XIV - EL MAYOR CRIMEN

Pero, ¿cómo puede alguien estar seguro de que esos tutelares espíritus biosféricos, la Escrutadora Original y Gaia, tienen verdadera existencia?

No hay pruebas objetivas, así como la empatía no es mensurable. Las microbacterias nada saben de la humanidad: viven en mundos demasiado diferentes. Sólo la intuición permite a la humanidad ver y oír las pisadas de esos espíritus geoquímicos que han manejado la vida de todo un mundo como si se tratara de un simple organismo.

Es también la intuición quien dice a la humanidad que para vivir de acuerdo con el espíritu ha de renunciar a las posesiones y ha de evitar dominar a otros. Fueron precisamente esos hombres, reunidos en secreto en la colina Icen, alejados de todo contacto humano, a resguardo de toda comunicación con el exterior, quienes más febrilmente intentaron apoderarse del mundo.

¿ Y si ellos hubieran tenido éxito?

Los espíritus biosféricos son compasivos y adaptables. La intuición nos dice que siempre hay alternativas. Homeostasis no es fosilización sino vitalidad en equilibrio.

Los primeros cazadores tribales que quemaron los bosques para asegurar la presa, dieron nacimiento a los ecosistemas de ¡as grandes sabanas. La mutabilidad alimenta los controles cibernéticos de Gaia.

La capa gris de la Escrutadora Original está desplazándose a través de Heliconia. Los seres humanos la desafían o la aceptan, de acuerdo con la naturaleza de cada uno. Más allá de la indeseable posesividad humana, las criaturas salvajes toman sus propias disposiciones. Los brassimips acumulan alimentos en sitios subterráneos, donde pueden seguir creciendo y desarrollándose. Los pequeños crustáceos de tierra, los jibóvagos, congregados a millares en la cara interior de las piedras de alabastro, segregan un ácido que abre habitáculos en la piedra y extraen de fuera la luz que necesitan. Las ovejas cornudas de la montaña, el asokin salvaje, el timoroon, el flambreg en las llanuras devastadas, se entregan a duras batallas de cortejamiento. Hay tiempo para un nuevo apareamiento y quizá para otro más; el número de nuevos vástagos será decidido por la temperatura, los suministros de comida, la habilidad, el coraje.

También aquellos seres que no podían ser considerados humanos, obligados por un capricho evolutivo a permanecer en las márgenes de los hogares de la humanidad —aunque con la mirada anhelante puesta en los Juegos ardientes—, se preparaban a su manera para el invierno.

Las tribus de los driats, dotados de lenguaje y muy capaces de maldecir en él, descendían maldiciendo de las colinas hacia las costas rocosas de su continente, donde encontrarían comida en abundancia. Los migratorios madis, obligados a abandonar sus moribundos ucts, buscaban refugio en el oeste, dispuestos a saquear las ciudades en ruinas abandonadas por el hombre. Los nondads se retiraban a sus agujeros subterráneos, cavados entre las raíces de los grandes árboles, donde vivirían sus esquivas vidas de manera muy similar a como lo habían hecho durante los espléndidos días veraniegos.

En cuanto a la raza ancipital, cada nueva generación podía observar cómo el mundo recuperaba las condiciones previas a la invasión de sus cielos por parte de Freyr. Para sus mentes eotemporales, el estereotipo del futuro y el del pasado se iban acercando paso a paso. En las amplias llanuras de Campannlat, los phagors ganaban en fuerza, alimentándose gracias a las crecientes manadas de yelks y biyelks, y cada vez se volvían más osados en sus ataques contra los Hijos de Freyr. Tan sólo en Sibornal, donde nunca habían logrado imponerse, se veían sometidos a los contraataques organizados de los humanos. Podría presumirse que todas estas criaturas estaban rivalizando unas con otras. Y, en cierto modo, así era. Sin embargo, en un sentido más global, nada las enfrentaba, estaban unidas. La gradual desaparición de lo verde diezmaba su número pero no su esencia. En definitiva, todas dependían de los fangos anaeróbicos de las cuencas marinas de Heliconia, encargados de retener el carbón y mantener el nivel de oxígeno atmosférico a fin de que, tanto en tierra como en el mar, no se interrumpiesen los procesos de respiración y fotosíntesis.

Incluso podría llegar a decirse que todas estas criaturas constituían la vida activa del planeta. Y, en cierto modo, así era. Pero una buena mitad de la vida de Heliconia se encontraba en las praderas tridimensionales de los mares. Era una masa vital compuesta, en su mayor parte, por microflora unicelular. Allí estaba la verdadera reserva de vida, para la cual nada fundamental cambiaría por más que Freyr se acercara o alejase.

La Escrutadora Original mantenía en equilibrio a todas las fuerzas vitales. ¿Cómo era posible la vida en el planeta? Habiendo vida en el planeta. ¿Qué pasaría sin vida? No podría haber vida. La Escrutadora Original era un espíritu eminentemente marino: no ya un espíritu separado y dotado de mente sino una vasta entidad cooperativa, creadora de bienestar desde el centro de una furibunda tormenta química. Y la Escrutadora Original estaba obligada a aguzar aún más su ingenio que su gemela Gaia de la cercana Tierra.

Algo apartados de los restantes seres vivos, desde algas hasta jibóvagos y ovejas, estaban los humanos de Heliconia. Estas criaturas, tan dependientes de la biosfera homeostática como todas las restantes, se habían elevado a sí mismas a una categoría especial. Habían desarrollado un lenguaje. En un universo de sonidos inarticulados, habían pergreñado su propio umwelt de palabras.

Tenían canciones y poemas, dramas e historias, debates, lamentos y proclamas con las que hacer hablar al planeta. Con las palabras llegó la capacidad de inventar. En cuanto hubo palabras, hubo historia. La historia era a las palabras como Gaia a la Tierra y la Escrutadora Original a Heliconia. Ningún planeta tenía historia hasta que la humanidad entró charlando en escena y la inventó, de modo que expresase lo que para cada generación eran los hechos.

Hubo en Heliconia visionarios que, en ese momento de crisis de los asuntos humanos, percibieron la existencia de la Escrutadora Original. Pero siempre había habido visionarios en aquel planeta, a menudo inarticulados porque allí, en el umbral del lenguaje, era donde trabajaban. Los visionarios de Heliconia percibían algo azoiáxico en el universo, algo superior a la vida a cuyo alrededor toda la vida giraba, algo que al mismo tiempo no vivía y era la Vida.

La visión no se ajustaba del todo a las palabras. Pero, justamente porque había palabras, la veracidad de la visión era difícil de verificar. Las palabras carecen de peso atómico. El universo de las palabras carece de criterios definitivos que se correspondan con la vida y la muerte en el universo inarticulado. Es por ello que puede inventar mundos imaginarios que no mueren pero tampoco viven.

Uno de aquellos mundos era el perfecto estado sibornalés visualizado por la Oligarquía. Otro de ellos era el perfecto universo del Dios Azoiáxico visualizado por los mayores de la Iglesia de la Paz Formidable. Debido a la desobediencia de los edictos del Oligarca y a la consiguiente muerte en la hoguera del Supremo Sacerdote Chubsalid, ambas perfecciones imaginarias habían dejado de coincidir. Después de largos períodos de idílica identidad, la Iglesia y el Estado descubrían para su mutuo horror que estaban opuestos la una al otro.

Muchos de los principales clérigos, como Asperamanka, estaban demasiado sometidos a la autoridad estatal como para protestar. Fueron, por tanto, las bases de la Iglesia, los frailes menores, los monjes más humildes, los religiosos más cercanos al sentir del pueblo, quienes dispararon la alarma.

Un Miembro de la Oligarquía denunció a los «predicadores embozados que, yendo de un lado a otro, difunden falsos rumores entre las gentes sencillas», parafraseando inconscientemente las palabras que, muchos siglos antes, había proferido Erasmo en la Tierra. Pero la Oligarquía no defendía precisamente el humanismo. Su respuesta a los oprimidos consistía sencillamente en incrementar la opresión.

Una vez más aparecía la enantiodromia. Una brecha surgida en medio de las filas que se cerraban, Y cuando la unidad parecía un hecho, las divisiones se acentuaron.

La Oligarquía sacó provecho de la situación. Ahora podía utilizar la reciente inquietud interna como excusa para imponer medidas más severas todavía. El ejército que regresaba victorioso de Bribahr fue redistribuido por las ciudades y aldeas de Uskutoshk. El pueblo, hosco pero acobardado, asistió impotente al fusilamiento de sus frailes.

La ola de protestas llegaría incluso hasta Kharnabhar.

Ebstok Esikananzi se reunió con Luterin para tratar el tema, y le miró la boca en lugar de los ojos mientras éste le aconsejaba cautela. También recibió a otros altos funcionarios, partidarios tanto de una como de otra postura. Luterin se encerró durante varias horas con el secretario Evanporil y demás subordinados. Estando pendiente su propia suerte, ¿cómo podía decidir la suerte de toda la provincia?

El caso es que la Gran Rueda se vio involucrada en la disputa. Aunque administrada por la Iglesia, el territorio en el que se alzaba estaba bajo el control de un gobernador laico nombrado por el Guardián. La brecha entre laicos y clero se ensanchaba. Chubsalid no había caído en el olvido.

Tras dos días de discusiones, Luterin hizo lo que siempre había hecho al sentirse oprimido. Escapó.

Con un montero y un buen sabueso, cabalgó hacia la espesura, internándose en los casi ilimitados bosques montañeses que rodeaban Kharnabhar. En aquel momento había tormenta, pero no la tuvo en cuenta. Perdidos aquí o allá entre los valles, escondidos en las forestas de caspiarneos, había refugios de caza y templetes en los que un hombre podía resguardar su montura, protegerse del clima y dormir. Al igual que su padre, sencillamente se desvaneció para la humanidad.

A menudo partía con la ilusión de encontrárselo. Imaginaba la escena con los ojos de la mente. Veía a su padre en el centro de un grupo de cazadores pesadamente vestidos, la nieve danzando a su alrededor. En las hombreras de cuero, halcones encapuchados. Un biyelk tiraba de un trineo cargado con las piezas cobradas. El aliento de los perros se elevaba en el aire frío. Su padre desmontaba rígidamente y, brazos extendidos, iba hacia él.

Su padre sabría de su heroísmo en Isturiacha y lo felicitaría por haber escapado con vida de Koriantura. Se abrazaban…

Luterin y su acompañante no se cruzaron con nadie ni oyeron más que el estruendo de los glaciares. Pasaron las noches en lejanos refugios, donde la aurora parpadeaba muy por encima de los bosques.

Por más cansado que estuviera, por más animales que matase, Luterin no conseguía librarse de sus pesadillas nocturnas. Lo abrumaba la obsesiva sensación de que escalaba, no en medio del bosque, sino a través de habitaciones abarrotadas de insólitos muebles y antiguas pertenencias. El horror parecía haberse afincado en aquellas habitaciones. Pero no conseguía encontrar ni huir de aquello que lo espantaba.

Varias veces despertaría imaginando que la parálisis había vuelto a atraparlo. Muy poco a poco lograba reconocer el entorno, y trataba entonces de calmarse pensando en Toress Lahl; pero una y otra vez aparecía Insil junto a ella.

Al menos su madre se había encerrado nuevamente en sus aposentos después del banquete, de modo que la noticia de su ruptura con Insil no habría llegado muy lejos.

Reconocía las muchas razones que hacían de Insil una futura esposa perfecta para él. En ella vibraba el espíritu indómito de Kharnabhar.

Toress Lahl, en cambio, era una exiliada, una extranjera. ¿Y si su pretensión de casarse con ella no era más que una demostración de independencia?

Odiaba no haber podido decidirse todavía. Pero hasta que su propia situación no se aclarase, la decisión al respecto tendría que esperar. Ello implicaba una confrontación con su padre.

Noche tras noche, metido en su saco de dormir, comprendía, palpitante, que aquella confrontación era ineludible. Sólo podía casarse con Insil si su padre no lo obligaba a hacerlo. Era preciso que aceptara su punto de vista.

O héroe o paria. No había más alternativa. Tenía que estar dispuesto a enfrentarse al rechazo. Cuando todo estaba dicho, el sexo no era otra cosa que una cuestión de poder.

Hubo ocasiones en que, quizá por efecto de los tenues reflejos de la aurora en la oscuridad de los refugios, creyó ver la cara de su hermano Favin. También él había desafiado en cierto modo a su padre… y ¿había perdido?

Luterin y el montero se despertaban cada día a hora muy temprana, cuando las aves nocturnas aún surcaban el cielo. A pesar de compartir su comida como iguales, nunca intercambiarían el más mínimo pensamiento íntimo.

Y aunque las noches fuesen penosas, de día la dicha era completa. Cada hora era distinta de las otras: la luz, el aire, todo cambiaba. También los hábitos de los animales acechados cambiaban de hora en hora. Puesto que se acercaba el fin del pequeño año, los días eran más breves y Freyr casi no se alejaba del horizonte. Pero a veces escalaban un risco y se encontraban, follaje de por medio, con el viejo astro en persona, ardiendo todavía, arrojando luz hacia un valle de lecho casi tan oscuro como las abisales profundidades marinas, derrochándola como un viejo rey que, distraído, llena siempre la misma copa.

Por doquier los rodeaba el estoico silencio de la naturaleza, y esto incrementaba en ellos la sensación de infinitud. Las rocas sobre las que se recostaban para beber de algún arroyo montañés de nevadas barbas parecían nuevas, intactas, temporalmente virginales. A través del silencio viajaba una música grandiosa, que la sangre de Luterin traducía como libertad.

Al sexto día de excursión detectaron una partida de seis phagors astados que cruzaban un glaciar a lomo de kaidaws. Las oropéndolas flotando por encima de sus hombros los habían delatado. Siguieron de lejos a los phagors durante día y medio, hasta que pudieron anticiparse y emboscarlos en una cañada.

Mataron a los seis. Las oropéndolas huyeron, chillando. Los kaidaws eran buenos ejemplares; Luterin y el montero consiguieron enlazar a unos cinco y decidieron llevarlos de vuelta a la hacienda. Quizá las cuadras Shokerandit pudieran criar una variedad doméstica de kaidaws.

La expedición había concluido al menos con un modesto triunfo.

Los badajos de las hoscas campanas de la mansión se dejaron oír mucho antes de que el edificio apareciese envuelto en una bruma azulada.

Fue así que, a su regreso, Luterin se encontró con un ambiente bullicioso; en el establo estaban peinando al yelk de su padre, había piezas de caza por todas partes y la guardia paterna escanciaba yadahl fresco en la sala de armas.

A diferencia de lo que Luterin había imaginado siempre, la verdadera reunión de Lobanster Shokerandit con su hijo no incluiría ningún abrazo.

Luterin cruzó raudo el salón recibidor, despojándose sólo de los abrigos más pesados pero sin quitarse las botas, el arma o la campana. Su pelo, largo y enmarañado, aleteaba sobre sus orejas mientras corría al encuentro de su padre.

Sabuesos rapados merodeaban por el salón, orinando en los tapices. Un grupo de hombres armados, de pie junto a la puerta y de espaldas al resto de la partida, miraban de soslayo como si estuviesen completando.

En torno a Lobanster se encontraban su mujer Lourna y su hermana, y algunos amigos, como los Esikananzi: Ebstok, su mujer, Insil, los dos hijos varones. Conversaban. Lobanster estaba de espaldas a Luterin y fue su esposa quien lo vio primero. Lo llamó por su nombre.

La conversación cesó. Todos se giraron para mirarlo.

Algo en sus rostros —una ingrata complicidad— le confirmó que habían estado hablando de él. Se detuvo a mitad de camino. Pero, a pesar de que todos seguían mirándolo, de quien en verdad parecían pendientes era del hombre de negro al que rodeaban.

Lobanster Shokerandit podía acaparar la atención de cualquier grupo. No tanto debido a su estatura, que no era superior a la normal, sino a la extraña quietud que emanaba de su persona. Era aquélla una cualidad que todos notaban pero que nadie lograba explicar en palabras. Aquellos que lo odiaban, sus esclavos y sirvientes, decían que era capaz de congelar con la mirada; sus amigos y aliados decían que tenía una increíble capacidad de mando o bien que era una persona singular. Los perros no decían nada, pero se le pegaban a las piernas con la cola bien baja.

Las manos de Lobanster Shokerandit eran sin duda notables: pulcras y precisas, de uñas puntiagudas. Mientras todo él permanecía rígido, las manos no cesaban de moverse. Con frecuencia se elevaban para visitar la garganta, siempre envuelta en seda negra, con sobrecogedores movimientos que podían recordar los de cangrejos o halcones en busca de presas ocultas. Lobanster padecía un bocio que su pañuelo disimulaba pero que sus manos delataban. El bocio otorgaba a su cuello una solidez columnaria, digno sostén de una considerable cabeza.

El cabello blanco de esta notable testa, peinado hacia atrás como si lo hubiera surcado un arado, dejaba al descubierto la amplia frente. A falta de cejas, rodeaban sus pálidos ojos unas espesas pestañas oscuras, tan espesas que no faltaba quien sugería la presencia de sangre madi en su ascendencia. Unas bolsas grises colgaban bajo los ojos; estas ojeras, además de presentar cierta cualidad tiroidea, actuaban corno bancos o trincheras tras los que se parapetaban los ojos para observar el mundo. Los labios, aunque anchos, eran casi tan pálidos corno los ojos, y la piel de la cara casi tan pálida como los labios. Un lustre sebáceo se extendía sobre la frente y las mejillas —a veces, las ajetreadas manos subían hasta ellas para disipar esta película— haciendo que el rostro reluciera como si acabase de salir del mar.

—Acércate, Luterin —dijo el rostro. La voz era profunda y algo arrastrada, como si el mentón no quisiera disturbar a la protuberante glándula que tenía debajo.

—Me alegro de que hayas vuelto, padre —dijo Luterin, aproximándose—. ¿Has tenido una buena caza?

—Bastante buena. Estás tan transformado que casi no te reconozco.

—Los afortunados que logran sobrevivir a la plaga asumen una constitución compacta, adecuada para el Invierno Weyr, padre. Te aseguro que no me siento en absoluto incómodo.

Tomó la mano pulcra de su padre.

Ebstok Esikananzi dijo:

—Supongo que también los phagors se sienten igualmente cómodos; sin embargo, está comprobado que son portadores de la plaga.

—Yo la he superado. No puedo transmitirla.

—Todos esperamos que así sea, cariño —dijo su madre.

Luterin se volvió hacia ella pero su padre, severo, dijo:

—Quiero que te retires a la sala y me esperes allí unos minutos. No tardaré. Tenemos algunos asuntos legales que discutir.

—¿Hay algún problema?

Luterin aguantó toda la potencia de la mirada paterna. Inclinó la cabeza y se retiró. Ya en la sala, dio vueltas y más vueltas, indiferente al sonido de su campanilla. No entendía qué motivo podía tener su padre para comportarse tan fríamente. Cierto es que su augusta figura se había mostrado ausente incluso estando presente, pero aquél era uno de sus rasgos, al igual que el disimulado bocio.

Ordenó a un esclavo que fuera a sus aposentos y trajera a Toress Lahl.

Ella apareció con un gesto de interrogación. Cuan atractiva resultaba su silueta metamorfoseada, pensó mientras la veía aproximarse.

—¿Por qué has estado tanto tiempo fuera? ¿Dónde has ido?

El dejo de reproche de sus palabras se disolvió en una sonrisa y una presión de su mano.

Después de besarla, Luterin dijo:

—Se supone que puedo desaparecer para cazar. Lo llevamos en la sangre. Ahora escucha. Estoy inquieto por ti. Mi padre ha vuelto y es evidente que está descontento. Podría deberse a algo que tenga que ver contigo, puesto que mi madre e Insil han estado hablando con él.

—Qué pena que no hayas estado aquí para recibirlo, Luterin.

—Eso ya no tiene arreglo —dijo con impaciencia Luterin—. Escucha, quiero darte algo.

Se dirigió a un aparador de madera que se encontraba debajo de una de las arcadas de la sala. Con una llave que extrajo de su bolsillo, abrió el aparador. Dentro, colgaban docenas de pesadas llaves de hierro, cada una con su etiqueta. Recorrió, ceñudo, las hileras con un dedo.

—Tu padre tiene la manía de encerrar cosas —dijo ella, riendo a medias.

—No seas tonta. Es el Guardián. Este lugar ha de ser tanto un hogar como una fortaleza.

Encontró lo que buscaba: una herrumbrada llave, casi tan larga como una mano abierta.

—Nadie la echará de menos —dijo, volviendo a cerrar el aparador—. Tómala. Escóndela. Es la llave de la capilla de tu compatriota, el rey-santo. ¿La recuerdas, en el bosque? Quizá surjan problemas…, no sé de qué tipo. Quizás a raíz del pauk. No quiero que sufras daño alguno. Si algo me sucediera, lo menos que te harán será arrestarte. En cuanto adviertas ese peligro, ve y escóndete en la capilla. Llévate a una esclava contigo, todas desean escapar. Escoge una mujer que conozca Kharnabhar; si es campesina, mejor.

Ella deslizó la llave en un bolsillo de su ropa nueva.

—¿Qué te podría ocurrir? —Le apretó la mano.

—Nada, tal vez, pero… temo que…

Oyó una puerta que se abría. Los perros venían delante, golpeando sus uñas en las baldosas. Empujó a Toress Lahl hacia las sombras, detrás del aparador, y avanzó hacia el centro de la sala. Su padre entraba en ese momento. Lo seguían unos doce hombres de aspecto conspirador, sonando sus campanillas.

—Hablaremos juntos —dijo Lobanster, levantando un dedo. Fueron hasta una pequeña habitación de madera de la planta baja. Detrás de Luterin venía la docena de confabulados. El último de ellos cerró la puerta por dentro. Alguien elevó la llama de biogás y ésta silbó.

En la habitación había una mesa y un banco de madera y poco más. Allí se había interrogado a alguna gente. También había una puerta de madera con refuerzos de hierro, cerrada con llave. Daba paso a un camino privado hacia las bóvedas, allí donde se encontraba el pozo cuyas aguas no se congelaban jamás. Contaba la leyenda que, durante los siglos más fríos, se habían preservado allí preciados animales de cría.

—Todo cuanto discutamos debería ser privado, padre —dijo Luterin—. Ni siquiera sé quiénes son estos caballeros, a pesar de que se mueven por nuestra casa a sus anchas. No son nuestros monteros.

—Han vuelto de Bribahr —dijo Lobanster, pronunciando las palabras como si le produjesen un helado placer—. En los tiempos que corren, los hombres importantes necesitan guardaespaldas. Eres demasiado joven para comprender de qué manera puede la plaga provocar la disolución del estado. Primero destruye las comunidades pequeñas, después las grandes. El pánico que causa desintegra naciones.

Los confabulados tenían un aspecto muy serio. En aquel espacio restringido, resultaba imposible apartarse de ellos. Sólo Lobanster estaba distanciado, inmóvil al otro lado de la mesa, jugueteando en su superficie con los dedos.

—Padre, resulta insultante tener que conversar delante de extraños. Me ofende. Pero debo decir, a ti y a ellos, si es que son capaces de oír, que aunque hay verdad en tus palabras, hay una verdad mayor que no has mencionado. Existen otras maneras de desintegrar naciones además de la peste. Las severas medidas dictadas contra el pauk, contra el pueblo, contra la Iglesia, la crueldad que entrañan, podría provocar desastres aún mayores que la Muerte Gorda…

—¡Alto, muchacho! —Las manos paternas subieron hasta la garganta.—También la crueldad forma parte de la naturaleza. ¿Dónde hay piedad si no en los hombres? Los hombres inventaron la piedad, pero la crueldad ya estaba aquí antes, en la naturaleza. La naturaleza es como una prensa. Cada año aprieta un poco más. Sólo podemos luchar contra ella si contarnos con nuestra propia crueldad. La plaga es su máxima crueldad: la venceremos con sus propias armas.

Luterin se sintió incapaz de hablar. No lograba encontrar, bajo aquella pálida, escalofriante mirada, palabras con que explicar que, aunque pudiera existir una crueldad casual en ciertas circunstancias, convertir la crueldad en un principio moral equivalía a pervertir la naturaleza. Escuchar argumentos como aquellos de boca de su padre le producía asco. Sólo alcanzó a decir:

—Te has tragado una a una las palabras del Oligarca.

Uno de los confabulados dijo en voz alta y recia:

—Ese es nuestro deber.

El sonido de aquella voz extraña, la claustrofobia de la habitación, la tensión, la frialdad paterna, todo parecía conspirar en contra de la mente de Luterin. Se oyó a sí mismo gritar, como si estuviera muy lejos:

—¡Odio al Oligarca! El Oligarca es un monstruo. Él exterminó al ejército de Asperamanka. Ahora soy un fugitivo en lugar de un héroe. Y pronto exterminará a la Iglesia. Padre, lucha contra esta maldad antes de que te devore también a ti.

Dijo esto y más, en una especie de rapto. Casi no reparó en que lo estaban sacando de la habitación y lo arrastraban afuera. Sintió la punzada del viento helado. Había nieve en su rostro. Lo llevaron a empujones a un patio donde estaba la trampilla de inspección del biogás, y de allí a un guadarnés.

Despacharon a los mozos, también a los confabulados. Luterin estaba a solas con su padre. Todavía se resistía a mirarlo a la cara; refunfuñaba, sentado, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Al cabo de un rato empezó a oír lo que su padre decía.

— … único hijo vivo que tengo. Debo educarte para sucederme como Guardián. Hay desafíos especiales a los que te tienes que enfrentar. Tienes que ser fuerte…

—¡Lo soy! Me enfrento al sistema.

—Si hay orden de desterrar el pauk, hemos de desterrarlo. Si hay que destruir a los phagors, pues los destruiremos a todos. No hacerlo sería una debilidad. No podemos vivir sin sistema; la alternativa es la anarquía. Me dice tu madre que hay una esclava extranjera que ejerce cierta influencia sobre ti. Luterin, eres un Shokerandit y tienes que ser fuerte. Esa esclava debe ser destruida y tú te casarás con Insil Esikananzi, tal como se planeó desde vuestra infancia. No te queda otro camino que obedecer. No para mi satisfacción sino por el bien de Sibornal y la libertad.

Luterin soltó una carcajada:

—¿De qué libertad estás hablando? Insil me odia, lo sé, pero para ti eso da igual. No hay libertad bajo las actuales leyes. Como si lo hiciera por primera vez, Lobanster se movió. Su gesto fue sencillo, apenas un movimiento de la mano, abandonando la garganta para extenderse hacia Luterin.

—Las leyes son duras. Eso se sabe. Pero no hay libertad, ni vida posible, sin ellas. Si no aplicamos las leyes con firmeza, moriremos. Así como Campannlat, que muere sin leyes a pesar de gozar de un clima más favorable que el nuestro. Aún no ha llegado el Gran Invierno y Campannlat ya se desintegra. Sibornal, en cambio, puede sobrevivir. Déjame recordarte, hijo mío, que hay mil ochocientos veinticinco años pequeños en cada Gran Año. Este Gran Año todavía ha de durar quinientos dieciséis años antes de expirar, antes de que, con el solsticio de invierno, lleguen los tiempos más fríos y Freyr se encuentre más lejos de nosotros. Hasta entonces, tenemos que vivir como si fuésemos de hierro. La plaga habrá remitido y las condiciones volverán lentamente a mejorar. Sabemos que es así desde que nacemos, puesto que cuidamos de Kharnabhar. La existencia de la Gran Rueda está dedicada a ayudarnos a superar esa oscuridad, y a devolvernos la luz y el calor…

Luterin se paró frente a su padre y habló con mesura.

—De acuerdo, la Rueda cumple esa función, padre. Entonces, ¿por qué apoyas, como imagino que lo haces, la vil ejecución del Supremo Sacerdote Chubsalid y el ataque generalizado contra la Iglesia?

—Porque la Rueda es un anacronismo. —Lobanster emitió un sonido gutural similar a la risa que hizo que su bocio temblara detrás del pañuelo negro.—Es un anacronismo, no tiene sentido. No puede salvar a Heliconia. No puede salvar a Sibornal. No es más que un concepto sentimental. Funcionaba cuando servía para encarcelar a asesinos y deudores. Ahora, se opone a las leyes científicas de la Oligarquía. Esas leyes, y sólo ellas, pueden garantizar que nuestros hijos sobrevivan al Invierno Weyr. No podemos darnos el lujo de contar con dos códigos legales contrapuestos. Por tanto, la Iglesia debe ser derruida. El Acta en contra del pauk fue sólo el primer paso hacía su demolición.

Luterin había vuelto a enmudecer.

—¿Es para decirme eso que me has hecho venir aquí? —preguntó por fin.

—De ningún modo iba a permitir que otros escucharan nuestra discusión. Me preocupa especialmente tu rechazo de las leyes referentes al pauk y al exterminio de phagors, según me ha comunicado Evanporil. Si no fueses mi hijo, estarías ya muerto: habría tenido que matarte. ¿No lo comprendes?

Luterin sacudió la cabeza brevemente y quedó absorto en el suelo del guadarnés. Le resultaba imposible, al igual que cuando era niño, mirar de frente a su padre.

—¿No lo comprendes?

Pero Luterin seguía sin habla. ¿Cómo podía mostrarse su padre tan impermeable a sus sentimientos?

Lobanster se refregó el ceño brillante y se acercó a la mesa, en la que, entre bridas y otros arreos, había un morral. Al soltar la hebilla del morral, varios carteles rodaron por la mesa. Alcanzó uno a su hijo.

—Ya que te agradan tanto las Actas, échale una mirada a la última.

Con un suspiro, Luterin desplegó el cartel. Apenas había alcanzado a mirarlo cuando lo soltó y el papel, nuevamente enrollado, rodó hasta un rincón. En letras negras informaba que, como medida adicional en prevención de la plaga, toda persona en estado metamorfoseado debía morir. Por Orden del Oligarca. Luterin calló.

Su padre dijo:

—Comprenderás que si no me obedeces no podré protegerte. ¿O no?

Entonces Luterin dirigió hacía su padre una implorante mirada:

—Te he servido, padre. Toda mi vida he obedecido tu voluntad. Ingresé en el ejército sin una queja… y me adapté bien. He sido, y sólo he deseado ser, tu posesión. Sin duda, algo parecido barruntaba Favin cuando se precipitó hacia la muerte. Pero ahora he de oponerme a ti. No por mi bien. Ni siquiera por el de la religión, o el del Estado. Después de todo, ¿qué son sino abstracciones? He de oponerme a ti por tu propio bien. No sé si es la estación o el Oligarca, pero algo te ha enloquecido.

El rostro del padre ardió de manera terrible, aunque sus ojos no abandonaron su pétrea frialdad.

Sobre la mesa había una larga cuchilla de talabartero. Lobanster la manoteó y se la ofreció a Luterin:

—Coge esto, estúpido, y sal conmigo. Ya veremos quién está loco.

La nieve bajaba muy de prisa, en torbellinos, concentrándose en una esquina gris de la mansión corno si estuviese decidida a cubrir los muros del patio lo antes posible.

Los confabulados, agrupados bajo un porche, taconeaban para entrar en calor, con las manos metidas en los cintos. Un poco más allá, un mozo ansioso sostenía por el cabestro algunos yelks todavía ensillados. Muy cerca, un montón de cadáveres de phagors; seguramente llevaban cierto tiempo muertos porque la nieve se posaba en sus cuerpos sin levantar vapor.

A un lado, cerca de un porticón que daba al exterior, una hilera de ganchos de hierro oxidado sobresalía del muro por encima de la altura de la cabeza. Los cuerpos desnudos de cuatro hombres y una mujer colgaban inertes de aquellos ganchos.

Lobanster empujó a su hijo por la espalda para hacerlo avanzar. Luterin sintió que su tacto quemaba.

—Corta las cuerdas y échale una mirada a estas cosas muertas. Observa bien su monstruoso aspecto y dime después si el Oligarca es justo o no. Vamos.

Luterin se aproximó. La matanza parecía reciente. Había moho incrustado en las distorsionadas facciones de los muertos. Los cadáveres pertenecían a cinco metamorfoseados supervivientes de la Muerte Gorda.

—Las leyes se deben obedecer, Luterin. Obedecer. Las leyes son la base de la sociedad; y sin la sociedad no habría diferencia entre hombres y bestias. A éstos los atrapamos hoy camino de Kharnabhar, y los colgamos aquí en nombre de la ley. Han muerto para que la sociedad viva. ¿Sigues creyendo loco al Oligarca?

Aprovechando la indecisión de Luterin, su padre dijo con acritud:

—Vamos, bájalos, corta sus cuerdas, mira bien la agonía grabada en sus caras y pregúntate si prefieres ese estado a la vida. Cuando encuentres la respuesta, podrás arrodillarte ante mí.

El muchacho imploraba:

—Te amé como un perro a su amo. ¿Por qué me obligas a hacer esto?

—¡Corta sus cuerdas! —Tras el grito, una mano voló rauda y convulsiva a la garganta.

Resoplando, Luterin se enfrentó al primer cadáver. Alzó el cuchillo y miró su distorsionado rostro.

Conocía a esa persona.

Durante un instante, dudó. Pero la cara era inconfundible, incluso sin bigote. Recordó vividamente su lívida, exhausta expresión en el túnel de Noonat. Con un rápido vaivén del cuchillo, cortó la cuerda y los restos del capitán Harbin Fashnalgid cayeron a tierra. En aquel mismo momento, su mente se iluminó. Por un segundo había estado a punto de ser el niño que prefirió un año de parálisis a la verdad.

Se volvió hacia su padre.

—Bien. Ya tenemos uno. Ahora, el siguiente. Para mandar has de obedecer. Tu hermano era débil. Tú puedes ser fuerte. En Askitosh supe de tu victoria en Isturiacha. Tú podrías ser Guardián, Luterin, y tus hijos también. Podrías ser mucho más que eso.

De su boca brotaban gotas de saliva que eran arrastradas por la vorágine de nieve. Sin embargo, la expresión de su hijo lo contuvo. De pronto, su porte se desdibujó. Su campanilla tintineó quizá por primera vez al darse vuelta en busca de sus guardaespaldas.

Las palabras brotaron de Luterin:

—¡Tú eres el Oligarca, padre! Eso es lo que descubrió Favin, ¿no es cierto?

—¡No! —Lobanster sufrió un violento cambio. Su poder de mando se desvaneció. Cubriéndose tras sus manos de cangrejo, todo en él dejaba traslucir su miedo. Aferró el antebrazo de su hijo.cuando éste hundió el cuchillo en su caja torácica, alcanzándole de lleno el corazón. Un chorro de sangre atravesó la tela desgarrada y tino las manos de los dos.

El patio se sumió en el caos. El primero en gritar fue el mozo de cuadras, que atravesó aterrado el porticón. Sabía muy bien qué suerte corrían los lacayos que presenciaban un crimen. Los confabulados, en cambio, tardaron más en reaccionar. Su jefe hincaba las rodillas en la nieve y doblaba lentamente el cuerpo sobre el cadáver de Fashnalgid. Se había llevado una mano enrojecida y débil a la garganta abultada por el bocio. Como si estuvieran paralizados, sólo atinaban a mirarlo.

Luterin no esperó. A pesar de su horror, voló hacia los yelks y se encaramó sobre uno. Mientras dejaba el patio atrás oyó pasar un disparo y supo que lo perseguirían.

Frunció los párpados para que la nieve no lo cegase y espoleó al yelk. Cruzó la plazoleta trasera. Gritos, hombres. Todavía estaban desempacando los pertrechos de la expedición paterna. Una mujer corría, gritando; resbaló, cayó. Los yelks la arrollaron. En la puerta se dispusieron a atajarlo, torpe, desordenadamente. Esgrimió la pistola, amenazando con ella a un guardia que había atrapado una de sus bridas. No tardó al fin en cruzar la verja y ya estaba libre.

Mientras cabalgaba en dirección a una franja de árboles a un lado del camino, iba repitiendo algo una y otra vez. Había perdido toda capacidad de razonar. Tardó un tiempo en escucharse a sí mismo y, luego, en entender lo que decía.

—El parricidio es el peor crimen —repetía incansablemente. Las palabras le daban un ritmo a su huida.

Tampoco la dirección en que huía obedecía a una decisión consciente. Había, no obstante, un sitio en Kharnabhar donde podía sentirse a recaudo. A cada lado, los árboles desfilaban vertiginosamente, dejando una borrosa impronta en sus ojos entrecerrados. Cabalgaba con la cabeza pegada al cuello del yelk, respirando su brumoso aliento, gritándole a la bestia para que supiera qué crimen era el peor.

De la movediza luz crepuscular emergieron las puertas de la hacienda Esikananzi. Hubo un destello de lámparas en la entrada y un hombre corrió hacia afuera. Un segundo después, había quedado atrás. Debajo del repliegue de los cascos del yelk se oían, imponiéndose al viento, ruidos de persecución.

Llegó a la aldea antes de lo esperado. Dejó atrás el primer monasterio, llevándose en los oídos el sonido de sus campanas. Había gente en las calles, embozada en gruesos abrigos. Algunos peregrinos se dispersaron gritando. Vio al pasar un tenderete de paja que había sido derribado. Pero también esto quedó atrás y pronto sólo tuvo delante casetas de guardia hasta que, nacidas en la negrura, surgieron las paredes imponentes del monte Kharnabhar. El túnel, coronado por sus gigantescas figuras, se abría ante él.

Sin perder un solo instante, Luterin redujo el paso del yelk, desmontó y corrió hacia adelante. Arriba, sonó una poderosa campana. Sus solemnes vibraciones hablaban de su culpa. Pero el instinto de conservación lo impulsó a seguir. Bajó corriendo la rampa. Figuras sacerdotales le cerraban el paso.

—¡Los soldados! —gritó jadeante.

Los clérigos comprendieron. Los soldados ya no eran aliados suyos. Lo ayudaron a entrar en la penumbra mientras a sus espaldas se cerraban rápidamente las enormes puertas metálicas.

La Gran Rueda lo reclamaba.