Capítulo 32

Lunes, 30 de agosto de 1999, 9:42 PM

Muelle de carga

Atlanta, Georgia

Los recuerdos que conservaba Victoria de la noche de su fuga estaban envueltos en brumas. Tanto era así que, a medida que se alejaba del coche en dirección al cementerio ferroviario, se dio cuenta de que no conseguía reconocer el vagón que había servido de escenario para los horripilantes y traumáticos experimentos a los que la habían sometido.

Los propios vagones quedaban envueltos por una pátina neblinosa, rodeados de un vaho suspendido a baja altura que procedía de una masa de agua descubierta por Victoria en las proximidades. Algunos se veían avejentados y destartalados, aunque su conjunto se erguía recortado contra la noche, ocultando a los ojos los horrores ignominiosos que albergaban. Si pudiera recordar los detalles de lo acontecido aquella noche y decidir cual exhibía las señales psíquicas de su propio dolor, de su rabia y su miedo... Las ruedas de todos los vagones se adherían oxidadas a las deformes y, en algunos casos, mutiladas vías, por lo que dudaba que "el suyo" se hubiese movido de la posición que había ocupado aquella noche.

Proyectó la agudeza de sus ojos, oídos y olfato hacia la oscuridad en un intento por dilucidar si había alguien más en las inmediaciones. Detectó el hedor de heces animales y el movimiento de una rata furtiva, pero nada más. Por si acaso, apuntó su ametralladora hacia la rata. Nunca se sabía qué tipo de Vástago o cualquier otra bestia podía acechar bajo aquel aspecto.

La rata no demostró interés alguno por ella. Un Vástago en esa forma se habría apresurado a buscar refugio. Además, olía a rata. Victoria no detectó trazas de ningún otro olor que pudiera asociar con algo sospechoso, ningún perfume ni aroma a comida fresca. Un auténtico maestro de los poderes de Protean bien podría camuflar tales detalles, pero Victoria se dio por satisfecha, no sin razonables reservas.

Quería andarse con cuidado. No sentía ningún deseo de descubrir las atroces imágenes que sin duda poblaban el interior de muchos de los vagones, tan sólo deseaba enfrentarse a sus propios demonios.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que ése era su auténtico anhelo. Sí, quería asegurarse de que Elford estaba muerto, y esperaba encontrar su cuerpo envenenado y maltrecho donde lo había abandonado pero, aun cuando la búsqueda del cirujano Tzimisce la condujera a cualquier otra parte, o aunque alguien pudiera asegurarle en ese mismo momento que ya había dejado de existir, lo que Victoria necesitaba más que ninguna otra cosa era enfrentarse al recuerdo de aquella noche.

Pretendía sentirse intacta y, con la salvedad de la marca que Vykos había dejado impresa sobre ella, había recuperado la probidad física que la caracterizaba. Incluso podía relacionarse con su entorno de forma emocional e intelectual sin tener que someterse al papel sumiso e introvertido que se le suponía a las víctimas. Las maquinaciones de la Estirpe habían perdido importancia a sus ojos, mientras que el concepto de supervivencia había adquirido tintes perentorios, lo que la reafirmaba en sus sospechas de que la habían privado de una porción de su espíritu.

Metódica, elegía cada trozo de suelo antes de pisar en él, con los estiletes de sus botas pulverizando la grava a medida que se aproximaba al desvaído vagón de color azul. En su día había exhibido rótulos en el exterior, pero los negros caracteres, ahora rascados y desteñidos, apenas resultaban visibles. Aun así, había algo en su emplazamiento con respecto a los demás vagones... algo que se desprendía de él y que le aseguraba a Victoria que era lo que buscaba.

Se detuvo de nuevo para escuchar. Sus sentidos podían tornarse aguzados en extremo si así lo deseaba, mas continuó sin escuchar nada que se le antojara amenazador.

Despacio, la Toreador se aproximó a la puerta del vagón. Cerrada. No conseguía recordar si se había quedado así la última noche que la vio pero, aun cuando Elford estuviera muerto, no le parecía descabellado suponer que hubiesen encontrado su cadáver y que incluso se lo hubieran llevado. O quizás, con suerte, los Sabbat que se habían quedado en Atlanta podrían tener otros asuntos de los que ocuparse antes de continuar su avance con la horda bélica. El deleznable Tzimisce jamás iba acompañado cuando se ocupaba de Victoria. Rezaba por que no hubiese nadie que pudiera haber descubierto el cadáver.

Claro está que, en el supuesto de que Elford hubiese muerto y permaneciera desaparecido, Victoria se dio cuenta de que cualquier otro prisionero que retuviera en el interior de los vagones habría fallecido a su vez y, por extensión, sería ella la causa de esos siniestros.

Lo que la preocupaba bien poco.

No pensaba congratularse a regañadientes por procurarse su propia subsistencia.

Mientras se preparaba para ascender al primero de los peldaños metálicos suspendidos que remachaban el vagón, auscultó el interior por sus propios medios. La puerta se encontraba cerrada, pero el tiempo y el uso descuidado la habían estropeado de tal modo que era imposible que quedase asegurada del todo. Detectó un rastro muy sutil que procedía del interior, casi enmascarado por completo. Lo hubiera pasado por alto, de no tratarse de un hedor ligado a las dos noches más terribles de su existencia.

Un escalofrío de pavor se apoderó de su cuerpo. No sólo porque Elford se encontrase dentro del vagón, sino por tratarse de ese vagón en concreto y por acechar en completo silencio. La esperaba. Se había imaginado muchas posibilidades pero, en honor a la verdad, ésta no se contaba entre ellas. Que estuviese vivo, ya lo había sospechado, pero no que la estuviese esperando.

Lanzó una mirada nerviosa alrededor, segura de que habría más en las cercanías. Nada. Aun así, de súbito se sintió expuesta y vulnerable en medio de aquellos amenazadores vagones.

Apretó los dientes y se propuso conseguir que Elford se arrepintiera de la osadía que lo había impulsado a buscar un enfrentamiento a solas con ella. Si lo que perseguía Victoria era venganza y solaz de los demonios que la martirizaban, aquella sería una manera inmejorable de conseguirlo.

En cualquier caso, sabría sacar ventaja de cualquier baza que pudiese jugar.

En silencio, con movimientos veloces, Victoria echó mano de su mochila y extrajo un pequeño rollo de alambre. Con el metal asido con firmeza en la mano izquierda, metió la diestra de nuevo en el bolso y sacó un guante de palma acolchada. Una vez puesto, tiró del extremo del rollo para conseguir un hilo metálico. Maniobraba con absoluta cautela. Un roce involuntario de aquel alambre y podría amputarse la mano.

Tras recuperar unas pinzas especiales de la mochila, afianzó una a cada lado de la barandilla que flanqueaba la escalerilla. Introdujo un extremo del alambre en una de las pinzas antes de desenrollar la longitud exacta del mismo y utilizar unas tijeras especiales para cortarlo. Devolvió el ovillo metálico al bolso y aseguró en su sitio el extremo suelto.

El grosor del alambre no era más que una fracción del de un cabello humano. La menor presión contra el mismo conseguiría cercenar cualquier objeto. Harold había utilizado el cañón de vina pistola para demostrárselo. Ahora podía entrar y, si por casualidad se veía en la necesidad de huir, podría recurrir a aquel as en la manga.

Victoria Ash se apoyó en la barandilla y, sin preocuparse más de moverse con discreción, superó el alambre de un salto para aterrizar sobre el escalón. Un paso más arriba, asió la manilla de la puerta y la abrió.