Capítulo 38

Martes, 31 de agosto de 1999, 2:13

AM Avenida Piedmont

Atlanta, Georgia

La casa de Leopold no era nada del otro mundo. La pintura se veía descascarillada, la acera paralela a la calle y el sendero que la unía con los escalones bajos de la entrada presentaban numerosas grietas, y una de las ventanas estaba más que rajada, destrozada por completo.

Victoria rodeó el edificio y prestó aún más atención cuando descubrió las señales del allanamiento. Aquel no era un barrio particularmente hospitalario, por lo que no había forma de saber quién podría encontrarse dentro de una casa que había permanecido abandonada durante dos meses y medio.

No es que ningún matón o vagabundo que buscase cierto respiro de las asfixiantes noches de agosto fuera a suponer problema alguno, pero Victoria se sentía exhausta tras la última batalla, de mente, ya que no de cuerpo. Ya se había saciado algunos bloques antes de llegar allí, pero no sentía ningún deseo de enfrentarse a una pandilla de traficantes. En el peor de los casos, el tiroteo podría resultar mortal y, si bien a ese tipo de escoria humana se le ocurrirían cosas mejores que hacer con ella al principio, quizá fuesen de gatillo fácil.

El objetivo de la Toreador consistía en entrar en el refugio, acumular toda la información que le fuera posible y abandonar aquella maldita ciudad.

La casa tenía dos plantas. Tres, contando el sótano, medio enterrado bajo el suelo. Las ventanas dificultaban las miradas indiscretas, lo que resultaba apropiado para el refugio de un Vástago. Las ventanas del sótano habían sido pintadas de negro y aparecían reforzadas con barrotes. Las de la planta baja estaban lo bastante altas como para que Victoria no pudiera mirar a través de ellas con facilidad. Veía los techos de las habitaciones al mirar hacia arriba, pero nada de interés.

Su paseo alrededor de la casa sirvió para que descubriera que la puerta principal no estaba cerrada con llave, al contrario que la trasera, y que no había ventanas abiertas, a excepción de la que estaba rota y otra, equipada con un aparato de aire condicionado. Victoria supuso que podría forzar esta última, aunque no veía el motivo por el que debiera tomarse la molestia pudiendo entrar por la puerta principal.

Satisfecha por fin ante la falta de evidencias de grave peligro, regresó a la fachada delantera de la casa y subió al decrépito porche. A aquella distancia, vio que la desvaída pintura debía de haber sido en su día de color verde oscuro, quizá con adornos azules. No obstante, ahora sólo ofrecía distintos tonos de gris.

La puerta de entrada poseía una manilla de pestillo, con una pequeña palanca que Victoria hubo de apretar a fin de soltarla. Las ennegrecidas bisagras de bronce chirriaron a modo de débil protesta. Entró y una tabla muy desgastada por el uso crujió en el suelo del recibidor, con más fuerza aún que la puerta, ante la intrusión de la Toreador. Victoria tuvo cuidado de cerrar la puerta tras ella. Pensó en echar el pestillo, pero decidió que le resultaría más útil a ella como rápida vía de escape que como obstáculo para quien decidiera traspasarla.

La estancia estaba a oscuras, aunque aquello no suponía ningún obstáculo para ella. Sus ojos se iluminaron con un tenue halo rojizo alrededor de sus pupilas de ébano, y el interior inmediato apareció ante ella como si fuese de día. El recibidor se bifurcaba a la derecha hacia lo que parecía ser un salón, por cuya mano derecha discurría una escalera que comenzaba cerca de la puerta a otro cuarto. También pudo ver una puerta medio cerrada que parecía ocultar parcialmente un pasillo que conducía al centro de la vivienda.

Victoria escuchó con atención. Le pareció haber escuchado algo en el sótano, pero el antiguo suelo era tan grueso que no había manera de estar segura. Se fijó en el salón y le pareció amueblado con bastante adustez, con un viejo sofá, una mesa de madera cacarañada y un sillón de lectura que no hacía juego con nada más. Se acercó para examinar un pequeño montón de periódicos que se apilaba junto al sillón.

Se trataba de la gruesa edición dominical, cuajada de publicidad, del Atlanta Journal-Constitution, el periódico más importante de la ciudad. Victoria lo abrió por una hoja al azar y miró la fecha. Domingo, veinte de junio de mil novecientos noventa y nueve. El día anterior a la noche de su Fiesta de Solsticio. Se congratuló por su trabajo detectivesco, pero lo cierto es que no le había revelado nada substancioso.

Victoria dejó el periódico donde lo había encontrado y se disponía a regresar al recibidor, cuando se detuvo por un momento. Regresó al llamativo sillón y se sentó, presa de una súbita necesidad de relajarse y recuperar el resuello. Desde de que, horas antes, hubiese conseguido escapar bien librada, apenas se había dado un respiro. Había regresado a la ciudad por una ruta rebuscada, a fin de asegurarse de que no la seguía nadie antes de encaminarse a su destino.

De hecho, la impresión emocional de su supervivencia comenzaba a abrumarla. Allí tendida en el suelo del cementerio ferroviario, Victoria había acusado más el dolor y la confusión y no se había detenido a considerar lo afortunada que había sido. Le había dado las gracias al General por su auxilio y entonces, antes de que hubiera podido disfrutar siquiera de un segundo para comenzar a sentirse a salvo de nuevo, el Malkavian se había vuelto a hundir en la tierra.

Volvió a experimentar el ramalazo de miedo que había sentido cuando, al cabo de un momento, se dio cuenta de que en esa ocasión no pensaba emerger. Puede que el antiguo Vástago se hubiera vuelto a sumir en el letargo. En cierta ocasión, hacía mucho tiempo, había musitado algo acerca de su predisposición a ese estado. Victoria había dejado de preguntarse el porqué. Si tenía por costumbre lanzarse de cabeza a batallas como aquella, que en realidad no eran de su incumbencia, era mucho lo que arriesgaba y por lo que tenía que pagar con años de desaparición, recuperándose de las horribles heridas recibidas.

Se había apresurado a saltar de nuevo al volante de su BMW y, pese a los neumáticos reventados, condujo durante varios kilómetros. Al llegar a un diminuto taller de chapa y reparaciones, sedujo a la diligente pareja de mortales que vivían al otro lado del garaje. Sin preguntar la naturaleza del daño, el hombre reemplazó los neumáticos mientras, en el interior, Victoria se llevaba a la mujer a la cama. La patética criatura cayó en sus redes con los ojos cerrados. Supuso que el breve instante de placer que le proporcionó a la mujer ya era más de lo que su esposo habría hecho jamás por ella. Claro que tampoco resultaba probable que el esposo le hubiese arrebatado nunca un cuarto de su sangre después de yacer juntos. El mundo era un puto intercambio de mutuas compensaciones.

El hombre olía a grasa y a suciedad cuando regresó, aunque a Victoria le dio igual. Se apresuró a despojarlo también de una buena cantidad de sangre, tras lo que lo abandonó inerte sobre el lecho, junto a su esposa.

Para rematar la faena, así como para refrescarse, Victoria le hizo lo mismo a los dos infantes dormidos.

Aquello había sido una acción descuidada y estúpida, pero ahora Atlanta era una ciudad del Sabbat (de momento), así que a la Toreador le importó bien poco. Se alejó de allí en su BMW, considerando por un instante si debería permanecer en la sombra durante un par de noches, o si debería aprovechar para, como rezaba el dicho, a hierro candente batir de repente. Cuando vio que el primer semáforo con el que se había encontrado, mientras conducía sin bajar de los ciento sesenta k.p.h., estaba en verde, tomó una decisión. Cruzó la intersección como una exhalación y siguió camino hacia el interior de Atlanta, donde comenzó un lento recorrido por la ciudad hasta que le pareció seguro ir hasta el único refugio de Leopold que conocía.

Victoria, sumida en sus recuerdos, se reclinó en el sillón durante otro instante, antes de incorporarse y dirigirse al recibidor.

Miró hacia arriba y vio que las escaleras llegaban hasta un rellano que se alzaba sobre la puerta restante de la planta baja. Un pasadizo que debía de ser un calco del que la Toreador tenía enfrente nacía en aquel rellano, al final del cual se veía también una única puerta, cerrada, a la izquierda de Victoria. Decidió mirar arriba tras agotar las posibilidades del sótano y de la planta baja. No le parecía probable que el bunker principal de Leopold se encontrase en una posición tan comprometida dentro de la casa.

Avanzó hacia la puerta entreabierta al otro lado de la entrada del recibidor. Sus ojos iluminados de rojo centellaron y arrugó la nariz. Detectó el olor de la sangre y, en un gesto más animal del que su cimbreña figura hacía suponer, adelantó la nariz hacia el espacio abierto. Sangre, sin lugar a dudas, pensó. Con cautela, abrió la puerta.

Una ligera corriente de aire la permitió captar el olor con más fuerza. Victoria supo de inmediato que se trataba de sangre humana. El poso de alcohol era demasiado pesado como para haber sobrevivido a la transferencia al sistema de un Vástago, y resultaría de lo más extraño que ningún miembro de la Estirpe pudiera beber tan ingente cantidad de licor.

Se abrían tres puertas en el pasillo, de par en par las dos de la izquierda y sólo a medias la de la derecha. Procedente de ésta, Victoria escuchó el ronroneo del aire acondicionado que había visto desde el exterior. El mismo aparato era el responsable de la corriente de aire que ventilaba el pasillo.

El aroma de la sangre emanaba del cuarto de la derecha.

Al final del pasillo se levantaba un cuarto dintel, desprovisto de puerta alguna, por lo que a Victoria no le costó comprobar que aquella era la cocina.

Seguía sin detectar movimiento alguno aunque no la atemorizaba que el humano planease tenderle una emboscada. Siguió adelante. Echó un vistazo indiferente a la primera puerta de la izquierda al pasar junto a ella, antes de enfatizar su falta de interés por la misma, a fin de que el atacante en potencia pensase que podría cogerla desprevenida. Nada. Echó un vistazo por encima del hombro antes de continuar.

Victoria podía ver ya algo más de la cocina que se abría al final del pasillo. Le pareció grande y limpia en su mayor parte, aunque el hedor a comida podrida emanaba de ella en lánguidas oleadas.

Apoyó la espalda contra la pared más cercana a la puerta entreabierta de la derecha para, de una certera patada, abrirla del todo con el tacón. Se quedó donde estaba y esperó. Aún nada.

Muy despacio, giró para mirar dentro del cuarto. Aquello era una pocilga. Una enorme cama deshecha descansaba contra el centro de una de las paredes. Las prendas de vestir, tanto masculinas como femeninas, salpicaban el suelo. Vio un armario abierto rodeado por montones de ropa, y una cómoda cuyos cajones se habían apilado de cualquier manera contra la pared sobre la que gemía el aire acondicionado. En el cajón de arriba vio una pila de cartas. Resultaba evidente que la mayoría eran facturas y panfletos publicitarios, algunos de ellos abiertos.

Sobre la cama yacía un hombre despatarrado.

Iba vestido con una extraña combinación de prendas y, aunque su piel parecía inmaculada, desprendía un hedor soterrado, un olor corporal desaseado que no se podía camuflar. También vio una pequeña mancha de sangre en la sábana cerca del cuello del hombre. Victoria arrugó la nariz, repugnada, mientras se acercaba para inspeccionar. Seguía vivo, aunque resultaba aparente que se encontraba inconsciente. A juzgar por su palidez, podría permanecer en aquel estado durante bastante tiempo.

No presentaba herida alguna en el cuello cerca de la mancha de sangre, pero las lenguas de los Vástagos bien podían cerrar tales incisiones. Quizá se precipitara al suponer que aquel humano le había servido hacía poco de recipiente a alguien de la Estirpe, pero sabía que estaba en lo cierto.

Retrocedió hasta regresar al umbral. Examinó el cuarto desde allí, con más cuidado en esta ocasión. Los muchos años de dependencia de sus poderes de observación habían afinado sus sentidos. Sólo un par de detalles le llamaron la atención. Dos cánulas nasales y una ligera decoloración blanca encajada en un surco profundo de la oscura madera; cocaína que ni la nariz más ávida podría recuperar.

También resultaba notable la caja fuerte que descansaba en el suelo del armario. Victoria apartó algunos montones de ropa para poder mirar el dial más de cerca. Sus ojos rojos refulgieron, pero no consiguió atisbar nada que le ofreciera una pista sobre cuál pudiera ser la combinación.

Cogió una camisa más o menos limpia de uno de los montones y se envolvió la mano con ella para girar la rueda a tientas, escuchando con atención. Nada. Arrojó la prenda a reunirse con el resto y decidió que lo volvería a intentar más tarde.

Por último, Victoria investigó un par de facturas y descubrió que quizá Leopold estuviese más dotado para la supervivencia de lo que ella había pensado en un primer momento, siempre y cuando el papel que había desempeñado en Atlanta no hubiese sido una farsa desde el principio. Su apariencia humilde de mosquita muerta resultaba demasiado exagerada, si se ponía a pensar en ello con detenimiento.

En cualquier caso, ambos recibos, los correspondientes a la luz y al teléfono de julio, habían sido pagados por adelantado. No con una cantidad desorbitada (al parecer, debían de quedar algunos cientos de dólares de sobra) pero el adelanto bastaba para evitar que las compañías se acercaran a la casa por el momento. En tal caso, claro está, descubrirían que estaba abandonada y la santidad del refugio se vería comprometida.

Devolvió las facturas al montón y le dio la espalda al cuarto.

Cuando Victoria regresó al pasillo, se dio cuenta de otra cosa. Aquella habitación era mucho más fresca que el resto de la casa, incluso que el corredor. No era de extrañar, desde luego, dado que allí era donde estaba el aire acondicionado, pero la puerta, si bien no se encontraba abierta de par en par, sí que debería permitir que parte de aquel aire frío se repartiera por la casa. Dedujo que aquella puerta debía de haberse encontrado cerrada hasta hacía poco, lo que apuntaba a que el vampiro que hubiese bebido de aquel vagabundo podría seguir en el edificio.

Cuando abandonó el cuarto, volvió a pisar con cautela. Volvió sobre sus pasos hasta la entrada y, con cuidado, entró por la primera puerta de su izquierda. Un cuarto de baño. La cortina de la ducha se veía echada a un lado. Había un armario, pero sólo contenía estantes desabastecidos en su mayoría. La Toreador decidió enseguida que no se ocultaba nadie en aquel cuarto.

Aguzó el oído antes de regresar al pasillo, poniendo especial atención a los ruidos procedentes de abajo. No conseguía desembarazarse de la sensación de que había alguien en el sótano. ¿El Vástago que acababa de alimentarse, quizá? Se rió de sí misma, pues había llegado a temer que pudiera tratarse de Leopold en persona. Victoria seguía sin asimilar el hecho de que aquel aspirante a artista tuviera algo que ver con la matanza de un buen número de Gangrel pero, aunque debía de haber salido malherido, Leopold sí que podría haber escapado con vida de la emboscada del Sabbat en el Museo de Arte. O quizá también él hubiese caído en manos del Sabbat, como le había ocurrido a ella. Quizá incluso en las de Elford.

Victoria se estremeció al imaginarse lo que aquel torturador habría podido hacerle, los espeluznantes rituales mágicos y moldeadores de carne que el Tzimisce podría haber utilizado para convertir a aquel joven delicado en una máquina de matar. No dudaba de que si el Sabbat, si Elford, era capaz de crear un monstruo de tales características, resultarían imparables.

Aunque para descubrir esa posibilidad, por perniciosa que pudiera resultar para el futuro de la Camarilla, era para lo que Victoria había ido allí.

O quizá se tratase de un experimento fallido. Elford podría ser capaz de crear un asesino así de poderoso, pero controlar a la bestia sería otro cantar.

Puede que fuese eso lo que Elford había pretendido hacer con ella. Victoria volvió a estremecerse ante su desbocada imaginación.

Recorrió el pasillo con sigilo. Si había alguien dentro de la casa, cada cuarto vacío aumentaba las posibilidades de que fuese el próximo donde por fin lo encontrara. Se acercó a la segunda puerta de la izquierda, la abrió del todo y se apresuró a girar sobre sus talones para cruzar el umbral. La estancia se veía desnuda de muebles, aunque la presencia de una lámpara que colgaba a baja altura en el centro le sugirió a la Toreador que aquel debía de ser el comedor.

La temperatura del interior subía unos cuantos grados en aquella estancia debido a la ventana rota, la que había visto desde la calle, pero no había nada más que mereciera su atención. Se dirigió a la cocina.

Investigó a conciencia una pequeña despensa, pero no tardó en descubrir que también la cocina se encontraba vacía. Volvió a darse cuenta de que parecía imperar una razonable pulcritud, con la excepción de cierta materia vegetal que se descomponía en el fregadero. Victoria supuso que Leopold se había preocupado de mantenerla recogida, pero el indigente del dormitorio debía de ser el nuevo inquilino y no compartía el mismo gusto por la limpieza. Aquella hipótesis alivió a la Toreador, pues sugería la improbabilidad de que Leopold estuviese presente.

Hasta el momento, Victoria había evitado a conciencia la enorme y pesada puerta que suponía que debía conducir escaleras abajo, hasta el sótano. No la había perdido de vista en todo momento, claro está, pero la había reservado para el final.

A pesar de las apariencias, o más bien contra todo pronóstico, la puerta no estaba cerrada con llave. Al más ligero empujón, el equilibrio de la puerta se rompió y comenzó a girar sobre sus goznes, muy despacio. Victoria retrocedió algunos pasos e hizo acopio de valor.

La puerta perdió impulso, agónica, hasta detenerse al fin para revelar casi por completo los altos peldaños de madera que conducían al sótano. Despacio, con sumo cuidado, se acercó al umbral. Ya no le hacía falta respirar, claro está, pero, en ocasiones como aquella, la Toreador se descubría conteniendo el aliento.

Cautelosa, pisó el primer escalón. Intentó apoyar el peso de su cuerpo poco a poco sobre ese pie, pero el peldaño crujió a pesar de sus precauciones. Profirió una maldición entre dientes y se apresuró a regresar a la cocina, preparada de nuevo para cualquier ataque, no sólo procedente de la escalera sino también del pasillo de la planta baja. Sabía que había algo o alguien cerca.

Cuando volvió a acercarse a la puerta, dio un salto al oír que la llamaban.

—Ven, Reina de las Manzanas —decía la voz—. Te estamos esperando.

Procedía de la escalera que daba al sótano.

¿Reina de las Manzanas?

Varios artistas habían llegado a comparar a Victoria con multitud de frutas apetitosas, pero nunca con una manzana.

—¿Quién me llama? —gritó, envalentonada.

Se escuchó una risita ahogada.

—Soy yo, Anatole, Profeta de la Gehena. Tengo que hablarte acerca de tu... acerca de nuestro futuro.

Leopold, azote de los Gangrel. ¿Y ahora el Malkavian Anatole?

Victoria lamentó que aquel semáforo no se hubiese puesto en rojo. Al menos habría evitado a Anatole. Tenía que creer en ello, o todos sus juegos serían en balde.