VI - G4PBX/4582-4-3

En el Avernus, raudo Kaidaw de los cielos de Heliconia, la monótona barbarie comenzaba a menguar. Eedap Mun Odim tenía derecho a enorgullecerse de la perfección artesanal que destilaba el reloj Kuj-Juvecino con que había agasajado a Jhese-rabhay; la propia estrechez de algunas sociedades como la de Kuj-Juvec confiere a su arte una vitalidad aún más reconcentrada. Pero la barbarie que regía en el Avernus no generaba otra cosa que cráneos aplastados, emboscadas, tambores tribales y simiesco jolgorio.

En numerosas ocasiones, las nutridas generaciones de la civilización averniana habían expresado deseos de huir de aquella sensación de futilidad, de aquella doctrina minimalista que les imponía el concepto de la Tierra como Obligación. Algunos habían preferido morir en Heliconia a continuar viviendo bajo el orden del Avernus. Y, si se les hubiese preguntado, habrían dicho que preferían la barbarie a la civilización.

Pero el aburrimiento de la barbarie demostró ser infinitamente superior a las restricciones de la civilización. Los Pins y los Tans no lograban sacudirse de encima los temores y privaciones. Rodeados por una tecnología que en muchos aspectos se autogobernaba, no estaban mucho mejor que algunas de las tribus de Campannlat, atrapadas entre pantanos, bosques y mares. La barbarie ¡es alimentaba el miedo y les cercenaba la imaginación.

Las secciones más dañadas de la estación habían sido aquellas relacionadas deforma directa con actividades humanas, como las cantinas y los comedores, y la planta procesadora de proteínas que los abastecía. Los campos sembrados que ocupaban la mayor superficie dentro de la estructura esférica eran ahora campos de batalla. El hombre cazaba al hombre para comer. También los inmensos sexópodos que pululaban por ahí, esas monstruosidades genitales perversamente creadas por manipulación genética, eran abatidos y comidos.

La estación automatizada continuaba ofreciendo en sus pantallas internas imágenes de la vida en el planeta observado; continuaba, incluso, variando el clima interno, afín de que la humanidad no quedase exenta de ese eterno estímulo.

Pero las tribus supervivientes ya no eran capaces de asimilar la información como antes. Recibían imágenes de cazadores, reyes, eruditos, comerciantes y esclavos, todas ellas absolutamente descontextualizadas. Pensaban que venían de otros mundos, que eran dioses o demonios. Paradójicamente, estas imágenes que sus antepasados habían estudiado con desdén llenaban de estupor sus corazones.

Los rebeldes del Avernus —apenas un puñado al principio—, que pretendieron conquistar más libertades de las que imaginaban disfrutar, habían encallado en las playas de una existencia melancólica. Ahora el dominio de la mente había sido derrotado por el del estómago.

No obstante, el Avernus cumplía con un cometido aún más importante que el cuidado de sus moradores. Su tarea fundamental consistía en transmitir una señal continua hasta el planeta Tierra, a diez mil años luz de distancia. Durante los azarosos siglos de su existencia, la Estación Observadora jamás había dejado de emitir esa señal, preñada siempre de valiosa información.

La señal había formado una arteria informativa que alimentaba a la Tierra de acuerdo con el plan original de la élite tecnocrática responsable de los grandiosos proyectos de exploración interestelar. Esa arteria nunca se había secado, ni siquiera cuando los habitantes del Avernus se redujeron a un estado cercano al salvajismo.

La arteria no se había secado nunca; sin embargo, parecía que en alguna parte se hubiese roto una vena: la Tierra no siempre respondía.

En Charon, una lejana avanzada del sistema solar, funcionaba una compleja repetidora, construida sobre la frágil superficie de metano del satélite. En esta estación, donde lo más cercano a la vida inteligente eran los androides que la mantenían en funcionamiento, se analizaban, clasificaban y almacenaban las señales llegadas desde Heliconia para ser después enviadas al interior del sistema solar. El sistema de retomo era bastante más sencillo, ya que consistía en un simple acuse de recibo o en una orden cursada al Avernus para que se cubriese con más detalle tal o cual área de información. Hacía tiempo que se habían dejado de emitir hacia el espacio exterior los boletines de sucesos terrícolas, sobre todo después de que alguien señalase la inutilidad de alimentar al Avernus con noticias de hechos ocurridos mil años atrás. El Avernus ignoraba —y ahora también desdeñaba— todo cuanto había podido suceder en la Tierra.

Pero, ¿qué había sucedido? Las naciones más pobladas de la Tierra habían agotado la mayor parte del siglo veintiuno en una serie de molestos enfrentamientos: el Este amenazaba al Oeste, el Norte al Sur, el Primer Mundo ayudaba y timaba a la vez al Tercer Mundo. El aumento de la población, la escasez de recursos, el estallido continuo de conflictos locales fueron convirtiendo paulatinamente la superficie del planeta en algo parecido a un montón de escombros. El concepto de «nación terrorista» dominó el ecuador del siglo; fue entonces cuando desapareció la ciudad de Roma. Sin embargo, a pesar de los sombríos pronósticos, ese Walhala definitivo, la guerra nuclear, no llegaría a estallar nunca. En parte porque las superpotencias actuaban tras la máscara de naciones títeres más pequeñas, y también porque la exploración del espacio cercano actuó como válvula de escape de las emociones más agresivas.

Los terrícolas del siglo veintiuno consideraban la suya como una era dominada por la melancolía, a pesar del crecimiento exponencial de los sistemas tecnológicos y electrónicos. Todo campo o fábrica productores de alimentos estaban protegidos electrónicamente o por patrullas armadas. La vida se volvió cada vez más regimentada. No obstante, subyacía aún la estructura, el sistema civilizado. Quizá fuera restrictivo, pero podía ser trascendido.

Sus muchos elementos privilegiados hicieron de aquél un siglo brillante, al menos visto retrospectivamente. Hombres y mujeres, salidos de la nada, del anonimato de las masas, se hicieron célebres por sus dones. Su brillantez, la actitud desafiante con que se enfrentaban a un medio desfavorable, iluminó los corazones de su audiencia. Se dice que medio planeta lloró la muerte de Derek Eric Absalom. Pero, para consuelo general, sus maravillosas canciones improvisadas no dejaron de sonar.

AI principio, sólo dos naciones compitieron en la navegación más allá de los límites del sistema solar. Este número credo hasta cuatro y se detuvo en cinco. El coste de los viajes interestelares resultaba demasiado elevado, lo que limitó el número de jugadores a pesar del carácter casi religioso que había adquirido la tecnología. Aunque, al contrario de la religión, consuelo de pobres, la tecnología era una estrategia de ricos.

La excitación de la exploración interestelar fue transmitida a las multitudes de la Tierra. Muchos expresaban por ella su admiración intelectual. Muchos otros jaleaban a sus equipos. Los proyectos se presentaban siempre envueltos en la mayor solemnidad. Grandes gastos, grandes distancias, gran prestigio: así se encandilaba a los contribuyentes, hacinados en sus horrendas ciudades.

En pleno apogeo de los viajes interestelares, aproximadamente entre 2090 y 3200, se lanzaron ocasionalmente algunas naves automatizadas. Estas naves transportaban colonizadores computerizados, capaces de barrer el espacio hasta encontrar mundos habitables.

El primer planeta extrasolar en el que la humanidad plantó su bandera fue llamado solemnemente Nueva Tierra. Se trataba de uno de los dos cuerpos sin luna que orbitaban alrededor de Alfa Centauri C. «Mucho se ha escrito sobre el desierto», dictaminó un comentarista, pero la mayoría se aposentó en el más cómodo sobrecogimiento mientras veía desplegarse los monótonos paisajes de Nueva Tierra.

El planeta constaba básicamente de arena y erosionadas cadenas montañosas. Su único océano cubría menos de una quinta parte de su superficie. No se habían encontrado otros signos de vida que unos gusanos curiosamente grandes y una especie de algas que crecían a orillas del mar salado. El aire era respirable, aunque su contenido de vapor de agua era bajísimo; las gargantas humanas quedaban desolladas a los pocos minutos de respirarlo. Jamás llovía en la deslumbrante superficie de Nueva Tierra. Era un mundo desierto; siempre lo había sido. Imposible establecer allí una biosfera viable.

Pasaron varios siglos.

En Nueva Tierra se estableció una base y centro de reposo, lo que confirió a las naves una mayor autonomía. Poco a poco, llegaron a cubrir un radio espacial de casi dos mil años luz. Aunque esta área pareciese inmensa desde el punto de vista de una especie que acababa de domar el potro, constituía una porción absolutamente ínfima de la galaxia.

Se descubrieron y exploraron numerosos planetas. Ninguno habitado. Algunos aportaban recursos minerales adicionales, pero de vida, nada. En los profundos y sombríos miasmas de un gigante de gas se descubrieron cosillas retorcidas que iban y venían como si tuviesen voluntad. Incluso llegaron a rodear el sumergible que descendió a investigarlas. Durante sesenta años, los exploradores humanos intentaron comunicarse con las cosillas… sin éxito. Mientras tanto, en los contaminados océanos de la Tierra moría la última ballena.

En ciertos mundos nuevos, se establecieron bases e instalaciones mineras. Hubo algunos accidentes, de los que no se informó en la Tierra. El gigantesco planeta Wilkins terminaría desarmándose; los motores de fusión que rugían en su atmósfera convirtieron su hidrógeno en hierro y otros metales pesados, y el planeta se quebró. Se liberó energía tal como se había planeado, aunque más de prisa que lo planeado. Las radiaciones letales de onda corta acabaron con todos los que habían participado en el proyecto. En Orogolak, estalló la guerra entre dos bases rivales, desencadenándose una pequeña guerra nuclear que acabaría convirtiendo el planeta en un desierto de hielo.

Pero no todos fueron fracasos. Incluso Nueva Tierra resultaría un éxito. Al menos lo bastante como para instalar un balneario a orillas de su mar atiborrado de sustancias químicas. Se establecieron pequeñas colonias en veintinueve planetas, algunas de las cuales florecieron durante varías generaciones.

A pesar de las interesantes leyendas que, engrosando el rico anecdotario terrestre, generaron algunas de estas colonias, ninguna de ellas llegaría a ser tan grande o compleja como para desarrollar valores culturales que divergiesen del tronco original.

La humanidad espacial se vio sometida a diversas y extrañas enfermedades y desórdenes mentales. Aunque no se aceptase a menudo, no había duda de que toda población terrícola era caldo de cultivo de enfermedades; una considerable proporción de individuos de todos los grupos étnicos sufría períodos de indisposición… sin motivo aparente. La gente clamaba por conocer las causas del SINT (síndrome de la enfermedad insonora no tratada). El SINT se mostraba especialmente virulento en condiciones antigravitatorias.

Lo que no había sido tratado iba camino de resultar incurable. Los sistemas nerviosos fallaban, las memorias desarrollaban historias imaginarias, la visión se volvió alucinatoria, la musculatura se agarrotaba, los estómagos se recalentaban. La demencia espacial se hizo cotidiana. Trémulas sombras atravesaban la psique que surcaba el vacío.

A pesar de sus inconveniencias y desilusiones, la infiltración galáctica no se detuvo. Donde no hay una visión, la gente perece; pero había una visión. Y la visión pretendía que, a pesar de los peligros que entrañase, el saber era algo que debía buscarse; y que el saber ulterior radicaba en la comprensión de la vida y su relación con el universo inorgánico. Sin comprensión, el saber carecía de valor.

Una flota sino-americana investigaba las nubes de polvo de la constelación de Ophiuchus, a setecientos años luz de la Tierra. Era ésta una región con gigantescos racimos moleculares, gravedades no isotrópicas, planetas siameses y muchas otras anomalías. Nuevas estrellas surgían de las humaredas de materia amorfa.

Un satélite astrofísico adscrito a uno de los computoborgoides de la flota obtuvo lecturas espectrográficas de un sistema binario atípico a trescientos años luz de las nubes de Ophiuchus, en el que parecía haber al menos un planeta secundario con condiciones similares a las de la Tierra.

El solo hecho de que una estrella G4 amarilla en vías de enfriarse se moviese en torno a un eje común con una supergigante blanca de sólo once millones de años ya había llamado la atención de los cosmólogos de la expedición conjunta. Pero el espectroanálisis los sumió en la más intensa actividad.

El supuesto planeta geoide del lejano sistema binario fue clasificado bajo la denominación G4PBX/4582—4—3, y la información viajó a través de las polvorientas nubes hasta la Tierra.

En las entrañas de la nave insignia de la flota se había dispuesto una nave colonizadora automatizada, que ahora surcaba con ella los márgenes remotos de las nubes de Ophiuchus. Esta nave sería programada y enviada a G4PBX/4582—4—3. Corría el año 3145.

La nave colonizadora ingresó en el sistema Freyr-Batalix en el año 3600 de nuestra era, abocándose de inmediato a la tarea para la cual había sido programada: establecer allí una Estación Observadora.

¡Allí, como un sueño, flotaba G4PBX/4582—4—3! Real pero difícil de creer, difícil incluso de celebrar. A medida que las señales procedentes de la nueva estación fueron llegando a la Tierra, el parecido entre ambos planetas se hizo cada vez más patente. No sólo contenía el nuevo mundo innumerables variedades de vida al estilo terráqueo —y en esperanzadora oposición a otros mundos descubiertos previamente— sino que, además, contaba con una curiosa cadena de especies inteligentes y semiinteligentes. Entre las primeras figuraban un ser de apariencia humana y otro astado, semejante a un minotauro de gruesa piel.

Esta información terminaría llegando a Charon, a orillas del sistema solar, y sus androides enviaron los datos a la Tierra, que estaba a sólo cinco horas luz de allí.

A mediados del quinto milenio, la Edad Moderna de la Tierra estaba en pleno y lento declive. La Edad de la Percepción pertenecía al recuerdo. Para todo el mundo, salvando a algunos meritócratas en puestos de poder, la exploración galáctica era una mera abstracción, otra carga burocrática más. Pero G4PBX/4582—4—3 lo revolucionó todo. Pronto dejó de ser tan sólo un cuerpo misterioso entre tres planetas hermanos y cobró color y personalidad propia. Se convirtió en Heliconia, el planeta maravilloso, el mundo en el que la vida era finalmente posible más allá de las oscuras fosas cósmicas.

Los soles de Heliconia ingresaron en la simbología mítica. Los místicos señalaron que Freyr y Batalix podían representar las divisiones de la psique humana cantadas en las antiguas leyendas asiáticas:

Dos pájaros siempre juntos en un melocotonero:

uno come la fruta, el otro la mira.

Un pájaro es nuestro Yo individual,

catador de los dones del mundo;

el otro es el Yo universal,

testigo asombrado de todo.

¡Con qué avidez se estudiarían las primeras huellas de humanos y phagors, atrapados en la espesa nieve que cubría su mundo! Un inexplicable sentimiento de gratitud se apoderó de los corazones terrícolas. Por fin se establecía un vínculo con otras formas de vida inteligente.

En la época en que se completó la construcción del Avernus y se lo puso en órbita alrededor de Heliconia, poblado por los humanos criados por madres putativas en pleno trayecto, el radio del alcance espacial dirigido desde Tierra empezaba a menguar. Los planetas habitados del sistema solar convergían hada una forma centralizada de gobierno (que posteriormente fue denominada COSA, o CoSistema Aglutinante), demasiado ocupados en sus propios y bizantinos asuntos. Las colonias lejanas fueron abandonadas a su suerte, como náufragos perdidos en mundos semihabitables, Robinsones de desiertas islas estelares.

La Tierra y planetas vecinos se convirtieron en gigantescos almacenes de información no procesada. Al contrario de lo sucedido con los materiales procedentes de otros mundos, la información no había podido ser absorbida. Adormecidas durante cierto tiempo, las enemistades de épocas tribales, hijas del miedo y la codicia, fueron despertando a medida que se reducía el espacio sideral.

Hacia el año 4901 d.C., la Tierra entera estaba en manos de una única compañía: COSA. Los sistemas jurídicos se habían rendido a los beneficios y las pérdidas. Ya fuera a través de una línea de mando u otra, COSA poseía cada edificio, cada industria, cada servido, cada planta, así como el pellejo de cada uno de los habitantes del planeta, incluso de aquellos que se oponían a ella. El capitalismo había alcanzado su hora más gloriosa. De cada volumen de oxígeno inhalado extraía su pequeño beneficio. Y pagaba a sus accionistas en dióxido de carbono.

En Marte, Venus, Mercurio y en las lunas de Júpiter, los humanos gozaban de mayor libertad: libertad para fundar sus propias naciones de juguete y arruinar sus vidas a su gusto y manera. Pero eran como ciudadanos de segunda del sistema solar. Todo lo que comprasen —y comprar seguía siendo una actividad vital— engrosaba de cualquier modo las arcas de COSA.

En 4901 este peso se hizo excesivo; además, también fue en 4901 que un estadista de la Tierra cometió el error de emplear la antigua denominación despectiva de «inmigrantes» a los moradores de Marte. De modo que en 4901 estalló una guerra nuclear interplanetaria. La Guerra por una Palabra, como se dio en llamarla.

Aunque son escasos los datos que se conservan de aquellos tiempos preapocalípticos, sabemos que las poblaciones se consideraban demasiado civilizadas como para iniciar una conflagración semejante. Temían por sobre todas las cosas que a algún lunático se le ocurriese apretar un botón. De hecho, los botones fueron apretados por personas cuerdas, sujetas a una cadena de comando perfectamente coordinada. Siempre existió el terror a la destrucción total. Una vez inventadas, las armas nucleares no pueden desinventarse. Y por las paradójicas leyes de la enantiodromia, el miedo se transformó en deseo, los misiles volaron hacia sus dianas, la gente ardió como velas, y silos y ciudades se fundieron en un fuego inextinguible. Como se había predicho, aquélla fue una guerra entre mundos. Marte enmudeció entonces y para siempre. Los restantes planetas contraatacaron con sólo una fracción de su poderío total (y, por tanto, también fueron destruidos). La Tierra fue alcanzada por un mínimo de doce bombas de 10.000 megatones. Fue suficiente.

Una inmensa nube se elevó por encima de la capital de La Cosa. Una polvareda formada por fragmentos de hollín, migajas de edificios, copos de carne, por vegetales, minerales y animales, ascendió a la estratosfera. Un huracán de calor arrasó los contingentes. Bosques y montañas sucumbieron a su soplo tórrido. Cuando los primeros fuegos se hubieron consumido, cuando gran parte de la radiactividad bajó al suelo devastado, la nube siguió allí.

La nube era sinónimo de muerte. Cubrió la totalidad del hemisferio norte. Como la luz del sol no llegaba al suelo, la fotosíntesis, base de toda vida, dejó de producirse. Todo se congeló. Muñeron las plantas, los árboles. Incluso la hierba. Los supervivientes se encontraron con un paisaje cada vez más parecido a Groenlandia. La temperatura de la tierra descendió rápidamente a menos treinta grados. Había comenzado el invierno nuclear.

Si bien los océanos no llegarían a helarse, el frío y la suciedad atmosférica se extendieron como una supuración sobre la blanca superficie de una sábana, envenenando ambos hemisferios por igual. El frío se apoderó incluso del cálido cinturón ecuatorial. En la Tierra todo era oscuridad y frigidez. Parecía que la nube sería la última gran creación de la humanidad.

Heliconia era célebre por sus prolongados inviernos. Pero éstos no eran más que fases de un ciclo natural: no representaban la muerte de la naturaleza sino una suerte de sueño, del cual el planeta indudablemente emergería. En cambio, el invierno nuclear no presagiaba primavera alguna.

La mugrosa consecuencia de la guerra condujo a otra clase de invierno. Nevó sobre colinas que el teórico verano no lograba desnevar; con el siguiente invierno, más nieve cubría la anterior. Las capas se engrosaron. Luego se hicieron permanentes. Una capa permanente conectaba con otra. Los glaciares del norte empezaron a deslizarse hacia el sur; la tierra tomó el color del cielo. La Era Glacial regresaba al planeta.

Los vuelos espaciales fueron olvidados. Para los terrícolas, cada milla de viaje volvía a constituir una aventura.

En las mentes de quienes navegaban a bordo del Nueva Estación palpitaba un espíritu aventurero. El bergantín había dejado el puerto sin novedad y pronto hacía rumbo al oeste, bordeando la costa sibornalesa con una fresca brisa nordeste en las velas. El capitán Fashnalgid se sorprendió soplando melodías en una chirimía.

Eedap Mun Odim sacó a sus voluminosos hijos y cónyuge a cubierta. Allí, en muda hilera, vieron cómo se alejaba Koriantura. El día se había despejado. Freyr, envuelto en su corona de fuego, flotaba apenas por encima del horizonte meridional; Batalix estaba casi en su cenit. Los aparejos trazaban complicados dibujos en el velamen y las cubiertas.

Odim se excusó educadamente y fue a reunirse con Besi Besamitikahl, que estaba sola en popa. Primero la creyó mareada pero después comprendió, por el movimiento de cabeza, que estaba llorando. La rodeó con su brazo.

—Me duele ver cómo mi preferida derrama sus preciosas lágrimas.

Ella se acurrucó en él:

—Me siento tan culpable, amo querido… Te he causado un nuevo problema… Nunca podré olvidar a aquel hombre… ardiendo… Todo por mi culpa.

Odim intentó calmarla pero Besi necesitaba contarle su versión. Ahora le achacaba la culpa a Harbin Fashnalgid, que a primera hora, cuando la gente normal no solía andar por la calle, la había enviado a comprar unos libros; así había caído en manos del mayor Gardeterark.

—¡Él y sus estrafalarios libros! Además, me ha dicho que era el último dinero que le quedaba. ¡Mira que gastarte tus últimos sibs en libros!

—¿Y el mayor…? ¿Qué hizo el mayor? Besi volvió a lagrimear:

—No le dije nada. Pero me reconoció como uno de tus bienes. Me llevó a una habitación en la que había otros soldados. Oficiales. Y me obligó…, me obligó a bailar para ellos. Luego me arrastró hasta nuestras oficinas… Ha sido culpa mía. No he debido ser tan tonta como para ir a buscar esos libros…

Odim enjugó sus lágrimas y la consoló con tiernos arrumacos. Cuando Besi se hubo calmado, le preguntó seriamente:

—¿Sientes verdadero afecto por ese capitán Harbin?

Ella volvió a acurrucarse en él:

—Ya no.

Permanecieron de pie, en silencio. Koriantura se hundía en la distancia. El Nueva Estación rebasaba ahora un racimo de arenqueras de manga ancha. Las barcas, redes echadas, pescaban a la jábega. Tras los pescadores, saladores y toneleros evisceraban y conservaban las piezas no bien eran izadas a bordo.

Entre quebrantos, Besi dijo:

—Nunca olvidarás lo que ocurrió cuando tú…, cuando aquel hombre cayó en el horno, ¿verdad, amo querido?

Él le acarició los cabellos: —La vida en Koriantura ha terminado para nosotros. He dejado atrás todo cuanto atañe a Koriantura, y te aconsejo que hagas lo mismo. Cuando lleguemos a casa de mi hermano en Shivenink empezaremos una nueva vida.

La besó y regresó junto a su mujer.

Por la mañana, Fashnalgid buscó a Odim. Su figura alta y algo torpe parecía dominar a la de Odim, delgada pero compacta.

—Te estoy profundamente agradecido por tenerme a bordo —dijo—. Te pagaré con creces en cuanto lleguemos a Shivenink, te lo aseguro.

—No te preocupes —respondió Odim, y eso fue todo. No tenía idea de cómo tratar al oficial y actual desertor, si no era mediante su técnica habitual: la cordialidad. El navío estaba lleno de gente que habría implorado subir a bordo para escapar de la asfixiante legislación oligárquica; todos ellos habían pagado a Odim. Su camarote estaba enteramente abarrotado de objetos valiosos de una u otra clase.

—Lo digo de veras, se te pagará con creces —repitió Fashnalgid, mirando a Odim con insistencia.

—Bien, bien, sí, muchas gracias —dijo Odim, replegándose. Había divisado por el rabillo del ojo a Toress Lahl, que subía a cubierta, y hacia ella fue para huir de la efusividad de Fashnalgid. Besi lo siguió. Había evitado la mirada del capitán.

—¿Cómo está el paciente? —le preguntó Odim a la mujer de Borldoran.

Toress Lahl se recostó contra la borda, bajó los párpados y respiró hondo varias veces. Sus pálidas y limpias facciones habían adoptado una apariencia translúcida a causa del cansancio. La piel bajo sus ojos parecía arrugada y sucia. Sin abrir los ojos, respondió:

—Es joven y resuelto. Sobrevivirá. Estos casos suelen hacerlo.

—No debiste haber subido a un apestado a bordo. Es una amenaza para todos —dijo Besi. Hablaba con una nueva seguridad, en un tono que antes no habría osado emplear en presencia de Odim, pero es que el viaje iba a modificar todas las relaciones.

— «Peste» no es el término científico correcto. Peste y Muerte Gorda son dos cosas diferentes a pesar de que usemos ambos términos indistintamente. Por más obscenos que parezcan los síntomas de la Muerte Gorda, la mayoría de los individuos jóvenes y saludables que la contraen suelen recuperarse.

—Pero se extiende como la peste, ¿no es así?

Sin girar la cabeza hacia Besi, Toress Lahl dijo:

—No puedo abandonar a Shokerandit y dejarlo morir. Soy médica.

—Si eres médica, deberías tener en cuenta los riesgos que ello implica.

—Ya lo hago —dijo Toress Lahl. Sacudiendo la cabeza, se retiró hasta la escalerilla que llevaba a los puentes inferiores y desapareció por ella con rapidez.

Se detuvo ante la puerta del gabinete en el que había apartado a Shokerandit. Mientras descansaba por un momento la frente en el antebrazo, percibió un atisbo del vuelco que había dado su vida, de la miseria que ahora la rodeaba, de la incertidumbre que se cernía sobre todos los pasajeros del bergantín. ¿Por qué razón le había sido concedido el don de la conciencia, un don que ni siquiera los phagors compartían, esa conciencia de ser consciente pero, al mismo tiempo, incapaz de modificar la propia conducta?

Estaba cuidando del hombre que había acabado con la vida de su marido. Además… —oh, sí, lo sentía claramente—, ya se había contagiado de su mal. Sabía que la enfermedad podía afectar al resto de los pasajeros y tripulantes: las pésimas condiciones sanitarias del Nueva Estación lo convertían en un caldo de cultivo privilegiado. ¿Por qué había vida? ¿Podía ser que, incluso ahora, alguna parte de su ser estuviera disfrutando de ella?

Quitó el cerrojo a la puerta, la empujó hacia adentro con el hombro y entró en el gabinete. Allí permaneció durante los dos días siguientes, sin ver a nadie, arrastrándose ocasionalmente hasta la cubierta en busca de aire fresco.

Mientras tanto, Besi había recibido el encargo de ocuparse de la numerosa parentela de Odim acomodada en la bodega principal. La ayuda más importante provendría de la abuela que preparaba aquellas savrilas tan deliciosas. La anciana todavía se las ingeniaba para guisar en una pequeña estufa de leña, con lo que la bodega destilaba aromas apetecibles y la ansiedad familiar quedaba bajo control.

Los familiares, tumbados sobre cajones, otomanas y baúles, holgazaneaban como de costumbre sin dejar de quejarse de los rigores de la vida marina. Con exagerada teatralidad, declamaban ante Besi —o cualquier otro interlocutor que no estuviese declamando al mismo tiempo— acerca de los muchos peligros de las travesías por mar. Pero, pensaba Besi, ¿qué hay de los peligros de la peste? Si se extiende hasta esta bodega, ¿cuántos de vuestros pobres cuerpos vulnerables lograrán sobrevivir? Besi se propuso permanecer junto a ellos pasara lo que pasase, y se armó secretamente de una mínima daga.

Toress Lahl se mantuvo aparte, sin hablar con nadie, incluso al subir a cubierta.

Durante la tercera mañana, vio cómo algunos icebergs pequeños irrumpían en la superficie del agua. Aquella tercera mañana, habitada ya por la fiebre, regresó como de costumbre junto a su paciente. La puerta parecía más reacia que nunca a dejarla pasar.

Luterin Shokerandit había sido confinado en una pequeña estancia de la proa del Nueva Estación. Un pilar ocupaba su centro, dejando apenas espacio para una litera de un lado, y un cubo, una bala de paja, una estufa y cuatro aterrados fhlebihts atados bajo el ojo de buey del otro. Por el ojo de buey entraba algo de luz, y Toress Lahl alcanzó a ver el suelo y la silueta voluminosa amarrada con correas al camastro inferior de la litera. Después de cerrar la puerta y descansar un momento en ella, examinó de cerca la figura postrada.

—¡Luterin!

Él se incorporó. Bajo el brazo izquierdo, que ella había amarrado por la muñeca a los soportes del camastro, la cabeza se le proyectó brevemente a la manera de las tortugas y un ojo medio abierto la miró a través de un mechón de pelo. Abrió la boca y emitió un sonido ronco.

Ella llenó un cucharón en una bacinilla de agua ubicada detrás de la estufa. Luterin bebió de él.

—Más comida —dijo.

Ella supo entonces que estaba recuperándose. Aquéllas eran las primeras palabras que decía desde que lo habían trasladado a esa parte del Nueva Estación. Volvía a ser capaz de organizar el pensamiento. A pesar de que tenía las muñecas y los tobillos fuertemente atados, ella no se atrevió a tocarlo. Sobre el hornillo de la estufa yacían los restos carbonizados del último fhlebiht que Toress había matado. Lo había despiezado con una cuchilla, para después cocinarlo lo mejor que pudo. Los cuernos en tirabuzón y los largos vellones blancos del animal sobresalían entre la basura amontonada en uno de los rincones del gabinete.

Mientras le tiraba una presa a Luterin, Toress Lahl pensó por primera vez en el buen aspecto que tenía la carne asada. Shokerandit cogió la presa bajo el brazo y empezó a mordisquearla. Una y otra vez, alzaba la vista hacia la joven. Pero su mirada ya no tenía la furia del hambre. La bulimia había remitido.

El recuerdo del desenfreno devorador de Luterin la atormentaba. Le miró las extremidades descubiertas, empapadas en el sudor de sus anteriores forcejeos, e imaginó cuan apetitoso resultaría hincar los dientes en aquella carne. De un manotazo, se apoderó de los restos calcinados de fhlebiht que quedaban sobre la estufa.

Las cadenas y manillas estaban preparadas. Toress Lahl se tumbó de rodillas y se arrastró hasta ellas, encadenándose al poste central de la estancia. Después de cerrar la manecilla con que se aseguró ambas muñecas, arrojó torpemente la llave a un rincón, fuera de su alcance. El hedor de la estancia la envolvió, mezclando el olor corporal del hombre con el de los animales confinados, y con la hediondez de sus deposiciones, a lo que se añadía el humo de la estufa. Se ahogó, y notó que una especie de rigidez se apoderaba de su cuerpo. Intentó estirarse todo cuanto se lo permitiesen las cadenas, proyectando las rodillas de forma desgarbada y meciendo suavemente la cabeza sobre el eje del cuello. Como si acunase a un niño, asía bajo el brazo el esqueleto vacío del animal.

El hombre se quedó donde estaba, observando inmóvil. Por fin, el nombre de la mujer se formó en sus labios y la llamó. Ella cruzó por un momento su mirada con la de él, pero era ya la de un idiota: sus globos oculares siguieron rodando.

Shokerandit, boquiabierto, trató de sentarse. Estaba firmemente atado al camastro. Ni siquiera durante las fases más salvajes de su delirio, cuando el helicovirus se agitaba con furia en sus hipotálamos, había podido romper las correas de cuero que le amarraban tobillos y muñecas.

Mientras luchaba por desatarse, descubrió a su lado un par de tenazas de bronce, como las que se usan para manipular las brasas. Pero la herramienta no servía para liberarlo de sus ataduras. El sueño lo ganó durante un tiempo. Al despertar, volvió a intentarlo.

Llamó, pero no vino nadie. El miedo a la Muerte Gorda era demasiado fuerte. La joven yacía prácticamente inmóvil junto al pilar. Podía tocarla con los pies. Las bestias balaron, inquietas, revolviéndose en la paja. Sus ojos amarillentos hendían la penumbra.

Shokerandit había sido amarrado boca abajo. Sus articulaciones empezaban a perder rigidez. Ya podía girar la cabeza y mirar en torno. Inspeccionó el entramado de la litera superior. Hacia la mitad de la cama, una vigueta de madera reforzaba la estructura. Alguien había clavado en ella la larga hoja de una daga.

Durante varios minutos clavó la vista con extrañeza en la daga. El mango no estaba demasiado lejos, pero atado de aquella manera sus posibilidades de alcanzarlo no eran muchas. Tenía la certeza de que Toress Lahl la había colocado allí antes de sucumbir a la enfermedad. Pero, ¿con qué fin?

Entonces sintió las tenazas de bronce contra la piel. Enseguida lo comprendió todo, y se maravilló del ingenio de la mujer. Retorciéndose, se las compuso para empujar las tenazas hacia los pies de la cama hasta que pudo sujetarlas entre las rodillas. Luego, tras una serie de agónicas contorsiones, logró rotar con sus rodillas trabadas y elevarlas justo debajo de la daga. Estuvo así, esforzándose, durante una, dos horas, sudando y gruñendo de dolor, hasta que por fin atrapó el mango de la daga entre las pinzas de las tenazas. El resto era sólo cuestión de tiempo. La daga cayó sobre sus muslos. Shokerandit hizo una pausa para recuperar fuerzas antes de empezar a impulsarla hacia la cabecera. Finalmente la cogió con los dientes.

Ahora se trataba de soportar la dolorosa operación de serrar una de las correas de cuero, pero para Shokerandit esto ya se parecía más a un juego. Con una mano libre, lo demás fue fácil. Se tumbó un momento, jadeante. Luego abandonó el hediondo camastro.

Dio uno o dos pasos, llegó hasta el pilar y se, apoyó en él para no desplomarse. Con las manos en las rodillas, contempló la figura de Toress Lahl, que se contoneaba lentamente. Aunque sentía que su mente no le pertenecía del todo, comprendió la devoción de la joven y su preocupación por allanarle el camino antes de que la peste la obnubilara del todo. Durante su enfebrecida locura, Shokerandit no tenía la coordinación necesaria para apoderarse de la daga y liberarse. Y sin la daga, no habría podido cortar sus ligaduras una vez recuperado.

Se tomó otro descanso antes de incorporarse. Se palpó el cuerpo: lo sintió sucio. Había cambiado. Había sobrevivido a la Muerte Gorda y se sentía cambiado. Las dolorosas contorsiones habían terminado por comprimirle la columna; según sus cálculos, había perdido siete, quizá diez centímetros de altura. Además, durante esa fase su apetito pervertido habría podido llevarlo a devorar cualquier cosa: la manta del camastro, sus propios excrementos, ratas, lo que fuera si Toress Lahl no hubiese asado carne para él. No tenía idea de cuántos animales había devorado. Sus extremidades habían ganado en grosor. Echó un vistazo incrédulo a su tórax rechoncho. Se había convertido en una persona más baja, redonda y gruesa. El peso de su cuerpo se había redistribuido hasta darle otra forma.

¡Pero estaba vivo!

¡Había pasado a través del ojo de la aguja y estaba vivo!

Cualquier cosa, fuera lo que fuese, era preferible a la muerte y la disolución. De pronto todo cobraba maravilloso sentido: la vida, los movimientos inconscientes de la respiración, la necesidad de alimentarse y defecar, la soltura de los gestos y la abstracción del pensamiento, cosas a menudo tan poco ligadas al presente. Ni siquiera la degradación y la incomodidad podían empañar este nuevo sentido, esta especie de saber. E incluso mientras Shokerandit se recreaba en ellos, una saludable sensación lo impregnaba en medio de aquella atmósfera saturada y fétida.

Como si alguien hubiese descorrido una cortina, Luterin revivió escenas de su infancia en las montañas de Kharnabhar, junto a la Gran Rueda. Recordó a su padre, a su madre. Rememoró su heroísmo en el campo de batalla, cerca de Isturiacha. El pasado volvía a él con claridad, límpido, como si le perteneciese a otra persona.

Recordó el momento en que abatía a Bandal Eith Lahl.

Y sintió una inmensa gratitud por esa viuda, que, a pesar de ser su cautiva, no lo había abandonado. ¿Actuó así porque él no la había violado ni golpeado? ¿O acaso su buena acción no tenía nada que ver con algo que él hubiera hecho?

Se inclinó hacia ella, triste de verla tan gris, tan vencida. La rodeó con el brazo y percibió su penetrante, enfermizo hedor. Ella volvió la cabeza suelta hacia él, como buscando amparo. Pero, retrayendo unos labios secos, clavó los dientes en su hombro.

Shokerandit se apartó de un salto. Le ofreció el trozo de carne que tenía a sus pies. Ella se llenó la boca pero no pudo masticarlo. Aquello vendría después, en el cenit de la demencia.

—Yo te cuidaré. Ahora voy a cubierta a lavarme y respirar un poco de aire fresco —le dijo. Le sangraba el hombro.

¿Cuánto tiempo había pasado? La puerta cedió y Luterin salió al pasillo. El barco estaba habitado por crujidos, camaradas de viaje de las sombras móviles.

Feliz de sentir una inédita liviandad en brazos y piernas, Luterin trepó la escalerilla y echó una ojeada. La cubierta estaba desierta. El timón, abandonado. —¡Hola! —gritó. No hubo respuesta, aunque se podían oír furtivos movimientos.

Corrió, alarmado, buscando, llamando. Junto al mástil divisó un cuerpo semidesnudo. Al acercarse, descubrió que le habían desollado brutalmente el pecho y el hombro. Alguien le había arrancado la carne a jirones para —oh, sí, podía imaginarlo— comérsela…