Capítulo 26

Domingo, 29 de agosto de 1999, 9:03 AM

Una casa

Estados Avondale, Georgia

Estaba soñando, y lo sabía. Iba a ser terrible, y lo sabía. Pero no podía despertar del sueño.

No sólo era de día, anatema para un vampiro, sino que el príncipe Benison se había sumido en el letargo. Las heridas que habían sufrido su psique y su cuerpo hacía dos meses no sanarían ni siquiera por los métodos sobrenaturales de los que se beneficiaba su especie. El único recuerdo desde aquella noche fatídica era otro sueño, el de una hermosa mujer que no era su esposa. Aunque ahora soñaba, mantenía la suficiente consciencia como para recordar aquella visión.

Sabía que aquella mujer era Victoria Ash y, aunque recordaba lo que sentía hacia ella y las dudas que albergaba respecto a lo cierto de aquella llamada de auxilio que había recibido de ella, ya no conseguía odiarla ni tampoco aborrecerla siquiera. ¿Sería este entumecimiento consecuencia del sopor que se había apoderado de él?

Sólo podía admirar su belleza y llorar por su Eleanor, que jamás resultó tan encantadora y que jamás volvería a caminar sobre la tierra.

Las lágrimas del antiguo príncipe nublaron la claridad de su visión. A través de esa bruma apareció un hombre sin ojos. No sólo sin ojos, se percató Benison, sino también sin rostro. El hombre iba tan amortajado en su gruesa capa de algodón que se asemejaba a un bebé envuelto en una manta protectora. Pero nada había protegido a aquel hombre pues, aunque carecía de semblante que describir, sus gestos, su forma de caminar y su cabeza inclinada comunicaban un dolor y un agotamiento extremos.

Benison pensó por un momento que se veía a sí mismo, su propio dolor; pero la agonía de este hombre era aún más completa. La de Benison podría calificarse de aflicción calculada, de anhelo por que cambiaran las cosas, de ansia de una senda que atravesara aquella selva de desesperación, ¡pero este otro! Su dolor era como el de Benison pero sin un pasado al que aferrarse y sin un futuro al que aspirar.

Vadeaba la neblina que habían levantado las lágrimas de Benison en ese escenario, en dirección al Malkavian otrora príncipe de Atlanta. El hombre sin rostro estiró los brazos, lastimero, en cruz, y cayó postrado de rodillas ante Benison. El Malkavian intentó en vano escuchar las palabras que pronunciara el hombre sin boca, pero también aquel plano vacío había enmudecido. Era un silencio que comenzaba a lacerar los oídos de Benison, por lo que éste se los tapó con las manos.

El extraño sin rostro se incorporó, señaló a Benison y detrás de él. El Malkavian se giró para ver, donde antes no había habido nada, un enorme caldero negro. Humeaba, y la superficie del agua de su interior hervía en ebullición aunque bajo él no se apreciaba fuego alguno.

El gigantesco recipiente estaba inscrito con las sinuosas siluetas de serpientes enzarzadas, dos de las cuales arqueaban los lomos a lados opuestos del contenedor para formar gruesas asas, aunque, lleno, el recipiente pondría a prueba la fuerza incluso de Benison, e incluso vacío serían pocos quienes pudieran izarlo. Ante la mirada de Benison, las serpientes comenzaron a contornearse y, en respuesta a su culebreo, el agua hirvió aún con más furia. Luego el extraño dejó atrás a Benison para interponerse entre el Malkavian y el caldero. Benison ladeó la cabeza para captar la imagen furtiva del recién llegado asiendo ambos asas del gigantesco contenedor. La piel de sus manos siseó y no tardó en ampollarse y enrojecer. Benison intentó gritar algo, pero no consiguió proferir sonido alguno. Las manos del extraño se ennegrecieron y la carne de la superficie se ajó y descascarilló igual que los delicados restos de una hoja de papel arrojada al fuego.

Benison se acercó y vio que el agua permanecía ahora en una rara calma y que, dentro del líquido, el reflejo del extraño poseía rostro. El Malkavian volvió a mirar al desconocido, pero éste seguía careciendo de semblante.

Cuando Benison volvió a clavar los ojos en el agua, el rostro de su interior le devolvió la mirada. Su boca formaba palabras insonoras. Benison intentó leer los labios y, aunque éstos parecían pronunciar sílabas inconexas, o puede que pertenecientes a un idioma desconocido para Benison, y su entorno permanecía en el más absoluto silencio, el otrora príncipe no pudo escuchar ninguna frase.

—Tráeme el Manto de Nessus —decía el rostro reflejado.

Aunque no sabía qué quería decir aquello, qué manto era aquel ni a quién debía llevárselo, Benison asintió con la cabeza. En aquel momento, la imagen reflejada del desconocido perdió también la cara.

El extraño deshizo los pliegues de algodón que lo amortajaban y tiró la brazada de tela a un lado, que cayó en un montón de trapos sucios y raídos. Desnudo, el desconocido parecía mucho más pequeño. Era muy delgado, con una larga melena que le caía sobre los hombros y ensombrecía gran parte de su semblante desprovisto de rasgos. El extraño se sentó. Desnudo como estaba, extrajo un puñal de alguna parte y se cortó el cabello en grandes y toscos mechones. Cayeron desparramados sin orden ni concierto, a su alrededor, sobre su regazo. Cuando hubo terminado, se irguió.

Benison no hizo ademán de detener al extraño (o quizás no pudiera, el Malkavian no estaba seguro) cuando éste se zambulló de cabeza en las límpidas pero humeantes aguas. De improviso, el ruido se hizo en el sueño y el chapoteo del agua sonó como una explosión atronadora. Sólo un puñado de gotas salpicaron fuera del caldero para, en pleno vuelo, transformarse en sangre. Varias perlas carmesíes aterrizaron a los pies de Benison y patinaron igual que cuentas de mercurio, o como si el suelo hubiese sido pulido con esmero, o como si careciera de fricción. Dos o tres cayeron sobre el propio Benison y traspasaron las ropas con las que se cubría el Malkavian.

Benison se apresuró a despojarse de sus vestimentas, demasiado tarde, aunque no sabía con certeza para qué era demasiado tarde. En cualquier caso, la sangre formaba ahora máculas en la piel del Malkavian, manchas que no se podían limpiar por mucho que se frotara. Se asemejaban más a brillantes marcas de nacimiento, dos en el torso y una en su brazo izquierdo. Benison se quedó desnudo de cintura para arriba.

El agua del enorme recipiente bulló por un instante antes de recuperar la calma. Se acercó y echó un vistazo al interior, inclinando el rostro tanto como el extraño había hecho antes. No proyectaba reflejo alguno en el agua, sino que en ésta comenzó a formarse una imagen animada.

Una demacrada mujer desnuda se erguía sobre un pedestal. Exhibía una belleza desconcertante. No se apreciaban trazas de hermosura física, pero la suavidad de sus curvas y la gracia de su postura le conferían un atractivo animal. Una impresión de su distancia, un alejamiento del observador, dieron pie a una exuberante fecundidad que incomodó a Benison. Sólo se atrevió a seguir mirándola porque ella mantenía los ojos cerrados y así él se libraba de la impresión de que pudiera devolverle la mirada.

Una serpiente de metal reptó por el borde del caldero e irrumpió en la escena del agua. Describiendo lentos círculos alrededor de la figura inmóvil, la serpiente reducía distancias con cada circunnavegación como si hubiera hecho presa en ella algún tipo de inexorable fuerza gravitatoria. No tardó en rozar los pies de la mujer, que se estremeció, aunque permaneció inmóvil cuando la serpiente se enroscó en una de sus piernas y comenzó la metódica escalada hacia la rodilla y luego el muslo, hasta hender el negro vello del pubis de la mujer y rodearle la cintura. Siguió hasta dejar atrás el estómago y conquistar las discretas cimas de sus senos, antes de abrirse paso por los oscuros recovecos de sus hirsutas axilas y terminar enroscándose en su cuello.

Allí se transformó la serpiente en un grueso manto de jade que cubrió a la mujer. Ésta abrió los ojos y, al momento, Benison se dio cuenta de que se trataba de Hannah, la primogénita Tremere de Atlanta cuando él era príncipe. Ahora era ella la que observaba a Benison, y aquel rostro que él jamás había visto atribulado con emoción alguna se tensó presa del miedo.

Benison asistió confuso a la transformación de las manchas de sangre de su torso y el brazo que, de improviso, se convirtieron en pequeños glóbulos rojos y saltaron al agua. Una corriente invisible los diluyó y descendieron en espiral hacia la imagen de Hannah. Las tres cintas de sangre llegaron hasta ella a la vez y se unieron muy despacio cuando la bruja Tremere posó la mirada sobre cada una de ellas.

Un centelleo más tarde, Hannah se había desplomado en lo alto del pedestal y su túnica verde aparecía manchada de sangre. Un instante después, el tiempo suficiente para que aquella escena quedara grabada a fuego en la memoria de Benison, la imagen del agua explotó en un furioso baño de vapor.

Retrocedió por miedo a que le salpicaran más gotas, como ocurriera antes. En ese momento, un par de pies comenzaron a estirarse fuera del agua y, de algún modo, Benison supo que pertenecían al desconocido. Las espinillas y los muslos vinieron a continuación, antecediendo a las nalgas desnudas del extraño fuera de las embravecidas aguas. El desconocido continuó desligándose del líquido y giró formando un ángulo que pronto lo dejó de pie con la espalda vuelta hacia Benison, con las manos apretadas en torno a los mangos ofidios igual que antes, pero sin que ardieran al contacto.

Con gran esfuerzo, el desconocido levantó el caldero a pulso. A medida que lo izaba, le dio la vuelta. No se derramó agua alguna, ni siquiera cuando estuvo del revés por completo, sobre la cabeza del extraño.

El hombre se giró para darle la cara a Benison, lo que sí pudo hacer en esta ocasión, puesto que ahora exhibía el semblante que antes se reflejara en el agua.

—El Manto de Nessus —dijo.

En ese preciso instante, en un diluvio de agua y vapor, el contenido del caldero se derramó y empapó al extraño... y al sueño en su totalidad.

Los ojos de Benison aletearon devueltos a la vida en una habitación del interior del primer piso de aquel, su más adusto refugio. Los recuerdos de Eleanor, Victoria y Hannah se fundían en uno solo, y rugió enfurecido. ¡No se dejaría robar la pura memoria de su esposa!

¿Sería aquel un efecto del letargo? ¿Un medio "natural" de conservación, instintivo para cualquier Vástago?

Pese a sus deseos de sentir una abrumadora necesidad de vengarse, Benison no fue capaz de invocar emoción alguna. Con un abrupto estallido de consciencia, supo lo que tenía que hacer, así como la identidad del desconocido que lo había visitado en sueños.

Se encogió ante la perspectiva de lo que él consideraba un propósito horrendo, pero el coraje de su corazón se mantuvo dispuesto a satisfacer las necesidades de Anatole.

Benison se desplomó de espaldas sobre su lecho y durmió en paz durante el resto del día, soñando sólo con Eleanor.