I - LA ÚLTIMA BATALLA
Era tal la naturaleza de la hierba que aun a pesar del viento continuaba creciendo. Se doblegaba al viento. Sus raíces se extendían suelo adentro, andándola, impidiendo que otras plantas tuviesen dónde crecer. La hierba había estado allí desde siempre. En todo caso, lo reciente era el viento: su soplo gélido.
Las grandes ventadas del norte acarreaban consigo un cielo rápido, en el que se veían manchones de nubes grises y negras que descargaban lluvia y nieve sobre las tierras distantes más elevadas. Aquí abajo, en las estepas de Chalce, no producían nada peor que una oscuridad neutral. Una neutralidad que hallaba su eco en la monotonía del terreno.
Una serie de valles poco profundos se abrían sucesivamente sin presentar rasgos muy definidos. Nada, a excepción de los pastizales, parecía moverse. En algunas matas, insignificantes flores amarillas ondulaban al viento como la piel de un animal dormido. Ocasionales pilares de piedra delimitaban la tierra en octavas, algunos de ellos con su cara sur cubierta de líquenes amarillos y grises.
Sólo una mirada muy aguda podría haber distinguido los diminutos senderos que surcaban la hierba, utilizados por criaturas que aparecían de noche o durante las horas de penumbra, cuando sobre el horizonte campeaba un único sol. Patrullando el cielo con inmóviles alas, halcones solitarios explicaban la ausencia de actividad diurna. El surco más notable a través de los pastizales correspondía a un río que se abría paso hacia el sur en dirección al mar lejano. De cauce pesado y profundo, sus aguas parecían estar parcialmente congeladas. El cielo andrajoso le prestaba su color.
Proveniente del norte de aquel inhóspito país avanzaba un rebaño de arangs. Estos miembros de la familia de las cabras seguían con sus largas patas los perezosos recodos del río. Algunos perros de pelambre rizada, laboriosos asokins, mantenían la cohesión del rebaño. A su vez, seis hombres montados en hoxneys vigilaban el trabajo de los perros. Los seis cabalgaban sentados o de pie sobre las sillas para hacer más variado el trayecto; todos vestían cueros ceñidos al cuerpo por medio de correas.
Los hombres miraban a menudo hacia atrás por encima del hombro, como si temiesen ser perseguidos. Avanzaban a un ritmo parejo, comunicándose con sus asokins mediante voces y silbidos. Sus señales de ánimo recorrían los espacios yermos de los alrededores y se distinguían claramente del balido de los arangs. Y por más que los hombres mirasen hacia atrás, el monótono horizonte norteño permanecía vacío.
Delante, anidando en un recodo del río, aparecieron las ruinas de un caserío. Cabañas sin techo, diseminadas. De una construcción más grande ya sólo quedaba el caparazón. Unas cuantas plantas harapientas aprovechaban la protección del viento para crecer entre las piedras, asomando por las cuencas huecas de las ventanas.
Por miedo a posibles plagas, los pastores de arangs se mantuvieron apartados de aquel paraje. Algunas millas más allá, el río trazaba una amplia curva que hacía las veces de frontera; ésta estaba en disputa desde hacía siglos, quizá desde que había hombres en la zona. Allí empezaba la región antaño conocida por Hazziz, la tierra más septentrional de la meseta norte campannlatiana.
Los perros obligaron al rebaño a estirarse a lo largo del río y avanzar por un sendero abierto anteriormente. Los arangs, cabeza con cola, formaron una ágil línea.
Pronto llegaron a un ancho y sólido puente cuyos dos arcos cruzaban por encima del agua agitada por el viento. Con agudos silbidos, los hombres hicieron que los asokins reagruparan el rebaño, evitando que los arangs cruzaran el puente. Una o dos millas, recostado sobre la ribera norte, se alzaba un asentamiento en forma de rueda. Se llamaba Isturiacha.
Una corneta sonó desde el asentamiento; avisaba a los pastores que ya los habían visto. Hombres armados y negros cañones sibornaleses defendían el perímetro.
—¡Bienvenidos! —gritaron los guardias—. ¿Qué visteis al norte? ¿Habéis divisado el ejército?
Los pastores guiaron a los arangs hacia sus respectivos corrales.
El círculo de granjas y graneros de piedra del asentamiento hacía las veces de muralla protectora, rodeando las huertas de cereales y los establos. En torno al eje de la rueda, un anillo de barracones circundaba la elevada iglesia. En Isturiacha el ajetreo era constante y se incrementó con la llegada de los pastores, que fueron conducidos a una de las construcciones centrales para reponer fuerzas tras recorrer las estepas.
Al otro lado del puente, hacia el sur, el contorno de la llanura se mostraba más variado. Algunos árboles aislados indicaban mayores precipitaciones. Una sustancia blanca, que desde lejos parecía pedregullo, punteaba el suelo. Una inspección más próxima revelaba que se trataba de huesos. Muy pocos superaban los quince centímetros de largo. De vez en cuando, un diente o un trozo de maxilar señalaban que los restos pertenecían a hombres y phagors. Estos testimonios de batallas pasadas cubrían la planicie a lo largo de muchas millas.
Acercándose al puente desde el sur, un hombre montado en un yelk surcaba la inmovilidad de este lúgubre paraje. Otros dos lo seguían a cierta distancia. Los tres vestían uniforme y estaban pertrechados para la guerra. El primer jinete, un hombre enjuto y de contornos afilados, se detuvo bastante antes de llegar al puente y desmontó. Condujo el yelk hasta una depresión y lo ató al tronco de una encina de copa aplanada antes de retornar al nivel del llano, desde donde estuvo observando el destacamento enemigo a través de un catalejo.
Los otros dos hombres lo imitaron. Desmontaron y ataron sus monturas a las raíces de un rajabaral reseco. Dado su rango inferior, se mantuvieron apartados del explorador.
—Isturiacha —dijo éste, señalando el asentamiento. Pero los oficiales sólo hablaron entre sí. También ellos portaban catalejos e intercambiaron algunas frases en voz baja. El reconocimiento se efectuó con rapidez.
Uno de los oficiales, experto en artillería, permaneció en el sitio como vigía. El otro galopó de vuelta con el explorador para informar al ejército que avanzaba desde el sur.
Con el transcurso del día, hileras de hombres fueron quebrando la llanura, algunos montados, otros muchos a pie, y con ellos carretas, cañones y otros pertrechos de guerra. Los carros eran tirados por yelks o por no tan robustos hoxneys. Las columnas de soldados, marchando en perfecto orden, contrastaban con el absoluto desorden de los carromatos de equipaje, las mujeres y las prostitutas de campaña. Por encima de varias de las columnas en marcha campeaban enseñas de Pannoval, la ciudad bajo las montañas, y otras divisas de relevancia religiosa.
Bastante más atrás venían las ambulancias y más carros, algunos cargados con cocinas de campaña y provisiones, muchos otros atiborrados de forraje para las bestias que formaban parte de esta expedición punitiva.
A pesar de que estos cientos y miles de personas funcionaban como engranajes de la gran maquinaria bélica, a cada una le acontecían incidentes peculiares y cada una experimentaba la aventura a través de su propia y limitada percepción. Uno de estos incidentes le ocurrió al oficial de artillería que esperaba en su puesto de avanzada junto al reseco rajabaral. Estaba en silencio, oteando el frente, cuando el relincho de su yelk le hizo volver la cabeza. Cuatro hombres pequeños —ninguno le llegaba más arriba del pecho— se acercaban a la bestia sujeta por las bridas. Evidentemente no habían reparado en el oficial al emerger de su agujero junto a la base del árbol muerto.
Su aspecto era básicamente humanoide; tenían piernas delgadas y largos brazos. Su cuerpo estaba cubierto por una piel leonada que les crecía más allá de las muñecas, cubriendo a medias sus manos de ocho dedos. Por sus hocicos parecían perros u Otros.
—¡Nondads! —exclamó el oficial. Aunque sólo los había visto en cautividad, supo reconocerlos al instante. El yelk, aterrorizado, tiraba de las riendas. Cuando los dos primeros Nondads se lanzaron en pos de la garganta del animal, el oficial desenfundó su arma de dos cañones, luego esperó.
Otra cabeza empujaba por asomar junto a las vetustas raíces. Después de liberar los hombros, la criatura se irguió, estornudando y sacudiéndose la tierra de su espesa pelambre.
El phagor dominó a los Nondads. Dos cuernos cortos vueltos hacia atrás coronaban su inmenso testuz cúbico. En cuanto el grueso del phagor salió de la guarida de los Nondads, la hosca cabeza taurina se balanceó de un hombro al otro y sus ojos se detuvieron en el oficial agazapado. Por un instante se detuvo, inmóvil, paró una oreja y enseguida, con la cabeza gacha, cargó contra el oficial.
El oficial de artillería se echó hacia atrás, sostuvo la pistola con ambas manos y disparó ambos cañones contra el abdomen de la brutal criatura. Aunque una irregular y dorada estrella de sangre se expandió por su pelambre, el phagor no se detuvo. Abrió su horrenda boca y surgieron amarillentos dientes como azadas en las amarillas encías. El oficial se puso en pie de un salto, pero el phagor ya lo había asido con todas sus fuerzas. Bastas manos de tres dedos le oprimían el cuerpo.
Como pudo, golpeó el grueso cráneo una y otra vez con la culata de la pistola.
El abrazo se relajó. El cuerpo formidable cayó a un lado. El rostro golpeó el suelo. Con enorme esfuerzo, la criatura consiguió pararse otra vez. Bramó. Luego, finalmente muerto, se desplomó, y un leve temblor sacudió la tierra.
Jadeando, ahogado por el espeso hedor lechoso que exhalaba el ancipital, el oficial se hincó de rodillas. Para no caer tuvo que apoyar una mano en el hombro del phagor. En la profunda pelambre del cadáver, las garrapatas, presas de su propia crisis, se removían enloquecidas. Algunas empezaron a subir por la manga del oficial.
Este, tambaleante, logró enderezarse. Temblaba. No lejos, su montura también temblaba, sangrando por las heridas del cuello. No había rastros de los Nondads; se habían retirado a sus madrigueras subterráneas, en los dominios a los que llamaban las Ochenta Oscuridades. Poco después, el oficial de artillería ya había recuperado el control de sí mismo, al menos como para montar en la silla. Si bien sabía de la relación entre phagors y Nondads, nunca esperó ser testigo tan directo de ella. Quién sabe cuántas de aquellas criaturas habría bajo sus pies…
Entre ahogos, cabalgó en busca de su unidad.
La expedición emprendida desde Pannoval, a la que pertenecía el oficial, había estado operando en la zona durante algún tiempo. Su misión era la de erradicar los asentamientos sibornaleses en un territorio que Pannoval reclamaba como propio. Empezando por Roonsmoor, había llevado a cabo una serie de victoriosas incursiones. A medida que iba aplastando los asentamientos enemigos, la expedición avanzaba hacia el norte. Ya sólo quedaba Isturiacha por destruir. Se trataba de elegir el momento adecuado, ya que el pequeño verano estaba a punto de finalizar. A causa de su mentalidad unitaria, los asentamientos rara vez se apoyaban entre sí. Dependían de distintas naciones sibornalesas, y eso facilitaba la labor de sus verdugos, que las iban cazando una a una.
Las dispersas unidades pannovalenses poco podían llegar a temer salvo ocasionales choques con phagors, cuyo número se multiplicaba a medida que descendía la temperatura en los llanos. Lo que le había ocurrido al oficial de artillería no era infrecuente.
Mientras el oficial se reunía con sus camaradas, un sol acuoso emergió de entre las rápidas nubes para ponerse en el oeste en medio de un espectacular despliegue cromático. Pero cuando el horizonte terminó de engullirlo, el mundo no quedó sumido en la oscuridad. Un segundo sol, Freyr, ardía abajo, en el sur. Al abrirse las formaciones de nubes que lo rodeaban, sombras de hombres, puntiagudas como dedos, buscaron el norte.
Lentamente, dos enemigos tradicionales se preparaban para la batalla. Lejos, al sudoeste, detrás de las figuras que se afanaban en la llanura, se alzaba la gran ciudad de Pannoval; a ella pertenecía el ansia de luchar. Pannoval estaba semioculta en la cadena de montañas calizas llamadas Quzints, espina dorsal del continente tropical de Campannlat.
Varias de las muchas naciones de Campannlat se encontraban sometidas a Pannoval por lazos dinásticos o religiosos. La cohesión, sin embargo, solía ser temporaria, y siempre frágil la paz; las naciones luchaban entre sí. De ahí que su enemigo externo se refiriese a Campannlat como el Continente Salvaje.
El enemigo externo de Campannlat era el continente septentrional de Sibornal. Presionadas por un clima extremo, las naciones de Sibornal convivían en compacta unidad. Las rivalidades subterráneas eran por lo general dejadas a un lado. A lo largo de la historia, las naciones sibornalesas habían empujado hacia el sur, buscando, a través del puente natural de Chalce, las más fértiles praderas del Continente Salvaje. Existía, al sur, un tercer continente: Hespagorat. Los tres estaban separados, total o parcialmente, por mares que ocupaban las regiones templadas. Estos mares y continentes formaban el planeta de Heliconia, o Hrl-Ichor Yhar, para usar el nombre con que lo había bautizado su raza más antigua, la de los ancipitales.
En este momento en que las fuerzas de Campannlat y Sibornal se preparaban para una batalla final en Isturiacha, Heliconia se acercaba al nadir de su ciclo anual.
Como planeta de un sistema binario, Heliconia giraba alrededor de su sol, Batalix, en un ciclo que duraba cuatrocientos ochenta días. Pero Batalix, a su vez, giraba por medio de un eje común en torno a un sol mucho mayor, Freyr, la principal estrella del sistema. Batalix, en su prolongada órbita, alejaba ahora a Heliconia del gran sol. Durante los dos últimos siglos, el otoño, ese largo declive que seguía al verano, se había intensificado, conduciendo a Heliconia hacia el invierno de otro Gran Año. Los venideros serían siglos de oscuridad, de frío y de silencio.
Hasta el más sencillo de los campesinos era consciente de que el clima empeoraba progresivamente. Había otros signos de que ello era así, signos no climáticos quizá pero en cambio más claros. Otra vez se extendía la peste conocida como la Muerte Gorda. Los ancipitales o phagors, como se los llamaba normalmente, empezaban a oler la cercanía de aquellas estaciones en las que se hallaban más a gusto, cuando las condiciones se aproximaban a su estado original. Durante el verano y la primavera, estas desgraciadas criaturas habían debido sufrir bajo la supremacía humana: ahora que el gélido final del Gran Año estaba cercano y el número de hombres comenzaba a disminuir, los phagors aprovecharían la oportunidad de volver a reinar…, a menos que la humanidad se uniera para impedírselo.
Existían importantes poderes en el planeta, poderes capaces de movilizar a las masas. Uno de ellos se asentaba en Pannoval; el otro, aún más severo, tenía su sede en la capital sibornalesa de Askitosh. No obstante, esos poderes estaban ahora ocupados en confrontarse.
De modo que los colonos sibornaleses de Isturiacha se preparaban para el sitio mientras esperaban ansiosamente la llegada de refuerzos desde el norte. Y los cañones de Pannoval y sus aliados apuntaban sus bocas hacia Isturiacha.
Tanto en el frente como en la retaguardia de la fuerza mixta pannovalense reinaba cierta confusión. El anciano Mariscal en Jefe a cargo del avance no había podido impedir a las unidades que habían saqueado otros emplazamientos sibornaleses que se encaminasen de vuelta a Pannoval con sus botines. De manera que se había convocado a otras unidades para reemplazarías. Mientras tanto, la artillería situada detrás de los muros del asentamiento había empezado a bombardear las líneas pannovalenses.
Broom. Broom. Las breves explosiones alcanzaron el contingente de Randonan, procedente del sur del Continente Salvaje.
Muchas eran las naciones representadas en las filas de la fuerza expedicionaria pannovalense. Había feroces escaramuzadores de Kace, que marchaban, dormían y luchaban con sus phagors desastados; fornidos hombres de Brasterl, de pétreo rostro, con sus faldas de las Barreras Occidentales; tribus de Mordriat, con sus vivarachos timoroones domesticados; sin olvidar un importante batallón de Borldoran, la Monarquía conjunta de Oldorando-Borlien, el aliado más poderoso de Pannoval. Entre éstos, unos pocos ostentaban la estampa de quien ha sufrido la Muerte Gorda y ha logrado sobrevivir.
Los borldoranos habían cruzado los montes Quzint por pasos elevados y ventosos a fin de reunirse con sus aliados. Algunos habían enfermado y regresado a casa. La fuerza restante, fatigada, descubría ahora que su acceso al río estaba bloqueado por las unidades precedentes, viéndose impedida de refrescar a sus monturas.
La discusión se fue elevando de tono mientras no lejos de allí explotaban los obuses lanzados desde Isturiacha. El comandante del batallón borldorano se apresuró a presentar su queja al Mariscal en Jefe. Se trataba de un hombre vivaz, joven para su rango, con un mostacho militar y la espalda cóncava, que respondía al nombre de Bandal Eith Lahl.
Con él fue su joven y bella esposa, Toress Lahl. Ella era médica y también tenía una queja que presentar al anciano Mariscal, una queja acerca del miserable nivel de higiene. Caminaba discretamente detrás de su esposo, detrás de aquella rígida espalda, lamiendo el suelo con sus faldas.
Al llegar a la tienda del Mariscal, un edecán con cara de disculpa salió a su encuentro.
—El Mariscal está indispuesto, señor. Lamenta no poder recibirlo y espera poder oír su queja en otra ocasión.
—¡En otra ocasión! —exclamó Toress Lahl—. ¿Es ésa una expresión digna de un soldado en campaña?
—Dígale al Mariscal que si es así como piensa —dijo Bandal Eith Lahl—, nuestras fuerzas podrían no vivir hasta la siguiente ocasión.
Hizo un serio esfuerzo por tirar del mostacho antes de girar sobre sus tacones. Su esposa lo siguió de regreso a sus líneas… para descubrir al llegar que también los borldoranos estaban bajo el fuego de Isturiacha. Toress Lahl no fue la única en divisar las ominosas aves que comenzaban a sobrevolar la llanura.
Las gentes de Campannlat nunca planificaban las cosas con la misma eficiencia que los de Sibornal. Ni eran tan disciplinados. No obstante, su expedición estaba bien planeada. Los oficiales y sus hombres habían partido con buen ánimo, convencidos de su justa causa. El ejército del norte debía ser echado del continente del sur.
Pero ahora ya no estaban tan animados. Algunos de los hombres que habían traído a sus mujeres consigo estaban haciendo el amor, temerosos de que aquélla fuera su última oportunidad para disfrutar de este placer. Otros, en cambio, se dedicaban a la bebida. También los oficiales parecían perder el anhelo por las causas justas. Isturiacha no era una ciudad digna de ser tomada: dentro habría poco más que algunos esclavos, robustas mujeres y utensilios agrícolas.
El alto mando también se encontraba deprimido. El Mariscal en Jefe había recibido noticias de que phagors salvajes bajaban del Alto Nyktryhk, ese gran conglomerado de montañas, para hacerse con los llanos; como resultado, el Mariscal había sufrido un acceso de tos.
La sensación general era que Isturiacha sería destruida cuanto antes, y con el menor riesgo posible. Luego todos podrían regresar a la seguridad del hogar.
Pero aquélla era sólo la sensación general. El más débil de los soles, Batalix, despuntó nuevamente, añadiendo un siniestro elemento a la escena.
Un ejército sibornalés se acercaba desde el norte.
Bandal Eith Lahl subió de un salto a un carro para apuntar su catalejo hacia las lejanas formaciones enemigas, aún borrosas a la luz del nuevo día.
Llamó a un mensajero.
—Ve inmediatamente hasta la tienda del Mariscal. Que se levante, sea como sea. Explícale que todo nuestro ejército debe arrasar Isturiacha antes de que lleguen los refuerzos del norte.
El asentamiento de Isturiacha marcaba el límite meridional del gran istmo de Chalce, que conectaba el continente ecuatorial de Campannlat con el continente norteño de Sibornal. La cordillera de Chalce recorría su flanco oriental. Ir de un continente a otro implicaba una jornada entera de marcha a través de una reseca estepa que se extendía a la sombra de las montañas del este desde la septentrional Koriantura, a salvo en Sibornal, hasta la peligrosa Isturiacha.
La agricultura mixta practicada por los campannlatianos no cuajaba en las estepas y, por tanto, sus dioses no tenían dónde echar raíces. Nada de lo que creciese en aquella helada región podía ser bueno para el Continente Salvaje. Cuando el fresco viento matutino dispersó la bruma, las columnas de hombres podían contarse. Se desplazaban por las ondulantes colmas al norte del asentamiento, bordeando el río por las sendas que el día anterior habían seguido los rebaños de arangs. Las aves que planeaban por encima de las fuerzas pannovalesas bien podían, con un mero ajuste de la punta de sus alas, cernirse sobre los recién llegados en cuestión de minutos.
El indispuesto Mariscal pannovalés fue ayudado a salir de la tienda y se orientó su mirada hacia el norte. El viento frío hizo que sus ojos se cubriesen de lágrimas; él se las secó distraídamente mientras observaba el avance enemigo. Con voz cascada, susurró sus órdenes al ceñudo edecán.
Lo más sorprendente de la fuerza que avanzaba era el orden con que lo hacía, un orden imposible de hallar en los ejércitos del Continente Salvaje. La caballería sibornalesa se movía a paso regular, protegiendo a la infantería. Esforzadas tropillas tiraban de las piezas de artillería, mientras los vagones de municiones intentaban mantenerse a la par. Detrás venían los carros de equipajes y las cocinas de campaña, con su metálico bullicio. Más y más columnas llenaron el monótono paisaje, serpenteando hacia el sur como si pretendiesen imitar al perezoso río. Entre los hombres de Campannlat, ninguno dudó un solo instante de la procedencia de aquellas columnas ni de sus oscuras intenciones.
El edecán del anciano Mariscal transmitió la primera orden. Tropas y auxiliares, cualquiera que fuese su credo, debían rezar por la victoria de Campannlat en el próximo enfrentamiento, dedicándose a ello cuatro minutos.
En otros tiempos, Pannoval no sólo había sido una gran nación sino también una gran potencia religiosa, y la palabra de su C'Sarr dominaba una parte sustancial del continente. Algunos estados vecinos habían sido reducidos a la satrapía bajo el dominio de la ideología pannovalesa. Sin embargo, cuatrocientos setenta y ocho años antes del combate de Isturiacha el Gran Dios Akhanaba había sido destruido en un ya legendario duelo. El Dios había abandonado el mundo en una columna de llamas, llevándose consigo al rey de Oldorando y al último C'Sarr, Kilandar IX.
Las creencias religiosas se atomizaron desde entonces en una miríada de pequeños credos. En el presente año de 1308, según el calendario sibornalés, Pannoval era conocido como el País de los Mil Cultos. Como resultado de ello, la vida de sus habitantes se había vuelto más incómoda, más impredecible. Ahora, en este momento crítico, se convocaba a todas las divinidades menores y cada hombre rezaba por su propia supervivencia.
La tropa recibió su ración de aguardiente y los oficiales comenzaron a arengar a sus hombres para la lucha.
Clarines distribuidos por toda la llanura desgranaban los compases de «Puestos de Combate». Se impartieron órdenes de atacar Isturiacha de inmediato y arrasarla antes de que llegasen los refuerzos del norte, por lo que una brigada de fusileros inició el cruce del puente con redoblado empeño, haciendo caso omiso de los obuses disparados desde el asentamiento.
Algunos reclutas de Campannlat aglutinaban familias enteras a su alrededor. Hombres armados con rifles eran seguidos por mujeres con cazos, y a estas mujeres las seguían a su vez niños con problemas de dentición. Junto al tañido militar de las bayonetas y cadenas se oía el percutir de sartenes, así como luego el llanto de los destetados se confundiría con el griterío de los heridos. En su avance, los pies pisaban hierba y osamentas.
A la acción marchaban tanto aquellos que habían rezado como los que descreían de las plegarias. El instante había llegado. La tensión era palpable. Tendrían que luchar. Temían que la muerte los llevara ese preciso día a pesar de haber recibido el don de la vida por azar y de que el azar aún podía evitarles esa muerte. El azar y el ingenio.
Paralelamente, el ejército del norte aceleraba su marcha hacia el sur. Un ejército de estricta disciplina, con bien pagados oficiales y subordinados perfectamente instruidos. Las cornetas vibraban, los tamborileros marcaban el paso con precisión. Al viento caracoleaban las distintas banderas de las naciones de Sibornal.
Había tropas de Loraj y Bribahr; tribus de Carcampan y Hombres del primitivo Alto Hazziz, que marchaban con sus orificios corporales tapados para que no los penetrasen los malos espíritus de las estepas; una brigada santa de Shivenink; harapientos montañeros de Kuj-Juvec; y, por supuesto, numerosas unidades de Uskutoshk. Todos ellos unidos bajo la autoridad de un hombre de negras cejas y ojos oscuros, Devit Asperamanka, el insigne Arcipreste Militante, que en su cargo aunaba Iglesia y Estado.
Junto con estas naciones se desplazaban penosamente tropas de phagors, duros, hoscos, astados, agrupados en pelotones, con sus armas de combate.
En total, la fuerza sibornalesa se elevaba a unos once mil hombres. Procedente de Sibornal, había atravesado las estepas que se extendían como un arrugado felpudo ante Campannlat. Traían órdenes de Askitosh de defender lo que había quedado en pie de la cadena de asentamientos y golpear duramente al tradicional enemigo sureño, que contaba con escasos recursos y lo último en artillería.
Ya hacía un pequeño año que se había organizado la fuerza punitiva. A pesar de aparecer ante el mundo sin fisuras internas, Sibornal no estaba exento de ellas, ni de rivalidades entre sus naciones, ni siquiera de enfrentamientos al más alto nivel. Incluso la elección del comandante se había rodeado de cierta indecisión. Varios oficiales habían rondado el cargo antes del nombramiento de Asperamanka, algunos de ellos designados por el Oligarca en persona. Durante este período, los asentamientos que la expedición supuestamente debía proteger y reabastecer habían caído en manos de Pannoval.
La vanguardia del ejército de Sibornal se encontraba aún aproximadamente a una milla de las murallas circulares de Isturiacha cuando la primera oleada de la infantería pannovalesa logró introducirse en el poblado. Demasiado pobre como para contar con una guarnición de soldados, a Isturiacha la defendían como podían los propios colonos. La victoria de Campannlat parecía fácil. Sin embargo, y desafortunadamente para la fuerza atacante, había allí un puente.
Pronto se organizó un alboroto en la orilla sur. Dos unidades rivales y un escuadrón de caballería randonanés pretendían cruzar el puente al mismo tiempo. Se esgrimieron razones de preferencia. La discusión tomó visos de refriega. Un yelk resbaló y se precipitó al río con su jinete. Chocaron sables de kaci con chafarotes randonaneses y se oyeron disparos.
Otras tropas intentaron cruzar el río mediante cordadas, pero la profundidad de las aguas y su potencia las disuadieron.
La confusión suscitada en torno al puente sumió en un conflicto mental a sus protagonistas, a excepción quizá de los kaci, para quienes las batallas no eran más que un pretexto para consumir grandes cantidades de pabowr, su traicionera bebida nacional. Esta incertidumbre general generó algunas desventuras aisladas. Dos artilleros murieron al explotar un cañón. Un yelk herido y desenfrenado embistió a un teniente de Matrassyl. Un oficial de artillería cayó desde su montura al río; una vez devuelto a tierra, su cuerpo mostraba signos de una enfermedad inconfundible.
—¡La peste! —El rumor se extendió vertiginosamente.—¡La Muerte Gorda!
Para quienes participaban en las operaciones, estos terrores eran tan reales como imprevistas las situaciones, a pesar de que escaramuzas similares ya habían tenido lugar en este sector de la planicie del norte de Campannlat.
Al igual que en anteriores ocasiones, las cosas siguieron un curso distinto al esperado. Isturiacha no cayó en manos de sus atacantes tan vertiginosamente como estaba previsto. Los aliados de la fuerza meridional se vieron envueltos en disputas internas. Quienes debían atacar el asentamiento fueron a su vez atacados y pronto se desarrolló en el lugar una desorganizada y pertinaz batalla. Silbaban las balas, las bayonetas centelleaban.
Pero tampoco la ofensiva sibornalesa fue capaz de mantener ordenadas sus filas, precisamente afamadas por su férrea disciplina militar. Fueron los novatos quienes se lanzaron al frente, dispuestos a defender a Isturiacha al precio que fuera. Gran parte de la artillería acarreada a lo largo de doscientas millas con el fin de fustigar los poblados de Pannoval quedaba así abandonada, y ahora sus disparos podían caer tanto sobre tropas leales como enemigas.
Hubo salvajes escaramuzas. El viento sopló, las horas pasaron, murieron hombres, y yelks y biyelks resbalaron en su propia sangre. La carnicería fue en aumento. Por fin, una unidad de caballería de Sibornal consiguió abrirse paso en medio de la confusión y capturar el puente, partiendo en dos el ataque enemigo.
Entre los sibornaleses que avanzaban en aquel momento se encontraban tres unidades nacionales: los poderosos uskuti, un contingente de Shivenink y una conocida división de infantería de Bribahr. Las tres unidades estaban reforzadas por phagors.
El Arcipreste Militante Asperamanka cabalgaba entre los uskuti. El comandante supremo, de distinguida estampa, vestía uniforme azul de cuero con cuello ancho y cinturón, y sus pies calzaban botas de cuero negro de media caña. Asperamanka era alto y algo desgarbado, y se decía que cuando no impartía órdenes el tono con que hablaba podía ser suave e incluso socarrón. Era un hombre muy temido.
Muchos lo consideraban feo. De hecho, su cabeza, grande y cuadrada, albergaba un rostro notablemente rectangular, como si sus padres no se hubieran puesto de acuerdo en cuanto a la geometría. Pero su aire distinguido provenía del eterno malhumor que parecía rondarle las cejas, el puente de la nariz y los párpados, tras los cuales se escudaba un par de ojos oscuros y siempre alerta. Como si de una especia se tratara, esta iracundia sazonaba todos sus comentarios. No faltaban quienes la confundían con la ira de Dios.
Asperamanka cubría su cabeza con un amplio sombrero negro, por encima del cual flameaba la enseña de la Iglesia y de Dios Azoiáxico.
Los de Shivenink y Bribahr cargaron contra el enemigo. Puesto que el día parecía decantarse en favor de Sibornal, el Arcipreste Militante llamó aparte a su comandante de campo uskuti.
—Espera diez minutos antes de unirte a ellos —le dijo.
El comandante de campo protestó con impaciencia, pero fue acallado.
—Retén a tus hombres —ordenó Asperamanka. Luego señaló con su negro guante a la infantería bribahr, que avanzaba disparando a discreción—. Déjalos desangrarse un poco.
Bribahr empezaba a rivalizar con Uskutoshk por la supremacía de las naciones del Norte. Su infantería libraba ahora un violento combate cuerpo a cuerpo. Sus bajas eran cuantiosas. Sin embargo, los uskuti resistieron.
Le tocaba el turno al destacamento de Shivenink. Esta despoblada región tenía fama de ser la más apacible de las naciones septentrionales. Aunque era la sede de la Gran Rueda de Kharnabhar, un lugar sagrado, atesoraba escasos méritos militares.
Luterin Shokerandit comandaba un escuadrón mixto de caballería shivenink y tropas phagor. De noble presencia, solía destacar incluso entre algunas de las más llamativas figuras.
Shokerandit tenía entonces trece años y tres tenners. Ya había pasado más de un año desde que se despidió en Kharnabhar de Insil, la muchacha a la que estaba prometido, para cumplir con sus deberes militares en Askitosh. El entrenamiento militar le había ayudado a eliminar el exceso de peso que aún conservaba de su período de postración. Ahora era tan delgado como esbelto, y en sus movimientos se percibía una mezcla de pavoneo y disculpa. Ambos elementos, afines a su forma de ser, eran paradigmáticos de una inseguridad que creía disimular.
Algunos insinuaban que si el joven Shokerandit era alférez teniente, se debía a que su padre era el Guardián de la Rueda. Incluso su amigo Umat Esikananzi, otro alférez, había especulado en voz alta sobre el comportamiento de Luterin en combate. Había algo en las maneras del joven —tal vez consecuencia del eclipse en que se había sumido tras la muerte de su hermano— que podían distanciarlo de sus amigos. De todos modos, montado sobre su yelk, Luterin era la viva imagen de la seguridad.
Su cabello había crecido. Tenía ahora el rostro más alargado y aguileño y sus ojos eran claros. Montaba su yelk a medio esquilar más como un hombre de campo que como un soldado. A medida que incitaba a sus hombres al combate, la excitación tensaba sus rasgos y lo convertía en un líder a quien se podía seguir.
Al dirigir su montura hacia el puente en disputa, Luterin pasó lo bastante cerca de Asperamanka como para oír sus palabras:
—Déjalos desangrarse un poco.
Su sibilino contenido lo aguijoneó aún más que el clamor de la corneta. Espoleó al yelk para abrirse paso entre el tropel y, levantando el puño enguantado, gritó:
—¡A la carga!
Él mismo se puso a la cabeza del escuadrón. En el níveo pabellón ondeaba el gran símbolo sagrado de la Rueda, cuyos círculos internos y externos estaban conectados por ondulados rayos. Desplegado sobre sus cabezas, el pabellón los acompañó en su veloz acometida.
Más tarde, ya finalizada la lucha, esta carga del escuadrón de Luterin Shokerandit merecería el reconocimiento general. Por ahora, sin embargo, la batalla seguía sin tener un claro vencedor. Pasó un día y el fragor no amainaba. La artillería pannovalesa logró organizarse finalmente y comenzó a hostigar sin pausa la retaguardia de las fuerzas de Sibornal, causando importantes destrozos y bajas. El fuego frenaba el avance de los cañones sibornaleses. Un nuevo artillero caería víctima de la peste, y luego otro.
Mientras los colonos de Isturiacha disparaban contra los atacantes, sus esposas e hijas, tan recias corno cualquier hombre, habían desmontado un granero para aprovechar la madera.
Cuando Batalix volvió a aparecer, ya habían construido dos sólidas plataformas que fueron tendidas sobre el río. Un esperanzado clamor surgió de las gargantas sibornalesas. Con atronador estrépito, los yelks acorazados de la caballería norteña cruzaron los improvisados pontones y cayeron sobre las filas pannovalesas. Las busconas que una hora antes se habían sentido seguras en aquel bando fueron exterminadas en plena huida.
Los hombres del Norte se desplegaron por la llanura, ensanchando su formación durante el avance, jalonado por montículos de muertos y moribundos.
Al ponerse Batalix el resultado de la contienda aún era incierto. Como Freyr estaba bajo el horizonte, siguieron tres horas de oscuridad y la soldadesca, tumbándose allí donde se encontraba a pesar de los intentos de los oficiales de ambos bandos para que continuase la lucha, se puso a dormir, a veces a una distancia no mayor de una pedrada de las filas enemigas.
Aquí y allá ardían antorchas en el territorio en disputa, y sus chispas se perdían en la noche. Muchos de los heridos dejaron en libertad al espíritu. Al pasar, el viento helado les iba arrancando el último aliento. Nondads surgidos de sus madrigueras se hacían con las vestimentas de los muertos. Los roedores merodeaban entre la carne abierta mientras algunos escarabajos arrastraban trozos de intestino hasta el nido para regalar a sus larvas con un inesperado banquete. El sol local volvió a asomar. Se podía ver ahora a las mujeres y los ordenanzas repartiendo comida y bebida entre los soldados, a los que iban animando al pasar. No sólo los heridos tenían la tez pálida. Conversaban en voz baja. Todos sabían que aquel día sería el decisivo. Únicamente los phagors se mantenían aparte, rascándose, los ojos rojizos clavados en el sol naciente; para ellos no había ni esperanza ni turbación.
Un nauseabundo olor se cernía sobre el campo de batalla. Las botas de las nuevas avanzadas chapoteaban en una suciedad inaudita en su intento de sacar ventaja de cada vado, montéenlo o arbusto. Volvió a oírse el siseo de las cuchillas. Con fatiga, la lucha, desprovista del ímpetu del día anterior, se reanudó. Allí donde se había vertido sangre humana la tierra estaba roja, dorada si se trataba de phagors.
Aquel día tendrían lugar tres enfrentamientos decisivos. El ataque contra las defensas de Isturiacha no había cedido y los invasores pannovaleses, fuertemente pertrechados en una cuarta parte del asentamiento, se defendían a su vez de la réplica de los colonos y del asedio de un destacamento de Loraj. Por otra parte, una maniobra envolvente de las fuerzas uskuti, deseosas de reparar de algún modo el retraso del día anterior, cubrió la parte sur del puente, enfrentando a tropas de ambos ejércitos. Largas líneas ondulantes de soldados empujaban o retrocedían antes de enzarzarse en el cuerpo a cuerpo. En tercer lugar, prolongadas y desesperadas escaramuzas se sucedían en la retaguardia campannlatiana, junto a los carromatos de vituallas, y eran nuevamente los hombres de Luterin quienes marcaban aquí el compás. En el contingente de Shokerandit, phagors y humanos marchaban codo con codo. Tanto stalluns como gillotas, estas últimas preñadas de sus crías, luchaban —y morían— por igual.
Luterin estaba cubriendo de honor el buen nombre de la familia. Era como si el vértigo del combate actuase en él como un escudo protector que lo llenaba de arrojo. Quienes luchaban a su lado, incluidos sus amigos, contagiados por el hechizo de su intrepidez, sacaban fuerzas de flaqueza. Embistieron contra los pannovaleses sin temor ni piedad y éstos, desbordados, opusieron en primera instancia una feroz resistencia para terminar huyendo a campo traviesa. A pie o a caballo, los de Shivenink los persiguieron, despedazándolos en plena carrera hasta que sus brazos, empapados en sangre hasta el hombro, se hartaron de dar mandobles.
Aquí se inició la desbandada del Continente Salvaje.
Antes de que las propias fuerzas pannovalesas empezaran a retirarse, los dubitativos aliados de Pannoval ya habían emprendido el seguro camino de vuelta a casa. El batallón de Borldoran tuvo la desgracia de toparse con Shokerandit y fue atacado. Su comandante, Bandal Eith Lahl, instigó valientemente a sus hombres a la lucha. Los borldoranos siguieron sus órdenes y se parapetaron tras los carromatos, lo que dio lugar a un nutrido intercambio de disparos.
Los atacantes incendiaron los carros y muchos borldoranos sucumbieron. De pronto, durante un alto el fuego, llegaron a oídos de los contendientes los ruidos de otros enfrentamientos. Entonces, sucesivos golpes de viento barrieron el humo que cubría la escena. Luterin Shokerandit supo aprovechar el momento y se abalanzó con sus hombres contra las posiciones enemigas. Umat Esikananzi estaba junto a él.
En su agreste tierra natal, Luterin solía cazar en absoluta soledad, olvidado del mundo. La profunda empatía entre cazador y presa le era familiar desde muy pequeño, y tenía plena certeza del instante en que su mente se confundía con la del ciervo o con la de la cabra montes de afilados cuernos, las piezas más preciadas.
Conocía el momento triunfal en que la flecha volaba directa al blanco y, una vez muerta la presa, esa mezcla de regocijo y culpa que, con la contundencia del orgasmo, lastimaba el corazón del cazador.
¡Pero cuánto mayor resultaba esta perversa victoria si la presa era humana! Tras salvar una barricada de cadáveres, Luterin se encontró frente a frente con Bandal Eith Lahl. Sus miradas confluyeron. ¡Ah, esa sensación de identidad! Luterin disparó primero. El jefe borldorano elevó los brazos y dejó caer el arma. Enseguida, doblándose hacia adelante, intentó contener sus tripas evisceradas. Pero ya estaba muerto.
Al morir su comandante, la oposición de los borldoranos cesó. Además de hacerse con un importante botín, Luterin tomó prisionera a la joven esposa de Lahl. Umat y otros camaradas se acercaron a él para abrazarlo y celebrar el triunfo antes de dedicarse al pillaje.
Los suministros incautados, gran parte de los cuales consistía en forraje para las bestias, aliviarían el regreso de estos hombres a sus lejanos hogares en la Cadena de Shivenink.
Por doquier, la derrota caía sobre las tropas del Sur. Muchos habían seguido luchando a pesar de estar heridos y no dejaron de hacerlo una vez perdida toda esperanza. No era el temple lo que les había fallado sino el favor de sus incontables dioses.
Pero tras la derrota se barruntaba una historia plagada de largos períodos de inestabilidad. Durante el lento deterioro climático, al endurecerse las condiciones de vida, la inquietud se iba adueñando de la Tierra de los Mil Cultos, y las distintas creencias se enfrentaban entre sí.
Tan sólo el fanático grupo de los Apropiadores contaba con suficiente poder como para mantener el orden en la ciudad de Pannoval. Esta rígida hermandad de hombres, que habitaba en lo más recóndito de los montes Quzint, continuaba venerando al antiguo dios Akhanaba.
Los Apropiadores y su estricta disciplina habían cobrado inmenso prestigio a través de los siglos. Por eso, su presencia en el campo de batalla podría haber revertido la derrota. Sin embargo, en los tiempos difíciles que corrían, las Formaciones de Hierro consideraban más conveniente mantenerse cerca de casa. Al final de aquel siniestro día, el viento continuaba soplando, las piezas de artillería no habían callado y aún se libraban combates. Puñados de desertores enfilaban hacia el sur, en dirección al santuario de los Quzint. Algunos de ellos eran campesinos que jamás habían empuñado un arma antes. Pero las fuerzas sibornalesas estaban demasiado cansadas para ir en pos de los vencidos. En cambio, encendieron hogueras y se sumieron en una confusa modorra de sueños de combate.
La noche se pobló de gritos aislados y del crujido de los carros que se alejaban hacia posiciones más seguras. No obstante, nuevos peligros y aflicciones aguardaban a quienes marchaban en retirada hacia la lejana Pannoval.
Sumidos en sus propios asuntos, los seres humanos sólo podían contemplar aquella planicie como una arena en la que habían guerreado. No eran capaces de vislumbrar en aquel lugar la compleja e intrincada red de fuerzas que movían los lentos y continuos mecanismos del cambio, cuya forma presente era apenas una más de una olvidada serie de planicies que se extendían hacia el pasado remoto. Unas seiscientas especies de hierbas y pastos alfombraban las llanuras del norte de Pannoval, y su crecimiento o su mengua estaban indisolublemente ligados a los dictados del clima, del mismo modo que el destino de tal o cual cadena animal dependía directamente de la clase de hierba que se imponía a las demás.
El alto contenido en silicona de los pastos exigía dientes fuertes y bien esmaltados. A pesar de lo yerma que podía aparecer la planicie a una mirada humana poco atenta, las semillas de la hierba albergaban importantes cantidades de nutrientes, tantas como para alimentar a numerosos roedores y otros mamíferos pequeños. A su vez, estos mamíferos constituían la dieta de depredadores mayores. La cúspide de esta cadena alimenticia la ocupaba una criatura cuya capacidad omnívora le había permitido antaño gobernar el planeta. Los phagors lo comían todo, ya fuera hierba o carne.
Ahora que el clima comenzaba a serles más propicio, algunos phagors libres empezaban a desplazarse hacia tierras más bajas. Al este del continente ecuatorial se alzaba el macizo del Alto Nyktryhk. El Nyktryhk era mucho más que una barrera entre las llanuras del centro y los horizontes del mar de Ardent: su serie de mesetas, cada una más elevada que la anterior como peldaños de una gigantesca escalinata, sus complejas jerarquías de desfiladeros y montañas, constituían en sí mismas un mundo. La foresta se convertía en una tundra de altura, y ésta en áridos cañones desollados por glaciares. A nueve millas sobre el nivel del mar, una imponente meseta coronaba el conjunto como la tapa de un cráneo bien avenido con la estratosfera.
Los ancipitales que habían pasado los largos siglos de verano en las altas estepas, al amparo de las agresiones humanas, descendían ahora hacia laderas más generosas a medida que la furia del inminente invierno iba invadiendo sus refugios. Un número creciente de phagors se concentraba en los laberintos que horadaban el pie del Nyktryhk.
Varias comunidades de phagors ya se aventuraban por territorios frecuentados por hombres.
Protegidos por las sombras, una compañía de phagors, stalluns, gillotas y sus crías, dieciséis en total, se internó en el área de batalla. Iban montados en kaidaws color bermellón, con los pequeños firmemente sujetos a sus padres y medio disimulados entre la pelambre. Los adultos portaban lanzas en sus primitivas manos. Algunos de los stalluns llevaban zarzas enredadas en los cuernos. Sobre sus cabezas, unas oropéndolas expectantes surcaban el gélido aire nocturno.
Este grupo de merodeadores sería el primero en aventurarse entre las agotadas filas de soldados. Pronto lo seguirían otros.
Uno de los carromatos que penetraba la oscuridad en dirección a Pannoval se había atascado. Su conductor había tratado de atravesar un uct, una ondulante franja de vegetación que cruzaba la llanura de este a oeste. A pesar de haber perdido gran parte de su esplendor estival, el uct seguía siendo una empalizada considerable y numerosos tallos jóvenes quedaron enganchados entre ambos ejes.
El conductor se puso de pie y comenzó a proferir insultos, agitando los brazos para arrear al tiro de hoxneys.
Dentro del carromato iban once soldados rasos, seis de los cuales estaban heridos, un cabo de cuadras y dos recias jóvenes que cumplían funciones de cocineras o de lo que se cuadrase. Un esclavo phagor, desastado y encadenado, cerraba la marcha a pie. Tan vencidos por la fatiga y las enfermedades estaban todos ellos que pronto cayeron dormidos unos encima de otros, tanto sobre el carro como a sus flancos. Los tristes hoxneys quedaron inmóviles entre las varas del carro.
La compañía de phagors con sus kaidaws surgió de la noche, avanzando en fila india a lo largo del margen irregular del uct. Al llegar al carromato, se concentraron. Las oropéndolas bajaron a tierra, juntándose con delicados saltos y emitiendo profundos sonidos guturales, a la espera de los acontecimientos.
Y los acontecimientos se sucedieron repentinamente. Guando el apretado montón de humanos pudo reaccionar, las imponentes siluetas ya estaban encima. Algunos phagors habían desmontado, otros lanzaron sus armas desde lo alto de sus monturas.
—¡Ayuda! —pudo chillar una de las fulanas antes de recibir un terrible golpe en la garganta. Dos hombres que yacían bajo el carromato e intentaron huir al despertar fueron rápidamente ejecutados por la espalda. También el desastado esclavo phagor, que pidió clemencia en ancipital nativo, fue liquidado sin más ceremonia. Uno de!os heridos llegó a disparar su pistola antes de morir.
Los jinetes recogieron una olla de metal y una saca de raciones del carromato, y engancharon los hoxneys a la recua. Uno de ellos le dio una dentellada en la garganta al cabo de cuadras, que seguía con vida. Después, los phagors espolearon a sus enormes bestias hacia la amplitud de la llanura.
A pesar de que muchos habían oído el disparo y los gritos, nadie vendría en ayuda del grupo del carromato. Antes bien, lo que harían sería agradecer a la divinidad que se terciase la suerte de no haber sido las víctimas, para luego volver a sumirse en el fantasmagórico sueño del combate.
Con las primeras y débiles luces de la mañana, al encender los cocineros las fogatas y ser descubiertos los cuerpos, la cosa cambiaría radicalmente. Hubo lamentos y pesar. Y aunque los merodeadores ya se encontraban muy lejos, la garganta desgarrada del cabo de cuadras hablaba por sí sola. La noticia comenzó a circular por el campo de batalla. Una vez más se hacía presente la vieja imagen del miedo: la de astados phagors montados en sus también astados kaidaws. No cabía duda: junto con el invierno, regresaban las viejas leyendas de terror.
Otra figura terrorífica, igual de antigua y quizás aún más temida, flotaba en el ambiente. Ésta, sin embargo, no había abandonado el campo de batalla. Al contrario: parecía fortalecerse en aquel triste escenario, como sí la pólvora y los excrementos fueran su néctar. Las víctimas de la Muerte Gorda ya empezaban a mostrar sus horripilantes síntomas. La peste había vuelto, y apoyaba sus febriles labios en los labios de las heridas de guerra.
Pero aquél era el amanecer de un día victorioso.