XI - RÍGIDA DISCIPLINA PARA LOS VIAJEROS
La mayoría de los ríos de Sibornal corrían hacia el sur. Casi todos eran, durante casi todo el año, rápidos y traicioneros, corno corresponde a las aguas nacidas de los glaciares.
El Venj no era ninguna excepción. Ancho, surcado por peligrosas corrientes, podía decirse que, más que fluir, se lanzaba desaforadamente hacia su desembocadura en Rivenjk.
Sin embargo, en el transcurso de los siglos el Venj se había labrado un valle al que regaba o inundaba a voluntad, y era precisamente por este valle por donde discurría la ruta que llevaría a un viajero hacia el norte hasta Kharnabhar.
El camino se internaba al principio en agradables campos, protegidos de los vientos por el gran macizo montañoso de Shivenink. Grandes arbustos, indiferentes a la helada, crecían allí, rebosantes de enormes brotes. A los lados del camino despuntaban unas alegres florecillas que los peregrinos recogían por ser exclusivas de aquellos parajes.
Los peregrinos recorrían despreocupadamente esta primera etapa del viaje por tierra a Kharnabhar. Iban solos o en grupos, vestidos de mil maneras diferentes. Algunos marchaban descalzos, alegando ser insensibles al frío gracias a su control corporal. Cantos y música acompañaban a los grupos. El viaje constituía un serio ejercicio de piedad —un acto que los enaltecería en sus hogares por el resto de sus vidas— pero también era una especie de vacación y ellos obraban en consecuencia. Todavía algunas millas después de Rivenjk flanqueaban el camino distintos tenderetes en los que se podían comprar frutos o emblemas de la Rueda; además, los campesinos de Bribahr (cuya frontera estaba muy próxima) subían desde el valle para ofrecer sus productos típicos a los viajeros. Se trataba, en suma, de una etapa verdaderamente descansada.
Pronto, el camino se hacía más escarpado y el aire empezaba a enrarecerse. Los brotes de los arbustos de hojas coriáceas eran aquí más brillantes pero también más pequeños. Pocos eran los campesinos dispuestos a subir desde el valle y tampoco eran muchos los peregrinos con fuelle suficiente como para soplar sus instrumentos musicales. Se hablaba nerviosamente de ladrones y salteadores.
De todos modos…, en fin, este viaje especial tenía que ser una aventura, quizá la mayor de todas. Si iban a regresar a sus hogares como héroes, unas pequeñas dificultades eran incluso de agradecer.
Poco a poco, las posadas donde aquellos que podían pagarlo pasaban la noche resultaban más toscas, sus sueños se hacían más intranquilos. Las noches se llenaban del rumor de aguas que caían interminablemente, recordándoles las alturas que, por encima de sus cabezas, se perdían en las nubes. Por la mañana, los peregrinos reemprendían la marcha en silencio. Las montañas no son amigas de la conversación. La charla es un arte nacido en las tierras bajas.
La ruta seguía ascendiendo implacablemente, seguía bordeando el irritable curso del Venj. Y todos los viajeros seguían andando el camino hasta que por fin su tesón era premiado por la majestuosidad del paisaje.
Estaban cerca de Sharagatt, a cinco mil pies sobre el nivel del mar. Si las nubes se dispersaban, surgían hacia el norte hermosos panoramas. Al fondo de las laderas enmarañadas se abrían terroríficos barrancos surcados por los buitres; y si el peregrino era afortunado y tenía vista de lince, divisaría más allá las llanuras de Bribahr, azules a causa de la distancia o, quizá, de las heladas.
Antes de llegar a Sharagatt, empezaban nuevamente los tenderetes, más escasos y precarios esta vez. Algunos vendían nueces y frutos de la montaña, otros ofrecían pinturas de paisajes, tan toscas como idealizadas. El camino se llenaba de señales. Una curva, y otra curva más, y de pronto el cansancio que pesaba en las pantorrillas, y un tenderete de tortitas calientes, la aguja de un tejado de madera apenas entrevista, y una nueva curva, y gente, multitudes, y finalmente Sharagatt, sí, como un oasis; Sharagatt y la perspectiva de un buen baño y una cama limpia.
En Sharagatt abundaban las iglesias, algunas de ellas construidas al modo de las de Kharnabhar. Se vendían asimismo pinturas y grabados de Kharnabhar, y había quien sostenía que, sabiendo dónde acudir, podían conseguirse certificados auténticos de visita a la Gran Rueda.
Porque Sharagatt —a pesar del importante esfuerzo que suponía llegar allí— no era nada. Era apenas una parada, un comienzo. Sharagatt estaba a las puertas del verdadero trayecto a Kharnabhar. Y sin embargo era el final de trayecto para muchos viajeros. Prometiéndolo todo, era una posta de ilusiones perdidas. Muchos se sentían demasiado viejos, demasiado cansados o enfermos o simplemente demasiado pobres para seguir. Se quedaban un día o dos; luego, daban la vuelta y desandaban el camino hasta Rivenjk, en la desembocadura del río que no perdona.
Sharagatt se alzaba un poco más allá de la zona tropical. Hacia el norte, montañas arriba, el clima se extremaba rápidamente. Cientos de millas separaban a Sharagatt de Kharnabhar, de modo que hacía falta algo más que determinación para reemprender el viaje.
Luterin Shokerandit, Toress Lahl y Harbin Fashnalgid durmieron en el hotel Estrella de Sharagatt. Para ser más precisos, tuvieron que dormir en una terraza bajo los amplios aleros del Estrella de Sharagatt porque las minuciosas gestiones de Shokerandit en Rivenjk no habían previsto una complicación en el hotel, que estaba lleno a rebosar. Para acomodarlos, habían sacado a la terraza una rechinante cama de tres literas.
Fashnalgid ocupaba la de arriba, Shokerandit la del medio y la mujer la de abajo. Aunque Fashnalgid había protestado por la distribución, Shokerandit le había comprado a cada uno una pipa de occhara, una hierba obtenida de una planta de la montaña, y ahora yacían en un remanso de paz. Un carro ligero los había transportado, junto a otros privilegiados pasajeros, hasta Sharagatt. Por la mañana seguirían en trineo; tenían aquella noche para descansar. Cuando la bruma despejó las cimas, centellearon en el cielo nocturno las constelaciones familiares: la Cicatriz de la Reina, la Fuente, el Viejo Perseguidor.
—Toress Lahl, ¿ves las estrellas? ¿Puedes nombrarlas? —preguntó Shokerandit con voz soñadora.
—Las nombro a todas: estrellas —rió ella lánguidamente.
—Entonces bajaré a tu litera y te enseñaré sus nombres.
—Son tantas…
—Me llevará mucho tiempo.
Pero el sueño lo venció antes de que pudiera moverse, y ni siquiera los gritos de animales que subían desde la espesura lograrían despertarlo.
Shokerandit se levantó muy pronto, sintiéndose resacoso y cansado. Se puso sus heladas ropas de abrigo antes de despertar a Toress Lahl.
—A partir de ahora, dormiremos vestidos —dijo. Sin esperar a que ella pudiese seguirlo, se dirigió a las tiendas para proveerse de todo aquello que necesitarían durante el mes que tenían delante. tiendas trayecto norte, se leía en el cartel junto a una pintura de la Gran Rueda.
Estaba ansioso. Para Fashnalgid, un verdadero uskuti, Shivenink era una especie de refugio montañoso. Luterin Shokerandit, en cambio, sabía bien que, por más alejado de la capital que estuviese, no faltaban en Shivenink policías ni informantes. Y ahora que Fashnalgid había matado a un soldado, irían tras sus pasos no sólo la policía sino también el ejército. Luterin lamentó haber dejado en semejante aprieto a Eedap Mun Odim y a Hernisarath.
Compró en la tienda, bajo un nombre falso, una serie de artículos necesarios y fue luego a echar un vistazo al equipo de tiro, ya reservado, que debía llevarlos hasta Kharnabhar y las seguras propiedades paternas.
Fashnalgid, por su parte, se tomó las tareas matutinas con bastante más calma. En cuanto Shokerandit dejó la terraza, cesó de fingirse dormido y se descolgó hasta la litera de abajo, acostándose junto a Toress Lahl. Ahora que había quebrado su espíritu, la cautiva no ofreció resistencia. Además, la occhara la había sumido en la apatía.
—Luterin te matará cuando se entere de lo que haces —dijo ella.
—Calla y disfruta, gatita. Ya me ocuparé de él cuando llegue el momento. —La envolvió con un abrazo de oso y, asiendo con sus tobillos los de ella, le separó los muslos para penetrarla. A cada embestida suya, el rechinante camastro golpeaba contra la barandilla de la terraza.
La ciudad estaba dividida en dos partes, Sharagatt Norte y Sharagatt, muy próximas una de otra; tan sólo cien yardas y una esquina de roca en forma de risco las separaban. Unos salientes de la ladera en forma de cuña protegían la ciudad. En Sharagatt Norte soplaban fríos vientos katabáticos, lo cual hacía descender la temperatura en varios grados. Los equipos de tiro que cubrían la ruta a Kharnabhar se estacionaban sólo en la parte norte, quizá para así mantener su reciedumbre y no reblandecerse.
Dos horas le llevó a Shokerandit comprobar que todo estaba en orden para el viaje. Conocía a la gente con la que tenía que tratar. Estos montañeses se llamaban a sí mismos ondod, que en su compleja lengua —y si uno se fiaba de las traducciones— podía significar tanto «pueblo de espíritu» como «pueblo espiritoso».
Un ondod conduciría el equipo, junto con su esclavo phagor. Tenía un buen trineo y un equipo de ocho perros asokines.
Mientras Luterin inspeccionaba el trineo pulgada a pulgada, apareció, pálida y ceñuda, Toress Lahl.
—Hace mucho frío aquí —dijo apáticamente.
Él buscó entre los pertrechos que había comprado y volvió con una prenda protectora de lana de una sola pieza. Se la ofreció, sonriente:
—Es para ti. Puedes ponértela ahora.
—¿Dónde?
—Aquí —dijo Luterin, añadiendo al comprender sus reservas—: Oh, esta gente no se avergüenza. Ponte tu nueva ropa.
—Soy yo la que se avergüenza —dijo ella. Sin embargo, hizo lo que le habían ordenado a pesar de las sonrisas de los que la miraban.
Luterin siguió controlándolo todo y hablando con el conductor, un ondod menudo llamado Uuundaamp, de brillantes ojos negros, mejillas picadas de viruela y un delgado bigote que acababa bajo los pómulos en forma de pestañas. Tenía catorce años y había hecho muchas veces el difícil trayecto.
Cuando Uuundaamp llevó afuera a Shokerandit para inspeccionar el equipo de tiro, Toress Lahl se unió a ellos con su nueva vestimenta, mirando inquisitoriamente al ondod.
—Todos los conductores son muy jóvenes —le explicó Shokerandit—. Se alimentan de carne y no suelen llegar a viejos.
Una puerta en la trastienda se abría a un patio. Allí, separadas por altas alambradas, estaban las perreras. Una capa de nieve sucia cubría el suelo y los perros hacían un ruido ensordecedor. Uuundaamp recorrió el estrecho pasillo entre las perreras. A cada lado, los asolanes se lanzaban contra el alambre, chasqueando los dientes y derramando saliva. Los canes astados llegaban a la altura de la cadera de un hombre y estaban recubiertos de un pelo grueso, castaño, blanco, gris, negro o mezclado.
—Éste es equipo nuestro-equipo gumtaa-muy buen asokin —dijo Uuundaamp, con el brazo extendido hacia una de las perreras y la mirada astuta puesta en Shokerandit—. Antes de que vamos, vosotros dos dais un pedazo carne a perro líder, hacéis amigos para él. Entonces, siempre amigos para él. ¿Ishto?
—¿Cuál es el perro líder? ¿El negro? —preguntó Shokerandit.
Uuundaamp asintió:
—Mismo perro negro, él perro líder. El llama Uuundaamp, igual a yo. Gente dice él mismo tamaño yo, pero no tan fiero.
El asokin negro tenía unos cuernos bien delineados y contorneados en espiral, con los pitones hacia afuera. Uuundaamp estaba cubierto de erizado pelo negro; sólo su pecho y la parte inferior de su cola eran blancos. El Uuundaamp ondod subrayó esto último; gracias a ello, los otros perros podían seguirlo más fácilmente.
Uuundaamp se volvió hacia Toress Lahl:
—Señora, para ti te advierto. Tú das una carne a este Uuundaamp, como digo. Luego nunca no más. No das nunca no más carne a ningún otro asokin, ¿comprendes? Estos asokines siguen reglas. Nosotros obedecemos. ¿Ishto?
—Ishto —dijo ella. Había adoptado aquella voz montañesa de aceptación durante el viaje desde Rivenjk.
El ondod la miró, alegres los ojos negros:
—Tú mujer grande. Yo no alimentarte un pedazo carne. Además, mi mujer, ella viene Kharnabhar conmigo nosotros. Una más cosa. Muy importante. Nunca tratar de palmear estos asokines, ¿veis? Ellos llevan la mano como un pedazo carne. Toress Lahl se estremeció, luego rió:
—Jamás me atrevería a palmearlos.
—Iremos a buscar a Fashnalgid antes de partir —dijo Shokerandit al finalizar su exhaustiva inspección. Los pertrechos y provisiones eran los adecuados; el trineo no se vería sobrecargado. La cogió del brazo—. Te encuentras bien, ¿verdad? Sería fatal enfermar en plena marcha.
—¿No podemos irnos sin Fashnalgid?
—No, no veo por qué. No nos vendrá mal si ocurre algo. Me temo que los agentes del Oligarca estén pisándonos los talones. Quizá crean que si llegamos hasta mi padre y le contamos lo sucedido, él pueda volcar el ejército contra la Oligarquía. Muchos de los socios de mi padre son militares. Lo he estado comprobando y uno de los trineos tiene prevista su salida para las quince…, apenas una hora después que nosotros. Dicen que lo han contratado cuatro hombres. Así que, cuanto antes partamos, mejor. Tengo un arma.
—Tengo miedo. ¿Son de fiar estos ondods?
—No son humanos. Están relacionados con los nondads de Campannlat. Tienen ocho dedos en cada mano; ya lo verás cuando nuestro conductor se quite los guantes. Toleran a los phagors pero en realidad nunca se han aliado con los humanos. Son bastante taimados. Se les ha de pagar y complacer o pueden complicar las cosas en el momento menos pensado.
Mientras hablaban, regresaron caminando desde Sharagatt Norte a Sharagatt. El cambio de temperatura era notorio.
Ella se colgó del brazo de Shokerandit y dijo con resentimiento:
—¿Por qué hiciste que me desvistiera delante de ellos? No tienes que humillarme sólo porque soy tu esclava.
Él rió:
—Oh, fue para complacerlos. Querían ver. Ahora pensarán mejor de mí.
—¿Sí? Yo no pienso mejor de ti.
—Ah, pero yo soy el perro líder. Entonces ella dijo lascivamente:
—¿Por qué no te metiste en mi saco de dormir? ¿Te pasa algo raro? ¿No se supone que puedes folicar conmigo siempre que te dé la gana?
—Ahá, de modo que ahora me deseas. Has cambiado de canción. —Y añadió tras una breve y tensa risa:—Entonces te agradará la organización de esta noche.
Recogieron a Fashnalgid, que estaba bebiendo licor en un tenderete del camino. Luego Shokerandit se metió en un pequeño comercio a discutir el precio de una chillona manta a rayas rojas y amarillas. Entre las rayas aparecía tejido el inevitable motivo de la Gran Rueda.
—¡Por la Escrutadora, qué derroche de dinero! —dijo Fashnalgid—. Pensé que ya te habías encargado de comprar todo lo necesario.
—Me gusta esta manta. Bonita, ¿verdad?
Pagó y se echó la colorida manta al hombro antes de emprender el camino de vuelta a Sharagatt Norte. Había otros viajeros, pero no parecían percatarse de él; todos iban previsiblemente abrigados contra el recio aire de las montañas. Fashnalgid no salió de su asombro cuando, en otro tenderete, Shokerandit pagó bastante dinero por un cabrito ahumado y descuerado.
Un hombre le dijo en las Tiendas Trayecto Norte que Uuundaamp estaba durmiendo. Shokerandit se dirigió solo hasta el improvisado habitáculo excavado en la roca en la parte posterior de la tienda, detrás de las perreras de los asokines. Sentados en el suelo, algunos ondods comían tiras de carne cruda. Otros dormían con sus mujeres en tablones adosados a la pared del risco.
Despertaron a Uuundaamp, que apareció rascándose los sobacos y bostezando, mostrando unos dientes casi tan afilados como los de sus animales.
—Tú haces difícil jefe, salida tres hora es demasiado. No soy tu hombre hasta las quince.
—Lo siento. Mira, he de salir cuanto antes. Te traigo regalo, ¿Ishto?
Arrojó el cabrito ahumado al suelo. Uuundaamp se sentó de inmediato en el suelo y llamó a sus amigos. Con un cuchillo hizo gestos invitando a Shokerandit:
—Todos venís comer, amigo. Gumtaa. Luego hacer rápida salida.
Cuando todos se hubieron reunido, Uuundaamp se acordó de llamar a su mujer. Ella se descolgó del tablón que habían compartido y se acercó al grupo, envuelta en ropas de cama. Todo lo que se veía de ella era una cara redonda con unos ojos negros muy parecidos a los de Uuundaamp. No hizo ningún ademán de unirse al ávido corro de hombres, sino que se mantuvo de pie detrás de su marido, cogiendo delicadamente la magra rodaja de carne que éste le pasó con rudeza por encima del hombro.
Mientras mascaba su pedazo de carne, Shokerandit observó las manos de los hombres. Eran delgadas y fibrosas y tenían ocho dedos. Las romas uñas en forma de garra eran de un negro uniforme, y debajo de ellas brillaban la roña y la grasa acumuladas.
—Gumtaa —dijo Uuundaamp, con los carrillos llenos a reventar.
—Gumtaa —asintió Shokerandit.
—Gumtaa —añadieron los demás ondods. La mujer, por el hecho de serlo, no tenía derecho a opinar acerca de las cualidades del alimento.
Pronto, no quedaron del cabrito más que huesos y cuernos. Uuundaamp se levantó enseguida, limpiándose las manos en su vestimenta de piel:
—Para cierto, jefe —dijo con la boca todavía ocupada—, esta horrible saca atrás de mío con panza llena de gas y niños es mujer Uuundaamp. Nombre Moub. Puedes olvidar. Nos acompañará con nosotros. No problema ninguno.
—Ella es tan bienvenida corno hermosa, Uuundaamp. Yo traía esta manta para mí; tenía intención de conservarla pero, en vista del encanto de Moub, deseo ofrecérsela como regalo.
—Loobiss. Tú dásela, jefe. Entonces no la perderá. Ella te besa. De modo que Shokerandit le entregó a Moub la manta a rayas rojas y amarillas.
—Loobiss —dijo ella—. Demasiado bueno para cualquier saca pertenezca a este infame Uuundaamp —y se estiró delicadamente para besar a Shokerandit con sus gruesos labios grasientos.
—Gumtaa. Siempre quieras folicar, jefe, usar Moub. Parece horrible pero tiene todo eso ahí, ¿Ishto?
—¡Loobiss! —Su amistad había sido sellada como correspondía. Una oleada de placer inundó a Shokerandit al recordar sus paseos infantiles en troica con su madre, o sus visitas a las viviendas ondod para jugar con aquellos niños. Su madre siempre había considerado bastos y brutales a los ondods, quizás a causa del singular protocolo que regulaba las relaciones entre los sexos, basadas en el insulto. Tiempo después, sus amigos y él habían frecuentado una barraca en las afueras de las forestas caspiarneas. El joven Luterin se había iniciado sexualmente con mujeres ondods. Recordaba a una rotunda muchacha llamada Ipaak; para ella, él era el «fétido rosa».
Rígida disciplina para los asolanes, rígida disciplina para los viajeros. Ésa era la regla de oro de todo trayecto entre Kharnabhar y el mundo externo.
Uuundaamp se sentaba en la parte delantera del trineo, látigo en mano. Moub, hecha un ovillo, justo detrás de él, Bhryeer, el phagor, ocupaba la parte posterior, haciendo contrapeso a un lado u otro, y bajándose para empujar cuando la pendiente así lo requería. Los tres humanos se sentaban a horcajadas sobre la lona que cubría las provisiones, siempre con la espalda contra el viento.
Caerse del trineo era muy fácil. Convenía, pues, mantener un ojo en el conductor, que era quien decidía el camino a seguir. Pero a veces la nieve que caía en tromba desde las cimas de la cordillera ocultaba casi por completo la figura de Uuundaamp. Habían atravesado el traicionero Venj por un puente de madera y avanzaban ahora en dirección vagamente norte nordeste al pie de la gran espina dorsal de Shivenink, cuyas cumbres, por encima de los diez mil metros, estaban cubiertas de hielo durante todo el Gran Año.
Cuando la nieve no velaba el aire, era el mismo aliento de los perros, denso como columnas de vapor, lo que los ocultaba a la vista de los pasajeros. Había en el equipo de tiro una perra, con lo que los restantes siete daban todo de sí. Al inicio de cada nueva etapa, el jadeo de los perros se elevaba a menudo por encima del chirrido de los patines metálicos. Por lo demás, los sonidos y las formas eran absorbidos por las blancas paredes de los lados. El olor de los perros y de la ropa rancia era parte de la escena, cuya monotonía abotargaba cualquier sensación de peligro. El agotamiento, los reflejos de la nieve, los sueños que nunca terminaban de cobrar forma: de estas cosas estaban hechos los días.
Veinte pies de correaje de cuero unían a los asokines al trineo. Se les permitía descansar diez minutos cada tres horas; entonces, todos se echaban al suelo menos el líder, Uuundaamp. El hombre Uuundaamp estaba tanto o más ligado a los asokines que a su mujer Moub. Ellos eran su vida.
Durante las pausas, tampoco Uuundaamp descansaba. Él y Moub solían ir y venir infatigablemente, estudiando los fenómenos naturales: la forma de las nubes, el vuelo de las aves, el más mínimo cambio climático, huellas de animales, ruidos o señales de aludes.
De tanto en tanto se cruzaban con peregrinos que iban al norte o regresaban de allí a pie. También encontraron otros trineos en el camino, aunque a veces sólo oían su campanilleo. En una ocasión quedaron a la zaga de un lento convoy de arenques hasta que por fin lograron adelantarse, cuando el vehículo se desvió a un lado del camino. El convoy de arenques era una versión terrestre del vagón de arenques. Llevaba cubas de pescado en salmuera a las remotas regiones septentrionales.
Cada vez que se encontraban con otros vehículos, los asokines ladraban furiosamente, pero los conductores rivales no movían un solo músculo en señal de saludo.
También la pausa nocturna seguía un esquema fijo. Uuundaamp desviaba al equipo de la huella en sitios especiales que conocía de otros viajes. Inmediatamente después desenganchaba a los perros, y los separaba y los apartaba del trineo, a fin de que no royesen las pieles. A cada asokin le correspondían dos libras de carne cruda cada tres días: trabajaban mejor estando hambrientos. No obstante, cada noche les tocaba un arenque por cabeza, que Uuundaamp arrojaba en orden, empezando siempre por Uuundaamp. Atrapaban el pescado en el aire y en un abrir y cerrar de ojos ya lo habían engullido; la perra era la última en comer. El perro líder dormía a cierta distancia del resto del equipo. Si durante la noche nevaba, los perros formaban con su propio calor una suerte de cueva pequeña. Bhryeer, el phagor, dormía junto a ellos.
Cada noche, los preparativos para la cena no debían tardar más de quince minutos.
—Es imposible. Además, ¿qué sentido tiene? —protestó Fashnalgid.
—Tiene el sentido de que es posible y se ha de hacer —dijo Shokerandit—. Tensa la tienda, tira con fuerza.
Estaban entumecidos de frío. Tenían la nariz pelada, las mejillas ennegrecidas por la escarcha.
Había que descargar el trineo. Lo cubrían con la tienda, que aseguraban firmemente. Esta operación solía implicar una encarnizada lucha contra el viento. Luego, extendían las pieles sobre el trineo; allí, aislados del suelo, dormían los cinco. A mano disponían todo aquello que utilizarían de noche: comida, estufa, cuchillos, lámpara de aceite. A pesar de que la temperatura bajo la tienda se mantenía bajo cero, pronto se encontraban sudando en aquel compartimiento, tal era el frío sufrido durante el resto del día.
Cuando Uuundaamp entró la primera noche en la tienda, encontró a los tres humanos en plena discusión. —No habláis más. Seáis buenos. Con ira, smrtaa.
—No podré soportarlo cuatro semanas —dijo Fashnalgid.
—Si le desobedeces, sencillamente se irá —dijo Shokerandit—. Todo lo que pide es que eches tu carácter a dormir mientras dure el viaje. El frío no permite disputas; es una cuestión de vida o muerte.
—Por mí puede rajarse.
—Sin él aquí, moriríamos… ¿Es que no puedes entenderlo?
—Occhara pronto, pronto —dijo Uuundaamp, codeando a Fashnalgid. Le dio a Moub un par de zorros plateados para asar. Los había recogido de las trampas colocadas en el viaje anterior.
Pronto invadió la tienda un calor agradable. La carne olía bien. Comieron con manos sucias, bebiendo después agua de nieve de una jarra común.
—¿Comida ishto? —preguntó Moub.
—Gumtaa —le respondieron.
—Es pésima cocinera —dijo Uuundaamp mientras encendía pipas de occhara y las distribuía. Con afortunado tacto, la lámpara se extinguió y en esa paz fumaron. El bramido del viento pareció ceder. Buenos sentimientos animaron a todos. Filtrándoseles por las narices, el humo era como el auspicio de una mejor y misteriosa vida. Eran los hijos de la montaña; ella los cuidaría. Ningún mal aguarda a aquellos que han comido zorro plateado. Puesto que, más allá de cuanto distingue a los hombres de las mujeres, o a un hombre de otro, todos coinciden en esto: sus narices, y quizá sus ojos, orejas y otros orificios, rezuman el humo divino. El sueño mismo no es sino otro orificio en la divinidad de la montaña. A veces, al dormir, los hombres se transforman en el sueño de los zorros plateados.
Por la mañana, mientras se esforzaban por desmontar y plegar la tienda en medio de una bruma gris y sombría que flotaba en una atmósfera glacial, Toress Lahl se acercó a Shokerandit y le dijo en secreto: —¡Hasta qué punto te has degradado, cómo te odio! Anoche folicaste con Moub, ¡con aquella bolsa de lastre! Te oí. Sentí temblar el trineo.
—Estaba siendo cortés con Uuundaamp. Pura cortesía. Nada de placer.
Había descubierto que la mujer ondod estaba en avanzado estado de gestación.
—Cortesía que te será recompensada con alguna enfermedad, sin duda.
Uuundaamp apareció con los dos rabos de zorro plateado y una sonrisa en el rostro:
—Ponéis esto en los dientes. Gumtaa. Mantiene frío fuera lejos.
—Loobiss. ¿Tienes una para Fashnalgid?
—Ese hombre, él tiene rabo crece propia cara —rió con ganas Uuundaamp. Se refería, desde luego, al bigote del capitán.
—Al menos intenta ser amable —dijo Toress Lahl. Sin mucho convencimiento, mordió el rabo entre los dientes para proteger sus maltrechas nariz y mejillas.
—Uuundaamp es amable. Y esta noche has de ser amable con él. Retribuirle el favor.
—Oh, no… Luterin… Eso no, por favor. Creía que me apreciabas.
El se volvió y dijo con rabia:
—Lo que aprecio es que lleguemos sanos y salvos a Kharnabhar. Conozco las costumbres de esta gente y estos viajes, tú no. Es un código, cuestión de supervivencia. Deja de creerte tan especial.
Herida en su amor propio, ella le espetó:
—O sea que no te importa, supongo, que Fashnalgid me viole cada vez que le das la espalda.
Luterin soltó la tienda, se lanzó sobre Toress y la aferró con fuerza por el abrigo.
—¿Me estás mintiendo? ¿Cuándo lo ha hecho? Dime cuándo. ¿Entonces y cuándo más? ¿Cuántas veces?
Escuchó glacialmente el relato de la mujer.
—Muy bien, Toress Lahl. —Su voz era apenas un susurro que escapaba del rostro severo.—Ha roto el código de honor entre dos oficiales. Lo necesitamos durante el viaje pero cuando lleguemos a casa de mi padre, lo mataré. ¿Has comprendido? Mientras tanto, no dirás nada.
Sin más palabras, terminaron de cargar el trineo. Smrtaa: reparación; una cosa por otra. Un principio vital en esas latitudes. Uuundaamp enganchó los perros y al tiempo ya estaban atravesando la niebla, Shokerandit y Toress Lahl con los dientes clavados en sus rabos de zorro.
Las incansables máquinas del Avernus seguían recogiendo lo que sucedía abajo y transmitiéndolo automáticamente a la Tierra. Pero los escasos supervivientes de la Estación Observadora no parecían interesados en ese objetivo prioritario: tenían su propio objetivo prioritario y éste era sobrevivir. Debido a las enfermedades y los enfrenamientos, habían mermado tanto en número que la defensa había dejado de constituir una necesidad de primer orden.
La organización tribal y la distribución de territorios tribales resultaron largas y arduas, pero permitieron evitar feroces batallas. En los territorios neutrales entre una tribu y otra sobrevivían los obscenos sexópodos, convertidos ahora en algo sacrosanto, en una mezcla de dioses y demonios.
A pesar de la «paz» reinante, la destrucción previa de las plantas sintetizadoras de alimentos suponía la pervivencia del canibalismo. No había prácticamente carne que no fuera humana. Los pesados tabúes que prohibían esta práctica habían caído estrepitosamente sobre la delicada sensibilidad de los avernianos. El descenso a la barbarie y a cosas peores en el tiempo de una sola generación era más de lo que sus psiques podían soportar.
En las tribus se instauró una especie de matriarcado. Entretanto, muchos de los hombres más jóvenes, sobre todo los adolescentes, desarrollaron personalidades múltiples. Podían llegar a albergar hasta diez personalidades distintas en un mismo cuerpo, y éstas podían diferir en edad, sexo, inclinaciones o costumbres. Un leve parpadeo separaba a ascetas vegetarianos de salvajes casi paleolíticos, a bailarines totémicos de legisladores.
Una compleja desnaturalización emprendida por los colonizadores avernianos había llegado a su punto más crítico. Ahora, además de desconocerse entre sí, los individuos ya no se reconocían a sí mismos.
Pero esta brutal adaptación a las situaciones extremas no había afectado a todos los tripulantes. Al estallar las primeras luchas intestinas, algunos técnicos habían abandonado la Estación. Habían robado una nave de las secciones de mantenimiento y huido a campo traviesa por el espacio hasta llegar a Aganip.
Por más tentador que a primera vista se presentara el planeta verde, blanco y azul de Heliconia, el peligro que entrañaba no les era desconocido.
Aganip, por su parte, ocupaba un sitio especial en la mitología del Avernus puesto que allí, muchos siglos antes, había establecido una base la nave colonizadora terrestre afín de emprender la construcción de la Estación Observadora.
Aganip era un planeta sin vida cuya atmósfera consistía casi por completo en dióxido de carbono y una pequeña porción de nitrógeno. Pero la antigua base se mantenía en pie y en cierto modo dio su bienvenida a los recién llegados.
Los escapados del Avernus construyeron una pequeña cúpula, que habitaron con numerosas restricciones. Al principio enviaron señales a la Tierra y luego, ya que no estaban dispuestos a esperar unos dos mil años a que llegase la respuesta, al propio Avernus. Pero había allí demasiadas complicaciones como para que alguien les respondiese.
Los escapados no habían logrado comprender la naturaleza de la humanidad; ésta, al igual que el elefante o la margarita común, es parte y función de una entidad viva. Separados de esa entidad, los humanos, aun siendo más complejos que los elefantes y las margaritas, tienen pocas probabilidades de florecer. Las señales se siguieron emitiendo automáticamente durante largo tiempo.
Nadie las recibió.