V - UNAS CUANTAS REGULACIONES MÁS
Como si fuera una red venosa, un sistema de acequias y ribazos cubría la zona de marismas entre Koriantura y Chalce. Aquí y allá, los ribazos se intersectaban. Estas intersecciones presentaban a veces compuertas que impedían pasar al ganado doméstico. En k parte superior de los taludes, hombres y bestias habían formado senderos; los lados estaban cubiertos de rústica gramilla, y ésta bajaba hasta fundirse con los juncos que orlaban los labios de las acequias, por donde fluía un agua negra. El suelo así parcelado chapoteaba bajo los pies. Con deliberada parsimonia, pesadas bestias domésticas lo surcaban, haciendo altos eventuales para beber de las oscuras pozas abiertas.
Luterin Shokerandit y su cautiva eran las únicas figuras humanas visibles en muchas millas. Su avance molestaba a ocasionales bandadas de aves, que alzaban vuelo con un palmeteo apagado, planeaban a baja altura y plegaban de repente el abanico de su halada formación para tomar tierra todas a la vez.
A medida que el hombre fue aproximándose al mar y la distancia entre él y la mujer se acentuó, los arroyuelos fueron confluyendo cada vez más hacia la costa y sus aguas se volvieron más salobres. Su leve rumor hacía más agradable el chapoteo de las patas de los yelks.
Shokerandit se detuvo y aguardó a que Toress Lahl lo alcanzase. Estuvo a punto de gritarle pero algo le hizo cambiar de idea. Estaba seguro de que aquel extraño capitán Fashnalgid les había mentido acerca de la recepción que esperaba a Asperamanka en el desfiladero de Koriantura. Creer a Fashnalgid implicaba dudar de la integridad del sistema por el que Shokerandit vivía. No obstante, un fondo de sinceridad en el hombre había inducido a Luterin a conducirse con cautela. El deber de Shokerandit consistía en hacer llegar el mensaje de Asperamanka al cuartel general del ejército en Koriantura. Esto incluía asimismo eludir cualquier posible emboscada. Se le ocurrió que lo más astuto era aparentar haber creído a Fashnalgid y aprovechar así la salida de Chalce por mar.
Una luz equívoca bañaba el pantanal. La figura del capitán había desaparecido y Shokerandit avanzaba más lentamente de lo previsto. A pesar de que su montura seguía el sendero trazado en el lomo de los ribazos, cada nuevo paso parecía más arduo y empantanado que el anterior.
—Mantente cerca —le dijo a Toress Lahl. Su voz retumbó pesadamente en su cabeza. Volvía a dirigir el yelk hacia adelante.
Poco antes la lluvia amarronada había amenazado con convertirse en un regular uskuti sube-y-baja, como se lo solía llamar. Pero los oscuros mantos se habían desplazado hacia el sur, y confusos retazos de luz coronaban ahora las marismas. Podía ser una escena lúgubre, pero incluso en esta región marginal se desarrollaba una serie de procesos vitales para la supervivencia de aquellas especies que luchaban por el dominio de Heliconia: los ancipitales y los humanos.
En las aguas vivas que nutrían las acequias abiertas a uno y otro lado de los ribazos crecían algas marinas. Similares a las laminarias, concentraban el yodo marino en sus delgados dedos marrones. Luego dispersaban este elemento por el aire en forma de compuestos yodados y sobre todo de yoduro metílico, que, una vez recompuesto como yodo en la atmósfera, era transportado por el viento a los rincones más recónditos del planeta.
Ni ancipitales ni humanos podían vivir sin yodo. Sus tiroides lo almacenaban a fin de poder regular su metabolismo mediante hormonas yodadas.
Durante esta época del Gran Año, tras el advenimiento de los Siete Eclipses, algunas de estas hormonas se encargarían de que la especie humana se encontrase más expuesta que nunca a la virulencia del helicovirus.
Como atrapados en un laberinto, sus pensamientos daban vueltas y vueltas por caminos familiares. Recordaba, una y otra vez, sus celebradas hazañas de Isturiacha, aunque ya no con orgullo. Sus camaradas habían admirado en él su valentía; cada bala que había disparado, cada golpe de sable con el que había partido en dos a un enemigo eran ahora parte de la leyenda. Sin embargo, el horror ante lo que había hecho y la exaltación que había sentido al hacerlo le encogían el corazón.
Y la mujer… En su larga travesía hacia el norte, había poseído a Toress Lahl. Ella había yacido sin oponer resistencia mientras él se satisfacía. Todavía recordaba con placer el contacto de su carne, y el poder que había tenido sobre ella. No obstante, pensaba con culpa en su prometida, Insil Esikananzi, que lo esperaba allá en Kharnabhar. ¿Qué pensaría de él si lo viese acostarse con esta extranjera, salida de lo más profundo del Continente Salvaje?
Estos pensamientos se iban y volvían, distorsionados y fugitivos, hasta que empezó a dolerle la cabeza. De pronto recordó una ocasión en que, siendo niño, había sorprendido a su madre. Había irrumpido inconscientemente en su alcoba. Y allí estaba, de pie, aquella tenue figura, tan frecuentemente encerrada en su habitación (más aún desde la muerte de Favin). Su doncella la vestía y ella seguía el proceso en su brumoso espejo de plata, en el que el racimo de frascos de perfume y ungüentos se reflejaba como los minaretes y cúpulas de una lejana ciudad.
Su madre se había girado para mirarlo sin un reproche, sin ánimo alguno, sin —por lo que recordaba— siquiera una palabra. Era justo antes de alguna gran ocasión y la ayudaban a ponerse su túnica. Con esta prenda, que llevaba bordado el mapa de Heliconia, la habían honrado importantes asociaciones de la Rueda. Los países y las islas estaban representados en plata; el mar, en un vivaz azul. El cabello de su madre, todavía suelto, caía oscuramente, como una cascada que bajara desde el Polo Norte hasta el Alto Nyktryhk e incluso más allá. La túnica se abotonaba por detrás. Fue en ese momento, mientras la doncella, ocupada en los botones, se inclinaba, cuando advirtió que la ciudad de Oldorando en el Continente Salvaje marcaba el sitio exacto de las partes privadas de su madre. Esta observación suya siempre lo había avergonzado.
Los gruesos penachos de hierba silvestre que moteaban el terreno le parecieron grotescas matas de vello corporal. La hierba se le acercaba de un modo extraño. Vio pequeños anfibios que se escondían de un salto en velludas hendiduras, oyó el campanilleo del agua en movimiento y observó desaparecer pequeñas margaritas bajo los cascos del yelk como estrellas eclipsándose. El universo se le vino encima. Estaba deslizándose montura abajo.
A último momento logró erguirse y caer sobre sus pies. Tampoco las piernas se mostraban del todo firmes.
—¿Qué te pasa? —preguntó Toress Lahl, cabalgando hasta él.
A Shokerandit le costó mover el cuello para mirarla. Los ojos de la joven, ensombrecidos bajo el sombrero, hicieron desconfiar a Luterin, que buscó su arma aunque enseguida recordó que la había enfundado en la silla de montar. Entonces cayó hacia adelante y su cara encontró el pelo mojado del anca del yelk. Se derrumbó. Resbalaba por el talud del ribazón sin poder impedirlo.
Una extraña rigidez se había apoderado de él. No encontraba el modo de aunar la voluntad y la destreza. Oyó, sin embargo, desmontar a Toress Lahl y aproximársele chapoteando. Sintió asimismo el brazo de ella bajo su cabeza, y su voz ansiosa, intentando reanimarlo Ahora lo ayudaba a incorporarse Le dolían los huesos, trató de gritar de dolor pero no emitió sonido alguno Finalmente, el dolor de huesos y extremidades se le metió en el cráneo Mientras su cuerpo se retorcía y contorsionaba, vio pasar por el rabillo del ojo un furtivo retazo de cielo.
—Estás enfermo —dijo Toress Lahl, sin atreverse a pronunciar el temido nombre del mal.
Lo soltó y dejó que se tumbase sobre la hierba húmeda Luego oteó la inmensidad pantanosa que los rodeaba y las lejanas montañas calvas de donde habían venido Todavía se distinguían al sur algunos manchones de lluvia. Entre sus pies, minúsculos cangrejos iban y venían por los arroyuelos.
Podía escapar. Su captor, inerte, yacía a sus pies Podía incluso matarlo con su propia arma si quería. Regresar a Campannlat por tierra era demasiado arriesgado, sobre todo con un ejército a punto de emerger de las estepas. Koriantura estaba sólo a unas pocas millas hacia el noroeste, la escarpa que servía de frontera, visible desde allí, parecía una falla del horizonte Pero ése era territorio enemigo La luz menguaba.
Toress Lahl, indecisa, avanzó un poco y volvió sobre sus pasos Después se acercó a la figura tendida de Shokerandit.
—Bien, vamos a ver qué puede hacerse —dijo.
Con sumo esfuerzo consiguió encaramarlo otra vez en la silla, montando detrás de él para sujetarlo Espoleó al yelk. La otra bestia los siguió al mismo paso, como si prefiriese una y mil veces su compañía a una noche de soledad en las marismas.
Urgida por la ansiedad, la joven exigía cada vez más al animal Por fin, al filo de la tarde, vislumbró a lo lejos la silueta de Fashnalgid que se recortaba contra el telón de fondo del mar Apuntó el revólver de Shokerandit al aire y disparó Las aves más próximas alzaron vuelo en bandadas, chillando al huir Media hora más tarde, la noche o su hermano gemelo ya cubrían la tierra Sólo algunas charcas pálidas recogían los leves destellos del sudoeste, donde, apenas encima del horizonte, acechaba Freyr Fashnalgid había desapareado.
Toress Lahl espoleó de nuevo al yelk, aguantando sobre su cuerpo el peso de Shokerandit.
Como el agua invadía el sendero del ribazón por todas partes y su sonido iba en aumento, la joven supuso que la marea estaba subiendo Nunca había visto el mar de cerca, y le temía Dada la poca luz, no se dio cuenta de que habían llegado a un pequeño muelle Amarrada en el extremo, esperaba una barca.
Un rumor voraz acompañaba cada avance del mar cetrino sobre el terreno barroso La hierba glumácea y las juncias emitían un susurro espectral y las olas lamían los lados del muelle No había rastro alguno de presencia humana.
Toress Lahl se apeó y depositó a Shokerandit sobre un montículo de la orilla Luego subió con cautela al crujiente muelle.
—¡Ya te tengo! ¡Quieta!
La voz, que llegaba de abajo, arrancó a su vez un pequeño grito de la garganta de la muchacha Un hombre surgió de debajo del muelle y lo abordó de un salto, apuntando su arma a la cabeza de Toress Lahl.
Su rancio aliento a alcohol y el mostacho abundante produjeron un inmediato alivio en la joven se trataba del capitán Fashnalgid Éste gruñó en señal de reconocimiento, no ya expresando placer o disgusto sino como si admitiese para sí que la vida estaba llena de molestos trámites y que todos exigían ser cursados.
—¿Por qué me seguisteis? ¿Traéis a Gardeterark detrás de vosotros?
—Shokerandit está enfermo ¿Me ayudarás?
El capitán se volvió y gritó en dirección a la barca.
—Puedes salir, Besi? No hay peligro.
Envuelta en sus pieles, Besi Besamitikahl emergió de la lona bajo la cual se ocultaba y llegó hasta ellos. El capitán le había expuesto, con ánimo exaltado, su plan para rescatar a Asperamanka de las garras del Oligarca —según sus dramáticas palabras—, y ella lo había escuchado casi sin inmutarse. Haría esto y lo otro para ir al encuentro del Sacerdote Militante y cabalgaría con él hasta la costa, donde Besi estaría esperándolos con la barca que obtendría de la generosidad de Eedap Mun Odim. Besi no podía fallarle. Estaban en juego su honor y su vida.
Odim, que también había escuchado el plan pero de labios de su protegida, estaba encantado. Ni bien Fashnalgid se embarcase en una empresa ilegal, se pondría automáticamente en su poder. Por supuesto que le facilitaría una pequeña barca, barquero incluido, con la que Besi atravesaría la bahía para reunirse con el capitán y su beato acompañante.
A cada momento, las leyes del Oligarca ejercían más y más presión sobre la población. Día a día, calle a calle, Koriantura se iba sometiendo a la vara del control militar. Odim lo veía, callaba, se preocupaba por su rebaño de parientes y trazaba sus propios planes.
Besi ayudó a Toress Lahl a subir a bordo el cuerpo rígido de Luterin Shokerandit.
—¿Tenemos que llevarlos? —preguntó a Fashnalgid, observando con recelo al enfermo—. Podrían ser contagiosos.
—No podemos dejarlos aquí— dijo Fashnalgid.
—Supongo que también querrás llevar los yelks.
Pero el capitán pasó por alto este último comentario e instó al barquero a soltar amarras. Los yelks, inmóviles en la costa, los miraron alejarse. Uno avanzó hacia el barro, resbaló y decidió recular. Se quedaron allí, con la vista clavada en la pequeña barca que se perdía, mar adentro.
Hacía frío sobre las olas. El barquero se sentó junto a la caña del timón y los demás se acurrucaron bajo la lona para protegerse del viento. A pesar de que Toress Lahl no tenía ganas de hablar, Besi la bombardeó a preguntas. —¿De dónde eres? Se nota por tu acento que no eres de aquí. ¿Es éste tu esposo?
A regañadientes, Toress Lahl admitió ser esclava de Shokerandit.
—Bueno, hay maneras de salir de ello —dijo Besi de corazón—. Aunque no muchas. Lo siento por ti. Podrías salir peor parada si tu amo se muere.
—Quizás encuentre una nave en Koriantura que pueda llevarme de vuelta a Campannlat…, en cuanto el teniente Shokerandit esté fuera de peligro, claro. ¿Me ayudarás?
Fashnalgid la interrumpió:
—Señora, bastantes problemas nos aguardan en Koriantura como para pensar en ayudar a escapar a una esclava. Eres guapa…, deberías buscarte un buen cuartel.
Toress Lahl pasó por alto el comentario y preguntó:
—¿Qué clase de problemas?
—Ah… Eso depende de Dios, del Oligarca y de un tal mayor Gardeterark —dijo Fashnalgid. Acto seguido, extrajo su petaca y dispuso generosamente de su contenido.
Pensándoselo dos veces, la ofreció a las mujeres.
Bajo la lona, la voz de Shokerandit sonó lenta pero clara:
—No quiero sufrirlo otra vez…
—La vida, querido teniente —dijo Fashnalgid—, es fundamentalmente un rosario de actuaciones repetidas.
Aunque la población de Sibornal no llegaba al cuarenta por ciento de la de Campannlat, la red de comunicaciones que unía sus distantes capitales era bastante mejor que la del vecino continente. Las carreteras, salvo en regiones apartadas como Kuj-Juvec, eran excelentes; y puesto que había pocos núcleos urbanos lejos de la costa, el mar actuaba como conducto. No era un continente difícil de gobernar, sobre todo existiendo ese férreo propósito en su ciudad más poderosa, Askitosh.
El plano de Askitosh mostraba un diseño semicircular, cuyo punto central correspondía a la gigantesca iglesia encaramada en la escollera. La luz que ardía en la torre de esta iglesia podía divisarse a varias millas de la costa. Pero a espaldas del semicírculo, a una muía o un poco más del mar, se levantaba la colina Icen, sobre cuyo pedestal de granito un castillo albergaba la voluntad más poderosa de Askitosh, y de todo Sibornal.
Esta Voluntad se ocupaba de mantener en actividad las rutas terrestres y marítimas del continente, saturadas de contingentes militares y de los precursores de éstos: los carteles. Estos carteles aparecían tanto en las paredes de ciudades como de caseríos, anunciando una restricción tras otra. A menudo, estas restricciones venían disfrazadas de preocupación social, como las destinadas a Prevenir la Propagación de la Muerte Gorda, o a Reducir la Hambruna, o a Detener a los Elementos Peligrosos. Pero todas olían de un modo u otro a Limitación de las Libertades Individuales.
Por lo general, aquellos que trabajaban para la Oligarquía suponían que la Voluntad de la cual emanaban estos edictos reguladores de las vidas de los sibornaleses era la del Supremo Oligarca, Torkekanzlag II. Nadie había visto jamás a Torkerkanzlag. Este —si es que existía— se había confinado en unas cuantas habitaciones del castillo de Icen. Sin embargo, daba la sensación de que tales edictos eran coherentes con alguien que tenía en tan baja estima su propia libertad como para encerrarse en una suite de habitaciones sin ventanas.
Entre quienes ocupaban puestos de responsabilidad circulaban ciertas sospechas acerca del Oligarca: se solía asegurar que se trataba de un título vacío, una máscara tras la cual actuaba la Cámara Interna de la Oligarquía.
La situación no dejaba de ser paradójica. El alma del Estado correspondía a una entidad casi tan nebulosa como el propio Azoiáxico, alma de la Iglesia. Torkerkanzlag sería un nombre adoptado por consenso y, posiblemente, utilizado por más de una persona.
Existía, por otra parte, un cuerpo de observaciones supuestamente vertidas por los labios —o, como algunos afirmaban, el pico— del Oligarca en persona. «Podemos debatirlo en consejo. Pero recordad que el mundo no es una sala de debate. En todo caso, si a algo se parece, es a una sala de tortura.»
«No os preocupe si se os llama malvados. Es el destino de los que gobiernan. La gente no espera más que maldad: basta con escuchar lo que se dice en cualquier esquina de cualquier ciudad.»
«Emplead la traición siempre que os sea posible. Es más barata que un ejército.»
«Iglesia y Estado son hermano y hermana. Algún día decidiremos quién hereda la fortuna familiar.»
Estos bocados de sabiduría atravesaban el esófago de k Cámara Interna antes de llegar al cuerpo político.
En cuanto a la mencionada Cámara, podría inferirse que sus Miembros conocían la verdadera naturaleza de la Voluntad. Pero no era así. Los Miembros de la Cámara Interna —que ahora estaban en sesión y se presentaban enmascarados— estaban aún menos seguros de ello que los ignaros habitantes de las húmedas callejas al pie de la colina. Tan próximos estaban aquellos a la formidable Voluntad que se veían obligados a defenderse de ella con un gran despliegue de apariencias. Las máscaras que portaban no eran más que un modo superficial de ocultarse; estos hombres poderosos confiaban tan poco unos en oíros que cada uno de ellos había desarrollado una postura respecto del Oligarca de la que jamás podía deducirse la verdad, al modo de los insectos: los depredadores se muestran inofensivos para así engañar a sus presas, mientras que los inofensivos intentan parecerse a las especies más venenosas para engañar a sus perseguidores.
Por tanto, si era el Miembro de Braijth, la capital de Bribahr, quien conocía la verdad acerca de la Voluntad que los dominaba a todos, podía explicar a sus pares esta verdad, podía contar una semiverdad conciliada o podía mentir de mil maneras, según le conviniese.
Y, en tal caso, ¿cómo juzgar el grado de falsedad del Miembro de Braijth si, bajo la fachada de la unidad continental, solemnemente garantizada por más de un pacto, Uskutoshk estaba en guerra con Bribahr y una fuerza de Askitosh mantenía sitiada a Rattagon (si es que podía sitiarse una isla amurallada)?
Además, había Miembros que fingían confiar en el Miembro de Braijth puesto que, secretamente, simpatizaban con su política de discutir el liderazgo uskuti. La falsedad lo dominaba todo. Su misma sinceridad era fingida.
Nadie estaba del todo seguro de nada. Esto los calmaba, puesto que se sentían en cierto modo seguros al suponer que los demás Miembros estaban todavía más despistados que ellos mismos.
De manera que el alma de la ciudad más poderosa del planeta llevaba en su seno la ofuscación y la confusión más profundas. Y era desde esta confusión desde donde pretendían enfrentar la amenaza de los cambios estacionales.
En aquel momento, los Miembros discutían el último edicto que la mano invisible del Oligarca había hecho llegar para su ratificación. Se trataba del más osado de todos los edictos, puesto que prohibía la práctica del pauk por considerarla ajena a los principios de la Iglesia.
En caso de que el edicto se hiciese legalmente efectivo, su aplicación implicaría apostar patrullas militares en cada caserío a todo lo largo y ancho del continente. Dado que los Miembros se consideraban gente educada, abordaban el tema mediante tranquilos discursos. Los labios apenas se les movían bajo las máscaras.
—El edicto pone en tela de juicio nuestra naturaleza más íntima —dijo el Miembro de Juthir, la capital de Kuj-Juvec—. Estamos hablando de una costumbre antiquísima. Claro que lo antiguo no tiene por qué ser sinónimo de sacrosanto. Por una parte, tenemos a nuestra irreemplazable Iglesia, pilar inamovible de la unidad sibornalesa, con su piedra angular, el Dios Azoiáxico. Por la otra, no reconocida por la Iglesia, tenemos la costumbre del pauk, que permite a las personas sumirse en un trance por medio del cual pueden comulgar con los espíritus ancestrales. Como sabemos, estos espíritus estarían descendiendo hacia la Escrutadora Original, esa inescrutable figura materna, y, a la vez, descenderían de día. Por un lado, nuestra religión, pura, intelectual, científica; por el otro, esta brumosa noción de un principio femenino.
»Es menester que nos preparemos a afrontar los duros y fríos tiempos que se avecinan. Para ello, tenemos que defendernos contra el principio femenino que llevamos dentro y erradicarlo de la población. Hemos de atacar este pernicioso culto de la Escrutadora Original. Debemos prohibir el pauk. Confío en reflejar con mis palabras la sabiduría que emana de este nuevo e inspirado edicto de la Voluntad.
»Por lo demás, estaría incluso dispuesto a afirmar…
La mayoría de los Miembros eran viejos, estaban acostumbrados a serlo y venían siéndolo desde hacía tiempo. Sus reuniones tenían lugar en una antigua sala cuyos elementos, ya fuesen de hierro o madera, habían sido lustrados durante siglos por legiones de esclavos hasta llegar a brillar. La mesa de hierro en la que se acodaban, el suelo pelado por el que arrastraban sus pies, la elaborada forja de las sillas en las que se sentaban, todo brillaba ante sus ojos. Los austeros paneles de hierro de las paredes les ¿volvían, distorsionadas, sus imágenes. Un fuego ardía aprisionado en una estufa, echando más humo que llamas a través de las rejas; y como no bastaba para disipar el frío de la sala, los Miembros permanecían envueltos en sus pieles, como figurines de una antigua mascarada. El único elemento que aliviaba esta lóbrega luminosidad era el gran tapiz que colgaba de una de las paredes. Contra su fondo escarlata, una gran rueda avanzaba a través del firmamento impelida por remeros ataviados de azul claro; cada remero sonreía hacia una sorprendente figura maternal de cuyas narinas, boca y pechos fluían las estrellas celestes. El vetusto tejido daba a la sala un toque de grandeza.
Mientras uno u otro Miembro tenía la palabra, los restantes sorbían sus bebidas de pelamontaña y quedaban absortos en sus uñas o en las rodajas de Askitosh que podían apreciarse a través de los ventanucos.
—Algunos afirman que el mito de la Escrutadora Original es una imagen poética del ser —decía el Miembro de la distante Carcampan—. Pero aún no se ha confirmado que una entidad como el ser exista. De existir, cabría la posibilidad, si se me permite la expresión, de que ni siquiera fuese el amo de su propia casa. Es decir, que el ser podría ser un componente inherente a la misma Heliconia, ya que eso es lo que somos: átomos de Heliconia. En cuyo caso, habría quizá cierto riesgo en destruir todo contacto con la Escrutadora. Deseo que los Honorables Miembros lo tengan en cuenta.
—Riesgo o no, el pueblo ha de someterse a la Voluntad del Oligarca o, de otro modo, dejarse destruir por el Invierno Weyr. Debemos curar nuestro ser. Tan sólo la obediencia nos permitirá sobrevivir a tres siglos y medio de hielo… —La réplica llegó del otro extremo de la mesa de hierro, donde los reflejos y las sombras eran prácticamente indistintos.
La imagen de Askitosh parecía virada a un monótono sepia. La ciudad se hallaba envuelta en una de sus famosas «nieblas sedimentosas», una delgada película de aire frío y seco que precipitaba sobre la ciudad desde la meseta que se extendía a sus espaldas. A ello debía añadirse el humo de miles de chimeneas, muestra de que a los uskuti les gustaban los ambientes cálidos. Así, la ciudad se iba ensombreciendo tras un velo que, en parte, ella misma había generado.
—Por otra parte, la comunicación con nuestros ancestros a través del pauk hace mucho por fortalecer nuestro ser —dijo una máscara de barba cana—. Sobre todo en la adversidad. Bueno, supongo que somos pocos aquí los que no hayamos sentido algún alivio al comunicarnos con los espectros.
Con voz vacilante, el Miembro del puerto lorajano de Ijivibir dijo: —A propósito, ¿cómo es que nuestros científicos no han descubierto la razón de la simpatía que demuestran los gossis y fessups por nuestras almas cuando, como lo demuestran numerosos testamentos autenticados, en otro tiempo nos eran hostiles? ¿Creéis que podría corresponder a un cambio estacional: amistosos en invierno y verano, hostiles en primavera?
—La pregunta se disolverá en la nada si condenarnos a los gossis y fessups a permanecer en sus ámbitos y promulgamos el edicto que nos ocupa —terció el Miembro de Juthir.
Los ventanucos de la Cámara dejaban ver los tejados de la imprenta gubernamental, donde, tras no más de dos o tres días de debate, el edicto del Supremo Oligarca Torkerkanzlag II sería finalmente publicado. En los carteles que salían por centenares de las matrices planas podía leerse en grandes caracteres que a partir de entonces sería Ofensivo Practicar el Pauk, tanto en Secreto como en Compañía de Otros. Ello, se explicaba, constituía una nueva precaución ante el avance de la Plaga Invasora. Los Infractores serían castigados con una multa de Cien Sibs y, de Reincidir, con Prisión Perpetua.
En la propia Askitosh funcionaba una red vial, constituida por máquinas a vapor que tiraban de coches a una velocidad de diez o doce millas por hora. Los coches estiban algo sucios pero eran bastante fiables y la red empezaba a extenderse por el extrarradio. Estos coches transportaron los fardos de carteles hasta los puntos de distribución situados en los márgenes de la ciudad y también al puerto, donde los barcos se encargaron de llevarlos a los cuatro confines del continente.
Poco tardaron, pues, en llegar estos fardos a Koriantura. Pronto, una legión de operarios se afanaba por la ciudad, cubriendo las paredes con el texto de la nueva ley. Y uno de aquellos carteles apareció en el muro de la casa donde la familia de Eedap Mun Odim había vivido durante los últimos doscientos años.
Pero aquella casa estaba vacía, abandonada a las ratas y los ratones. La puerta principal se había cerrado por última vez.
Eedap Mun Odim se alejó de la casa familiar con su acostumbrado andar breve y rígido. Pero él tenía su orgullo: en su rostro no se reflejaba ninguna de las preocupaciones que lo atormentaban.
Como aquélla era una mañana especial, tomó un camino indirecto hasta el muelle de Climent, pasando por la calle Rungobandryaskosh y por Corte Sur. Lo seguía, maleta en mano, su esclavo Gagrim.
Sabía, a cada paso que daba, que paseaba por última vez por las calles de Koriantura. Durante muchos años, su origen kuj-juvecino lo había inclinado a contemplar la ciudad como un lugar de exilio; recién ahora comprendía hasta qué punto había sido su hogar. Había tomado todos los recaudos posibles para preparar su marcha de la mejor manera y, por fortuna, todavía contaba con un par de amigos uskuti, también mercantes, que lo habían ayudado de buen grado.
La calle Rungobandryaskosh se bifurcaba hacia la izquierda, donde el terreno se hacía empinado. Odim hizo una pausa antes de doblar justo delante del camposanto de la Iglesia y miró hacía atrás. Allí estaba su vieja casa, estrecha en la base y ensanchándose a medida que se elevaba, con su balcón cubierto de celosías colgando como el nido de algún pájaro exótico y las esquinas del tejado curvándose hacia afuera hasta tocar casi las del tejado vecino. Dentro ya no estaba la prolífica familia Odim: sólo luces, sombras, vacío y aquellos anticuados murales que ofrecían estampas de lo que había sido la vida en un ahora casi imaginario Kuj-Juvec. Volvió a meter, con más firmeza, la barba dentro del abrigo y reemprendió la marcha.
Era aquélla una zona de pequeños artesanos: orfebres, relojeros, encuadernadores, artistas de diversa índole. De un lado de la calle había un teatro pequeño. En él se representaban obras extraordinarias, que no atraían al gran público del centro de la ciudad y en las que la magia y la ciencia eran protagonistas: fantasías sobre cosas posibles e imposibles (pues ambas categorías se asemejaban mucho), tragedias acerca de tazas de té rotas, comedias sobre matanzas masivas. Y también sátiras. La ironía y la sátira escapaban tanto al entendimiento como a la aprobación de las autoridades, de modo que el teatro solía cerrar a menudo. Así es como estaba ahora, cerrado, y por eso la calle tenía ese aire de monotonía.
En Corte Sur vivía un viejo pintor que había pintado escenarios para el teatro y porcelanas de las que exportaba Odim. Jheserabhay era un anciano pero su pulso no fallaba cuando se trataba de decorar soperas y fuentes; además, había proporcionado bastante trabajo a la numerosa familia Odim. A pesar de su afilada lengua, Odim lo apreciaba y por eso le traía un regalo de despedida.
Fue un phagor quien le franqueó el paso; en Corte Sur había muchos. Si bien los uskuti sentían en general una clara aversión por los ancipitales, los artistas parecían encantados con ellos y disfrutaban perversamente de su inmovilidad y sus bruscos movimientos repentinos. Odim, por su parte, aborrecía su agrio hedor lechoso, de modo que se dirigió lo más aprisa posible hasta donde se encontraba Jheserabhay.
Jheserabhay, envuelto en un hidrán pasado de moda, con los pies sobre el sofá, estaba sentado cerca de una estufa móvil de hierro. Junto a él reposaba un álbum de dibujos. Se levantó lentamente para recibir a Odim, que se sentó frente a él, en una silla tapizada de terciopelo, mientras Gagrim permanecía de pie, detrás del respaldo, abrazado a la maleta.
El viejo pintor sacudió la cabeza con pesadumbre al oír las noticias que traía Odim.
—En fin, han llegado malos tiempos para Koriantura; cómo dudarlo. Nunca los he visto peores. Es terrible, Odim, que te veas obligado a marcharte por el peso de las circunstancias. No obstante, tú y tu familia no estabais del todo arraigados aquí, ¿verdad? Odim no gesticuló. Lentamente, sin pensarlo, dijo: —Sí, he echado raíces aquí, y me sorprende que lo dudes. Nací aquí mismo, en esta zona, igual que mi padre. Este lugar es tan mío como tuyo, Jhessie.
—Creí que venías de Kuj-Juvec…
—Mi familia es originaria de Kuj-Juvec, sí, y me enorgullezco de ello. Pero yo, antes que nada, soy sibornalés y korianturano.
—Entonces, ¿por qué te vas? ¿Adonde irás? Oh, no te ofendas. ¿Quieres una taza de té? ¿Un veronikane?
Odim se alisó la barba:
—Las nuevas ordenanzas hacen imposible que me quede. Mi familia es muy grande y hago todo lo que puedo por ellos.
—Oh, sí, sí, y obras bien. Tu familia es muy grande, ¿verdad? Yo en cambio soy bastante contrario a esa clase de asuntos. No me casé. Ningún pariente. Siempre fiel a mi arte. He sido mi propio amo.
Achicando los ojos, Odim repuso:
—Mira, no sólo las familias Kuj-Juvecinas se agrandan. No somos primitivos, ¿sabes?
—Mi querido y viejo amigo, hoy estás muy sensible. No pretendía acusarte. Vive y deja vivir. ¿Adonde irás?
—Prefiero no decirlo. Las noticias vuelan, los susurros se convierten en gritos.
El artista gruñó:
—Volverás a Kuj-Juvec, claro.
—Puesto que jamás he estado allí, difícilmente podría volver.
—Alguien me dijo que tu casa estaba llena de murales de por allí. Tengo entendido que son bastante buenos.
—Sí, sí; viejos pero buenos. Son de un gran artista que nunca se preocupó por la fama. Pero ya no es mi casa. He tenido que venderla. Sellada, empaquetada y fuera.
—Al menos te la habrán comprado a buen precio…
Odim había tenido que aceptar un precio miserable, pero en cambio dijo:
—Tolerable. —Supongo que te extrañaré, aunque ahora casi no me veo con nadie. Ya ni siquiera voy al teatro. Este viento norte se me mete en los huesos.
—Jhessie, he disfrutado de tu amistad durante más de veinticinco años, décimo más o menos. También he tenido en mucha estima tu trabajo, y quizá nunca te haya pagado como debía. A pesar de que sólo soy un mercader, sé apreciar el don artístico en los demás y puedo decir que no hay nadie en todo Sibornal que pinte aves en la porcelana mejor que tú. Quisiera que aceptases este regalo; es demasiado delicado para soportar un viaje y creo que tú sabrás apreciarlo. Podría haberlo vendido en la subasta pero supuse que estaría mejor contigo.
Jheserabhay se enderezó como pudo; la curiosidad le iluminaba el rostro. Odim indicó a su esclavo que abriese la maleta. Gagrim extrajo de ella un objeto que depositó en manos de su amo. Odim lo sostuvo ante los ojos del artista, tentándolo.
El reloj tenía el tamaño y la forma de un huevo de oca. En su dial aparecían, sobre el círculo externo, las veinticinco horas del día y, a la manera tradicional, los cuarenta minutos horarios en el interno. Pero a cada hora en punto —o cuando se oprimía el botón adecuado— el reloj revelaba, por un instante, una segunda y oculta faz. Esta cara también tenía dos manecillas: la externa indicaba la semana, el décimo y la estación del año pequeño; la interna, la estación del Gran Año.
Ambas caras estaban esmaltadas. El huevo, en cambio, era de oro. La amplia figura de jade que lo aguantaba por arriba y abajo representaba a la Escrutadora Original sentada en un montículo que hacía las veces de base. A uno de sus lados crecía el trigo; al otro, glaciares. El acabado de la pieza era exquisito, perfecto en sus detalles: por ejemplo, en los dedos que surgían de las sandalias de la Escrutadora se distinguían claramente las uñas.
Extendiendo sus arrugadas manos, Jheserabhay tomó el reloj y, enmudecido, lo examinó largamente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. —Es una pieza bellísima. Maravillosamente trabajada. Y no podría decir de dónde proviene. ¿Es de Kuj-Juvec?
Odim reaccionó con altivez:
—Nosotros los bárbaros somos excelentes artesanos. ¿No sabías acaso que aunque vivimos en la inmundicia, nos pasamos la vida matando gente y produciendo exquisitas artesanías? ¿No es ésa la idea que los orgullosos uskuti tenéis de nosotros?
—Lo siento, Odim, no quise ofenderte.
—Pues bien, es de Juthir, si quieres saberlo; de nuestra capital. Tómalo. Quizás así logres recordarme durante cinco minutos. —Dicho esto, se volvió hacia la ventana. Una patrulla de soldados al mando de un oficial no autorizado estaba allanando una casa en la acera de enfrente. Odim pudo ver cómo dos soldados sacaban de ella a un hombre. Este, como si estuviera avergonzado por verse en semejante compañía, escondió el rostro.
—Siento de veras que tengas que irte, Odim —dijo el artista, conciliador.
—El mal anda suelto por el mundo. He de irme.
—Yo no creo en el mal. En los errores, tal vez. En el mal, no.
—Quizá temas reconocer que existe. Y existe dondequiera que haya hombres. En esta misma habitación, por ejemplo. Adiós, Jhessie.
Dejó al anciano con el reloj en las manos e intentando incorporarse de su polvorienta silla.
Odim miró alrededor cansadamente antes de dejar el abrigo de la casa en la que Jheserabhay tenía el estudio. La patrulla había desaparecido, llevándose consigo a su prisionero. Odim comenzó a andar con paso decidido por Corte Sur, liberando la mente de su reciente encuentro con el pintor. Al fin y al cabo, estos uskuti siempre resultaban difíciles de tratar. Dejarlos por un tiempo sería casi un alivio.
Todo estaba dispuesto para la partida. A pesar de las prisas, nada había quedado librado a la ilegalidad. Desde que, dos días antes, Besi Besamitikahl partiera al encuentro del capitán desertor, Odim se había concentrado en dejar sus asuntos en orden. Había vendido la casa a un conocido no amistoso y el negocio de exportación a un rival amigo. Con ayuda de Fashnalgid, había adquirido un barco. Iría hasta la lejana Shivenink, a reunirse con su hermano. Sería grato volver a ver a Odirin; ahora que ya no eran tan jóvenes, podrían ayudarse mutuamente…
La lucha es el verdadero cariz de la esperanza, se dijo Odim, enderezando la espalda y apretando el paso. No te rindas. La vida será más fácil, invierno o no. Deja de pensar sólo en el dinero. El poderoso sib domina tu mente. Esta adversidad te será propicia. En Shivenink, con ayuda de Odirin, no tendrás que trabajar tan duro. Pintarás cuadros como Jheserabhay. Tal vez hasta te hagas famoso.
Animado por estos y similares pensamientos, llegó al muelle. Su soliloquio fue interrumpido por el ruido de un cañón de vapor que rodaba lentamente en dirección al este. Se decía que una gran batalla estaba a punto de estallar; otra razón para dejar la ciudad de inmediato. El cañón era tan pesado que al desplazarse por el empedrado iba sacudiendo el suelo. Su malévola maquinaria pistoneaba y lanzaba vaharadas de humo. A su alrededor, chillando de emoción, corría una turba de chiquillos.. El cañón de vapor siguió a Odim a todo lo largo del muelle de Climent. El pesado cilindro apuntaba más o menos en su dirección. Cuando por fin llegó a odim FINAS porcelanas de exportación respiró aliviado. Gagrim le pisaba los talones.
En la sala de muestras y el almacén reinaba la confusión, tal vez porque allí ya nadie trabajaba. Tanto jornaleros corno esclavos habían aprovechado la ocasión,para abandonar sus tareas. Muchos de ellos, junto a la puerta, miraban pasar el cañón. En su perezosa disposición para apartarse se reflejaba el escaso respeto que les inspiraba su ex empleador. ¡ No importa, se dijo Odim. Zarparemos con la marea de la tarde y esta gente podrá hacer lo que le venga en gana.
Un mensajero le comunicó que el nuevo dueño estaba arriba y que deseaba verlo La mente de Odim percibió un destello de peligro No parecía lógico que el nuevo dueño se encontrase allí ya que oficialmente el traspaso recién tendría efecto después de medianoche. Pero, dispuesto a contener la ansiedad, subió con decisión las escaleras siempre seguido de Gagrim.
La sala de recepción era una galería elegantemente decorada cuyas ventanas dominaban el puerto Sus paredes estaban adornadas por tapices, así como por una colección de miniaturas que habían pertenecido al abuelo de Odim. Muestras de las porcelanas de Odim se exhibían en lustrosas mesas Aquí recibía a los clientes especiales y cerraba los tratos más importantes.
Pero aquella mañana lo esperaba un único cliente especial en el salón bajo, y por su uniforme podía deducirse que el negocio a tratar no sería del todo agradable El mayor Gardeterark estaba parado de espaldas a la ventana La cabeza parecía tirarle del cuello hacia adelante y los abultados labios y la boca se le volvían hacia Eedap Mun Odim. Detrás de él, pálida, aguardaba Besi Besamitikahl.
—Entre —dijo— Cierre la puerta.
Odim se detuvo tan abruptamente que Gagrim se lo llevó por delante. El mayor Gardeterark estaba enfundado en su gran chaquetón, un abrigo de gruesa textura cuyos botones, cual ojos de flambreg, se desplegaban en él como si estuviesen montando guardia y cuyos bolsillos sobresalían como si fuesen estuches Era sin duda una prenda capaz de reemplazar en cualquier momento a su dueño si éste fuese relevado de usarla No obstante, Gardeterark estaba más en su papel que nunca y escudriñaba desde la atalaya de botones los movimientos de Odim, que, como se le había ordenado, cerró la puerta. Lo que más le aterraba no era el mayor sino la presencia de Besi detrás de él A Odim le bastó una mirada al rostro pálido de la muchacha para comprender que la habían forzado a revelar sus secretos Su pensamiento voló inmediatamente a esos secretos que lo habían convencido que escondiese en el local Harbin Fashnalgid, considerado oficialmente como desertor, un teniente del ejército enemigo, infectado de Muerte Gorda, una joven borldorana, una esclava, que cuidaba del teniente Sabía que lo que para él era un acto de simple humanidad para Gardeterark era una lista de crímenes imperdonables.
La frágil constitución de Odim se inflamó de rabia A pesar de todo su miedo, la rabia podía más Despreciaba a ese odioso y frío oficial desde que se lo había encontrado por primera vez allí abajo, henchido de poder Si Odim se había propuesto sacar a todo el mundo sano y salvo de aquella ciudad, no sería esa horrenda criatura la que iba a interferir en sus planes.
Asintiendo en dirección a Besi Besamitikahl, el mayor Gardeterark dijo:
—Esta esclava me dice que esconde usted a un desertor del ejército, de nombre Fashnalgid.—Estaba esperando aquí Me obligó —empezó a explicar Besi Gardeterark levantó su mano enguantada, que incluía varios botones, y la descargó sobre el rostro de la mujer.
—Lo esconde usted en este establecimiento —dijo Dio un paso hacia Odim sin mirar en ningún momento a Besi, que, llevándose ambas manos a la boca, se dolía junto a la pared. De uno de sus bolsillos-estuche Gardeterark extrajo una pistola y la apuntó al estómago de Odim.
—Quedas arrestado, Odim, rata extranjera Llévame hasta donde escondes a Fashnalgid. Odim se pasó la mano por la barba A pesar de que la violencia del golpe que había recibido Besi lo había asustado, también había aumentado su determinación Devolvió una mirada vacía al mayor.
—No sé de quién me habla Aparecieron entonces unos prominentes dientes amarillos entre unos labios que enseguida volvieron a cerrarse. Era el modo evidente de sonreír del mayor.
—Ya sabes a quién me refiero. Se alojaba contigo. Luego se dirigió a Chalce con esta mujer tuya, sin duda con tu beneplácito. Debe ser arrestado por deserción. Un estibador lo ha visto entrar aquí. Llévame hasta él o te llevaré al cuartel para ser interrogado.
Odim retrocedió.
—Lo conduciré hasta él.
Al fondo de la galería, una puerta comunicaba con la parte trasera del edificio. Mientras seguía a Odim, Gardeterark empujó una de las mesas que le obstruían el paso. La porcelana cayó al suelo y se hizo añicos.
Odim no se inmutó. En cambio, se dirigió a Gagrim:
—Quita el cerrojo a esta puerta.
—Tu esclavo puede quedarse donde está —dijo Gardeterark.
—Es él quien lleva las llaves durante el día.
Las llaves, aseguradas al cinturón por medio de una cadena, estaban efectivamente en el bolsillo de Gagrim, que abrió la puerta con mano temblorosa.
Recorrían ahora el pasillo que conducía a las oficinas posteriores. Odim abría la marcha. Atravesaron el pasillo y doblaron hacia la izquierda. Cuatro escalones más abajo se interponía una puerta de metal. Odim le hizo gestos a Gagrim para que la abriese. Aquella cerradura requería una llave especialmente grande.
Una vez abierta, salieron a un balcón que dominaba un patio. La mayor parte del patio estaba ocupada por carros cargados de leña y dos obsoletos hornos. Estos hornos apenas se usaban; en aquel momento, uno de ellos ardía para satisfacer un pedido urgente de la guarnición local, que no exigía mayor finura. Por lo general, casi toda la porcelana de Odim procedía de fuera de Koriantura. Cuatro phagors se ocupaban de mantener el horno encendido. Como era viejo y estaba mal aislado, el calor y el humo habían invadido el patio. —¿Y bien? —insistió Gardeterark al ver que Odim dudaba.
—Está en una de aquellas naves —dijo Odim, señalando al otro lado del patio. El balcón estaba conectado con la nave indicada por medio de un andamiaje que circundaba el patio, casi tan viejo como los hornos de abajo, que dejaba pasar un humo espeso por entre sus crujientes tablones.
Odim se aventuró con suma cautela por ese pasadizo suspendido. A medio camino, envuelto en el humo que subía, hizo una pausa, agarrándose con una mano de la barandilla:
—Me encuentro mal… Será mejor que vuelva —dijo, girándose hacia el mayor—. Mire el horno.
Eedap Mun Odim no era un hombre violento. A lo largo de toda su vida había rechazado el empleo de la fuerza. Incluso los signos de ira le disgustaban, y su propia ira aún más. Siguiendo el ejemplo de sus padres, se había educado a sí mismo en la obediencia y la cortesía. Ahora debía olvidar ese arduo entrenamiento. Con un amplio movimiento envolvente juntó los brazos, apretó los puños y cuando Gardeterark se asomaba hacia abajo lo golpeó en la nuca.
—¡Gagrim! —gritó Odim. El esclavo permaneció inmóvil.
Gardeterark se fue de lado contra la barandilla mientras intentaba desenfundar el arma. Odim le pateó la rodilla y volvió a golpearlo, esta vez en el pecho. El oficial parecía el doble de grande que antes, casi inexpugnable en su chaquetón.
Luego se oyó crujir la barandilla, hubo un disparo y Gardeterark empezó a caer. Odim se aferró al andamiaje con pies y manos para no precipitarse tras el capitán.
Gardeterark lanzó un terrible alarido. Caía.
Odim lo miró caer: agitaba las manos y tenía abierta la enorme boca de animal. La altura no era mucha; cayó justo encima del horno de cámara dual que estaba encendido, con el techo cubierto de ladrillos sueltos y escombros. Por las grietas abiertas asomaron algunas llamas. Al elevarse el calor, Odim se aplastó contra los tablones para no quemarse.
El mayor trató de ponerse en pie, gritando sin parar. Su chaquetón empezaba a arder como un viejo cobertizo. De pronto, metió una pierna en una de las grietas y la bóveda del horno se desmoronó. Lenguas de fuego ascendieron como si fueran líquidas. La temperatura dentro del horno superaba los mil cien grados. Gardeterark, totalmente abrasado, se hundió en aquel infierno flamígero.
Odim permaneció tumbado un rato contra los tablones, hasta que por fin Besi, con la boca partida, se atrevió a llegar hasta él y ayudarlo a regresar a la galería. Gagrim había desaparecido.
Ella lo acomodó en su regazo y le limpió con un trapo la cara tiznada. Odim se encontró diciéndole, una y otra vez:
—He matado a un hombre.
—Nos has salvado. A todos —le dijo ella—. Has sido muy valiente, querido. Ahora hemos de embarcar y zarpar lo antes posible, antes de que alguien descubra lo ocurrido.—He matado a un hombre, Besi.
—Di mejor que se ha caído, Eedap. —Y después de besarlo con sus labios rajados, rompió a llorar. El la abrazó como nunca antes lo hiciera a la luz del día y ella sintió el temblor de su cuerpo duro y delgado.
Así acabó la etapa organizada de la vida de Eedap Mun Odim. A partir de ese momento, su existencia estaría jalonada por una serie de improvisaciones. Al igual que su padre antes que él, había intentado controlar su pequeño universo mediante cuentas claras y balances justos, evitando las trampas, las actitudes altisonantes, conformándose con lo que podía, cuando podía. Pero todo aquello se había borrado de un plumazo. Todo el sistema había quebrado. Besi Besamitikahl tuvo que ayudarlo a cruzar el muelle hasta el barco que los aguardaba. Con ellos embarcaban otros dos cuyos destinos parecían haberse desviado igualmente.
El capitán Harbin Fashnalgid se había visto crudamente retratado en un cartel rojo al desembarcar con Besi después de haber navegado veinte millas desde aquel embarcadero del marismal. El cartel acababa de salir de las imprentas controladas por el ejército y su pegamento todavía estaba fresco. Para Fashnalgid, el barco de Odim no sólo representaba la oportunidad de huir de Uskutoshk sino también la de permanecer junto a Besi. Fashnalgid había decidido que, si pretendía reformar su vida, necesitaba una mujer valerosa y constante que lo cuidase. De modo que subió por la pasarela con paso rápido, ansioso por dejar atrás al ejército y su sombra.
Detrás de él venía Toress Lahl, viuda del gran Banda! Eith Lahl, recientemente muerto en combate. Desde la muerte de su esposo y su captura por parte de Luterin Shokerandit, su vida se había trastornado, tanto como las de Odim o Fashnalgid. Se encontraba ahora en un puerto extranjero y a punto de zarpar hacia otro puerto extranjero. Y su captor yacía a bordo del barco, atado y sumido en la agonía de la Muerte Gorda. Aunque le hubiera sido muy fácil escapar de él, Toress Lahl no veía cómo una mujer de Oldorando podía regresar sana y salva de Sibornal. Prefería quedarse, con la esperanza de ganar la gratitud de su dueño si éste lograba sobrevivir a la peste.
En cuanto a la enfermedad, no le tenía tanto miedo como los demás. Toress había sido médica en Oldorando. En cambio, la palabra que le inspiraba mayor miedo y curiosidad era el nombre de la lejana patria de Shokerandit, Kharnabhar, que sonaba legendaria y romántica en labios de los borldoranos.
Odim había conseguido el barco mediante intermediarios, amigos locales que tenían relaciones muy útiles en el Gremio de los Sacerdotes Marinos. Con el dinero obtenido de la venta del establecimiento y la casa había adquirido el Nueva Estación, un bergantín de dos mástiles y seiscientas treinta y nueve toneladas, bien enjarciado y amarrado en el muelle de Climent. El navío tenía unos veinte años y provenía de los astilleros de Askitosh.
Llevaba su carga completa. Además de las provisiones que Odim había podido agenciarse en tan escaso tiempo, el barco transportaba un rebaño de arangs, vajillas de fina porcelana de Odim, un hombre atacado por la peste y una esclava que lo atendía.
Gracias a los favores que le debía el aduanero del muelle, un viejo conocido al que Odim siempre había pagado generosamente durante años, ningún trámite obstaculizó la partida. Por otra parte, el capitán del navío se avino a comprimir todo lo posible las ceremonias recomendadas por quiromantes y deuteroscopistas para garantizar una singladura auspiciosa. Un disparo de cañón señaló la salida de un barco de Sibornal.
Sonó en cubierta un breve himno al Dios Azoiáxico. Con buen viento y marea, la distancia entre la nave y el muelle de Climent pronto aumentó. El Nueva Estación ya navegaba hacia la distante Shivenink.