Capítulo 27

Domingo, 29 de agosto de 1999, 8:54 PM

Una mansión en Buckhead

Atlanta, Georgia

El que la vida se componía de un cúmulo de ciclos era una teoría con la que Victoria hubiese comulgado de inmediato, sentada en su espacioso salón. Por desgracia, también se veía obligada a admitir que los ciclos en los que se veía sumida de un tiempo a esta parte más se merecerían el apelativo de ciclón. Estaba atrapada y giraba sin objetivo, sin sentido y sin propósito.

Al menos, en lo que a sus propias ambiciones concernía. El resto de la Camarilla que había abandonado hacía dos noches en Baltimore estaba cayendo por culpa de su falta de rumbo.

Se llevó un esbelto dedo a la mandíbula, sin dejar de observarse en el espejo, con intensidad. Por fin había logrado soportar el gesto de verse reflejada de nuevo, aunque evitó a conciencia el seguir el lento aunque inexorable avance del dedo hasta aquel punto en su rostro. Prefirió estudiar con asombrosa vehemencia el reflejo de sus propios ojos. Quizás confiara en encontrar una visión allí reflejada, pero lo único que veía era el mismo semblante cuasi perfecto que había llegado a hastiarla y que había impulsado a tantos a pecar de indecentes pensamientos. Y acciones, en aquellas ocasiones en que ella lo permitía, lo que llegaba a hacer de vez en cuando, aunque nunca se cumpliera el tipo de consumación soñada.

La yema del dedo llegó a su destino y Victoria sintió los surcos, apenas perceptibles aunque faltos de gracia, de la marca que se había negado a desaparecer. Ni toda la sangre de Baltimore había conseguido sobreponerse a ella.

Una serpiente que se mordía la cola. La historia de sus últimos meses. El símbolo del Sabbat que, en esencia, la había violado hacía dos meses en esa misma ciudad.

Por un momento, había estado a punto de convertirse en príncipe de aquella ciudad; ahora era su prisionera. No de forma física, puesto que un Vástago taimado podría encontrar entradas y salidas de casi cualquier lugar en la tierra, por muchos que fueran los impedimentos. El Sabbat que controlaba ahora esta ciudad otrora regida por la Camarilla no había contado con alguien de la astucia y los contactos de Victoria Ash, aunque el hecho de entrar en la ciudad en sí había resultado más sencillo de lo esperado. La antigua primogénita había conducido su coche alquilado por la 1—85. Fue de lo más sencillo, aunque resultara irrisoria la imposibilidad de tal gesta para muchos Vástagos de su edad, que no habían encontrado tiempo de aprender a controlar aquellos carruajes impulsados por gasolina y que, aunque ya no constituían ninguna novedad, habían impuesto la forma del paisaje y el ritmo al resto del mundo; privilegio que ahora ostentaban los ordenadores y el mundo de las comunicaciones, asignaturas a las que Victoria ya había comenzado a prestar atención.

No, Atlanta embelesaba a Victoria, por eso se alegraba de haber regresado. No sólo por la venganza que esperaba reclamar, sino porque, si aquel era el punto de partida, quería comenzar de nuevo.

Se había ganado aquella oportunidad de renovación por medios más ilícitos que justos, aunque Victoria tampoco podía culpar a Jan Pieterzoon ni al príncipe Garlotte por las maniobras que habían terminado por proponerla para este viaje. Después de todo, el continuado fracaso de sus propios planes la había colocado en una situación desventajosa, así como la perpetua frustración de sus esfuerzos por purgar su cuerpo del vil toque del Tzimisce Elford había dejado su mente exhausta.

De hecho, apenas había conseguido superar un sencillo examen para decidir si debía regresar a Atlanta, o no. Un vistazo a un reloj de pared cuyo minutero apuntaba a un número impar había sido el catalizador de aquel viaje. Para casi cualquier decisión de importancia desde poco después de su Abrazo, Victoria confiaba en algún ejercicio de azar. Esa aleatoriedad podría explicar en parte el caos en el que llevaba sumida desde hacia algún tiempo, aunque la hubiera servido con absoluta infalibilidad durante tres siglos. Eso es lo que asumía, al menos. El propósito de aquella estratagema, en apariencia frívola y puede que desesperada (ambas, lo más probable) era el de mantenerla en libertad y asegurarse de que no se había convertido en la marioneta de otro inmortal más poderoso que ella. Pero, ¿qué clase de libertad ofrecía aquella sumisión al azar?

Así que, puede que sacrificara el libre albedrío pero, a excepción del abrazo de los amantes que había salvaguardado a Victoria en los días anteriores a su pertenencia a la Estirpe, aquella era la única protección que había conseguido encontrar. Al menos, la única duradera. Menos importante y mucho menos efectivo era el refugio temporal que había encontrado en ocasiones como la presente en lugares como aquella mansión.

Propiedad de Harold Feinstein, un adinerado mecenas artístico de Atlanta que había conseguido amasar una fortuna en el boyante mercado inmobiliario de aquella ciudad sin alma, la enorme estructura había servido de hogar a un puñado de veladas organizadas por Victoria durante sus pinitos en la urbe. El hecho de que fuese Harold el que las costease, y no sólo con dinero, le importaba bien poco, como poco le importaba a Victoria el hecho de que hubiese permitido que la desnudaran por primera vez desde su fallido intento por seducir al Ventrue Pieterzoon. Se lo tomaba como la prueba irrefutable de que el regreso a la ciudad era lo mejor para ella.

Qué lejanas le parecían a Victoria las frivolidades acontecidas en aquella mansión. Se examinó más de cerca en el espejo. Ni siquiera fingió estudiarse a sí misma como solía hacer apenas meses atrás. La belleza siempre había sido su arma, tanto en sus años de pertenencia al ganado como a lo largo de los varios siglos dentro de la Estirpe, pero los rasgos clásicos reflejados que adornaban tantas célebres, o al menos admiradas, obras de arte, gracias a sus contactos con incontables pintores y escultores mortales habían dejado de producirle aquel sentimiento de caprichoso deleite. Aquella sensación la había acompañado desde sus tiempos de mortal recién dotada de senos con los que incitar a mozos de trasparentes intenciones.

Su reciente agonía había calcinado aquel alborozo. Sus espléndidos ojos verdes, su esbelto cuello, su sedosa piel, su lustroso cabello, todos ellos antiguos juguetes convertidos en meras herramientas con las que conseguir sus objetivos.

En estos momentos, la venganza serviría a sus propósitos incluso más que la solución del rompecabezas que constituía un joven Toreador convertido en destructor de Gangrel, aunque no sabía cómo expresarlo con exactitud. La población del Sabbat dentro de la ciudad debía de haberse reducido, teniendo en cuenta que eran aquellas fuerzas las que ahora redoblaban los ataques hacia el norte por toda la costa. El lacayo de Borges, Sebastian, era ahora obispo de Atlanta, y era de esperar que se encontrara en algún rincón de su nuevo dominio. Suponía que su perseguidor, Elford, también seguía en la ciudad. No era un guerrero, sólo un torturador. Aunque Victoria se había recuperado del castigo físico al que la había sometido el Tzimisce, las cicatrices psíquicas persistían.

El recuerdo de lo que le había hecho Vykos cuando la capturaron también persistía. La serpiente que adornaba su mentón le servía de recordatorio de aquel breve lapso de tiempo, aunque Victoria había conseguido desembarazarse de las pesadillas pobladas por la criatura. De este modo, Vykos quedaba exenta del odio de Victoria, mientras que las noches restantes de Elford sobre esta tierra habían comenzado una cuenta atrás cuando Victoria consiguió escapar de sus garras, gracias a la afortunada intervención de un par de agentes de la Estirpe al servicio del Setita, Hesha.

Luego estaba el supuesto propósito principal de su viaje "a casa"... Leopold.

Sólo habían transcurrido dos días desde la revelación de que pudiera ser Leopold el responsable de la diezma de los Gangrel de Xaviar en el estado de Nueva York. A todas luces, la mera sugerencia parecía absurda. El joven Toreador era un cachorro falto de voluntad, al que Victoria había visto por última vez mientras un tentáculo de oscuridad solidificado gracias a la magia de los Lasombra golpeaba con insistencia contra el suelo. También creía recordar que lo había visto salir despedido a través de una ventana por lo que, si bien la posibilidad de que hubiese sobrevivido a la emboscada del Sabbat en el Museo de Arte parecía remota, no podía descartarse del todo. Los poderes que parecía esgrimir en estos momentos, si es que había logrado sobrevivir, constituían todo un misterio por sí solos.

Por otro lado, a Victoria le parecía bastante apropiada la implicación de Leopold. Se encontraba demasiado vinculado a toda aquella situación que ya duraba meses, al menos en lo tocante a Victoria, como para desdeñar su potencial reaparición o considerarla siquiera mera coincidencia. Tampoco podía disipar Victoria todas las dudas referentes al caso, puesto que éste poseía el aura de los complots y las manipulaciones bien enterradas que ella tanto temía.

No era sólo que Leopold le hubiera salvado la vida durante el asalto del Sabbat al Museo de Arte, sino que también era aquel cuya entrada por las colosales puertas del cielo y el infierno que había colocado Victoria ante el umbral de su fiesta había determinado el hecho de que intentara actuar o no para coronarse princesa de Atlanta. Este último hecho no se le había ocurrido hasta la mitad de su poco menos que lujoso viaje hacia el sur la noche anterior. Qué irónico que hubiese sido él el que determinara que ella habría de aspirar al principado para después, cabía la posibilidad, convertirse en la raíz de su fracaso.

En cualquier circunstancia, Victoria sentía curiosidad por las pistas referentes a Leopold (sobre su pasado, su presente, sus planes) que pudiera encontrar en su antigua ciudad. Sólo conocía uno de sus refugios. Era probable que poseyera al menos otro, ya que todos los Vástagos con dos dedos de frente disponían de una guarida de emergencia; aunque, si de veras se trataba de un joven Toreador y no de un poder lo bastante temible como para eliminar a todo un ejército de Gangrel, puede que uno fuese todo lo que tuviera.

Victoria esbozó una sonrisa irónica. El muy cretino la había tratado con genuino entusiasmo. Quizás lo encontrara allí, pudiera someterlo a su voluntad y utilizarlo para recuperar la ciudad. Lo cierto, no obstante, era que Victoria esperaba y deseaba encontrar rastros de Leopold, no al Vástago de cuerpo presente.

Su misión en Atlanta, por tanto, era doble: venganza y hallazgo. Victoria no sabía por dónde debía empezar. Pensó en ello por unos instantes más y decidió que la única vía segura de proceder pasaba por el camino de siempre: ejercicio de azar. Espolvoreó una capa de cosmético sobre la enroscada cicatriz serpentina y se echó un último vistazo en el espejo. Sin su acostumbrada elegancia ni satisfacción, encontró el reflejo imponente, pese a haber embutido sus curvas por primera vez en años en unos pantalones vaqueros de color azul y una sencilla camiseta de manga corta.

Apoyó los pies en el suelo con gesto lánguido y dedicó una sonrisa al espejo, no por placer, sino en reconocimiento de lo bajo que había caído.

¿Debería buscar venganza, o no? ¿Cuál sería el mejor camino? El examen lo decidiría por ella, aunque no le ofreciera la mejor respuesta. De lo que estaba segura era de que no existía nada más aleatorio que la potencia sexual del viejo Harold.