazón roto. El fin de los ‘para siempre’. A eso deberíamos aspirar todos y todas»?
—Sí. ¿Hay algún problema, Tyler? Me pediste una visión personal del amor. Y se suponía que ser transgresora era algo positivo.
—¡Joder, Holly! Una cosa es transgredir y otra es decirle a la gente que se pegue un tiro en el corazón. ¿Estás loca o qué?
—Trae, lo suavizaré un poco. —Intento arrancarle el folio de la mano, pero él es más rápido y lo aparta de mi alcance—. ¿Qué?
—Si lo suavizas, te lo cargas. Lo único bueno de tu artículo es la pasión que desprende. Lo cual es bastante paradójico, teniendo en cuenta que justo despotricas como una desquiciada contra las pasiones.
—¿Desquiciada? —El cabreo va en aumento, aunque a él parece hacerle mucha gracia toda la situación, lo cual hace que me enfade más y se me caliente la boca hasta un punto del que sé que me arrepentiré—. Me encanta conocer el juicio de valor sobre las relaciones de alguien que tiene toda la pinta de tirarse a una tía diferente cada fin de semana.
—Yo diría que algún gilipollas te ha hecho una putada bien grande —me dice, siguiendo el tonito de cachondeo, pero me toca tanto la moral que salgo disparada de su despacho, porque creo que la otra opción es partirle la cara.
Cuando estoy en mi mesa, metiendo –o, mejor dicho, lanzando– todas mis cosas dentro del bolso, Tyler aparece. Le echo un vistazo rápido, y su media sonrisa y su aire de suficiencia consiguen cabrearme todavía más.
—Vamos, Holly. Perdoooona.
—Déjalo, Tyler. El artículo es una mierda. De hecho, la idea en sí era una puta mierda.
—Está programado para mañana por la tarde.
—¿Disculpa?
—Es bueno. Una locura, pero bueno. Solo estaba bromeando un poco. —Se sienta en la esquina de mi mesa, con su culo a menos de veinte centímetros de mi mano y ya no sé si me apetece azotarlo por imbécil o… azotarlo, simplemente.
—¿Bromeando?
—En serio, te pido disculpas. No pensé que fuera a afectarte tanto.
—Pues me afecta. No estoy demasiado satisfecha con mi vida privada, aunque eso ni siquiera es asunto tuyo —le digo, sin tener ni idea de por qué.
—Espera aquí un momento. —Sale disparado hacia su despacho, y regresa unos segundos después con dos latas de cerveza heladas.
—¿De dónde has sacado eso?
—Soy un hombre de recursos —me dice, lanzándome una de ellas, que cojo al vuelo de milagro—. Cuando las conversaciones se vuelven personales, hace falta alcohol.
—Creo que es la primera cosa con sentido que dices en todo el día. —Firmamos la tregua haciendo un brindis al aire.
—¿Quieres hablar de ello?
—¿De qué? —le pregunto, porque ya no sé a qué se refiere.
—De por qué no crees en el amor —suelta, como si el tema fuera lo más superficial del mundo. Yo intento que no se me inmute el gesto, como si el tema no fuera lo que más puede afectarme.
—Nop.
—Suenas un poco traumatizada.
—Y tú suenas a psicoanalista barato.
—Y, sin embargo, es viernes, ya ha anochecido, has acabado tu trabajo y sigues aquí sentada.
—La cerveza tiene la culpa de eso. En serio, Tyler, no me ocurre nada malo. Simplemente, no tengo esa visión del amor romántico que vende tanto en el cine y las novelas.
—Ty.
—¿Qué?
—Mis amigos me llaman Ty.
—¿Y yo soy tu amiga?
—¡Claro! Siempre —me dice y, no sé por qué, esa exaltación de la amistad tan exagerada para lo poco que nos conocemos, y tan poco justificada por solo media lata de cerveza, me hace sonreír. Qué coño. Me hace hasta ilusión.
—Pues lamento decepcionarte, pero a mí mis amigos me llaman… Holly —bromeo.
—En serio, Holly —enfatiza mi nombre, con una sonrisa en la cara—, ¿te he molestado con lo de antes?
—Un poco, pero ya está. Si me conocieras más, sabrías que nunca me ha durado un cabreo más de cinco minutos.
—Eso me gusta. Entonces, ¿todo bien?
—De nuevo, sí. ¿Por qué te importa tanto?
—¿Sabes, Holly? —Acaba de un largo trago su lata de cerveza, la aplasta con una mano y la encesta en la papelera que hay en un rincón—. Aunque no te lo creas, me pareces la persona más inteligente que ha pasado por esta revista en los tres años que llevo trabajando aquí. Me gusta formar un equipo contigo.
—Pero… pero… —Mi madre siempre me ha dicho que no tengo ni idea de cómo aceptar un halago, y hago una demostración magistral de ello delante de la cara de Tyler, que me mira divertido—. Solo llevo dos semanas aquí.
—Pues imagínate lo buena que serás.
—Joder… gracias.
—De nada. Por cierto, ¿has probado el pollo Kung Pao de ahí? —me pregunta, señalando la bolsa medio vacía de mi comida.
—Sí. ¿Por?
—Es gato.
—¿¿Qué??
—Hicimos un reportaje de investigación hace un año o así. Es gato.
—Pero, pero —me niego a creerlo—, estaría cerrado por Sanidad o algo así, ¿no?
—El proceso es lento, pero están en ello.
—Me estás tomando el pelo.
—Ojalá. Yo comí kilos de ese gato Kung Pao antes de que a Barbara se le ocurriera investigar.
No me da casi tiempo a escuchar el final de su frase, porque salgo disparada hacia el cuarto de baño y lo siguiente que sé es que me encuentro de rodillas, vaciando el contenido de mi estómago como si no hubiera un mañana y, lo peor de todo, con Tyler –ahora Ty–, sujetándome el pelo y mojándome la frente con papel higiénico empapado en agua fría.
—¿Es un momento horrible para confesar que era una broma para congraciarme contigo?