Capítulo 5

Sábado, 28 de junio de 1997, 5:18 AM

Puente Princip

Sarajevo, Bosnia-Herzegovina

El conductor no se atreve a mirar hacia atrás. En el agrietado espejo retrovisor veo cómo el sudor de su cejo tiembla y refracta la tenue luz de una farola. Afronta con manos trémulas la curva pavimentada a orillas del río. El motor, mal calibrado, obliga al coche a estremecerse en medio del leve giro. De este modo se tambalea hasta detenerse a escasos metros de un cruce que permite el acceso al otro lado del Miljacka si se atraviesa el puente Princip.

Anatole extrae un arrugado billete de veinte dólares estadounidenses de la enorme cartera de cuero que lleva escondida bajo la parte frontal de sus vaqueros, sucios aún a pesar del reciente lavado. El contraste es asombroso: la cartera, tan deshuesada, corroída y tiznada de varias manchas detestables, y la divisa, blanca y verde igual que un huevo recién puesto sobre la tierna hierba. Se corta la lengua con el borde del billete para provocar un delgado canal de sangre, antes de aplastar el papel contra la lengua hasta empaparlo de rojo. Cuando lo aparta de la boca, un tenaz hilo viscoso se resiste a dejar libre al billete, incluso cuando Anatole lo pega de una palmada contra la maltrecha partición de plástico que suele separar a los pasajeros del conductor.

Registro por un momento el estremecimiento del chófer antes de que hayamos salido a la calle, pavimentada pero sucia, para cruzarla de dos atléticas zancadas. El apagado fulgor de la farola erguida sobre la otra acera proyecta una sombra alargada que danza entre las tinieblas de la vía dotada de una macabra vida propia. Anatole aterriza en cuclillas en la acera que discurre enfrente del taxi y el río. Sus brazos tejen sombras con tal afán que se asemeja a una araña enorme, una obscenidad del tamaño de un hombre salida de otra era, de una época tan antigua ahora como en la fecha del nacimiento mortal de Anatole, hace miles de años.

El conductor no pierde el tiempo. Un breve lamento de neumáticos señala su partida. De repente, nos hemos quedado solos en la calle. Anatole se yergue como un resorte, momento en el que el monstruo desaparece, reemplazado por el filósofo. Pero la impronta del profeta se evidencia en ambos, pues no importa su conducta, su vestimenta ni sus exigencias, Anatole se encuentra inscrito en medio del aura de un ángel caído, es una figura alrededor de la cual se agolpa el futuro. Me imagino a las irritantes sombras, ya apaciguadas, como a musas que recurren a él para recibir sus consejos acerca del futuro que deberían revelar.

Ah, ojalá fuese así de fácil. Ojalá aquellos que lo asaltan en pos de guiños pronosticadores se mostraran tan callados y respetuosos como estas sombras. Ojalá costase tan poco dispersarlos.

Anatole da tres solemnes pasos hacia delante antes de afianzar ambos pies en el suelo. Veo que se alza sobre las huellas impresas del hombre que le dio su nombre al puente cercano, aunque Anatole se ha girado ciento ochenta grados con respecto a la posición del asesino.

Observa una placa inscrita en la pared de un edificio que se yergue en la intersección que le había indicado al taxista. Estira un dedo hacia ella y deja que su diestro dígito recorra despacio los surcos de las letras impresas. Al irse aproximando al final, aparta la vista y la vuelve hacia arriba como si quisiera examinar la altura de la estructura mortal que tiene delante, aunque su dedo no vacila. Sólo cuando repasa los números que rematan la inscripción, cuando, bien sea de forma metódica o despreocupada, sigue el camino marcado por el "1" y luego el "9", me percato de que sus ojos no ven.

Están abiertos, pero ciegos, algo asombroso de contemplar. Una percepción global para Anatole. Se convierte en una antena que recoge las señales de los dioses y los comunica con el suelo del asesino sobre el que se alza. Cuando los ojos de Anatole se ensanchan de este modo, parece que no vea nada y lo comprenda, que lo vea todo y desdeñe sus secretos. También se da cuenta de mi presencia. Hasta cierto punto, siempre es consciente de ella, o eso espero, pero en momentos como éste engulle mis propios sentidos y mis conocimientos mientras intenta, enloquecido, que encajen las piezas; piezas que, no sólo no encajan, sino que ni siquiera tendrían que haberse percibido.

Su dedo llega al número siguiente, otro "1", momento en el que la inscripción se vuelve a escribir y se forma otro "9" en su lugar. Es tan nimia la evidencia física de este cambio tan obvio que me siento impulsado a desecharlo. Nada de calor ni de humo. Nada de esfuerzo ni de presión. Nada de desmayos ni desvanecimientos de la visión.

El último dígito, un "4" que se transmuta en "7". Es en ese momento cuando me doy cuenta de que los nombres que adornan la placa se alteran a su vez. Uno de ellos me resulta desconocido, pero el otro... Veo que el nombre de un justicar ha reemplazado al del archiduque y no puedo sino asumir que, a partir de este día, su destino será el mismo.

—La muerte de Ferdinad desencadenó una guerra —musito, al oído de Anatole.

Asiente con la cabeza, aunque no sabría decir si lo hace en respuesta a mis palabras o en señal de aquiescencia ante algún pensamiento interior.

De igual modo, recupera la vista, pero sin verme.

—Los paralelismos son ominosos —exhala, con un hilo de voz—. El que me encuentre siquiera cerca de este lugar lo es aún más.

Siento el impulso de sugerir que el simple hecho de encontrarse en Sarajevo tal día como hoy, el más sagrado y místico del calendario del pueblo serbio, invita a los presentimientos de cualquier tipo. Esto es lo que llena las noches del Profeta de la Gehena, y da igual la noche y da igual dónde nos encontremos, siempre nos rodean y acechan similares patrones metafóricos en potencia. Si el Profeta de la Gehena no invitara a lo verboten, ¿qué visión podría esperar alcanzar? Anatole estuvo en Kosovo en 1489 y fue testigo de la destrucción de la nobleza serbia, por lo que éste es un ramal histórico que no le resulta desconocido. Yo no le acompañaba por aquel entonces, por lo que no logro entender la fijación ni la relevancia, sino tan sólo el acontecimiento en sí.

Luego le susurra al firmamento nocturno, donde sus palabras parecen cobrar forma y alzar el vuelo para dejar atrás las toscas pinceladas de las primeras luces del alba, sinuosas como constrictores. Sé que me está hablando, pues mi labor consiste en acordarme de esto para poder recordárselo en tiempos venideros.

—Han obligado al Dragón a despertar —dice—, y sus tentáculos intentarán arrancar las trece estrellas del firmamento...