Capítulo 30

Lunes, 30 de agosto de 1999, 9:11 PM

Muelle de carga

Atlanta, Georgia

Victoria se erizó presa de un vigoroso nerviosismo. Las noches duraban tan poco de un tiempo a esta parte... Le costaba calcular el paso del tiempo dentro de la cripta.

Sí, dormía dentro de una cripta de verdad: la impresionante colección de antigüedades y monedas raras de Harold se amontonaba en hilera tras hilera dentro de la cámara acorazada. Victoria había decidido que era el único lugar donde se sentiría a salvo. Además, Harold poseía trazas de superviviente y la cripta cumplía la doble función de almacén y refugio antiaéreo. Ésa debía de ser la función principal para la que había construido el reducto.

Así que, tras obsequiar a Harold con una tediosa sesión de gratificaciones sexuales (sabía que, pese al pingüe miembro del hombre, habían sido el placer y la satisfacción que exudaban de éste lo que la habían empujado a decidirse por buscar la venganza) le había explicado que sólo conseguiría que se sintiera amada, amada de veras, si la valoraba lo bastante como para almacenarla en su cripta. Aquello sí que había disparado la libido del hombre, pero había sido el primer tramo de la noche lo que había determinado que Victoria concentrara sus esfuerzos en la venganza antes de ocuparse de la tarea que la encomendara el consejo de antiguos en Baltimore.

La puerta interior de la cripta quedaba asegurada por medio de una cerradura codificada. Mientras una de las doncellas limpiaba el suelo y el desagradable producto de la pasión masculina, Harold se dedicó a alardear también de su otra colección: un par de vitrinas repletas de armamento ilegal y todo un ecléctico surtido de otros objetos, más adecuados para la guerra de guerrillas que para la vida en una gran ciudad del sur. Victoria se había reído entonces, a firmando que ése era el motivo por el que había conseguido despegar en aquella ocasión: ¡su dinero, sus armas y su mujer, todo en la misma sala!

Luego le pidió que la enseñara a utilizar las pistolas. Se dirigieron al campo de tiro que el hombre había construido en el sótano, donde Victoria descubrió que los rudimentos del tiro al blanco no exigían ninguna habilidad especial. Sus aptitudes físicas, pulidas a lo largo de su longeva existencia, la convertían en una tiradora casi tan buena como Harold. Eso a pesar de los diversos defectos que el hombre intentaba ajustar en lo tocante a su postura y el modo en que empuñaba el arma.

Luego habían regresado a la cripta, donde Harold había utilizado el código y se había pavoneado a la hora de cerrar sus pertenencias más preciadas. Le había mostrado la cama desplegable de la que no se había acordado antes y había señalado el pequeño refrigerador repleto de exquisiteces. También almacenaba diversas telas, aunque no dio pie a que Victoria mostrase interés alguno en las mismas.

Durante la cabezada que había pegado antes, mientras esperaba a que Harold se recuperase de un prolongado revolcón, Victoria había tenido un sueño de lo más vivido y peculiar. La experiencia la había dejado desconcertada, por eso se había decidido a permanecer encerrada en aquella estancia.

En el sueño, un canario blanco con dos monedas por ojos había volado hasta el interior de una jaula dorada porque un enorme gato negro amenazaba con devorarlo. Así que, aunque el canario había conseguido escapar de aquella misma jaula momentos antes, había regresado. Los ronquidos de Harold la habían despertado en aquel momento. Sabía que ella era el canario, y que el peligro que creía evitar al llegar a Atlanta en realidad la esperaba allí.

Por tanto, había decidido seguir el aparente consejo del sueño. Tras darle estrictas instrucciones a Harold para que no la molestara, Victoria pasó un día aislada de cualquier posible peligro.

Cuando despertó, Harold estaba muerto.

De hecho, cuando abrió la cripta, se encontró con un cerrajero especialista que intentaba acceder a la cámara para comprobar que su contenido permanecía intacto. Se apoderó de su mente en el tiempo que tardó en desencajar la mandíbula del hombre, que lo arregló todo para sacarla de la casa. No sólo eso, sino que lo hizo al volante de uno de los automóviles de Harold, y armada con parte de su equipo. El coche era novísimo, un BMW descapotable de dos asientos color melocotón y, aunque no le cupo duda de que cualquiera podría relacionarlo con Harold, dudaba que ningún oficial anduviese buscándolo aquella misma noche por aquel muelle de carga.

Se encontraba sentada en el vehículo en aquellos instantes. El coche ronroneaba de manera casi inaudible mientras ella escrutaba hacia abajo desde un antiguo paso elevado sobre un entramado de raíles aún más viejos. Se encontraba algo al sur de una red principal de convergencia de líneas ferroviarias y, cuando sus ojos seguían las líneas hacia el norte, podía ver que radiaban en todas direcciones.

Aquel puente permitía el acceso a las líneas del sur. Miró en aquella dirección y luego, por encima del hombro, a la derecha, donde el grueso de las líneas continuaba hacia el sur. Un puñado de ramales cortos se desviaba hacia el sudoeste para formar una especie de cementerio de trenes.

Sí, era un cementerio de trenes, Victoria lo sabía, quizá con más certeza que los obreros e ingenieros que pasaban por allí a diario. Aquella aglomeración de vagones obsoletos constituía el campo de concentración donde Victoria había agonizado durante una eternidad de dos noches, cautiva y torturada a manos de Elford, el canallesco Tzimisce cuya muerte ansiaba. De conseguirlo, mitigaría su sed de venganza. En parte, porque la siguiente en pagar con dolor sería Sascha Vykos, la mente maestra Tzimisce que con toda probabilidad había tenido mucho que ver en la orquestación del infierno desatado aquella noche en el Museo de Arte. Por no hablar de la cicatriz que le había dejado a Victoria.

Aunque se rumoreaba que Vykos constituía una adversaria temible, y la Toreador no estaba segura de que su sed de venganza fuese tan lejos como para empañar su buen juicio. Aunque sí que llegaba tan lejos como para haberla traído a este entramado de vías casi (por completo, con algo de suerte) abandonado tan sólo horas después de que hubieran atentado contra su vida del modo más descarado.

No obstante, tres eran los hechos que la habían convencido para pergeñar este plan: primero, el Sabbat debía de estar muy mal organizado si sus operarios diurnos habían sido tan descuidados como para anunciar su presencia con el asesinato de Harold; segundo, habían llegado a sus oídos rumores de que Elford no había perecido tal y como ella había esperado después de que el veneno Setita hincara los dientes en su carne; y tercero, Harold había padecido una disfunción eréctil.

En realidad, aquella era la única razón que necesitaba, porque tenía que atenerse a las elecciones que generaban sus ejercicios de azar. En caso contrario, si pudiera apartarse de la senda que trazaban ante ella, no estarían cumpliendo con su propósito.

En ocasiones, no obstante, necesitaba recordárselo a sí misma. Por eso llevaba tanto tiempo sentada en aquel lugar, contemplando el pasado reciente. Lo cierto era que no se sentía cómoda. Las noches de agosto estaban cargadas de humedad en Georgia; el enramado de vías asemejaba una ciudad fantasma a sus ojos. Lo único que se oía era el lejano traqueteo de los vagones, aunque estaría dispuesta a jurar por lo más sagrado que sonaba igual que el entrechocar de los metálicos instrumentos de tortura que había visto durante aquellas noches junto a Elford.

Victoria pisó con suavidad el acelerador del coche e inició el descenso del puente. El descapotable cruzó dos pares de vías más, antes de que la Toreador frenara el vehículo despacio hasta detenerlo por completo. Aquel acercamiento directo era todo lo que se le ocurría aquella noche. No se le daban bien las labores de reconocimiento del terreno ni el sigilo; de hecho, sus poderes sufrían una considerable reducción si nadie la veía.

Abrió la puerta del coche y echó pie a tierra. A pesar de las apariencias, Victoria iba preparada. Se inclinó sobre el estrecho asiento trasero y extrajo su sombrero y una pequeña bolsa de mano de color negro, cuya larga y fina correa se pasó por el hombro.

Adoptó una pose de modelo para examinarse en el retrovisor lateral del coche. Espléndida, se dijo. La Toreador vestía un ajustado mono de terciopelo negro con botas de tacón alto incorporadas. Su lustrosa textura refulgió en medio de las tinieblas cuando Victoria se izó en equilibrio sobre un solo tacón en lo alto de un carril y giró para disfrutar de una vista completa. El cuello alto realzaba su silueta, pero el mayor atractivo del traje recaía en la apertura practicada desde la garganta hasta la cima de los senos.

Se detuvo y se caló el sombrero, una chistera de piel artificial de leopardo que hacía juego con las bandas que remataban las mangas del traje y las que le cruzaban las espinillas a media altura, donde deberían ir los remaches de las botas.

Victoria se sentía bien, aunque sabía que aquella sensación no era sino un exagerado mecanismo de compensación para combatir su angustia. Por mucho que quisiera ignorarlo, seguía sin ser ella misma y jamás volvería a serlo hasta que sucumbiera este demonio. Si bien la mera oportunidad de encontrarse a solas, de esforzarse por sobrevivir (si es que el haberse apropiado de las cuentas bancarias de uno de los hombres más adinerados de la ciudad podía calificarse de esfuerzo), la ayudaba a despejar la cabeza. Ya se presentarían nuevas oportunidades de escalar hasta la cima; el tiempo diría si vendrían de la mano de Jan o de cualquier otro.

Victoria, rezumando un magnetismo animal que habría puesto a cualquiera de rodillas ante ella, se sentía preparada.

Su belleza y sus habilidades para la seducción no habían afectado a Elford en el pasado, por lo que no estaba dispuesta a confiar sólo en ellas esta vez, pese al hecho de que ahora se sentía recuperada por completo y capaz de respaldar sus esfuerzos con mucha mayor fuerza de voluntad. Se dirigió al maletero del coche y lo abrió. Allí yacían un par de posesiones de Harold.

Extrajo una ametralladora automática que había disparado la noche anterior. Era ligera, poderosa, lista para usar. Además, había aprendido a recargarla y a quitar el seguro. No creía que hiciera falta saber mucho más.

Victoria metió los demás objetos en su mochila, antes de emprender el lento y paciente paseo sobre la grava que separaba su automóvil de los silenciosos y monolíticos vagones.