
Capítulo 48
Viernes, 15 de octubre de 1999, 11:52 PM
Interior del estado de Nueva York
El universo parece implosionar. Una inmensa oscuridad de la que no me doy cuenta hasta que comienza a moverse se impulsa hacia dentro. Un halo de luz que la rodea se convierte en un anillo, luego en una densa corona y, por último, en una corona. Estoy despierto de nuevo.
Cuánto tiempo ha transcurrido, no lo sé. Quizá nada, ya que se diría que hace tan sólo un instante que auscultaba a mi amigo Anatole en busca de señales de movimiento y de vida. Recuerdo que me desmayé.
Este despertar se asemeja a una continuación instantánea de ese momento, pero luego comprendo el exacto período de tiempo que ha pasado. Se lo digo a Anatole. Parece satisfecho.
—Cuarenta noches y cuarenta días —comentó.
Su voz poseía un timbre vivaz.
De improviso, mi amigo se vuelve para observar a un Vástago en las proximidades.
Los ojos de Anatole podrían haber provocado un cráter en el pecho del feo ser. Para ser justos, este Vástago se da cuenta de inmediato de que lo han descubierto, aunque él pensase que se encontraba más allá del alcance de los sentidos de nada que caminase sobre la tierra.
—¿Cómo...? —comenzó el Vástago.
Anatole no pierde el tiempo con la turbación de la criatura. Se limita a levantar la cabeza y ordenar:
—Vete.
El pequeño Vástago se resiste. Sé que no le servirá de nada, pero él no. Cree que una simple palabra no podrá ejercer ningún poder sobre él. Se equivoca, porque la palabra procede de Anatole, y mi amigo sigue reteniendo parte de divinidad. El pequeño monstruo, al igual que las ratas que intentaron espiarnos en la Catedral de San Juan, se humilla ante el poder de Anatole.
Con el rostro demudado, grita.
—¡Ahora no! ¡Ahora no, cuando sé que tienes las respuestas! ¡Dímelo, te lo imploro, dímelo antes de que me haya ido!
Anatole, por lo general dado a ignorar tales arrebatos, honra al Vástago con otra mirada.
—No. Debo salvar las vidas de todos nosotros.
El pequeño Vástago desaparece. Su arrastrar despierta ecos en la caverna por un momento y, cuando se desvanecen, también callan los chirriantes murmullos de la voz dentro de la cabeza de Anatole.
Sonrío. El intruso se ha ido.
Anatole me mira. Sus ojos se ven tristes. Llenos del mismo asco hacia sí mismo que exhibían después de atentar contra Benison. Me da un vuelco el corazón.
—¿Debo irme yo también? —sollozo.
Anatole asiente con la cabeza y me fundo, de vuelta a mis orígenes. Como entidad independiente, me desvanezco.