
Capítulo 4
Sábado, 28 de junio de 1997, 5:15 AM
Puente Princip
Sarajevo, Bosnia-Herzegovina
El tiempo es un terreno como cualquier otro. Puede mostrarse hostil, tentador, o indiferente.
Cuando soy un depredador que persigue a su presa por el escenario del tiempo, espero que mi trofeo, una vez acorralado, se muestre de alguno de esos modos. Mi enemigo, hostil, me encontrará; tentador, me recibirá. Es del contrincante indiferente del que huyo y, por desgracia, es el tipo que abunda. Qué lamentable y, sin duda, aterrador toparse con un objetivo al que por una parte le da igual que puedan seguir su rastro y, por la otra, sabe que eso no va a suceder.
La senda del Dragón serpentea ominosa entre estas calles destrozadas. Veo su mano tras las bombas de este siglo creciente, como ocurría con las de su etapa menguante, sí. Ya entonces me había fijado en ellas, antes de que el mundo se hubiese zambullido en el temprano episodio de brutalidad e ignorancia que caracteriza a esta era, sólo que entonces el rastro ya se había enfriado. He tardado mucho tiempo en descubrir su calor.
Empero, el tiempo no entraña verdadera excelencia, ni siquiera ninguna consecuencia de consideración, salvo por el hecho de que incluso una enorme porción de lo finito sigue siendo menos que cualquier migaja de lo infinito. Yo las tendré a ambas, por lo que también yo seré frío y caliente cuando llegue la hora.
Mas, ¿cómo es que sé estas cosas? Y, ¿de qué manera afecta a mi búsqueda? Debo justificar el fin de acuerdo con los medios, por lo que sigo adelante.
Del mismo modo que la locura del hombre sigue adelante sin nadie que la controle, sí. Pero también encontramos disparates entre los no muertos. Lo que ocurre es que ellos no gozan de la excusa de la ignorancia, pecan de desidia. En el caso de los mortales, sobran las palabras; tanto es lo que se puede decir tan deprisa acerca de tan poco cuando repasamos el estado y contenido de estas mentes.
Fue un disparate lo que trajo al aguilucho aquí en el día de hoy. Los lobos eran seis y las alas del aguilucho estaban condenadas a recibir alguna dentellada. Cuatro de los lobos fueron tímidos, el quinto no tuvo éxito... pero el sexto... era un lobezno ni de mejor raza ni de mayor valía que los demás, pero fue su ataque el que ni vaciló ni erró.
Salgo del coche cerca del lugar donde se había derramado la sangre del heredero. Forma un charco a mis pies, encuentra pendiente donde no la hay, entre los guijarros sobre los que ya se ha pavimentado. La líquida tensión sostiene al charco carmesí en su sitio durante un instante, pero el retroceso del rifle levanta olas sobre su superficie que aprovecha para derramarse impune.
Lo sigo.
Busca los desagües, pero el Dragón no le permite que se acerque, así que encuentra las patas del lobezno. Otros peatones lo retienen, pese a haber cumplido ya con su misión; sus disparos se convertirán en heridas mortales para ambos pasajeros. Sus ojos y los míos se encuentran en un momento de intensidad cristalina. El vapor de su arma forma carámbanos suspendidos en el aire, tan fríos son sus ojos.
Mas aquello fue entonces, cuando su mirado no revelaba sino idealismo y vana filosofía. Ahora los ojos son más cálidos, y la pistola humea. Son demasiadas las bombas que han intentado ahogar este trivial sonido como para permitir que se apague.
Se lo llevan en volandas y observo mientras lo extienden ante el heredero aguilucho. La sangre de éste se convierte en bronce líquido y su senda permanece inalterada: un reguero que discurre entre mis pies hasta las zarpas del lobezno, ahora panza arriba. El reguero se torna marea que, en cuanto toca esas patas, se vuelca sobre el cuerpo con una erupción de vapor que estremece a los peatones aún arracimados. El lobezno se transforma en una gruesa lámina de maleable bronce al rojo y el aguilucho en una tosca escultura que aún logra conservar la estampa del heredero.
Comienzo a atacar y moldear el bronce con un martillo de herrero que descubro asido con firmeza en la mano. Con cada golpe reduzco su tamaño. Con cada caricia el aire resuena y vibra algo más deprisa. Los sucesivos martillazos desencadenan tal vendaval que el viento no tarda en volverse cortante y, cuando se desata, los peatones apelotonados quedan reducidos a trizas que se apresuran a abandonar la periferia de mi visión entre chillidos, hasta desaparecer por completo.
Mientras tanto, la escultura del heredero tiembla y cae en un foso que, al parecer, uno de mis martillazos ha abierto a sus pies. En lugar de desaparecer, no obstante, es reemplazada de inmediato por otra forma que se derrama desde algún agujero practicado sobre mi cabeza, como si todo el mundo estuviese construido en niveles que caen hacia abajo igual que fichas de dominó.
También el nuevo cadáver es una escultura, aunque espantosa, más rata que noble águila. En cualquier caso, se trata de una transformación que la devuelve a su propia vida, parodiada por la desaparición del heredero. Pese al horrendo semblante deformado en la roca, me arrodillo junto al cadáver y hundo el dedo en su corazón inmóvil. La sangre forma allí un charco, del que extraigo una gota en la yema del dígito.
Inexorable, inscribo una leyenda en la placa de bronce que tengo a mi lado.
Sé que estas palabras ya se han escrito antes.