Capítulo 3

Sábado, 28 de junio de 1997, 4:41 AM

Orillas del río Miljacka

Sarajevo, Bosnia-Herzegovina

Para ser sinceros, no consigo recordar por qué hemos regresado a Sarajevo, aunque no me corresponda a mí meditar sobre el futuro; ésa es la labor de mi compañero, Anatole, al que llaman el Profeta de la Gehena. Dentro de mi cabeza me resulta sencillo ver este afligido escenario tal y como se nos presentó la última vez que estuvimos aquí. Ésa es mi labor. He de recordarle a Anatole las veces en las que el pasado parecía asemejarse al futuro que intenta comprender, lo cual ocurre a menudo. De ahí mi importancia como acompañante, además de como observador.

Anatole vuelve a visitar una pequeña terraza desde la que se domina el río Miljacka. El terraplén, un yermo la vez anterior que estuvimos aquí, ha sido reparado desde entonces. Nuevas plantas arraigan, una desvencijada muralla presenta signos de reciente reconstrucción y, lo más destacable, no hay cadáveres. Tampoco es que me esperase ninguno de resultas del hambre de Anatole, dado lo frugal de su dieta, consistente en ocasionales vampiros dotados de sangre tan potente que consiga resistir durante años gracias a su poder. Lo que vemos son cuerpos acribillados por las balas de los francotiradores en nómina de Belgrado.

Pero ése es un pasado que, con toda probabilidad, sólo pocos más aparte de mí mismo consigan recordar. Lo mismo se puede decir de la importancia que entraña la fecha de hoy. Otros pasarán por lo mismo una y otra vez sin aprender jamás, y no sólo los mortales, dotados de una memoria tan fugaz y homogénea como el impulso reproductor de un conejo. También algunos Vástagos (sí, incluso la inmortal Estirpe) son olvidadizos. Esos Cainitas de mente débil terminan por ser los que encuentran la muerte al final, los que no persisten durante siglos tal y como Anatole y yo mismo hemos conseguido.

El Miljacka es oscuro y mucho más profundo que el mitigador firmamento. Anatole lleva horas aquí, bajo la intermitente luz de una farola que ilumina a intervalos la cabeza inclinada que escruta las simas del rápido curso de agua. El río abofetea con rudeza las toscas paredes de su lecho. El hedor, pesado y metálico, de las aguas de la ciudad se eleva hasta más allá de la planicie para inundar la calle que yace detrás y por encima de nosotros. En medio de esto se yergue Anatole: sucio, con el cabello apenas aún rubio colgando en largos mechones desaliñados que le ocultan el rostro por completo. Los harapos con los que se cubre fueron un hábito en su día, ya que las inclemencias del mundo mortal que no pueden horadar su carne aún encuentran el modo de raer la lana. En medio de esta antigua obra de mampostería, ataviado de tal guisa y con las tinieblas cubriendo los escasos edificios modernos que han sobrevivido a los brutales bombardeos, Anatole podría pasar por un monje medieval. De no ser por sus Birkenstocks, un par de buena calidad que adquirió a finales del invierno del año pasado en Alemania, aunque incluso las sandalias podrían pasar por el sencillo calzado propio de una época anterior.

No me ha preguntado acerca del pasado, por lo que presumo que piensa en el futuro. Sin duda el viaje que nos ha traído hasta aquí no tiene nada que ver con el pasado, pues lo único que me pidió fue que me acordara de este terraplén, y de los aterrorizados mortales que correteaban en las cercanías, musitando oraciones y conjuros para que la ineludible bala no astillara sus huesos, sino el cemento bajo sus pies o, al menos, los huesos del siguiente carroñero.

Me temo que en Sarajevo, o puede que en Yugoslavia en su conjunto, pero sobre todo en Bosnia, Anatole ve un reflejo de sí mismo. Ambos buscan sin cesar la unión de lo dispar (pues Bosnia sumaba cuatro religiones y al menos tres identidades culturales principales, mientras que Anatole intenta reconciliar sus visiones con las experiencias de una vida y las creencias cristianas que en su día le fueron más queridas que ahora) pero ambos, en el ínterin, albergan una enorme desconfianza, o paranoia, o incluso maldad que en cualquier momento podría desatarse y consumirlos.

Devoraron a Bosnia y escupieron a Sarajevo. Los años de la no vida de Anatole se han visto marcados más por su carácter depredador, tanto de ganado como de Estirpe, que por cualquier posible miedo a convertirse él en víctima. Así y todo, las fuerzas que operan dentro de su cabeza amenazan sin cesar con abrumarlo y aniquilarlo. Lo único que desea es conocer la verdad antes de que la Muerte Definitiva lo reclame. Lo que desconozco, con total sinceridad, es si esa verdad será sólo para él, o para todos los Vástagos, o para todos aquellos que caminan sobre esta tierra. Puede que ni Anatole mismo lo sepa. Quizá sólo descubra lo que quiere cuando lo encuentre, lo cual debe de ser una pesada cruz con la que cargar.

Unos cuantos coches cruzan la carretera que queda a nuestras espaldas con la velocidad asesina que caracteriza a los europeos. Me distraen, aunque no a Anatole, que se arrodilla despacio sobre la orilla de la agrietada terraza. Se parece al penitente cristiano que fuera hace dos siglos, antes de que abandonara su fervor religioso poco después de la Revolución Francesa. Fue más o menos por aquel entonces cuando lo conocí. Desde aquel momento, claro está, he viajado con él.

También por aquella época fue cuando los entresijos de la Yihad llegaron a fascinarlo más que ninguna otra cosa.

Anatole había creído que era Dios el que dirigía sus manos para asesinar a otros Vástagos y consumir su sangre, sus conocimientos y su poder. Por aquel entonces ya sabía, creo, demasiados secretos como para creer en Dios o al menos como para albergar la creencia de que él era uno de Sus agentes. Los príncipes de toda Europa exhalaron un suspiro de alivio al ver cómo se reducía el riesgo de verse algún día obligados a acabar con él si lo atrapaban cometiendo diablerie en sus ciudades.

Lo que pretende ahora Anatole es desvelar la Gehena, el supuesto final de todas las cosas, de la que la Yihad no es sino un producto. O quizá sea la Yihad, la interminable batalla que enfrente a la Estirpe, lo que desate la Gehena.

Lo extraño, no obstante, es que los enormes poderes que hacen célebre a Anatole, los que él creyó inspirados por una intervención divina, no se hayan evaporado del mismo modo que la fe del Malkavian.

Sí, Anatole forma parte de esa incomprendida línea de sangre. Locos, los llaman. Sabios, dicen otros. Yo siempre he tendido a creer a aquellos lo bastante honestos como para ensalzar a los demás antes que a sí mismos.

Anatole se estremece de pronto e hinca una rodilla en el suelo. Miro alrededor en busca de indicios de cualquier enemigo, puesto que se ha granjeado algunos que bien podrían atreverse a atacarlo con la intención de destruirlo. No veo a nadie. Al instante siguiente, el Malkavian vuelve a estar de pie como antes. Cuando se inclina al borde del Miljacka, lo que pretende Anatole cobra sentido. Para mí, al menos, pues comienza un ritual que ya he presenciado unas cuantas veces; la última, antes de un asesinato en esta misma ciudad que desencadenó lo que los mortales llaman la Primera Guerra Mundial. Así que supongo que no debería sorprenderme de verlo de nuevo a nuestro regreso a Sarajevo.

El Malkavian extrae un afilado cuchillo de entre los pliegues de su sucio hábito y, con gesto ceremonioso, lo deposita a su diestra. Luego se quita la túnica para desvelar un torso desnudo y una figura nervuda y musculosa. Se descalza, extrae una larga cartera de cuero de la parte delantera de sus pantalones y la deja junto a las sandalias. Entonces se zambulle en el agua, con los tiznados vaqueros por todo avío. También de ellos se desembaraza Anatole, asido a una protuberancia de mortero, antes de enfrascarse en el somero esfuerzo de frotarlos para luego sacudirlos con fuerza contra las rocas del terraplén que se yergue ante él. Los húmedos chasquidos resuenan como el trueno de la resaca a primera hora de la mañana.

Se suelta para sumergirse en el agua.

Transcurre el tiempo.

Cuando emerge, Anatole se encuentra a cierta distancia río abajo; la corriente ha tirado de él incluso cuando se encontraba en el fondo. Unas poderosas brazadas lo devuelven a la orilla y a su anterior asidero. De un fuerte impulso, se iza del río y aterriza en la orilla, donde el agua forma una cascada que baña su cuerpo y se derrama sobre las grietas del suelo que desembocarán de nuevo en el río.

Se lleva ambas manos a la cara y se aparta el cabello, ya rubio sin lugar a dudas, de los ojos, recogiéndolo detrás de las orejas. Los brillantes orbes así revelados son profundos como los de un místico. Posee lo que sus hermanos franceses aún llaman un je ne sais quoi, una cierta calma, un magnetismo indudable, un aura de confianza... un algo indescriptible.

Todo ello aumentado porque es un hombre atractivo, al menos cuando se asea y pueden distinguirse sus rasgos aristocráticos: nariz delicada, pómulos altos, mandíbula marcada. Se inclina para recoger los pantalones, los retuerce y escurre el agua que los empapa. A punto está de desgarrar el tejido con el apretón final que elimina hasta la última gota de la tela vaquera.

Tras ponérselos, vuelve a sentarse en el mismo lugar que ocupara momentos antes. Anatole ase un puñado de cabello con la mano izquierda, recoge el cuchillo con la derecha y cercena una rubia maraña de su cabeza. Trabaja con minuciosidad, con los ojos fijos de nuevo en el río adonde arroja los mechones, hasta pelarse casi por entero.

Algo está a punto de ocurrir. El Malkavian sólo se prepara de este modo cuando presiente la proximidad de algún acontecimiento. Podría ser que se encuentre cerca de algún hallazgo conceptual; o que sus visiones le hayan dicho que se prepare para lo desconocido; o que supiera a ciencia cierta que algo va a ocurrir antes o después. Lo más probable es que nadie salvo Anatole conozca la naturaleza del acontecimiento, o al menos su auténtica naturaleza, hasta que hayan transcurrido muchos años. O nunca.

El cuchillo descartado por Anatole hiende la corriente con un débil chapuzón y el Malkavian envía también el manchado hábito a reunirse con las aguas. Su mirada se desvía a la derecha para observar cómo la corriente arrastra la túnica lejos de allí. Vuelve a inclinarse sin dificultad para recoger la cartera de cuero de entre las piedras, la encaja en la parte delantera de los pantalones mientras se dala vuelta, le ofrece una enigmática sonrisa al firmamento y salta del terraplén a la carretera, donde para un taxi.

Estoy a su lado, desde luego.