
Capítulo 45
Lunes, 6 de septiembre de 1999, 3:38 AM
Interior del estado de Nueva York
Soy el nuevo y célebre viajero del infierno, aunque pocos se dan cuenta de que este infierno está en la tierra y aún menos saben que estoy aquí, aunque mi Virgilio sigue a mi lado.
Puede que más de lo que me imagino. Si todo, siquiera parte, sale según mis planes, mis ilusiones, mi sueño desde hace casi un milenio, quizá antes de que llegue este nuevo milenio que se aproxima posea el conocimiento necesario para prevenir a los demás.
Más allá de mis pensamientos más sinceros, menos nublados, más mortales, quizá deba advertir del desastre. De la Gehena.
¿Hay alguien siquiera a quien prevenir?
Como de costumbre, el conocimiento es lo primero.
Con mis compañeros, inmateriales o no, recorro el devastado escenario. Veo las manos de tantos grandes nombres en mis sueños. Resulta evidente que el joven brujo también ha estado aquí. Éste fue su campo de prácticas. La mangosta ha estado aquí o, al menos, ha visto este sitio. Pero ahora está ciega, igual que yo, puesto que el joven brujo se ha escondido. Desde luego, también el dragón está aquí. Los poderosos pilares de piedra, los abismos aún rebosantes de lava humeante y los huesos calcinados del ejército Gangrel, todo ello deja constancia de su poder.
¿Qué restos dejaré aquí?
¿Dejaré algo?
¿Otra cicatriz en la tierra?
¿Un fantasma, vagando eternamente por el paisaje desolado en busca de respuestas sin saber siquiera cómo obtenerlas?
Osamentas descarnadas y calcinadas señalan mi ruta. Sonríen aprobatorias, sujetas a mi misma locura. También yo soy sólo carne. A fuerza de años, práctica y descubrimiento mi carne puede protegerme de todo tipo de daños mundanos, pero el infierno desencadenado no es un rival que se pueda tomar a la ligera.
Ahora le enseño a Virgilio el camino al infierno... y el paraíso de su interior.
Asciendo a una loma. Incluso en el infierno el señor desea estar por encima del resto, aunque se encuentre bajo las multitudes al mismo tiempo. Siento los rastros de los últimos lobos que estuvieron aquí. En un parpadeo, veo toda la batalla y aprendo algo de la psique y del poder de aquellos a quienes me enfrento. No se trata de algo definible, aunque todo lo que se define pierde sin duda su verdad al convertirse imposible de malear y trabajar. La verdad es universal y cambia al igual que cambia lo que describe.
Veo al puñado de lobos traspasando estas puertas de bronce. Entran en la guarida del monstruo, y la bestia los espanta como si de moscas se trataran. Aunque sabe que las moscas pican, así que los persigue, aplastándolos. Sale de esta boca y otea un paisaje prístino que pervierte y deforma. Utiliza la tierra que tan querida les es a los lobos para enterrarlos en el mismo suelo donde tantas veces buscaron refugio. Puede que uno o dos sobrevivieran. Puede que encontraran un trozo de tierra donde esconderse que siguiera siendo aliada y no una traidora.
Me yergo cerca del joven brujo, con su enorme ojo profanado y profanador como un acceso grotesco en su rostro. Veo la falta de pasión, el puro desprecio inherente a sus acciones. Estas bestias lo apartan de su auténtico propósito...
Sí, de su propio propósito, al menos.
Ahora lo veo.
Esta creación es sólo suya. Ayudado e incitado para poder servir así a mi propósito, pero veo que ha crecido por entero de él. Su propósito incide con las necesidades de los demás. Planean y practican a su modo, quizá, pero sin el esfuerzo consciente que la mayoría se reserva para sus necesidades.
Incluso yo, con toda mi aparente demencia, desesperación y confusión, he perseguido la consecución de mis objetivos cada vez con más ahínco durante cientos de años. Puede que aún no sea demasiado tarde para que el éxito llegue a tiempo, así que, ¿qué se ha perdido?
Penetro en la majestuosa ciudadela de piedra y muerte. Los muros aparecen bruñidos hasta la tersura, mohosos a fin de que la luz no interrumpa el sueño de los que moran en el interior. Ni su obra. La sombra del dragón cayó sobre mí para protegerme de cualquier daño, y la obra del dragón ha asegurado un lugar también aquí.
Avanzo. Estoy nervioso. El santuario anda cerca. Mi hora anda próxima. Pero la muerte inminente es un término contradictorio en sus partes; al menos, pretendo que lo sea en mi caso. Quizá otros perezcan para no volver, pero mi viaje se engendrará aquí.
Aunque puede que perezca para no volver. O quizá permanezca prisionero de mi carne como algunos de los que siguen con vida aquí. Corazón de carne, pulmones de piedra, aún bombean sangre y respiran aire, o lo harían si fuesen humanos. Estos Vástagos no necesitan ninguna de las dos cosas, sino que existen en la misma especie de estado imperfecto entre lo mundano y lo mágico.
Hará falta mucho tiempo para que encuentre mi camino. Mucho tiempo.
Por suerte, tengo un guía, otro guía. Siempre necesito un guía y, cuando no los tengo, los creo.
Se cuenta entre los atrapados de este lugar. Aunque ella es distinta, porque planeaba estar aquí. No ser así, sino estar aquí, puesto que aquí la esperaba una vida mejor que la que dio por finalizada hacía meses. El joven brujo la llevó consigo y ella se ofreció a su creación.
Esta creación.
La miro.
Me...
Me...
Me... siento humilde. No está ahí. Estoy dentro.
Por lo general, de hecho siempre, mis visiones le otorgan más poder a un objeto del que éste posee en realidad. Pero, por vez primera... ¿por última vez?... mis visiones caen humilladas. Es como comparar la interpretación de la belleza con la belleza en sí. Como comparar la idea de la violencia con sus consecuencias. Como expresar el amor con poesía sin conocer la locura de su poder.
Ante mí se alza una de las más grandiosas creaciones de todos los tiempos. Rara vez en el pasado se ha concentrado tamaño poder en las manos de alguien tan joven. Quizá nunca antes haya demostrado alguien tan joven poseer tamañas dotes.
Ésta es una obra delicada ejecutada a escala titánica. Es un rascacielos compuesto, no de vigas, planchas y paneles, sino de motas infinitesimales esculpidas en intrincados diseños. Una de esas partes podría ser el resultado de una mano maestra pero, ¿tantos miles o millones de ellas? ¿Y verlas combinadas en un asombroso todo unificado?
Me dejo caer al suelo. Mi nerviosismo desaparece. El miedo al posible éxito que tanto preocupa a mi compañero se ha erradicado. Sigue sin haber esperanza. No cuando uno se haya frente a la inteligencia o poder capaz de algo tan inconmensurable. Tan lejos de la de un mortal como puedan estar mi comprensión y capacidad, así está esta cosa más allá de la mía.
—Lo único que necesitas es encontrar tu sitio, Profeta —me dice una voz.
Continúa. Es una mujer. Mi guía. No Virgilio. Pero no puedo escuchar sus palabras, sólo el sonido de su voz.
Me levanto y extraigo el manto de mi mochila. Su sangre lo tiñe. Desde Caín, la sangre nos ha hablado a todos.
Penetro con cautela en el laberinto de la colosal creación y la encuentro. Es hermosa. Tallada con exquisito cuidado hasta el último detalle de su cuerpo. La forma de esa esbelta figura se ha perdido, pero resulta evidente. La acaricio para proporcionarle placer. La roca húmeda se adhiere a mis dedos.
Los aparto, despacio. No pretendo negarle nada, pero tampoco puedo darle todo lo que ansia.
—Te traigo tu manto, Tremere —le digo.
No consigo escuchar su respuesta hasta que le coloco el manto sobre los hombros. En ese momento, su voz canta para mí.
—Lo único que necesitas es encontrar tu sitio, Profeta —repite.
Espero, y continúa.
—No había sitio para mí, pero hice que me incluyera pues, de otro modo, no habría habido vida para mí. Ahora mira, el resultado no es otro que la perfección.
Me muestro de acuerdo.
—Puedes integrarte en la perfección, siempre y cuando la integridad de la creación se conserve.
Me río con amargura. Tras tantos años, lo único que me separa de mi siguiente prueba decisiva es la capacidad de crear perfección.
¿Cómo conseguirlo?
Me siento ante ella.
—Cuarenta noches y cuarenta días —digo—. Ése es el tiempo que os doy.
* * *
La primera noche, sentí que mi cuerpo se resistía a la tarea. Se sentaba apoyándose en sí mismo, sin ceder ante el reto, sin estar preparado para afrontarlo; mientras se negase a ceder, mi mente tampoco podría, puesto que había adquirido dos consciencias. Una escrutaba los detalles de la escultura, buscando, buscando, mientras que la otra me escrutaba, ávida, a mí mismo. La espalda recta, los hombros rígidos.
Aquella primera noche sentí el dolor del amanecer y la mañana. Estaba escudado de la luz, por lo que no ardí; así habría ocurrido, pues el dragón se cernía sobre mí, mas no así su sombra, desactivada la conexión.
Al día siguiente, mi boca sucumbió al esfuerzo. Se desencajó y la lengua expuesta no tardó en secarse presa del frío imperante en la cueva.
Al día siguiente, el sol me hirió de nuevo. No de forma física, pero el trauma de obligarme a resistir una fatiga insoportable causó estragos en mi cuerpo. Mis compañeros, incapaces de tolerarlo, buscaron el refugio que necesitaban.
Cuando la magra distracción de mi espalda rígida desvió mis pensamientos de las líneas espirales que rodeaban la forma en reposo de un lobo enterrado, supe que la noche había regresado. Para cuando hubo pasado, estaba encorvado.
Al cabo del cuarto día, la fatiga que sentía no era distinta de la que me provocaba la mera disipación del tiempo.
Llegada la octava noche, estaba postrado ante mi guía, lamiendo su sabiduría y la piedra.
Al decimotercer día, me resultó imposible distinguir entre la noche y el día.
Al vigésimo primero, no podía moverme.
Llegado el trigésimo, apenas conseguía recordar el paso del tiempo.
Con el nacimiento de la próxima noche, o del día, o quizá nada más que de mi próximo pensamiento, supe que había perdido la capacidad de razonar. Devorada, como todo lo demás, por la increíble estructura que me rodeaba.