XVI - UNA INOCENCIA FATAL
Era verano en el hemisferio norte de la Tierra y corría un año que en otro tiempo habría sido fechado como el 7583.
Un grupo de amantes viajaba en una habitación que se desplazaba lentamente. Otras habitaciones se desplazaban cerca, también a una agradable velocidad. Ambulaban delante de un monumentogeonauta. Y el geonauta ambulaba por los trópicos.
De tanto en tanto, uno de los amantes saltaba de su habitación y subía a otra. Sesenta de ellas se arracimaban en tomo del geonauta, que pronto se replicaría.
Un hombre llamado Trockern estaba hablando, cosa que le gustaba hacer por las tardes, cuando había concluido la sesión matinal de repensamiento. Al igual que los demás, ya fueran hombres o mujeres, Trockern no vestía más que un ligero velo de gasa que llevaba sujeto sobre la cabeza.
Era un hombre de constitución liviana, de piel cetrina, bien parecido y con una irreprimible sonrisa que brotaba incluso cuando estaba hablando de cosas serías.
—Sí lo repensado esta mañana no se me escapa, resulta que las extrañas gentes que vivían aquí antes de la güeña nuclear no percibieron algo que hoy es más que evidente: no se habían desarrollado lo bastante como para escapar al mismo tipo de posesividad territorial que aún gobierna a las aves y las bestias.
—Al menos una parte de la antigua raza denunció los peligros de la propiedad de la tierra —dijo Ermine.
—Se los tenía por chalados o enfermizos —dijo Trockern—. Veréis, mí teoría, que ojalá podamos explorar, es que la posesión lo era todo para la antigua raza. El amor… Para ellos, incluso el amor era un acto político.
—Eso es ir demasiado lejos —dijo Shoyshal—. Admito que, en aquella época, en más de la mitad del planeta un sexo dominaba al otro…
—Lo esclavizaba.
—Bueno, lo dominaba, especie de discutidor empedernido. Pero existían asimismo sociedades en las que el sexo era una diversión honesta, sin connotaciones posesivas o espirituales, en las que la palabra clave era «liberación», y…
Trockern sacudió la cabeza:
—Querida, estás dándome la razón. Esa minoría se rebelaba contra el ethos predominante y por tanto también ellos trataban al amor, estaban obligados a hacerlo, como un acto político. «Liberación» o «amor libre» eran consignas, o sea, lenguaje político.
—No creo que ellos pensaran así.
—No tenían la clarividencia necesaria para pensar así. De ahí su perpetua desazón. Creo que incluso agradecían la posibilidad que les brindaban las guerras para evadirse de sus planteos personales… —Al ver que Shoyshal estaba a punto de responderle, continuó rápidamente.—Sí, ya sé que la guerra estaba ligada al territorio. Y ese sentido de territorialidad se extendió de la tierra al individuo. Se suponía que debías enorgullecerte de tu tierra natal y pelear por ella, del mismo modo en que debías estar orgulloso de tu amor y pelear por él. Por tu esposa, como decían entonces. ¿Te imaginas que yo estuviera orgulloso de ti, que fuese a pelear por ti?
—¿Es una pregunta retórica? —preguntó, sonriendo, Ermine.
—Mira, te daré un ejemplo del sentido obsesivo de propiedad de la antigua raza. Hasta y durante la Revolución Industrial, la esclavitud fue una condición habitual en la Tierra. En muchos lugares, lo seguiría siendo por mucho tiempo. Era tan cruel como la que contemplamos en Heliconia. Te otorgaba el poder de poseer a otra persona, una idea que hoy nos resulta casi inconcebible. Sólo nos traería desgracias. Pero podemos comprobar que el amo del esclavo también resultaba esclavizado. Cuando Trockern elevó su mano izquierda y su voz en busca de énfasis, el anciano que dormía su siesta en un catre cercano murmuró irritado, roncó y se dio la vuelta.
—Vuelvo a decirte, querido, que había muchas sociedades sin esclavos —dijo Shoyshal—. Y muchas que aborrecían la idea de la esclavitud.
—Decían aborrecerla pero se agenciaban servidores en cuanto podían, los poseían todo lo posible. Más tarde emplearon androides. A la vez, las sociedades oficialmente no esclavistas se embarcaron en posesiones de todo tipo. Posesiones, posesiones posesiones… Era una forma de locura.
—No estaban locos —dijo Shoyshal—. Eran distintos de nosotros, eso es todo. Supongo que, si nos conocieran, les resultaríamos bastante extraños. Además, la humanidad estaba en plena adolescencia. He escuchado tus prédicas a menudo, Trockern, y no niego haber disfrutado de ellas… más o menos. Escucha ahora lo que pienso yo. Si estamos aquí es por pura e increíble suene. Olvídate de la Mano de Dios, por la que los heliconianos agonizan a cada rato. No hay más que suerte. No me refiero a la suerte de que unos pocos humanos hayamos sobrevivido al invierno nuclear, aunque algo de eso hay. Hablo de la serie de afortunados accidentes cósmicos soportados por la Tierra. Piensa en la manera en la que las bacterias vegetales liberaron oxígeno en una atmósfera que era absolutamente irrespirable. Piensa en el accidente que condujo a los peces a desarrollar espinas dorsales. En el accidente por el que los mamíferos desarrollaron placentas, tanto más ingeniosas que los huevos, aunque los huevos también fueran campeones en su día. Piensa en el accidente del bombardeo que alteró las condiciones de vida de un modo tan abrupto que los dinosaurios, incapaces de adaptarse, tuvieron que dar paso a los mamíferos. Y así podría seguir interminablemente.
—Siempre podrías —dijo su hermana, con una mezcla de sorna y admiración.
—Nuestros antiguos ancestros adolescentes temían los accidentes. Temían la suerte. Lo cual explica a los dioses, las vallas, el matrimonio, las armas nucleares y todo lo demás. No tanto tu posesividad sino el miedo a lo accidental. Que por supuesto terminó cayendo sobre ellos. Quizás ese tipo de profecías sean autorrealizables.
—Plausible. Sí. Estaría de acuerdo si aceptas que aquella posesividad habría sido un síntoma del miedo a los accidentes.
—Ah, no, Trockern, si vas a estar de acuerdo será mejor que retomemos el tema del sexo. —Una risotada general acompañó estas palabras. A través de las ventanas, veían la dudad móvil que se desplazaba con su característica falta de elegancia, absorbiendo la egonicidad que manaba de los poliedros blancos.
Ermine rodeó con el brazo los hombros de su hermana y le acarició el pelo.
—Hablas de la posesión de una persona por otra; supongo que te refieres también a la vieja institución matrimonial. Sin embargo, el matrimonio conserva para mí cierto halo romántico.
—Hasta las cosas más endebles pueden resultar románticas si te alejas lo bastante de ellas —dijo Shoyskal—. Cualquier cosa observada a través de una bruma… Pero el matrimonio es el ejemplo más claro del amor entendido como acto político. El amor era, en este caso, sólo una excusa o, con suerte, una ilusión.
—No termino de comprenderlo. Nadie obligaba a los hombres y mujeres a casarse, ¿verdad?
—Era voluntario en cierto sentido, sí, por cierto; pero la presión de la sociedad los empujaba a casarse. Esta presión a veces era moral y otras económica. El hombre conseguía a alguien que trabajase para él y lo saciase sexualmente. La mujer conseguía a alguien que la mantuviera económicamente. Y ambas conveniencias se fundían en una empresa común.
—¡Qué horrible!
—Todas esas posturas románticas —continuó Shoyshal, divertida—, todos aquellos raptos, serenatas, toda esa música melosa, esa literatura tan apreciada, los pactos suicidas, las lágrimas, los votos… puros esquemas sociales de apareamiento, la carnada del anzuelo… No eran conscientes de estar preparándolos para ellos mismos o a punto de morderlo.
—Haces que suene horrible.
—Ay, Ermine, podía ser incluso peor, te lo aseguro. No me extraña que tantas mujeres escogiesen la prostitución. Quiero decir que el matrimonio era sólo otra versión de la lucha por el poder, una arena en la que marido y mujer peleaban por la supremacía sobre el otro. El hombre esgrimía la cachiporra económica, la mujer escondía su arma secreta entre las piernas.
Otra vez, la carcajada fue general. El anciano en su catre, de nombre Sartorilrvrash, se defendía roncando.
—Hace mucho que la tuya dejó de ser secreta —dijo Trockern.
Cuando una ciudad se volvía demasiado multitudinaria para alguien, no le costaba mucho encontrar otro geonauta y cambiar de rumbo. Había muchas otras ciudades ambulantes, y las alternativas eran numerosas. A cierta gente le gustaba seguir la huella de los largos días de luz; otros viajaban en busca de escenarios espectaculares; otros sentían nostalgia del mar o del desierto. Cada entorno ofrecía una experiencia distinta.
Y esas experiencias eran a su vez distintas de las del pasado. La gente ya no chillaba. Los ágiles cerebros habían aprendido a conducir sus emociones hacia senderos de modestia, subordinadas pero nunca sometidas a Gaia, el espíritu de la Tierra. Gaia no pretendía poseerlos, tal como lo hicieran antaño sus dioses imaginarios. La propia gente era parte de ese espíritu. Tenían una visión.
Por consiguiente, la muerte dejó de jugar el papel crucial de Gran Inquisidora de los asuntos humanos. Ahora no era más que un elemento más en la hogareña contabilidad de los hombres: Gaia era una tumba común de la que siempre florecían ganancias frescas.
Existía, asimismo, un compromiso real con Heliconia. De espectadores, las mujeres y los hombres pasaron a ser actores. Cuando el Avernus dejó de enviar imágenes, cuando los auditorios en forma de concha quedaron yermos, el nexo empalico se hizo aún más fuerte. En cierto sentido, la raza humana —la mente humana— surcó el espacio para convenirse en el ojo de la Escrutadora Original, compartiendo su fuerza con los distantes camaradas de aquel otro planeta.
Cierto, nadie sabía lo que el futuro podía deparar a esta extensión espiritual del ser.
Al aceptar un papel para ellos cómodo y adecuado, los terrestres volvían a ingresar en el círculo mágico de la existencia. Habían abandonado sus antiguas codicias. El mundo era suyo, y ellos eran del mundo.
Cuando atardecía, Ermine dijo:
—Hablando del amor como acto político, no es una idea fácil de asimilar. Pero, ¿cómo era ese arreglo legal al que se sometían los de la antigua raza cuando su matrimonio se rompía? ¿No le pasó algo así a Jandol-Anganol? Eso es, un divorcio. Era una discusión acerca de las posesiones, ¿verdad?
—Y acerca de la propiedad de los hijos —dijo Shoyshal—. He ahí un ejemplo perfecto de amor mezclado con cuestiones económicas y políticas. No entendían todavía que no se puede escapar al azar. Ése es uno de los caprichos que mantienen a Gaia siempre joven.
Trockern señaló al geonauta a través de la ventana:
—No me sorprendería que Gaia los hubiese enviado para sobrevivimos —dijo con aire de burlona pesadumbre—. Después de todo, los geonautas son más hermosos y funcionales que nosotros… exceptuando a los presentes, por supuesto.
Cuando las estrellas cubrieron el firmamento, los tres bajaron a tierra y caminaron a la par de su lenta habitación rodante. Ermine entrelazó sus brazos con los de los otros dos.
—El ejemplo de Heliconia nos permite juzgar cuántas de las vidas de la antigua raza fueron arruinadas por la territorialidad y la ambición de poseer a los seres amados. Aun al precio de matar el amor. Al menos, el invierno nuclear nos libró de esa clase de territorialidad. Hemos despertado a una forma de vida superior.
—Me pregunto si no habrá defectos en nosotros que no sabemos reconocer —dijo Trockern, y rió.
—Una pregunta fácil de responder en tu caso —dijo, picara, Ermine. Él le mordió la oreja. Dentro de la habitación, Sartorilrvrash se desperezó en el catre y gruñó como si aprobase aquel mordisco, como si también soñase con morder ese lóbulo sonrosado. Era la hora en la que solía despertar para deleitarse con la oscuridad tropical.
—Eso me recuerda —dijo Shoyshal, mirando las estrellas— que si mi teoría del azar es acertada, podría explicar por qué la antigua raza no encontraría otras formas de vida allí ajuera, salvo Heliconia, claro. Heliconia y la Tierra fueron afortunadas. Éramos proclives al accidente. En los restantes planetas, todo ocurrió de acuerdo a algún tipo de planificación geofísica. Resultado: no ocurrió nada. Ninguna historia que contar.
Durante un rato, quedaron absortos en las distancias infinitas del cielo.
Por fin, Trockern dejó escapar un suspiro:
—Siento una felicidad muy intensa cada vez que contemplo la galaxia. Me sucede siempre. Por un lado, las estrellas me recuerdan que toda la maravillosa complejidad del universo orgánico e inorgánico se resume en unas pocas leyes físicas de pavorosa sencillez…
—Y desde luego te alegra que las estrellas sean la excusa perfecta para un discurso… —dijo Shoyshal, imitando sus gestos.
—Y por otro lado, querida, por otro lado… Verás, me alegro de ser más complejo que un gusano o que un moscardón y, por tanto, capaz de admirar la belleza que encierran esas pocas, pavorosas leyes físicas.
—Todos esos rumores antiguos acerca de Dios —dijo Shoyshal— hacen que te preguntes qué podrían tener de cierto. Tal vez Dios sea en efecto un vejete aburrido con el que nadie querría vérselas ni muerto…
— … que empolla eternamente un universo de planetas cubiertos de arena…
— … mientras cuenta los granos uno a uno —concluyó Ermine.
Riendo, tuvieron que acelerar el paso para alcanzar la lenta habitación rodante.
Pasaron los años. Era muy sencillo. Todo lo que uno tenía que hacer era tirar de las cadenas y los años iban pasando. Y la Rueda iba rodando por el firmamento estrellado.
La desesperación se trocó en resignación. Mucho después llegaría la esperanza, humildemente, sin fanfarrias, igual que la aurora. La naturaleza de las inscripciones en la gran pared exterior se fue modificando. Empezaban a aparecer imágenes de mujeres desnudas, votos y alardes referentes a nietos, viejos temores conyugales. Aparecieron calendarios que contaban los años finales, cuyas cifras crecían a medida que menguaban los décimos.
Pero seguía habiendo sentencias religiosas, a veces repetidas obsesivamente cada pocos metros hasta que, muchos décimos después, el escriba agotaba su empeño. Una de las que habían despertado la curiosidad de Luterin rezaba: toda la sabiduría del mundo ha existido.
SIEMPRE: BEBED A FONDO DE ELLA PARA QUE PUEDA AUMENTAR.
En cierta ocasión, mientras tiraba de sus cadenas junto con el resto de los invisibles inquilinos al son de las trompetas y el chirriar de los piñones, Luterin percibió una tenue luminosidad en la celda. Continuó afanándose. Hora a hora, la masa de la Rueda se desplazaba casi diez centímetros, pero hora a hora aumentaba aquella luminosidad. Un halo de semiluz ambarina se abría paso.
Se creyó en el paraíso. Despojándose de sus pieles, haló de la cadena con redoblado vigor, animando a sus sordos compañeros a que lo imitasen. Hacia el final del período diario de doce horas y media, la pared anterior de la celda se había deslizado lo bastante como para dejar entrever una mínima rendija de luz. La celda se llenó de una sustancia sagrada que aleteó y se expandió hasta los últimos rincones. Luterin cayó de rodillas y se cubrió los ojos, presa del llanto y la risa.
Aún no había finalizado la jornada laboral cuando la totalidad de la rendija apareció en la pared exterior. Medía 240 milímetros de ancho… e indicaba que a partir de aquel punto faltaba medio año pequeño para que la celda se abriese bajo los muros del monasterio de Bambekk. En letras concisamente grabadas en el granito se podía leer:
os queda sólo medio año de retiro del mundo:
INTENTAD SACARLE EL PROVECHO DEBIDO.
La ventana había sido excavada en la gruesa pared de roca. Resultaba difícil calcular la distancia que recorría el hueco antes de convertirse en una ventana que daba al exterior. Se podían ver los barrotes que la sellaban al fondo y, a través de ellos, un árbol lejano, un caspiarneo sacudido por una tormenta de viento.
Luterin miró hacia afuera durante largo tiempo antes de retroceder hasta la litera y sentarse a observar la belleza que lo rodeaba. La rendija estaba medio taponada por escombros y permitía que se filtrase una preciosa calidad lumínica que inundaba de cambiantes y hermosos fluidos todo el espacio de la celda. Era como si toda la luz del mundo vertiese bendiciones sobre su cabeza. Ante él danzaban las iluminaciones más brillantes junto con sombras exquisitas que teñían los rincones del modesto habitáculo de matices nunca vistos en el mundo de fuera. Se embebió del éxtasis de volver a sentirse una criatura biológica viva.
—¡Insil! —exclamó—. ¡Volveré!
No trabajó durante la jornada siguiente sino que se quedó observando cómo el esfuerzo ajeno desplazaba la gloriosa ventana a lo largo de la pared exterior. Tampoco tiró de la cadena al día siguiente y cuando la Rueda se detuvo sólo quedaba de la ventana una pequeña ranura. Pero incluso esa ranura bastaba para que la exquisita luminosidad perlada llenase de vida su aislamiento. Cuando, durante el cuarto día, también esa hendidura desapareció —seguramente para delicia del vecino—, Luterin se sintió desolado.
Este hecho marcó el inicio de un período de dudas internas. Su deseo de libertad se trocó en temor a lo que podría encontrar afuera. ¿Qué habría sido de Insil? ¿Habría abandonado el lugar que tanto odiaba?
Y su madre. Quizás había muerto ya. Resistió como pudo el impulso de sumergirse en el pauk para conocer la respuesta.
Y Toress Lahl. Bueno, había atinado a liberarla. Tal vez estuviera de regreso en su Borldoran natal.
¿Y la situación política? ¿Haría cumplir el nuevo Oligarca todos los edictos del antiguo? ¿Habría continuado la matanza de phagors? ¿Y las disputas entre Iglesia y Estado?
Se preguntó cómo lo tratarían cuando abandonase su encierro. Quizá lo esperase un pelotón de ejecución. La vieja pregunta volvía a aguijonearlo, a pesar de los casi diez años pequeños que había tenido para resolverla: ¿qué era, santo o pecador? ¿Héroe o criminal? No cabía duda de que había perdido todo derecho a reclamar el puesto de Guardián de la Rueda.
Empezó a hablar con una mujer imaginaria, desarrollando una elocuencia que nunca había demostrado ante nadie.
—¡Qué enmarañada es la vida para los humanos! Para un phagor debe de ser mucho más sencilla. No hay duda o esperanza que los atormenten. Cuando eres joven, vives en la perpetua ilusión de que, tarde o temprano, algo maravilloso te sucederá; de que, trascendiendo las limitaciones paternas, encontrarás a una mujer fantástica y que sabrás serlo para ella. Al mismo tiempo, estás seguro de que en la infinita espesura de las posibilidades, en los densos bosques de las opiniones encontradas, hay un algo vital que merece ser conocido…, conocido y aprendido. Que llegará el momento en que lo conoceremos y podremos transformar el misterio en un relato coherente. De tal modo que tu verdadera vida, el sentido de todas las cosas, emergerán de la bruma hacia la luz más pura, hacia la comprensión total. Pero no es así para nada. Y si no lo es, ¿de dónde entonces, para inquietud y tortura nuestra, habremos sacado la idea? Durante todo el tiempo que he estado aquí… todos los pensamientos que se han volado…
Tiraba con devoción de cada sección de cadena que se le presentaba en aquella inacabable sucesión de cadenas. Los días pasaban en el calendario de piedra. Pronto llegaría ese día imposible en el que podría moverse libremente otra vez entre los demás seres de su especie. Cualquiera que fuese su destino, rogó al Azoiáxico que le permitiera volver a hacer el amor con una mujer. En su imaginación, Insil ya no estaba lejos.
El viento venía del norte, trayendo consigo el aire viciado de los eternos hielos polares. Muy pocas cosas podían vivir bajo esta atmósfera. Incluso las robustas hojas de los caspiarneos se apretaban como velas contra los troncos cuando el viento arreciaba.
Los valles se llenaban de nieve, que formaba un espeso tapiz. Año a año, decrecía la luz.
Un sendero cubierto llevaba ahora hasta la capilla del rey Jandol Anganol. Estaba precariamente formado por ramas caídas pero permitía llegar hasta la puerta hundida. Por primera vez en varios siglos, alguien habitaba la capilla. Una mujer y un niño se acurrucaban en una esquina, junto a la estufa. La mujer mantenía la puerta cerrada con llave y había disimulado la estufa para evitar que su luz fuese vista desde fuera. No tenía derecho a vivir allí.
Alrededor de la capilla había dispuesto algunas trampas que encontró en la sacristía. Con los animales pequeños que atrapaba tenían alimento suficiente y en muy contadas ocasiones se atrevía a mostrarse por la aldea de Kharnabhar, a pesar de tener allí un buen amigo que vendía pescado llegado de la costa, ya que la vieja ruta que ella había recorrido seguía abierta a pesar del mal tiempo. La mujer había enseñado a su hijo a leer. Escribía para él las letras del alfabeto en el polvo o le mostraba los signos que aparecían en las escrituras. Le explicó que letras y palabras eran dibujos de cosas ideales, algunas de las cuales existían o podían existir mientras que otras no deberían existir jamás. Intentaba imbuir conceptos morales en la lectura, aunque también inventaba historias tontas con las que reían ambos.
Cuando el niño dormía, ella leía para sí. No dejaba de admirarla el hecho de que la presencia que presidía el edificio fuese un hombre de su ciudad natal, Oldorando. Sus vidas se unían de un modo extraño, a través de los siglos y las millas. Él se había retirado allí para hacer penitencia y arrepentirse de sus pecados. Ya entrado en años, se le había unido una singular mujer de Dimariam, un lejano país de Hespagorat. Ambos habían dejado diversos documentos, que ella leía durante horas. A veces llegaba a sentir la inquieta presencia del rey a su lado.
Con el paso de los años, la mujer le contaría la historia del rey a su hijo.
—Este malvado de Jandol Anganol hizo mucho daño en el país donde nació tu madre. Era un hombre religioso y, sin embargo, liquidó su religión. Pero le costaba vivir bajo el peso de esa terrible contradicción. De modo que vino a Kharnabhar y pasó diez años pequeños dentro de la Rueda, igual que el que es tu padre… Jandol Anganol dejó a dos reinas en su país al venir aquí. Y a pesar de que debe de haber sido muy malvado, los de Sibornal lo creen un santo. Después de salir de la Rueda, se reunió con la mujer de Dimariam de la que te he hablado. Como yo, ella era médica. Bueno, parece que fue muchas otras cosas también; hasta comerciante o mercader. Se llamaba Immya Muntras. Sintió la llamada de la religión y fue en busca del rey, quizá para brindarle consuelo en su vejez. Estuvo a su lado. Eso no es nada malo… Muntras sabía muchas cosas que le parecían muy importantes. ¿Ves?, es aquí donde las escribió, hace mucho tiempo, durante el Gran Verano, cuando la gente pensaba que el mundo acabaría, tal como piensan ahora… Esta señora Muntras tenía información acerca de un hombre que había llegado a Oldorando procedente de otro planeta. Parece extraño, pero he visto tantas cosas extrañas a lo largo de mi vida que estoy dispuesta a creerle. Los restos de la señora Muntras están enterrados en la antecapilla, junto a los del rey. Éstos son sus papeles… Lo que aprendió del hombre de otro planeta tenía que ver con la plaga. El extraño le explicó que la Muerte Gorda era necesaria puesto que la metamorfosis y los cambios metabólicos que atravesaban los supervivientes les permitían soportar mejor el invierno. Sin esa metamorfosis, los humanos no podían seguir con vida durante la época más cruda del Invierno Weyr… Los portadores de la plaga son unas garrapatas que viven en los phagors y se transmiten a hombres y mujeres. Al picarte la garrapata, adquieres la enfermedad. La plaga te provoca la metamorfosis. Por lo tanto, el hombre necesita de los phagors para sobrevivir al Invierno Weyr… La señora Muntras intentó enseñar todo esto en Kharnabhar. Sin embargo, siguen matando phagors y el Estado hace todo lo posible para mantener alejada la plaga. Sería mucho mejor avanzar en conocimientos médicos, a fin de ayudar a más gente a sobrevivir a la plaga.
Así solía hablar la mujer, escrutando la cara de su hijo en la semioscuridad.
El niño la escuchaba. Luego iba a jugar con los tesoros que contenían los estuches otrora pertenecientes al malvado monarca.
Una tarde, mientras jugaba como de costumbre y su madre leía junto al fuego, en la puerta de la capilla sonaron unos golpes.
Al igual que las lentas estaciones, la Gran Rueda de Kharnabhar siempre completaba sus ciclos.
Y por fin lo hacía así para Luterin Shokerandit. La celda en la que había vivido volvía a abrirse. Sólo una pared de 0,64 metros la separaba de la precedente, en la que un nuevo voluntario podía estar ingresando en aquel mismo instante para remar durante diez años en la oscuridad e impulsar a Heliconia hacia la luz.
Guardias apostados en la luminosa salida lo ayudaron a abandonar su lugar de reclusión. En lugar de liberarlo, lo condujeron suavemente hacia arriba por una escalerilla de caracol. La luz se hacía cada vez más brillante; Luterin cerró los ojos y tragó saliva.
Lo condujeron a una pequeña habitación en el monasterio de Bambekk. Allí lo dejaron y durante un rato hubo de permanecer solo. Luego entraron dos esclavas, mirándolo por el rabillo del ojo, seguidas de esclavos que portaban una tina, agua caliente, un espejo de plata, toallas, utensilios para afeitarse y ropa limpia.
—Por cortesía del Guardián de la Rueda —dijo una de las mujeres—. No todos los remeros reciben este trato, puedes estar seguro de ello.
Recién al llegarle el aroma del agua y las hierbas se dio cuenta Luterin de lo mal que olía, de cómo se le habían pegado los hedores metanosos de la Rueda. Permitió que las mujeres lo despojasen de sus harapientas ropas. Lo condujeron a la tina. Mientras le lavaban brazos y piernas, se concentró en las gloriosas sensaciones que lo rodeaban. Cada ínfimo detalle amenazaba con sobrepasarlo. Había estado casi muerto.
Lo cubrieron de polvos, lo secaron y le pusieron ropa nueva y abrigada.
Lo llevaron hasta la ventana para que mirase afuera, aunque al principio la luz lo cegó.
Ante sus ojos apareció, desde una gran altura, la aldea de Kharnabhar. Vio casas enterradas en la nieve casi hasta el techo. Lo único que se movía era un trineo tirado por tres yelks y dos aves que volaban en círculos a gran altura, recreando en el cielo el espectro eterno de la rueda.
La visibilidad era buena. Una tormenta de nieve estaba amainando y las nubes se desplazaban hacia el sur, dejando atrás densos claros azules. Todo era muy brillante. Luterin tuvo que desviar la vista y cubrirse los ojos.
—¿Qué día es hoy? —le preguntó a una de las mujeres.
—Vaya, estamos en 1319 y mañana es Myrkwyr. Ahora, ¿qué tal si te afeitamos esa barba y te quedas unos mil años más joven?
Su barba había crecido como un hongo en la penumbra. Estaba veteada de gris y le llegaba al ombligo.
—Cortadla —dijo—. No tengo ni veinticuatro años. Todavía soy joven, ¿no?
—Tengo entendido que hay gente mayor que eso —dijo la mujer, acercándose tijera en mano. Luego lo conducirían ante el Guardián de la Rueda.
—No será más que una audiencia formal —le dijo el ujier que lo escoltaba a través del laberíntico monasterio. Luterin tenía poco que decir. Las nuevas impresiones que se amontonaban dentro de él superaban su capacidad receptiva; no podía dejar de pensar que en otro tiempo había estado convencido de que él sería el próximo Guardián.
Tampoco habló cuando por fin lo dejaron al final de lo que le pareció una inmensa sala. En el extremo opuesto, el Guardián ocupaba un trono de madera flanqueado por muchachos con indumentaria religiosa. El dignatario hizo señas a Luterin de que se aproximara.
Éste avanzó con cautela por el espacio luminoso, contando con cierto temor reverencial la cantidad de pasos que lo separaban del trono.
El Guardián, un hombre corpulento, estaba envuelto en una túnica de color púrpura. Su rostro parecía a punto de estallar. Como la túnica, también era púrpura; gruesas venas le surcaban las mejillas y la nariz como si fueran vides. Sus ojos eran acuosos, sus labios estaban húmedos. Luterin, que había olvidado que existían rostros como aquél, lo estudió con curiosidad mientras, a su vez, también él era estudiado.
—Inclínate —le susurró uno de los monaguillos, así que se inclinó.
El Guardián habló con voz estrangulada:
—Te encuentras otra vez entre nosotros, Luterin Shokerandit. Durante los últimos diez años has estado bajo el cuidado de la Iglesia… De lo contrario, tus enemigos te habrían envenenado en venganza por tu parricidio.
—¿Quiénes son mis enemigos?
Los ojos acuosos se escurrieron tras los pliegues palpebrales:
—Oh, el asesino del Oligarca tiene enemigos por todas partes, oficiales y extraoficiales. Pero también lo eran de la Iglesia, en general. Seguiremos haciendo todo cuanto podamos por ti. En cierto modo, es como si, personalmente, te debiéramos algo… —rió—. Podríamos ayudarte a salir de Kharnabhar.
—Yo no quiero irme de Kharnabhar. Es mi hogar. —Mientras hablaba, los ojos acuosos no lo miraron a los ojos sino a la boca.
—Siempre puedes cambiar de idea. Ahora debes presentarte al Maestro de Kharnabhar. Recordarás que los cargos de Maestro y Guardián de la Rueda estaban fundidos en uno. El cisma entre Iglesia y Estado los ha separado.
—Señor, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Hazla.
—Hay muchas cosas que debo entender… ¿Me considera la Iglesia un santo o un pecador?
El Guardián se aclaró la garganta con esfuerzo:
—La Iglesia no puede condonar el parricidio, o sea que, oficialmente, eres un pecador. ¿Podría haber sido de otro modo? Deberías haberlo resuelto, imagino, durante los diez años de encierro… No obstante, personalmente y de manera extraoficial…, me atrevería a decir que libraste al mundo de un villano y yo, al menos, te considero un santo. —Volvió a reír.
De modo que éste debe de ser uno de mis enemigos extraoficiales, pensó Luterin. Se inclinó y comenzaba a alejarse cuando el Guardián volvió a llamarlo.
El hombre se puso de pie:
—¿No me reconoces? Soy el Guardián de la Rueda Ebstok Esikananzi. Ebstok…, un viejo amigo. En otro tiempo pretendiste la mano de mi hija Insil. Como puedes ver, he ascendido a un cargo importante.
—Si mi padre viviera, nunca habrías llegado a ser Guardián.
—¿A quién debemos culpar por ello? Agradece que me sienta agradecido.
—Gracias, señor —dijo Luterin y abandonó la augusta presencia, preocupado por el comentario acerca de Insil.
No tenía idea de qué tenía que hacer para presentarse al Maestro de Kharnabhar; sin embargo, el Guardián Esikananzi lo había dispuesto todo. Un esclavo con levita esperaba a Luterin al pie de un trineo dotado de abrigadas pieles contra el frío.
La velocidad del trineo lo abrumaba, y también el tintineo de las campanillas de los arreos. En cuanto el vehículo se puso en marcha, cerró los ojos y se agarró con fuerza. Voces parecidas al canto de los pájaros y la melodía de los patines sobre el hielo le trajeron reminiscencias de algo… No estaba seguro de qué.
El aire estaba quebradizo. Por lo poco que había podido ver de Kharnabhar, los peregrinos parecían haberse marchado. Todo se le antojaba más triste y empequeñecido de cómo lo recordaba. Algunas luces brillaban en las ventanas superiores o en las tiendas que permanecían abiertas, pero él seguía sin acostumbrarse a la luz. Se echó hacia atrás, tratando de ordenar sus recuerdos de Ebstok Esikananzi. Conocía a este compinche de su padre desde la infancia y nunca le había resultado simpático; para él, Ebstok era el responsable del carácter amargo de Insil.
El trineo se sacudía y traqueteaba y sus campanillas repicaban alegremente. Detrás de su sonido latoso se iba imponiendo el de una campana más pesada.
Hizo un esfuerzo por mirar el camino.
En aquel momento atravesaban una gran puerta que reconoció de inmediato, así como la caseta de guardia que apareció detrás. Había nacido allí. Acantilados de nieve de tres metros de altura se elevaban a los lados de la senda. Recorrían, sí, ¡el Viñedo! Enseguida aparecieron los familiares tejados de la casa. Una campana de sonido inolvidable tañía más fuerte que nunca.
Shokerandit recibió un cálido aluvión de recuerdos de infancia: se vio bajando de un pequeño tobogán, corriendo hacia los peldaños del frente. Su padre estaba allí, por una vez en casa, sonriendo y con los brazos extendidos hacia él.
En la puerta había ahora un centinela armado. La puerta mantenía tres de sus secciones plegadas, formando una especie de garita para resguardo del centinela. Éste pateó los paneles centrales hasta que un esclavo abrió la puerta y se hizo cargo de Luterin.
En el salón sin ventanas, quemadores de gas flameaban contra el muro y el mármol recogía su destello. Comprobó de inmediato que el gran sillón vacío había desaparecido.
—¿Está mi madre aquí? —le preguntó al esclavo. El hombre lo miró boquiabierto y se limitó a abrir camino escaleras arriba. Sin emoción alguna, Luterin se dijo que también le habría correspondido ser Maestro de Kharnabhar además de Guardián de la Rueda.
Cuando el esclavo llamó, una voz al otro lado de la puerta lo invitó a pasar, de modo que entró en el antiguo estudio de su padre, esa habitación que tan a menudo había permanecido cerrada para él cuando era joven.
Un viejo sabueso gris, echado junto al fuego, gruñó amistosamente al entrar Luterin. Verdes leños silbaban y ardían en la chimenea. La habitación olía a humo, a orina canina y a algo semejante a polvos faciales. Al otro lado de los gruesos cristales de la ventana se extendían la nieve y el infinito universo inarticulado.
Un secretario de cabello cano, cuyas herrumbrosas vértebras lumbares se habían doblado hasta darle el aspecto de un bastón torcido, se le aproximó. Movió los labios en señal de saludo y ofreció a Luterin, sin mayor ceremonia ni cordialidad, un asiento cercano.
Luterin se sentó. Su mirada viajaba por la habitación, todavía atiborrada de las pertenencias paternas. Reconoció las antiguas mechas de pedernal y de fósforo, las pinturas y el plato, los parteluces y sofitos, las bóvedas y contrafuertes. Los lepismas y las carcomas desarrollaban allí su labor a conciencia. Sobre el escritorio del secretario había un polvillo plateado que debía de haber caído poco antes del techo.
El secretario había apoyado un codo cerca del revoque caído.
—En este momento el Maestro está ocupado con la ceremonia de Myrkwyr. No creo que tarde mucho —dijo el secretario. Al cabo de una pausa, añadió, mirando tímidamente a su interlocutor—: Supongo que no me reconoces.
—Hay demasiada luz aquí.
—Pero si soy el antiguo secretario de tu padre, Evanporil. Ahora estoy a las órdenes del Maestro.
—¿Extrañas a mi padre?
—Es difícil de decir. Me limito a mis labores administrativas —dijo, repentinamente sumido en el papelerío de su es entono.
—¿Sigue aquí mi madre?
El secretario alzó brevemente la mirada:
—Sigue aquí, sí.
—¿Y Toress Lahl?
—No reconozco ese nombre, señor.
El silencio de las habitaciones se llenó con un seco crepitar de papeles. Luterin se incorporó, levantándose cuando se abrió la puerta. Un hombre alto y delgado, de cara angosta y patillas rojizas, entró en la habitación, campanilla al cinto. Se detuvo allí, enfundado en un hidrán negro y marrón, con la vista clavada en Luterin. Luterin le devolvió la mirada, tratando de adivinar si se trataba de un enemigo oficial o extraoficial.
—Bueno…, parece que has regresado al mundo en el que causaste un revuelo considerable. Bienvenido. La Oligarquía me ha nombrado Maestro aquí, un cargo ajeno a los deberes eclesiásticos. Soy el representante del Estado en Kharnabhar. El clima ha empeorado tanto que la comunicación con Askitosh se hace cada vez más complicada. Nos encargamos de garantizar el abastecimiento de alimentos desde Rivenjk, mientras que las conexiones militares son… algo débiles…
En ausencia de respuesta por parte de Luterin, el hombre alto había ido desgranando una oración tras otra.
—Bueno, intentaremos cuidar de ti, aunque no creo que puedas volver a vivir en esta casa.
—Es mi casa. —No. Tú no tienes casa. Ésta es la casa del Maestro y siempre lo ha sido.
—De modo que mi acto te ha beneficiado en mucho.
—Existe el beneficio en el mundo, sí. Es verdad.
Siguió un espeso silencio. El secretario se acercó con dos copas de yadahl, Luterin aceptó una, cegado por la belleza de sus destellos de rubí, pero no pudo beber.
El Maestro permaneció en pie, un tanto rígido, dejando entrever cierto nerviosismo mientras apuraba la copa.
—Sí —dijo al fin—, has estado apartado del mundo un largo tiempo. ¿He de creer que no me reconoces?
Luterin calló.
Con un leve gesto de irritación, el Maestro dijo:
—Por la Escrutadora, sí que eres callado… Yo fui tu comandante, el Arcipreste Militante Asperamanka. ¡Creía que los soldados nunca olvidaban a sus jefes de combate!
Luterin habló al fin:
—Ah, Asperamanka… «Déjalos desangrarse un poco»… Sí, ahora te recuerdo.
—No resulta fácil olvidar cómo, bajo el control de tu padre, la Oligarquía destruyó mi ejército para proteger a Sibornal de la plaga. Tú y yo fuimos de los pocos que sobrevivimos a la matanza.
Bebió un largo sorbo de yadahl y empezó a pasearse por la habitación. Ahora Luterin reconocía los iracundos surcos que le cruzaban el ceño.
Luterin se puso de pie:
—Quisiera hacerte una pregunta. ¿Qué soy para el Estado, un santo o un pecador?
El Maestro golpeteó el cristal de su copa con las uñas:
—Tras la… muerte de tu padre, el desorden se apoderó de las naciones sibornalesas. Aunque ya se han acostumbrado a obedecer leyes duras, las leyes que nos permitirán hacer frente al Invierno Weyr, entonces no fue así. Para serte franco, había cierta animadversión hacia el Oligarca Torkerkanzlag II. Sus edictos no eran lo que se dice populares… De modo que la Oligarquía hizo circular el rumor, ideado por mí, de que te habían entrenado para asesinar a tu padre, que había escapado a todo control. Reforzaron la idea de que te habían salvado de la masacre de Koriantura por ser el elegido para esa tarea. El rumor incrementó nuestra popularidad y nos permitió sortear un momento difícil.
—Envolvisteis mi crimen en una mentira.
—Nos limitamos a darle alguna utilidad a un acto inútil. Como resultado de ello, el Estado te reconoció oficialmente como…, ¿por qué has dicho «santo»?…, como un héroe. Eres parte de la leyenda. Aunque, si te soy sincero, he de decirte que personalmente te considero un pecador de la peor calaña. No he perdido mis convicciones religiosas en lo que respecta a ciertos asuntos.
—¿Es, pues, la convicción religiosa la que te ha animado a instalarte en Kharnabhar?
Asperamanka sonrió y tiró de su barba:
—Tengo gran nostalgia de Askitosh. Pero surgió la oportunidad de gobernar esta provincia y no la dejé escapar… Como héroe de leyenda, como figura histórica que eres, debes aceptar mi hospitalidad por esta noche. Huésped, y no prisionero.
—¿Mi madre?
—La tenemos aquí. Está enferma. Quizá no te reconozca más que lo que tú me has reconocido a mí. Dado que eres una especie de héroe en Kharnabhar, quisiera que estuvieses conmigo durante la ceremonia pública del Myrkwyr. Mañana. También nos acompañará el Guardián. La gente podrá comprobar que no te hemos hecho ningún daño. Será el día de tu rehabilitación. Habrá un festín.
—Dejaréis que me alimente un poco…
—No te entiendo. Después de la ceremonia, haremos todo cuanto desees. Quizá te interese salir de Kharnabhar y vivir en un sitio menos remoto.
—Lo mismo me sugirió el Guardián.
Fue a ver a su madre. Lourna Shokerandit yacía en cama, frágil e inmóvil. Como Asperamanka se lo había anticipado, Lourna no reconoció a su hijo. Aquella noche, Luterin soñó que había vuelto a la Rueda.
El día siguiente se inició con gran bullicio y tintinear de campanillas. Extraños aromas culinarios reptaron hasta donde descansaba Luterin. Reconoció olores pertenecientes a platos que en otro tiempo le habrían apetecido. Ahora añoraba el sencillo rancho que tanto había aborrecido, aquellas raciones que bajaban rodando por los canalones de la Rueda.
Vinieron esclavos a lavarlo y vestirlo. Se dejó hacer, pasivamente.
La sala estaba llena de desconocidos. Los miró desde la balaustrada, incapaz de decidirse a bajar. La excitación lo abrumaba. El Maestro Asperamanka subió hasta donde se encontraba y le dijo, tomándolo por el brazo:
—No pareces feliz. ¿Qué puedo hacer por ti? Es importante que la gente compruebe que hoy te complazco.
El público del salón se amontonaba afuera, de donde llegaba el fuerte sonido de los cascabeles. Luterin callaba. Podía oír el bramido del viento, al igual que en la Rueda.
—De acuerdo, pues. Al menos, compartiremos el vehículo y al vernos la gente pensará que somos amigos. Iremos al monasterio, donde nos reuniremos con, el Guardián, mi esposa y numerosos dignatarios de Kharnabhar. —Hablaba animadamente y Luterin no lo escuchaba, concentrado como estaba en la complicada operación de bajar un tramo de escalones. Recién al dejar atrás la puerta de entrada y cuando estaban a punto de subir al trineo que se había adelantado para llevarlos, el Maestro dijo con tono cortante:
—No llevarás ninguna arma contigo, ¿verdad?
Luterin negó con la cabeza y subieron al trineo, donde unos esclavos los cubrieron con pieles. Partieron hacia la ventisca entre blancos acantilados de nieve.
Al doblar hacia el norte, sintieron la cuchilla del viento en el rostro. A los veinte grados de helada había que añadir la gélida acción del aire. Pero el cielo estaba despejado y, a medida que se adentraban en la desierta aldea, una gran mole irregular surgió de la bruma hasta dominar por completo el monte Kharnabhar.
—Shivenink, la tercera cumbre del planeta —dijo Asperamanka, señalando el pico—. ¡Qué sitio! —agregó con disgusto.
Por un instante, pudieron ver las desnudas paredes veteadas de la imponente mole; luego, la fantasmal presencia que dominaba todo aquel valle volvió a sumirse en brumas.
Los pasajeros fueron conducidos a través del serpenteante camino hasta las puertas del monasterio de Bambekk. Accedieron al recinto y se apearon del trineo. Asistidos por esclavos, entraron en las abovedadas salas, donde numerosas personas de aspecto oficial parecían esperarlos.
A una señal, comenzaron a subir una serie de escalinatas. Luterin apenas prestaba atención al camino. No dejaba de estar pendiente de un profundo rumor que hacía vibrar el monasterio entero. Obsesivamente, trató de imaginar cada rincón de su celda, cada una de las marcas de las paredes.
La comitiva llegó por fin a una sala en lo alto del monasterio. Era de contorno circular, y dos tapices, uno blanco y el otro negro, cubrían el suelo. Estos tapices se hallaban separados por una banda de hierro que atravesaba la sala, partiéndola por la mitad. Una débil lámpara de biogás la iluminaba. De cara al sur había una ventana, pero una pesada cortina la cubría.
La cortina llevaba bordada la imagen de la Gran Rueda impulsada a través de los cielos por sus remeros, cada uno de los cuales ocupaba una pequeña celda de su perímetro, vestía cerúleas ropas y sonreía feliz.
Por fin comprendo el significado de esas sonrisas, pensó Luterin.
En el extremo opuesto de la sala, un grupo de músicos ejecutaba solemnes y armoniosas piezas. Lacayos iban y venían con sus bandejas repletas de bebidas, que ofrecían a los presentes.
En determinado momento apareció el Guardián Esikananzi, alzando graciosamente la mano a modo de saludo. Sonriente, inclinándose a medias ante todos, se dirigió solemnemente hacia donde se encontraban el Maestro de Kharnabhar y Luterin.
Después de los saludos de rigor, Esikananzi preguntó a Asperamanka:
—¿Está nuestro amigo algo más sociable esta mañana? —Al recibir una negativa, le dijo a Luterin, en un alarde de ingenio:—Bueno, tal vez lo que veas ahora te suelte un poco la lengua.
Los dos hombres fueron paulatinamente abordados por los concurrentes y Luterin pudo abandonar el centro del grupo. Una mano le tocó la manga. Se dio vuelta y chocó con un par de ojos muy abiertos. Una mujer delgada de semblante circunspecto se le había acercado y lo observaba con un asombro que tanto podía ser fingido como real. Vestía una sobria túnica rojiza cuyo ruedo llegaba hasta el suelo, mientras que un lazo ornaba su escote. A pesar de estar cerca del ecuador de su vida y tener el rostro más escuálido que antaño, Luterin la reconoció de inmediato.
Murmuró su nombre.
Insil asintió como si confirmara sus sospechas y dijo:
—Me comentaron que te comportabas de un modo extraño y que te negabas a reconocer a la gente. ¡Qué costumbre ésta la de mentir! Y para ti, Luterin, qué desagradable ha de ser regresar de entre los muertos para volver a mezclarte con la misma chusma mendaz, todos un poco más viejos, más codiciosos…, más asustados. ¿Cómo me encuentras, Luterin?
A decir verdad, su voz se había agriado, su boca parecía más torva. Se sorprendió de la cantidad de joyas que llevaba encima: en las orejas, en los brazos, en los dedos.
Pero lo más sorprendente eran sus ojos. Habían cambiado. Las pupilas parecían enormes… Una señal de atención, pensó. Al no poder distinguir el blanco de sus ojos, pensó, admirado, que aquellos iris reflejaban la profundidad del alma de Insil.
Pero dijo, con ternura:
—¿Dos perfiles en busca de una cara?
—Lo había olvidado. La vida en Kharnabhar se ha ido estrechando con el correr de los años: es cada vez más sucia, más triste y artificial. Como cabía esperar. Todo se estrecha. Incluidas las almas. —Y frotó sus manos en un gesto que Luterin no recordaba.
—Pero tú estás viva, Insil. No recordaba que fueras tan hermosa —dijo con forzada sinceridad, consciente de las presiones que pretendían volver a hacer de él un ser social. Y al tiempo que luchaba con la dificultad de iniciar una conversación, sentía despertar en su interior reflejos antiguos, incluida su costumbre de ser cortés con las mujeres.
—No me mientas, Luterin. Se supone que la Rueda convierte a los hombres en santos, ¿no es así? Habrás notado que no te he preguntado acerca de aquella experiencia.
—¿Te has casado, Insil?
La penetrante mirada de la mujer se intensificó. En voz baja, espetó su venenosa respuesta:
—¡Vaya tonto, claro que estoy casada! Los Esikananzi tratan mejor a sus esclavos que a sus solteronas. ¿Qué mujer iba a sobrevivir en este agujero sin venderse al mejor postor?
Golpeó el suelo con el pie:
—Ya hablamos de este glorioso tópico cuando tú eras uno de los candidatos.
Para Luterin, el diálogo corría demasiado aprisa:
—¡Venderte al mejor postor, Insil! Pero, ¿a qué te refieres?
—Tú te quitaste por completo de la lista cuando clavaste aquel cuchillo en ese papá tuyo que tanto reverenciabas… No creas que te culpo, teniendo en cuenta que fue él quien mató al hombre que acabó con mi preciada virginidad: tu hermano Favin.
Sus palabras, encadenadas con falso brillo a través de una sonrisa de compromiso dirigida a quienes la rodeaban, abrieron en Luterin una vieja herida. Muy a menudo, durante su encierro en la Rueda, había pensado en aquella cascada y en la muerte de su hermano. No conseguía entender cómo Favin, un joven oficial de promisorio futuro, había decidido dar ese salto fatal; una duda que las palabras del gossi de su padre no habían logrado disipar. Pero Luterin siempre había evitado dar con una respuesta factible.
Sin importarle quiénes de entre los concurrentes de pálidos labios los estaban mirando, Luterin la aferró del brazo:
—¿Qué insinúas acerca de Favin? Es bien sabido que se suicidó.
Ella se soltó con rabia y dijo:
—En nombre del Azoiáxico, no me toques. Mi marido está aquí; mirándonos, además. No puede existir nada entre nosotros, Luterin. ¡Vete! Tu sola presencia me lastima.
El miró en derredor, escudriñando a la muchedumbre. De pronto, a cierta distancia, se cruzó con un par de ojos adosados a un rostro alargado que lo miraban con franca hostilidad.
Luterin soltó su copa:
—Oh, Escrutadora… Asperamanka no…, ese oportunista no… —El líquido manchó de rojo el blanco tapiz.
Tras saludar con la mano a Asperamanka, Insil dijo:
—Hacemos buena pareja, el Maestro y yo. El quería emparentarse con una familia de abolengo. Yo quería sobrevivir. Nos complacemos a partes iguales. —Y cuando Asperamanka se volvió para continuar hablando con sus colegas, añadió viperinamente:—Todos esos hombres vestidos de cuero, perdiéndose monte adentro con sus animales…, ¿por qué les gustará tanto olerse mutuamente? Muy juntos, bajo los árboles, haciendo cosillas secretas, los hermanos de sangre. Tu padre, mi padre, Asperamanka… Favin no era como ellos.
—Me alegra que lo amaras. ¿No podríamos hablar en un lugar más apartado?
Ella declinó el ofrecimiento de consuelo:
—En qué miseria se trocó aquella breve felicidad… Favin no era de los que se adentraban en los caspiarneos con sus gruesos machos. Me llevaba a mí.
—Dices que mi padre lo mató. ¿Estás borracha? —De hecho, había cierta locura en su conducta. Estar con ella, repasar aquellas antiguas agonías…, era como si el tiempo se hubiera detenido. Era corno si un astroso y chirriante cajón se hubiera abierto y el secreto dignificase su banal contenido.
Insil apenas se molestó en negar con la cabeza:
—Favin tenía mil motivos para vivir… Yo, por ejemplo.
—¡Baja la voz!
—¡Favin! —gritó ella, y varias cabezas se giraron en su dirección. Empezó a abrirse paso a través de la concurrencia y Luterin la siguió—. Favin descubrió que las «partidas de caza» de tu padre eran en realidad viajes a Askitosh y que el Oligarca era él. Favin era pura integridad. Se enfrentó a tu padre. Y éste le disparó y lo arrojó barranco abajo, junto a la cascada.
Funcionarias que oficiaban de anfitrionas los interrumpieron y separaron. Luterin aceptó otra copa de yadahl pero tuvo que abandonarla en vista de lo mucho que le temblaban las manos. Poco después, se le presentó una nueva oportunidad de hablar con Insil, interrumpiendo a un religioso que departía con ella.
—Insil…, ¡sabes cosas terribles! ¿Cómo supiste lo de mi padre y Favin? ¿Estabas allí? ¿Es todo mentira?
—Claro que no. Lo descubrí más tarde…, mientras tú te escondías en la postración…, mediante mi método habitual, el fisgoneo. Mi padre lo sabía todo. El se alegraba, ya que la muerte de Favin era un castigo para mí… No podía creer lo que estaba escuchando. Mientras él se lo contaba a mi madre, ella reía. Aquello no podía ser cierto. Sin embargo, a diferencia de ti, no perdí el conocimiento durante un año…
—Y yo sin sospechar nada… Tan fatalmente inocente.
Ella le dirigió una de sus miradas superciliares. Sus iris parecían más grandes que nunca.
—Y sigues siéndolo. Oh, es tan evidente…
—¡Insil, resiste la tentación de enemistarte con todos!
Pero su mirada ya se había endurecido cuando dijo:
—Nunca me ayudaste en nada. Tengo la certeza de que los hijos conocen intuitivamente la verdadera naturaleza de sus padres y no se dejan engañar tan fácilmente por sus disfraces externos. Tú, intuitivamente, conocías la verdadera naturaleza de tu padre y simulaste estar muerto para escapar a su venganza. Pero, en verdad, fui yo la que murió entonces.
Asperamanka se acercaba.
—Nos encontraremos en el pasillo dentro de cinco minutos —dijo Insil apresuradamente. Luego, se volvió, sonrió y alzó con ligereza una mano.
Luterin se alejó. Apoyado contra una pared, luchaba con sus pensamientos:
—Oh, Escrutadora… —suspiró.
—Imagino que, tras tu soledad, las multitudes te resultarán abrumadoras —dijo amablemente alguien al pasar.
En realidad, sentía que en su interior todo estaba revuelto. Las cosas no habían sido, él no había sido, como había querido creer. Incluso su actuación en el campo de batalla… Aquello no había sido el fruto de la valentía sino un estallido de antiguos rencores. ¿No serían todas las batallas erupciones de frustración acumulada en lugar de actos deliberados de violencia? Comprendió que no sabía nada. Nada. Temeroso del saber, se había aferrado a la inocencia.
Recordó de pronto haber percibido el momento exacto de la muerte de su hermano. Favin y él habían sido muy unidos. Una tarde, sintió que la muerte de su hermano lo golpeaba psíquicamente, a pesar de que su padre la anunciaría como ocurrida al día siguiente. Esa ínfima discrepancia se había alojado en su joven conciencia, envenenándola. Intuía que llegaría el momento en que podría alegrarse de liberar a su organismo de ese veneno. Pero el momento no había llegado aún.
Le temblaron las piernas.
Sumido en aquel torbellino de pensamientos, estuvo a punto de olvidar a Insil. Temió por ella: su conducta era muy extraña. Se apresuró por llegar al pasillo indicado, a pesar de que también temía seguir escuchándola.
Engalanados dignatarios le fueron saliendo al paso, hilvanando categóricos comentarios referentes a la solemnidad de la ocasión, y de cuánto más duras serían las condiciones de allí en adelante. Mientras conversaban, devoraban pequeños canapés con la forma de diversas aves. Luterin pensó que ni sabía ni le importaba saber en qué consistía la ceremonia en la que se había visto envuelto.
La conversación se fue apagando y todos los ojos se dirigieron hacia el extremo opuesto de la sala.
Ebstok Esikananzi y Asperamanka subían una escalera en espiral que conducía a una galería superior.
Luterin aprovechó la oportunidad para ganar el pasillo. Insil se reunía con él un minuto después, el delgado cuerpo inclinado hacia adelante por efecto de la prisa. Con una pálida mano sostenía algunos pliegues de su falda para levantarla del suelo; sus joyas brillaban como la escarcha.
—He de ser breve —dijo, sin más preámbulos—. Me vigilan estrechamente, salvo cuando están bebidos o celebran sus ridículas ceremonias…, como ahora. ¿A quién le importa si el mundo se hunde en la negrura? Escucha, en cuanto podamos salir de aquí, irás a ver al pescadero de la aldea. Su tienda está al final de la calle Santidad.;Lo has entendido? No se lo digas a nadie. Como reza el dicho, «la castidad para las mujeres; para los hombres, la discreción». Sé discreto. —¿Y después qué, Insil? —Como cuando jóvenes, volvía a hacerle preguntas.
—Mi querido padre y mi querido marido planean quitarte de en medio. No te matarán, según he podido saber: no estaría bien mirado y además te deben eso al menos por haberlos librado oportunamente del Oligarca. Limítate a escurrirte después de la ceremonia y ve a la calle Santidad.
Él clavó su mirada impaciente en los hipnóticos ojos de ella.
—Y esa reunión secreta… ¿de qué tratará?
—Yo sólo soy el mensajero, Luterin. Supongo que no habrás olvidado el nombre de Toress Lahl.