Capítulo 41

Martes, 31 de agosto de 1999, 8:43 PM

Una casa

Estados Avondale, Georgia

El sencillo contratista debió de haber tomado a su cliente por un chiflado por buscar una habitación interior en una casa tan pequeña, pero Benison había insistido y había puesto el dinero sobre la mesa, así que el confuso sureño se había puesto manos a la obra. Claro está que el carpintero debía de haberse sentido aún más perplejo ante la explicación dada para pedir aquella habitación: una biblioteca sobre la que no debía caer la luz del sol para que ni las cubiertas ni las páginas de los libros se estropearan.

Al final, el contratista habló demasiado acerca de aquel asunto y, poco después del final de la obra, alguien irrumpió en la casa, creyendo que lo que fuese que necesitara tanta protección debía de ser muy valioso. No encontró ningún libro, desde luego. La noche del allanamiento, tanto el intruso como el contratista fueron asesinados. La policía, claro está, no investigó el asunto.

Pero esta noche, cuando Benison se hubo despertado para escuchar movimiento en las habitaciones inferiores, se preguntó si habría destruido al suficiente número de personas conocedoras de aquel sitio. Vista la hora, el intruso bien pudiera ser otro Vástago. A pesar de llevar varios días en activo, Benison seguía encontrándose con que el tiempo que pasaba despierto todas las noches se había reducido considerablemente respecto al pasado. Era un hombre de constitución robusta, y aquellos días interminables comenzaban a irritarlo, sobre todo porque se encontraba inmerso en sus planes de venganza y expulsión del nuevo gobierno local.

Aún había otra razón que desasosegaba al antiguo príncipe: el manto de Hannah ya no estaba sobre su cama. Desde que se hiciera con él, el Malkavian lo había llevado consigo. Incluso por el día lo enrollaba para utilizarlo como almohada. Ya se había acostumbrado a él y su pérdida lo enervaba, sobre todo porque lo habían sacado de debajo de su cabeza mientras descansaba en el santuario de su último refugio. Como perversión añadida, sentía que no debía temer peligro alguno, dado que el manto había desaparecido, pero él seguía con vida.

Había soñado con la extraña Hannah mientras dormía con la cabeza apoyada en aquel manto, y así había llegado a hacerse una idea del motivo por el que Anatole podría quererlo. Poseía cierto poder, aunque Benison no sabía cómo utilizarlo. Quizá tras las suficientes noches y los suficientes sueños pudiera dilucidarlo, pero Anatole debía de saberlo ya, o al menos sabía cómo averiguarlo. En cualquier caso, razonaba Benison, su compañero de clan era el propietario indicado para aquel objeto, aunque fuese él quien lo hubiese recuperado.

Benison se dio cuenta de que debía de ser Anatole el que estaba abajo. ¿Quién más podría entrar en su cuarto y llevarse sólo el manto? Cierto, era lo único de valor; pero nadie lo diría a juzgar por su aspecto, a menos que hubiese otros además de Anatole que comprendieran sus misterios.

Aquella posibilidad le preocupó por un instante, pero luego se aferró a su hipótesis original. Así que, relativamente tranquilo y despreocupado, Benison se incorporó, se vistió y salió de la oscura habitación. También el pasillo se encontraba sumido en las tinieblas, pero la vista de Benison hendía la negrura. La estrechez del corredor se debía a la enorme estancia que ocupaba ahora el centro de la planta. Se veía tachonado de ventanas por todas partes, salvo a dos metros de distancia de la entrada a la supuesta biblioteca. El pasillo carecía de decoración, hecho que se podía atribuir tanto a la falta de espacio como a la de interés.

Llegó a lo alto de la escalinata que descendía directamente al recibidor de la vivienda. Escuchó e intentó relacionar lo que oía con la planta baja. Desde la puerta principal, el recibidor se convertía en un pasillo que se adentraba en la casa y se abría a un salón o estudio a la derecha. Se había desconectado la chimenea de gas que adornaba aquella sala, aunque la rejilla y los falsos troncos de madera seguían en su sitio.

El pasillo que salía del recibidor era corto, con una puerta que daba a un baño, y se abría a un pequeño comedor que a su vez comunicaba con una discreta cocina a la derecha. Unos cuantos armarios componían la extensión de la planta baja, del mismo modo que la "biblioteca" ocupaba casi toda la primera. No era el agujero mejor equipado para ocultarse pero, hasta la fecha, y tras un par de meses de letargo, había cumplido bastante bien con su cometido.

Escuchó sólo una voz, la de un hombre que parecía enfrascado en una conversación, aunque Benison no pudo escuchar que nadie respondiera. Quizá se debiera a la atrofia de sus sentidos, o puede que aquello no hiciera sino confirmar que su "invitado" era el Profeta de la Gehena. El hombre, quienquiera que fuese, parecía encontrarse en el salón.

Benison bajó las escaleras sin apresurarse y sin pretender acallar el ruido de sus pisadas. Cuando hubo llegado al último escalón y se disponía a pisar el suelo del recibidor, la conversación (que el Malkavian podía determinar ya a ciencia cierta que procedía del salón) se detuvo de improviso, al parecer en mitad de una frase. Así y todo, viendo que el salón se encontraba vacío, Benison siguió adelante. Apoyó la mano al final de la barandilla y giró ciento ochenta grados para escrutar el pasillo.

Vio a Anatole sentado frente a la mesa de cristal barato del comedor, bajo una bombilla no menos barata. Aquella yuxtaposición, uno de los Vástagos de más renombre del mundo sentado en medio de tan mundanos arreos, le puso a Benison los nervios de punta.

Por su parte, Anatole miraba al antiguo príncipe con franqueza, aunque sin la chispa en los ojos que convencía de que estaba loco a todos los que le veían. O puede que aquel fuego sobrenatural no se le hiciera aparente debido a que el propio Benison estaba trastornado también, o a que al menos él comprendía en parte la locura en la que se encontraba inmerso Anatole.

El antiguo Malkavian sentado a la mesa se había cambiado de ropa. Se había cubierto con prendas de viaje o de aventura de las que se estilan entre los alpinistas o los aficionados a las bicicletas de montaña: ligeras, de color tierra, compuestas de materiales resistentes al daño que repelían tanto el agua como el viento. Los pantalones le quedaban holgados, así como la camisa. Al contrario de lo que había oído Benison acerca de su compañero de clan, el profeta se veía limpio y aseado.

Detectó el atisbo de calor y vapor que procedían del cuarto de baño del piso inferior y supuso que Anatole había empleado la ducha mientras esperaba.

Sobre la silla a la izquierda de Anatole, la que le daba el respaldo a Benison, el otrora príncipe pudo ver el manto de Hannah. Seguía enrollado y parecía intacto. Dada la serenidad que desprendía Anatole, la precaria decoración y el manto ensangrentado, la estampa parecía la de un asesino absorto en la contemplación de sus fechorías.

Anatole exhibía una expresión radiante, y el motivo se hizo evidente enseguida.

—Gracias, príncipe, por el favor que me habéis hecho. Dispongo de poco tiempo y me habéis ahorrado muchas molestias.

—Ha sido un placer ayudaros, profeta pero, si vuestro tiempo es oro, ¿por qué os habéis quedado aquí? Aprecio vuestros elogios, pero no os hubiese echado nada en cara si al despertar no os hubiera encontrado ni al manto ni a vos. Supe que habían sido vuestras manos las que lo habían cogido.

Anatole abrió los ojos de par en par de improviso. Era como si mirasen más allá de Benison, a través de él, y el antiguo príncipe supo por qué aquel Vástago asustaba a tantos y por qué su propio clan era tan incomprendido. Anatole era el emblema supremo de su linaje, y su porte y sus visiones sin duda quedaban fuera del alcance de casi todos los demás. Salvo, quizá, de los Antediluvianos, o del propio Caín, si es que se podía creer en las leyendas más extremas.

—Porque siento que vuestra Muerte Definitiva se aproxima, príncipe —dijo Anatole, con voz monótona—, y quiero advertiros de que no debéis proceder como hasta ahora.

Benison aceptó aquella noticia sin miedo ni temor. Aunque también sin alivio. Sí, su sueño era más profundo, largo y seductor que antes, y sí, había necesitado la llamada de auxilio de Anatole para encontrar la motivación de seguir viviendo, aunque en su corazón habitaba una misión aún más importante. No le tenía miedo a lo inevitable, e incluso para un Vástago la muerte, la Muerte Definitiva, seguía siendo inevitable. Existían quienes escapaban a ella durante más tiempo del que lograban recordar, y quienes podrían persistir durante eras y eras por venir si el mundo no se acababa en la conflagración que Anatole pretendía descubrir y descifrar. También muchos de ellos morirían.

Pero él no quería morir.

—Ya veo —fue lo único que dijo Benison.

Ambos Malkavian se miraron en silencio por un momento, roto por Benison.

—Pretendo vengar la muerte de mi esposa, y vuestro aviso no me apartará de mi camino. Aunque, gracias a él, me enfrentaré a esta tarea sabiendo que mi fin anda cerca. Esto lo convierte en un asunto aún más solemne e importante para mí. Si he de morir, no me dejaré amedrentar por las imposibles probabilidades ni por el peligro de mi misión.

Anatole sacudió la cabeza, antes de ponerse en pie y recoger el manto ensangrentado.

—¿En verdad es éste el Manto de Ness...? —comenzó Benison, pero antes de que pudiera completar la pregunta, su aguda visión periférica captó un movimiento. Alguien permanecía agazapado en un rincón, listo para seguir o emboscar a Anatole. En un instante, los ojos de Benison centellaron en dirección a Anatole y, en aquel preciso momento, la imagen del atolondrado y divagador viajero pareció desmenuzarse; Benison supo que Anatole sabía lo que estaba a punto de hacer y decir. Aun así, la boca de Benison formaba ya la voz de alarma y la habría exhalado, de no ser porque en aquel fragmento imposible de tiempo congelado, el Profeta de la Gehena se abalanzó sobre el otro Malkavian.

Brotaron garras de la mano de Anatole y, con la precisión infalible de un soldado bien entrenado, le cortó el cuello a Benison casi por la mitad. La sangre que brotó del cuerpo que se desplomaba fue a parar a la boca de Anatole, que cayó junto a Benison.

Un golpe tan mortífero no hubiera sido posible sin la complicidad del antiguo príncipe. El Malkavian moribundo había presenciado algo en Anatole durante aquella fracción de segundo que jamás hubiese creído posible ver en alguien curtido tras siglos de fracasos y resentimientos: temor. Algo en la revelación que Benison no hubiese podido evitar compartir habría infligido daño material a Anatole, por lo que había elegido morir con humildad antes de poner en peligro el futuro de su compañero de clan. Puede que el futuro de todos.

Aun así, su cuerpo se estremeció con furia. La robusta constitución y las poderosas extremidades amenazaban con apartar de encima a Anatole y reclamar una vida dedicada a la venganza de su esposa. Benison contemplaba indiferente su cuerpo espasmódico mientras Anatole le devoraba el corazón y el alma; el antiguo príncipe se preguntó si aún podría conseguir su venganza por medio de Anatole. Puede que estuviese manteniendo en marcha algo que aún descargaría sobre el Sabbat un golpe imposible de olvidar.

Mientras sus pensamientos se disolvían lentamente entre las fibras que componían el ser de Anatole, Benison atisbó un indicio de algo inmenso y aterrador.

Con el último impulso neuronal de un cuerpo desprovisto de sangre, o quizá con el último espectro de consciencia de un espíritu consumido por Anatole, Benison se dio cuenta de que su venganza estaba servida.