III - LA RESTRICCIÓN DE LAS PERSONAS EN SITUACIÓN DE RESIDENCIA

Koriantura era una ciudad de gran riqueza y magnificencia. El suelo de sus palacios estaba pavimentado de oro y las cúpulas de sus casas de placer estaban recubiertas de porcelana.

Su principal iglesia de la Paz Formidable ocupaba un lugar central frente a los desembarcaderos, a los que la ciudad debía gran parte de su opulencia. La exuberante y lujosa decoración del templo contrastaba con el espíritu austero del dios al que servía. —Nunca permitirían tanta belleza en Askitosh —se ufanaban sus fieles.

Incluso en los barrios más pobres, desplegados al pie de las colinas, podía tropezar la mirada con algún interesante detalle arquitectónico. Esta afición ornamental que desafiaba la pobreza surgía de repente en un inesperado soportal, en un estrecho patio coronado por una fuente, en el vuelo de barrotes forjados de un balcón, toques capaces de dignificar incluso a los espíritus más vulgares.

Indudablemente, se daba en Koriantura la misma división de opiniones y riqueza que en todas partes. Digno reflejo de ello era, por ejemplo, la distinta acogida de sus ciudadanos a la erupción de carteles con que las imprentas de la Oligarquía estaban inundando las poblaciones de Uskutoshk. En los barrios más pudientes, la última proclama podía provocar un «¡Oh, qué idea tan ingeniosa!», mientras que al otro lado de la ciudad se escuchaba por único comentario un «¡Eh, mira con lo que salen ahora estos chiflados!».

La mayoría de las ciudades fronterizas suelen ser sitios desoladores, donde lo peor de una cultura se toca con lo más vil y despreciable de la vecina. Pero Koriantura era una excepción. A pesar de haberse llamado Utoshki en una fase temprana de su historia, nunca había sido del todo, como su antiguo nombre podía sugerir, una típica ciudad de Uskutoshk. Poblada en parte por exóticas gentes del este, venidas sobre todo del Alto Hazziz y de Kuj-Juvec, más allá del golfo de Chalce, poseía una exuberancia impensable en las restantes urbes de Sibornal. Esta energía latía en su arquitectura y en sus artes.

«En Koriantura el pan es caro —rezaba un dicho—, porque las localidades de ópera son baratas.»

Además, Koriantura estaba emplazada en una importante encrucijada. Por una parte apuntaba hacia el sur, hacia el Continente Salvaje, y —con guerra o sin ella— sus mercantes solían recalar con asiduidad en puertos pannovaleses como el de Dorrdal. Pero también se encontraba en el extremo opuesto de la concurrida ruta marítima que la unía a la lejana Shivenink y a esos inmensos graneros que eran Carcampan y Bribahr.

Por fin, Koriantura era una ciudad muy antigua cuyos lazos con el pasado remoto no se habían roto. Todavía podían encontrarse en las tiendas de antigüedades de sus callejuelas documentos y libros que hablaban en lenguas olvidadas de costumbres y modos de vida perdidos. Cada callejón parecía conducir al pasado. Koriantura había podido evitar muchos de los desastres que afectan a las poblaciones fronterizas. A sus espaldas se levantaban los montes que anunciaban la larga cadena de sierras que a su vez formaban el rellano de las Montañas Circumpolares, donde la capa de hielo hincaba sus mil dientes con gélida furia. Al frente, se extendía por un lado el mar; por el otro, una profunda escarpa obligaba a aquellos que llegaban a la ciudad desde las yermas estepas de Chalce a escalarla. Nunca un ejército hostil de Campannlat que hubiera sobrevivido a la dura marcha a través de las estepas había podido superar esta barrera.

Koriantura podía resistir fácilmente cualquier ataque menos el del inminente invierno.

A pesar del numeroso personal militar que vivía en Koriantura, éste no había logrado convertirla en una ciudad-guarnición. Aquí prosperaban el comercio pacífico y las artes, a las que el comercio rendía tributo a regañadientes. Y ésta era una de las razones por las que vivía aquí la familia Odim.

El establecimiento de los Odim se extendía a lo largo de uno de los embarcaderos del muelle de Climent. No muy lejos estaba la vivienda familiar, en un barrio ni muy elegante ni muy desharrapado. Al finalizar la jornada laboral, Eedap Mun Odim, principal sostén de la nutrida familia Odim, supervisó la salida de sus empleados, se aseguró de que los hornos estuvieran en orden y las ventanas bien cerradas y se retiró por una puerta lateral con su primera consorte.

Besi Besamitikahl, la vivaz primera consorte, sostenía varios paquetes mientras Odim se demoraba en ponerle el cerrojo a la puerta de su local. Una vez satisfecha su labor, Odim se volvió hacia Besi y le sonrió con dulzura.

—Ahora cada cual irá por su lado y nos veremos en casa.

—Sí, mi señor.

—Ve rápido e intenta evitar a los soldados.

Ella partió hacia la esquina. Sólo tenía que girar y ya estaría en la calle de la Colina. Él, en cambio, iba a la iglesia local, en dirección opuesta.

Eedap Mun Odim era de edad mediana y se conservaba en forma. Con la barba metida dentro de la chaqueta de ante, avanzó ampulosamente con esa especie de pavoneo que ni siquiera el viento conseguía moderar. Llegó a la iglesia a tiempo para el servicio, tal como hacía cada tarde después del trabajo. Allí, al igual que el resto de la congregación de buenos uskutis, postróse ante Dios Azoiáxico. Se trataba de un servicio bastante breve. Mientras tanto, Besi Besamitikahl había llegado a la casa de los Odim, donde llamó a la puerta para que el vigilante la dejase entrar.

La casa de los Odim era la última de la calle que desembocaba en el muelle de Climent. Desde sus ventanas superiores se podía ver el puerto y, detrás, el mar de Pannoval. Prósperos mercaderes originarios de Kuj-Juvec habían construido la casa dos siglos atrás. Para evitar al máximo los elevados aranceles que en Koriantura gravaban el suelo, cada una de las cinco plantas de la casa era mayor que la inmediata inferior. Debajo del techo el espacio era amplio; esta planta ofrecía las mejores vistas. En cambio la planta baja era mínima y apenas había sitio para el recibidor y un hosco vigilante y su perro. Una estrecha escalinata caracoleaba edificio arriba. En las numerosas y mal ventiladas habitaciones del segundo, tercero y cuarto piso se alojaba la numerosa y afectada parentela de los Odim. La planta superior pertenecía a Odim, a su mujer y a sus hijos. Aunque había nacido en esta misma casa, Eedap Mun Odim era un típico kuj-juvecino. El origen de Besi era más difícil de establecer.

Besi era huérfana y no recordaba nada de sus padres; corrían rumores de que era hija de una esclava de la lejana Dimariam. Había quien decía que esta esclava acompañaba a su amo en su peregrinación a la sagrada Kharnabhar cuando éste la abandonó en la calle al enterarse de que estaba embarazada. Ya fuera verdadera o falsa (solía comentar Besi alegremente), la historia tenía un retintín de verdad. Esas cosas ocurrían.

La pequeña Besi se las ingenió para sobrevivir bailando en aquellas mismas calles en las que su madre había sido abandonada. Su arte para la danza llegó a oídos de un dignatario en camino a la corte del Oligarca en Askitosh. Tras sufrir una serie de vejaciones por parte de este hombre, Besi se escondió en una cuba vacía de aceite de morsa y logró huir de la casa en la que estaba encerrada con otras mujeres.

Un sobrino de Eedap Mun Odim —y representante comercial suyo en Askitosh— la rescató de la cuba. El joven quedó tan prendado de ella, sobre todo cuando la vio bailar (era su arma infalible), que la tomó en matrimonio. Su dicha fue, sin embargo, breve. Cuatro décimos después de la boda, el sobrino cayó desde el desván de uno de los almacenes del tío y se rompió el cuello.

Como huérfana, ex bailarina, esclava y, entre otras categorías dudosas, flamante viuda, Besi Besamitikahl no tenía cabida alguna en la respetable comunidad uskuti.

Pero Odim era kuj-juvecino y, por si fuera poco, comerciante. Protegió a Besi, y no sólo de sus familiares políticos, hasta descubrir que la joven podía pensar además de desplegar sus talentos más obvios. Dado que seguía siendo hermosa, la adoptó como primera consorte.

Besi se sintió agradecida. Engordó un poco, intentó parecer menos vaporosa y ayudó a Odim en sus asuntos; en poco tiempo supervisaba el complicado tráfico de pedidos y controlaba los desembarcos. Atrás habían quedado los días de la corte del Oligarca y el aceite de morsa.

Tras intercambiar unas palabras con el vigilante, subió por la serpenteante escalera hasta su habitación.

Se detuvo un instante en una de las cocinas de la segunda planta, donde una abuela y su sirvienta preparaban la cena. La anciana saludó a Besi y volvió a sumirse en la preparación de la masa para sus savrilas.

Formas claras y de color miel brillaban a la luz de la lámpara: jarras y cuencos, platos, cucharas y coladores, polvorientos sacos de harina. Las viejas manos moteadas manipularon la superficie irregular de la masa hasta dejarla tan delgada como un barquillo. Reclinada contra una pared, la joven sirvienta miraba al vacío, jugando con su labio inferior. Sobre las brasas encendidas, el agua de un cacharro empezaba a silbar. Una pecubea cantaba en su jaula.

No podía ser que Odim estuviera en lo cierto cuando decía que la vida cotidiana en Koriantura corría peligro, no mientras las manos sabias de la abuela continuasen produciendo esas perfectas medias lunas, cada una con su reborde de hoyuelos y su lazo de masa en un extremo. Aquellas pequeñas almohadas de placer eran el símbolo de una paz doméstica que sencillamente no podía desmoronarse. Odim se preocupaba demasiado. No sucedería nada.

Además, Besi tenía esa noche otra persona en quien pensar aparte de Odim. Había un misterioso soldado en la casa; lo había descubierto por la mañana.

Todas las habitaciones inferiores y menos espaciosas estaban ocupadas por los numerosos familiares de Odim. Eran tantos que formaban una especie de minicomunidad. Exceptuando a la abuela, Besi casi no tenía trato con ellos, y deploraba la manera en que se aprovechaban del buen talante de Odim. Así que recorrió aquellos enervantes aposentos con la nariz apuntando al techo en un ángulo tal que le impedía enterarse de lo que allí ocurría.

Ganduleaban allí remotas mujeres Odim de avanzada edad, a las que la pereza había convertido en monstruos; mujeres Odim más jóvenes, cuyas fláccidas siluetas reflejaban el impacto de haber parido a multitudes de pequeños Odim; adolescentes muchachas Odim, con sus cuerpos cimbreantes envueltos en rancias nubes de perfume de zaldal, ajenas a todo menos a las alegrías y miserias de la vida entre cuatro paredes; y la multitud de pequeños Odim, todos ellos ataviados con sus túnicas claras de modo que cualquiera que pretendiese distinguir a los niños de las niñas se vería en dificultades, correteando, riñendo, reptando, chillando, mamando, enfermando, enfurruñándose o durmiendo.

Los pocos hombres Odim que, dispersos aquí y allá como cojines, moraban en la casa, parecían apabullados por la enorme preponderancia femenina. Su dependencia de Eedap Mun Odim los castraba y, por más que se dejasen crecer la barba, fumasen olorosos veronikanes o vociferasen toda clase de órdenes, poco podían hacer para imponer las prerrogativas de su sexo. En todos y cada uno de los componentes de este complejo entramado de parientes y familiares políticos se repetían, cualquiera que fuese la generación a la que pertenecían, los mismos rasgos la piel cetrina, cierta apatía en la mirada, una papada abundante y la tendencia, si así puede calificarse una avalancha, a la corpulencia, a la flatulencia y a la somnolencia Su parecido era tan grande que sólo el aborrecimiento podía inducir a Besi a hacer distingos entre un odioso Odim y otro.

Sin embargo, existían entre los propios Odim claras distinciones A pesar de su excesivo número, todos se atenían a la exacta porción de habitación que les había tocado, incordiándose perezosamente en los rincones o reposando en parcelas de alfombra nítidamente delimitadas Estrechas sendas demarcaban el espacio en cada hacinada habitación, de manera que cualquier criatura que las traspasase e invadiese el territorio vecino, incluso si este pertenecía a la hermana de su madre, se exponía a recibir una contundente bofetada sin previo aviso. Por las noches, los hermanos dormían en perfecta y celosa privacidad, a medio metro de sus cuñadas Cintas, lazos, tapetes o telas que colgaban de líneas de cordel trazaban los límites de cada pequeña parcela de suelo. Se defendía el metro cuadrado de territorio con la misma ferocidad con la que normalmente se defienden los reinos.

Besi presenciaba todo este tinglado con amargura Veía cómo los murales de las paredes iban sucumbiendo a manos de la vasta parentela de su señor la mera gordura de los Odim bastaba para empañar los delicados tonos del yeso Los murales mostraban tierras de abundancia, regidas por dos soles, donde jugueteaban los ciervos entre altos árboles verdes, y mujeres y hombres jóvenes, recostados en arbustos coronados de palomas, retozaban o tocaban sugestivamente sus flautas Estos idilios habían sido pintados dos siglos atrás, al construirse la casa Reflejaban un mundo perdido en el tiempo, el de los añorados valles de Kuj-Juvec en otoño.

Tanto las pinturas corno su inminente destrucción acentuaban el descontento de Besi, pero lo que ella buscaba era un sitio en el que poder sustraerse a la atención de su señor y gozar de un poco de privacidad Al final de su desagradable recorrido oyó el portazo de la entrada principal y el agudo ladrido del perro del vigilante Corrió al hueco de la escalera y miró hacia abajo Su señor, Eedap Mun Odim, regresaba en aquel momento de la liturgia y subía el tramo inferior de la escalera Besi distinguió su sombrero de piel, su chaqueta de ante, el brillo de sus elegantes botas, detalles reducidos por la distancia que los separaba Pudo entrever su larga nariz, su larga barba Al contrario del resto de sus familiares, Eedap Mun Odim era un hombre delgado, enjuto, producto del trabajo y las preocupaciones económicas Los únicos placeres que se permitía eran los de alcoba, que, bien lo sabía Besi, apuntaba minuciosamente en una pequeña libreta como quien guarda un registro mercantil Sin saber qué hacer, Besi decidió quedarse donde estaba. Odim llegó hasta ella y la miró Luego asintió y esbozó una leve sonrisa.

—No vengas esta noche —dijo al pasar— No te necesitaré.

—Como tú lo dispongas —dijo ella, empleando una de sus frases hechas Sabía a qué se debía su preocupación Eedap Mun Odim era uno de los pilares del comercio de porcelanas, y el comercio de porcelanas atravesaba senas dificultades.

Odim continuó su ascenso hasta el piso superior y cerró la puerta tras de sí Su esposa lo esperaba con la cena hecha y el aroma se esparció por toda la casa, alcanzando incluso aquellos rincones donde la comida era un bien más infrecuente.

Besi permaneció en el rellano en penumbras, invadida por los olores del hacinamiento, oyendo a medias los ruidos que la rodeaban. También llegaba, de la calle, un sonido de botas militares eran soldados que marchaban por el muelle de Climent Los dedos de Besi, todavía delgados, tocaron una callada melodía sobre la barandilla Así, oculta a los ocupantes de los pisos inferiores, de pie junto al ojo de la escalera, vio al anciano vigilante abandonar a hurtadillas su caseta y, mirando furtivamente a su alrededor, escurrirse por la puerta hacia afuera. Quizá sintiera curiosidad por ver qué hacían los soldados del Oligarca. Aunque Besi había podido granjearse su confianza desde el principio, sabía que el hombre nunca la dejaría salir sin el permiso de Odim.

Un instante después, la puerta volvió a abrirse y por ella entró un hombre con uniforme militar y un grueso bigote que dividía su cara en dos limpias mitades. Este hombre era el secreto motivo por el cual Besi había inspeccionado antes sus dominios. Se trataba del capitán Fashnalgid, el nuevo inquilino de los Odim.

El perro guardián salió de la caseta de su amo y empezó a ladrar. Pero Besi ya bajaba velozmente las escaleras, con la agilidad de una pequeña liebre regordeta que desciende por un abrupto acantilado.

—¡Calla, calla! —ordenó.

El perro se volvió hacia ella; sacudiendo las orejas negras, cargó alegremente hacia el pie de la escalinata. Sin abandonar la amenazante actitud de alerta, cubrió de saliva la mano de Besi con la enorme lengua.

—Siéntate —dijo ella—. Buen chico.

El capitán cruzó la sala y la tomó del brazo. Se miraron a los ojos, profundamente marrones los de ella, de un alarmante gris los de él. El capitán era un uskuti típico, alto y delgado, muy distinto de los prolíficos Odim. A causa de los movimientos de tropas, había sido encomendado el día anterior a Odim y éste, aunque a regañadientes, le había hecho sitio en la planta superior. Pero no bien se encontraron las miradas de Besi y el capitán, ella —que si había sobrevivido a una vida tan azarosa era en cierta medida gracias a su capacidad para dejarse impresionar— había quedado irremisiblemente enamorada de él.

De pronto, a Besi se le ocurrió un plan.

—Vayamos a dar un paseo afuera —le dijo—. El vigilante no está. Él la aferró aún más vigorosamente.

—Afuera hace frío.

Pero él sólo esperaba el ligero e imperioso movimiento de cabeza de Besi para dirigirse con ella hasta la puerta después de otear hacia arriba un instante por el oscuro hueco de la escalera. Odim, sin embargo, estaría encerrado en su habitación mientras alguna de sus mujeres desgranaba para él en la binaduria canciones de perdidas fortalezas kuj-juvecinas que hablaban de doncellas traicionadas y de guantes blancos que, una vez recogidos, eran conservados como tesoros sagrados.

El capitán Fashnalgid apoyó su pesada bota en el pecho del can, que parecía absolutamente dispuesto a acompañarlos y abandonar su cautiverio, y deslizó a Besi Besamitikahl al mundo exterior. Era un hombre decidido y estaba en manos del amor. Cogiéndola del brazo con firmeza, la condujo a través del patio y del portón en el que ardía la lámpara de aceite.

Como si formasen una única voluntad, se dirigieron hacia la derecha, en busca de la calle empedrada.

—La iglesia —dijo ella. Fue todo lo que se dijeron, porque un viento frío, que traía el gélido aliento de los Montes Circumpolares, les fustigaba el rostro.

Calle arriba se perdía, entre los dos riscos de piedra que formaban las casas, una sinuosa hilera de árboles cuyas hojas se sacudían a merced del viento. Un grupo de soldados, embozados y con las cabezas gachas, marchaban por la otra acera; el eco multiplicaba sus pasos. Un cielo de plomo caía como un sedimento sobre la tierra y lo teñía todo.

En la iglesia ardían algunas lámparas y la congregación susurraba su canto de vísperas. Esta iglesia tenía una reputación ligeramente bohemia, y por eso Odim nunca la visitaba. En la parte externa de sus muros, filas de piedras de altura humana, más firmes que soldados, se alzaban en memoria de aquellos cuyos días bajo el cielo habían terminado. Los amantes furtivos se escabulleron entre los recordatorios y se refugiaron a la sombra de una pared. Besi rodeó con sus brazos el cuello del capitán.

Después de decirse cosas con susurros y cuchicheos, él deslizó una mano bajo las pieles y el vestido de ella. Besi ahogó un grito: estaba más fría de lo esperado. Y cuando ella hizo lo propio, el capitán también reaccionó al frío contacto. Sus cuerpos, hechos de hielo y fuego, se fundían poco a poco entre sí. Besi comprobó con deleite que el capitán estaba disfrutando y que no parecía tener ningún tipo de prisa. Amar era tan fácil…, pensó ella, y le susurró al oído: —Es tan sencillo… —Por toda respuesta, él hundió la mano todavía un poco más.

Cuando estuvieron unidos, el capitán la sostuvo firmemente contra el muro. Ella echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la piedra rugosa y murmuró su nombre, aprendido hacía apenas unas horas.

Luego se reclinaron juntos en la pared y Fashnalgid dijo:

—Ha estado muy bien. —Y enseguida:—¿Eres feliz junto a tu amo?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Algún día espero llegar a algo. Quizá pueda comprarte cuando la situación actual se haya solucionado.

Sin decir palabra, ella se apretó contra él. La vida en el ejército no era un lecho de rosas y pasar a ser propiedad de un capitán significaba renunciar a gran parte de lo que había conseguido.

El extrajo una petaca del bolsillo y echó un largo trago. El olorcillo del alcohol la hizo agradecer al cielo que Odim no bebiese. Los capitanes son todos bebedores…

Fashnalgid suspiró. —No soy un gran partido, lo sé. El asunto, chica, es que me preocupa la misión que nos han encomendado. Esta vez me ha caído una buena, en este costroso regimiento. Creo que voy a enloquecer.

—Tú no eres de Koriantura, ¿verdad?

—Soy de Askitosh. Pero, ¿me estás escuchando?

—Estoy helada. Será mejor regresar.

De mala gana, el capitán accedió a su pedido, y desandaron el camino tomados del brazo; por un momento, ella se sintió una mujer libre.

—¿Has oído hablar del Arcipreste Militante Asperamanka?

El viento le rondaba la cabeza. Asintió brevemente. Después de todo, el capitán no era tan romántico como pensaba. Pero ella había ido no más de un décimo atrás a escuchar al sacerdote-militante durante un servicio al aire libre en una de las plazas de la ciudad. ¡Con qué elocuencia había hablado! Sus gestos eran agradables y ella había disfrutado observándolo. ¡Asperamanka! ¡Un regalo para la vista! Más tarde, Odim y ella lo habían visto cruzar la ciudad al frente de su ejército y salir por la Puerta del Este. Los cañones habían sacudido el suelo al pasar. Y todos aquellos jóvenes marchando…

—Fue el Arcipreste Militante quien me tomó el juramento de lealtad a la Oligarquía cuando fui ascendido a capitán. Hace tiempo ya. —Fashnalgid se acarició el grueso mostacho:—Y ahora estoy en un verdadero aprieto. ¡Abro Hakmo Astab!

Al oír este juramento, Besi sintió un profundo disgusto. Sólo alguien muy bajo y desesperado podía hablar así. Retirando bruscamente el brazo, Besi apresuró el paso calle abajo.

—Este hombre acaba de vencer a las fuerzas de Pannoval: es una gran victoria para nosotros. Nos hemos enterado durante el rancho en Askitosh. Pero es un secreto. Los secretos… Sibornal vive de malditos secretos. ¿Por qué crees que lo harán?

—¿Podrías darle algo al vigilante para que no le vaya a Odim con el cuento? —dijo ella, deteniéndose un momento al llegar al portal exterior. Habían pegado un nuevo cartel en el muro. En la oscuridad, Besi no pudo leer lo que decía; además, tampoco le apetecía.

Mientras buscaba algo de dinero en su bolsillo, Fashnalgid dijo con su característico tono monocorde: —Me han destinado a Koriantura para que ayude a organizar la emboscada que se prepara contra el ejército de Asperamanka que regresa de Chalce. Tenemos órdenes de matar hasta el último hombre, Asperamanka incluido. ¿Qué te parece?

—Suena espantoso —dijo Besi—. Será mejor que entre yo primero para evitar problemas.

A la mañana siguiente, el viento había amainado y Koriantura amaneció envuelta en una suave bruma marrón atravesada intermitentemente por los destellos de ambos soles.

Besi observaba la silueta delgada y enjuta de Odim mientras éste tomaba su desayuno. Debía esperar a que él terminase para poder empezar a comer. Aunque Odim callaba, ella sabía que en su ánimo, como casi siempre, se mezclaban el buen humor y la resignación. Incluso cuando hacía el recuento de los placeres que podía ofrecerle el capitán Fashnalgid, Besi no olvidaba que, a pesar de todo, quería a Odim.

Corno si quisiese poner a prueba su humor, Odim permitió que subiera a hablar con él uno de sus parientes lejanos, un primo segundo que decía ser poeta.

—He compuesto un nuevo poema, primo. Una Oda a la Historia —dijo el hombre, haciendo una reverencia. Luego se puso a recitar.

Mí vida, ¿de quién es? ¿Pertenece

la historia sólo a aquel

que la ha forjado? ¿No puede mi mejor

fantasía dársela a mi corazón

para que éste la transforme, así

como ella a mí me transforma?

Y unos cuantos versos más por el estilo.

—Muy bueno —dijo Odim, poniéndose de pie y limpiando sus barbados labios con una servilleta de seda—. Delicados sentimientos, y bien desarrollados. Ahora he de ir a mi oficina, si me lo permites…, refrescado, claro está, por tus ornamentales pensamientos. —Tu elogio me abruma —dijo el primo lejano, y se retiró.

Odim bebió un nuevo sorbo de té. Jamás tocaba el alcohol.

Llamó a Besi a su lado mientras un sirviente se acercaba para ayudarlo a ponerse el abrigo. Su descenso de la escalera, con la obediente Besi detrás, fue lento, obstaculizado por el meloso hostigamiento de la parentela, de aquellos Odim que graznaban como estorninos a cada peldaño, remugando sin mendigar del todo, dando codazos sin llegar a empujar, rozándolo sin golpear, dando voces que tampoco llegaban a gritos, alzando en brazos a unos pequeños Odim para que fuesen inspeccionados sin plantárselos del todo en plena cara, sacando todo el provecho posible de su diaria espiral escaleras abajo…

—Tío, no sabes lo bien que le salen las matemáticas al pequeño Chufla…

—Tío, estoy tan avergonzada que tendré que contarte una nueva infidelidad cuando estemos solos.

—Tiíto querido, deja que te cuente mi terrible sueño de la criatura horrenda y brillante como un dragón que venía y nos devoraba a todos.

—¿Te agrada mi vestido? ¿Quieres que baile para ti con él?

—Perdona, pero ¿tienes alguna novedad de mis acreedores?

—A pesar de tus órdenes, Kenigg me sigue pegando y me tira del pelo y no me deja en paz, tiíto. Por favor, déjame servirte y huir de él.

—Olvidas a aquellos que te aman, querido Eedap. No me cansaré de pedírtelo: sálvanos de la pobreza.

—Qué noble y elegante se te ve hoy, tío Eedap…

El mercader no demostraba la menor impaciencia ante las súplicas de sus parientes ni el más mínimo placer ante sus cumplidos.

Fue avanzando con lentitud a través de los matorrales de carne Odim, de la mezcla espesa de sudor y perfume, pronunciando una palabra aquí, otra allá, sonriendo, permitiéndose en una ocasión exprimir los pechos turgentes como mangos que le presentaba una joven sobrina nieta, llegando incluso a depositar una moneda de plata en una mano más extendida que las demás. Era como el considerarse —y de hecho era así como pensaba— que sólo con sufrimiento se podían superar las dificultades, y por tanto dispensaba el mínimo de favores posible sin por ello abandonar la cuota de humanidad que el respeto de sí mismo le exigía.

Recién al salir, y después de que Besi cerrara la puerta, se permitió Odim expresar alguna emoción. Allí, pegados en los muros exteriores de la casa, había dos carteles. Con un gesto convulso, se estiró la barba.

El primer cartel anunciaba que la plaga amenazaba las vidas de los ciudadanos de Uskutoshk. La plaga era especialmente endémica en los puertos y sobre todo en la RENOMBRADA Y ANTIGUA CIUDAD DE KORIANTURA. Se avisaba a los ciudadanos que, de allí en adelante, quedaban prohibidas las reuniones públicas. La reunión de más de cuatro personas en un lugar público sería castigada con severidad.

En breve se introducirían nuevas regulaciones tendientes a limitar el avance de la muerte gorda, por orden DEL OLIGARCA.

Odim leyó el aviso dos veces de cabo a rabo y con suma atención. Luego se dispuso a leer el otro cartel.

LA RESTRICCIÓN DE LAS PERSONAS EN SITUACIÓN DE RESIDENCIA. Tras una serie de cláusulas en lenguaje obscurantista, se leía en letras más destacadas:

estas limitaciones incluyen casa, solares, alojamientos, habitaciones y demás viviendas, y se aplican particularmente a los hogares cuyo cabeza de familia no sea de sangre uskuti. Se ha observado que estas Personas son especialmente propensas a actuar como Transmisores de la Peste. Por ende, de ahora en adelante se limitará su número a Una Persona por cada Dos Metros Cuadrados de suelo. POR ORDEN DEL OLIGARCA.

La medida no era del todo inesperada. Se pretendía con ella disgregar los barrios más bohemios de la ciudad, donde la Oligarquía no gozaba de especial simpatía. Los amigos de Odim en el consejo local le habían advertido de su inminencia.

Una vez más, los uskuti hacían gala de sus prejuicios racistas, prejuicios que la Oligarquía, ni lerda ni perezosa, no dudaba en emplear a su favor. Hacía tiempo que no se permitía a los phagors ir sueltos por las calles sibornalesas.

No importaban en absoluto los siglos que Odim y sus antepasados llevaban en la ciudad. La Restricción de las Personas en Situación de Residencia le impedía seguir protegiendo a su familia.

Odim echó una rápida mirada en torno y arrancó el cartel, lo enrolló y se lo guardó bajo el abrigo de ante.

Esta actitud alarmó a Besi casi tanto corno el juramento que el capitán había proferido la tarde anterior. Nunca antes había visto a Odim desobedecer la ley. Su inflexible observancia de las normas legales era proverbial. Besi abrió la boca, estupefacta.

—Se acerca el invierno —fue todo lo que dijo Odim. En su expresión se barruntaba cierta amargura—. Cógete de mi brazo, muchacha —dijo con voz ronca—. Algo tendremos que hacer…

La bruma había embellecido la zona del muelle. Un bosquecillo de mástiles oscilantes parecía flotar en el resplandor de color sepia. El mar estaba inmóvil. Hasta el golpeteo de los aparejos contra el mástil era más apagado que de costumbre.

Odim no perdió el tiempo admirando el panorama y se dirigió a la pesada arcada sobre la que un cartel rezaba:

ODIM FINAS PORCELANAS DE EXPORTACIÓN. Besi lo siguió a través del pasillo de reverentes oficinistas hasta su santuario privado. Odim se detuvo bruscamente.

Su despacho había sido invadido. Un oficial del ejército se calentaba junto al fuego de lignito, hurgándose los dientes con un palillo. Cerca, dos soldados armados aguardaban con la típica expresión impasible del guardaespaldas.

A modo de saludo, el oficial escupió el palillo y se llevó rígidamente las manos atrás. Era un hombre alto y vestía un abrigo de piel. Tenía el pelo entrecano y su boca irrumpía hacia afuera con contundencia, como si los dientes, dotados de honda marcialidad, estuviesen a punto de atravesar los labios y morder al primer civil.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Odim.

Sin responder a la pregunta y con gran despliegue dental, el militar procedió a presentarse.

—Soy el mayor Gardeterark, de la Primera Guardia del Oligarca. Célebres pero aborrecidos. Quiero de usted una lista de horarios de navegación de los barcos que a usted interesen. Hoy y la semana entrante. —Hablaba con voz profunda, dándole a cada sílaba el mismo énfasis, como si las palabras fuesen pasos de cuya firmeza dependiese una larga marcha.

—Puedo hacerlo, cómo no. ¿Querrá sentarse y beber un té?

Los dientes del mayor se proyectaron todavía un poco más.

—Quiero esa lista, nada más.

—Desde luego, señor. Por favor, póngase cómodo mientras le pido a mi encargado.

—Estoy cómodo. No me retrase. Ya he esperado seis minutos a que usted llegara. La lista.

A pesar de sus muchas desventajas, el continente norteño de Sibornal contaba con reservas de minerales y vetas de lignito sin parangón en el resto del planeta. También poseía una gran variedad de arcillas.

En Koriantura ya se utilizaban vasos y copas de porcelana y cristal mientras los pequeños señores del Continente Salvaje todavía escanciaban su rathel en cuencos de madera. Ya en la primavera del Gran Año, las lejanas alfarerías de Carcampan y Uskutoshk producían sus porcelanas en hornos de lignito a temperaturas de aproximadamente 1.400°C. Con los siglos, estas lozas se convertirían en preciadas piezas de colección.

Eedap Mun Odim no se dedicaba de lleno a la manufactura de porcelanas, aunque había en su establecimiento vanos hornos auxiliares. Su negocio era la exportación de porcelana fina. Exportaba la famosa porcelana de Koriantura a Shivenink y Bribahr y, sobre todo, a los puertos de Campannlat, donde, como descendiente de kuj-juvecinos, era mejor recibido que sus competidores sibornaleses. Las naves que transportaban su carga no le pertenecían. Odim obtenía sus ganancias del comercio empresarial, de las finanzas y los asuntos bancarios; llegaba a prestar dinero a interés incluso a sus rivales.

La mayor parte de sus beneficios provenían del Continente Salvaje, de los puertos que jalonaban su franja costera septentrional, de Vaynnwosh, Dorrdal, Dowwel y de más lejos todavía, de Powachet y Popevin, donde no llegaban sus competidores. Y fue precisamente este elemento intrépido de su quehacer comercial el que hizo temblar levemente la mano de Odim al entregarle la lista del horario de tráfico marino al mayor. Sabía, sin necesidad de confirmación, que los nombres extranjeros no serían bien recibidos del todo por el hígado del soldado.

La mirada del mayor, marrón y brumosa como la atmósfera de allí fuera, recorrió la página impresa.

—Su comercio toca principalmente puertos foráneos —dijo por fin, con su voz correosa—. Son puertos seriamente atacados por la peste. Nuestro gran Oligarca, que el Azoiáxico lo guarde, está luchando para proteger a sus gentes de la plaga, cuyo foco está localizado en el Continente Salvaje. Quedan prohibidas las salidas a todos los puertos de Campannlat.

—¿Prohibidas las salidas? Pero usted no puede…

—Puedo, y digo que están prohibidas. Hasta nuevo aviso. —Pero el comercio, el negocio, mi buen señor…

—Las vidas de mujeres y niños son más importantes que su negocio. Es usted extranjero, ¿verdad?

—No. No soy extranjero. Mi familia lleva tres generaciones viviendo en Uskutoshk.

—Usted no es uskutoshi. Su aspecto y su nombre me lo dicen.

—¡Señor! Soy kuj-juvecino por ascendencia remota.

—Desde hoy, la ciudad está bajo ley marcial. Usted obedece órdenes, ¿comprende? De no ser así, si uno solo de sus cargamentos zarpa hacia un puerto foráneo, podrá ser sometido usted a una corte marcial y sentenciado…

El mayor dejó que las palabras pendiesen en el aire antes de añadir, con su voz más carrasposa, las dos últimas.

— … a muerte.

—Pero esto significará la ruina para mí y los míos —dijo Odim, forzando una sonrisa.

El mayor gesticuló hacia uno de los soldados y éste extrajo un documento de los pliegues de su túnica.

El mayor lo plantó sobre la mesa.

—Está todo aquí. Fírmelo como prueba de que lo ha comprendido. —Dejó que sus dientes se ventilasen mientras Odim firmaba ciegamente, para añadir:—Así es, como extranjero, deberá presentarse cada mañana a mi oficial inferior a cargo de esta área. Ha establecido una oficina en el almacén de al lado, así que no tendrá usted que desplazarse demasiado.

—Señor, permítame repetirlo: no soy extranjero. Nací a la vuelta de la esquina. Presido la comisión de comercio local. Pregúnteselo a ellos.

Al gesticular, en medio de su súplica, se le cayó a Odim el cartel que llevaba oculto bajo el abrigo. Besi se adelantó y lo arrojó delicadamente al fuego. El mayor pasó por alto este movimiento suyo; era como si no la viese. Se limitó a encajar la lengua entre los dientes y el labio superior, sopesando quizá la impertinencia de Odim, y dijo por fin:

—En el futuro se presentará cada mañana a mi oficial inferior, como ya he dicho. Es el capitán Fashnalgid y vive al lado.

Besi, al oír este nombre, se inclinó sobre el fuego. Seguramente fue el calor que subía del cartel envuelto en llamas la causa del leve rubor de sus mejillas.

Cuando el mayor Gardeterark y su escolta se hubieron retirado, Odim cerró la puerta que daba a la sección de embalaje y se sentó junto al fuego. Entonces, con suma lentitud, se inclinó hacia adelante y, cogiendo una cerilla masticada que había sobre la alfombra, la tiró al fondo de la lumbre. Besi se arrodilló a su lado y tornó su mano. No se hablaron durante largo rato.

Finalmente, tratando de no perder el ánimo, Odim dijo: —Bueno, mi pequeña y querida Besi, parece que tenemos problemas. ¿Cómo resolverlos? ¿Dónde viviremos todos? Tal vez aquí. Podríamos deshacernos de todos esos hornos que casi no usamos y alojar a algunos parientes allí. Se podría arreglar el sitio… Pero si no se me permite comerciar, no sé…, nos espera la ruina. Y los sinvergüenzas lo saben. Esos uskutis prefieren tenernos de esclavos…

—Qué hombre horrible, ¿verdad? Sus ojos, sus dientes…, parece un cangrejo.

Odim se enderezó en su asiento y chasqueó los dedos.

—Sin embargo, la suerte no nos ha abandonado del todo. Primero hemos de ganarnos a ese Fashnalgid del almacén vecino. Afortunadamente, ese capitán es el mismo que me ha sido encomendado como huésped; sabes a quién me refiero. Tengo entendido que lee libros y lo imagino un hombre civilizado. Y mi mujer lo alimenta generosamente. Quizá podamos convencerlo de que nos ayude.

Odim llevó su mano al mentón de Besi y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Siempre hay algo que puede hacerse, muchachita mía. Ve y pídele a nuestro simpático capitán que se acerque a mi despacho. Dile que tengo un regalo para él. Estoy seguro de que se mostrará flexible con nosotros. Y, Besi…, aunque es feo como un demonio de la montaña, intenta ser dulce con él, ¿sí? Todo lo dulce que puedas, que ya es mucho. Incluso un poco insinuante, ¿sabes? Aunque tengas que llegar al límite. Nuestras vidas dependen de estas pequeñas cosas…

Se dio unos golpecitos en su gran nariz y sonrió lisonjeramente.

—Corre, mi palomita. Y recuerda: todo está permitido con tal de ganártelo.