EPÍLOGO

Kinderman estaba esperando en el bordillo, directamente delante del cine «Biograph». Esperaba al sargento Atkins. Con las manos en los bolsillos de su abrigo, estaba sudando, echando ojeadas ansiosas arriba y abajo de la calle M. Ya era casi el mediodía y la fecha era 12 de junio, domingo.

El 21 de marzo se había llegado a la conclusión de que las huellas dactilares recogidas en tres de los escenarios del crimen, correspondían a las de tres pacientes del pabellón abierto. Los tres estaban actualmente en el pabellón de perturbados, esperando los resultados de una intensa observación.

Muy temprano en la mañana del 25 de marzo, Kinderman había ido a casa de Amfortas junto con el doctor Edward Coffey, amigo de Amfortas y neurólogo del Hospital del Distrito; había encargado un examen de Amfortas que reveló la lesión fatal. Por instancia de Coffey, se forzó la cerradura de la puerta principal de la casa y se encontró a Amfortas muerto en su sala de estar. Más tarde fue considerado como una muerte accidental, ya que Amfortas había muerto de un hematoma subdural resultante de un golpe en su cabeza al caerse, aunque Coffey le dijo a Kinderman que, de todos modos, Amfortas hubiera fallecido al cabo de dos semanas a causa de la lesión deliberadamente no tratada. Cuando Kinderman le preguntó por qué Amfortas quería dejarse morir, la única respuesta del doctor Coffey fue:

—Creo que tenía algo que ver con amor.

En un armario en el dormitorio de Amfortas, fue hallado un anorak de lana negra con capucha.

El día 3 de abril, el único otro sospechoso de Kinderman, Freeman Temple, sufrió un ataque cerebral que le dejó incapacitado. Ahora era un paciente más en el pabellón abierto.

Durante las tres semanas siguientes a la muerte de Keating, habían continuado las precauciones y la seguridad policial en el «Hospital General» de Georgetown; después disminuyeron gradualmente. No se produjeron otros crímenes en el distrito de Columbia con el modus operandi del «Géminis», y el 11 de junio, los crímenes al parecer relacionados con los asesinatos del «Géminis» se colocaron en un expediente cerrado de Homicidios, aunque se clasificó como abierta y todavía sin resolver.

—Estoy soñando —dijo Kinderman—. ¿Qué hacer?

Miraba pasmado a Atkins, de pie delante de él, con un traje a rayas y corbata.

—¿Es alguna broma?

Atkins parecía inescrutable.

—Bueno, ahora estoy casado —explicó.

Había regresado el día anterior de su luna de miel.

Kinderman continuó con su aspecto de pasmo.

—No puedo soportarlo, Atkins —dijo—. Es extraño. Es antinatural. Ten misericordia. Quítate la corbata.

—Podrían verme —repuso Atkins, sin expresión, los ojos fijos, mirando sin parpadear a los de Kinderman.

Kinderman hizo una mueca de incredulidad.

—¿Que a ti podrían verte? —dijo como un eco—. ¿Quién?

—Gente.

Kinderman le contempló un momento en silencio y después le dijo:

—Me doy por vencido. Soy tu prisionero, Atkins. Di a mi familia que estoy bien y que me tratan de forma decente. Les escribiré tan pronto como mis manos dejen de temblar. Supongo que tardaré unos dos meses. —Bajó aún más la mirada—. ¿Quién ha escogido la corbata? —preguntó con voz cavernosa. Tenía un motivo floral hawaiano.

—Yo mismo la he escogido —explicó Atkins.

—Así lo había pensado.

—Podría mencionar su sombrero —contraatacó Atkins.

—No lo hagas. —Kinderman se inclinó, acercándose a Atkins, con ojos escudriñadores—. Yo tenía un amigo en la escuela que se metió a monje de la Trapa —explicó—, monje durante once años. Todo lo que hizo durante ese tiempo fue fabricar queso y, de vez en cuando, recogía uvas, aunque su ocupación principal era la de rezar por la gente trajeada. Después abandonó el monasterio, y ¿sabes lo que se compró? ¿Lo primero que se compró? Un par de zapatos de doscientos dólares. Unos zapatos de chulo, con borlas por encima y en el empeine moneditas nuevas, relucientes y resplandecientes. ¿No te dan náuseas? Pues espera, aún no he terminado. Los zapatos eran de color púrpura, Atkins. Azulados. ¿He dejado claro mi argumento o, como de costumbre, estoy hablando a una pared?

—Se ha expresado usted con toda claridad —replicó Atkins, aunque su tono no parecía conceder nada.

—Es mejor quedarse en la Marina.

—Nos perderemos el comienzo de la película.

—Sí, nos podrían ver —dijo Kinderman lúgubremente. Entraron en el local y ocuparon sus asientos. La película era Gunga Din, a la que seguía otra, El tercer hombre. Al acabar Gunga Din, cuando Din permanece en la cumbre del templo dorado haciendo sonar las notas quebradas de su corneta en su llamada de advertencia, después que las balas de los tugis le han acertado, una mujer sentada en la fila de atrás comenzó a soltar la risita y Kinderman se volvió para mirarla furiosamente. La mirada maligna no causó ningún efecto y, cuando Kinderman se volvió hacia Atkins para decirle que tendrían que cambiarse a otros asientos, el detective vio que el sargento estaba llorando. Kinderman experimentó un cálido sentimiento. Permaneció en su asiento, contento con el mundo, y él mismo lloró cuando fue interpretada La canción de los adioses, en el trasfondo, durante el entierro de Din. —¡Qué película! —suspiró—. Vaya schmaltz. Me encanta. Cuando acabó el programa doble, se quedaron frente al teatro, de pie en la bulliciosa y sofocante calle.

—Ahora vayamos a tomar un nosh —dijo Kinderman ansioso. Ninguno de los dos tenía servicio aquel día—. Quiero que me hables acerca de tu luna de miel, Atkins, y sobre tu guardarropa. Estoy presintiendo la necesidad de preparación para el futuro. ¿Adonde podemos ir ahora? ¿A «The Tombs»? No, no, espera. Tengo una idea. —Estaba pensando en Dyer. Enlazó su brazo con el del sargento y le condujo lejos de allí—. Ven. Conozco un lugar del todo perfecto.

Pronto estuvieron sentados en la «White Tower», oliendo a grasa de hamburguesa y discutiendo las películas que acababan de ver. Eran los únicos parroquianos en aquel momento. El camarero del mostrador estaba atendiendo el grill y les daba la espalda. Era un hombre alto, de complexión robusta y su rostro tenía un aspecto rudo, modelado en la dureza. Su uniforme blanco y su gorro estaban salpicados de grasa.

—Sabes, Atkins, hablamos del mal que hay en este mundo y de dónde procede —dijo Kinderman—. ¿Pero, cómo explicaremos todo el bien? Si no somos más que moléculas, siempre deberíamos pensar en nosotros mismos. De modo que, ¿cómo tenemos siempre Gunga Dins, gentes que dan sus vidas por alguien más? Y después, incluso Harry Lime —siguió muy animado—. Harry Lime, que es lo opuesto, un hombre malo, incluso él marca un punto en esa escena de la noria. —Se estaba refiriendo a El tercer hombre—. Esa parte en que habla sobre los suizos y cómo durante todos esos siglos de paz el producto más importante que nos han dado son esos relojes de cuco. Eso es cierto, Atkins. Sí. Ahí ha acertado un punto. Podría ser que el mundo no pudiera progresar sin angst. A propósito, estoy trabajando en un homicidio con robo en la calle P. Sucedió la semana pasada. Debemos ocuparnos mañana del caso.

El camarero se volvió y le dirigió una mirada agria, silenciosa, y después volvió a dedicarse a las hamburguesas, comenzando a montar una docena igual en los fondos, pequeños y cuadrados, de los panecillos. Kinderman le contempló colocar un encurtido en cada pieza, con una expresión vaga de anhelo reflexivo en sus ojos.

—¿Podría poner una rebanada extra de encurtido en las hamburguesas, por favor?

—Demasiado encurtido las estropeará —gruñó el camarero.

Tenía una voz como un sargento instructor, baja y áspera. Estaba colocando las tapas de los panecillos en la carne.

—Si quiere usted cocina continental, váyase al «Beau Rivage». Allí tienen toda esa porquería jugosa.

Kinderman dejó caer los párpados.

—Le pagaré extra.

El camarero se volvió y depositó las seis hamburguesas en un plato de papel, frente a cada uno de ellos. Su rostro y sus ojos eran pétreos.

—¿Qué quieren para beber? —preguntó el hombre con indiferencia—. No me joda, compañero. Me duele la espalda. Ahora, ¿que queréis para beber?

Expresso —pidió Atkins.

El camarero pasó su mirada al sargento.

—¿Qué ha sido eso, profesor?

—Dos «Pepsis» —respondió Kinderman con rapidez, presionando el antebrazo de Atkins con la mano.

La respiración del camarero hizo volar un pelillo de su nariz. Irascible, se dio la vuelta en busca de las bebidas.

—Todos los sabihondos de la calle M vienen por aquí —murmuró.

Un nutrido grupo de estudiantes de Georgetown entraron y muy pronto aquel lugar alborotaba con sus risas y sus charlas. Kinderman pagó por las hamburguesas y las bebidas y dijo:

—Estoy cansado de estar sentado.

Se levantó y Atkins siguió su ejemplo. Se llevaron la comida a un mostrador, para comer de pie, situado en la pared más alejada. Kinderman mordió su panecillo y masticó.

—Harry Lime tenía razón —explicó—. De la barahúnda surge un poema… Esta hamburguesa.

Atkins asintió su conformidad y masticó satisfecho.

—Todo forma parte de mi teoría —dijo Kinderman.

—¿Teniente?

Atkins alzó un índice, hizo una pausa para masticar y tragarse después un bocado. Extrajo una servilleta de papel, se limpió los labios y después acercó su rostro al de Kinderman; el bullicio de la sala había crecido en excitación.

—¿Querría hacerme un favor, teniente?

—Estoy aquí para servirle en todo, Mister Chips. Estoy comiendo y, por lo tanto, me siento expansivo. Déme a conocer su petición. ¿Tiene la póliza correspondiente?

—¿Por favor, me explicará su teoría?

—Imposible, Atkins. Me arrestarías.

—¿No puede contármela?

—De ningún modo. —Kinderman mordió otro bocado de la hamburguesa, lo hizo bajar con un trago de «Pepsi» y después se volvió hacia el sargento—. Pero ya que insistes… ¿Insistes, verdad?

—Sí.

—Así lo he creído. En primer lugar, quítate la corbata.

Atkins sonrió. Deshizo el nudo y se la sacó.

—Bien —siguió Kinderman—. No puedo contar esto a un perfecto extraño. Es tan grande. Tan increíble. —Tenía los ojos relucientes—. ¿Estás familiarizado con Los hermanos Karamazov? —preguntó.

—No, no lo estoy —mintió Atkins.

Quería mantener el humor generoso del detective.

—Tres hermanos —siguió Kinderman—: Dmitri, Iván y Aliosha. Dmitri es el cuerpo del hombre, Iván representa su mente y Aliosha es su corazón. Al final, en el mismísimo final, Aliosha acompaña a algunos muchachitos a un cementerio, a la tumba de su compañero de clase Ilusha. Este Ilusha fue maltratado por ellos con anterioridad porque… Bueno, porque era extraño, de eso no cabe duda. Pero después, cuando murió, comprendieron por qué Ilusha se había comportado del modo que lo había hecho y lo valiente y lo cariñoso que era. De modo que ahora Aliosha, por cierto, Aliosha es un monje, hace un pequeño discurso a los muchachos junto a la tumba de Ilusha y, sobre todo, les dice que cuando ellos crezcan y se enfrenten con las maldades del mundo, siempre deberían retroceder y acordarse de ese día, recordar la bondad de su infancia, Atkins; esa bondad que es básica en todos ellos; esa bondad que no se ha deteriorado. Aunque sea sólo un recuerdo en sus corazones, les dice, puede salvar su fe en la bondad del mundo. ¿Cómo son las palabras?

La mirada del detective se alzó y las puntas de sus dedos tocaron sus labios que ya sonreían anticipadamente. Bajó la mirada hacia Atkins.

—¡Sí, lo tengo! «Quizás ese único recuerdo nos pueda evitar el mal y reflexionaremos y diremos: sí, yo fui valiente, y bueno y honesto entonces». Aliosha les dice algo que es vitalmente importante: «En primer lugar, y por encima de todo, sed bondadosos». Y los muchachos, todos le aman, todos gritan: «¡Hurra por Karamazov!». —Kinderman sentía un nudo en la garganta—. Siempre lloro cuando pienso en esto —manifestó—. Es tan hermoso, Atkins. Tan conmovedor.

Los estudiantes procedían a recoger sus bolsas de hamburguesas y Kinderman les estuvo contemplando mientras se alejaban.

—Esto es lo que Cristo debió significar —reflexionó en voz alta— acerca de la necesidad de ser como niños para que podamos entrar en el reino de los cielos. No sé. Pudiera ser.

Observó al camarero que colocaba más hamburguesas en el asador y se preparaba para otra posible invasión. Después se sentó en una silla y comenzó a leer un periódico. Kinderman retornó su atención a Atkins.

—No sé cómo explicarlo —dijo—. Quiero decir la parte demencial, increíble. Pero nada más tiene sentido, nada más puede explicar las cosas, Atkins. Nada. Estoy convencido de que es la verdad. Pero volvamos por un momento a Karamazov. Lo principal es Aliosha cuando dice: «Sed bondadosos». A menos que lo seamos, la evolución no funcionará; no llegaremos allí —acabó Kinderman.

—¿Llegar adónde? —preguntó Atkins.

Ahora había silencio en la «White Tower»; sólo se oía el chisporroteo del asador y el sonido de las hojas del periódico al ser pasadas. La mirada de Kinderman era firme y sosegada.

—Los físicos están ahora seguros —comenzó— de que todos los procesos de la Naturaleza formaron parte, en otra época, de una fuerza única, unificada. —Kinderman hizo una pausa y después habló más bajo—. Yo creo que esta fuerza era una persona que hace mucho tiempo se destrozó en fragmentos en su anhelo de dar formas a su propio ser. Eso fue la Caída —siguió— el Big Bang: el principio del tiempo y del universo material cuando uno se convirtió en muchos…, en legión. Y por eso Dios no puede interferir: la evolución es esta persona que crece para volver a sí misma.

El rostro del sargento era una red de extrañezas.

—¿Quién es esa persona? —le preguntó al detective.

—¿No lo adivinas? —Los ojos de Kinderman estaban vivos y sonrientes—. Te he dado hace mucho la mayor parte de las pistas.

Atkins sacudió la cabeza y esperó la respuesta.

—Nosotros somos el Ángel Caído —concluyó Kinderman—. Nosotros somos los Portadores de la Luz. Nosotros somos Lucifer.

Kinderman y Atkins se sostuvieron la mirada. Cuando sonó la campanilla ambos miraron hacia la puerta. Entró un vagabundo harapiento. Sus ropas estaban rotas y mugrientas. Caminó en silencio hasta el mostrador junto al camarero, y se quedó allí de pie con los ojos clavados en aquél, en una súplica humilde y silenciosa. El camarero le miró furioso por encima del periódico; se levantó, preparó algunas hamburguesas, las puso en una bolsa y se las entregó al vagabundo, que, de nuevo en silencio, salió del local arrastrando los pies.

—Hurra por Karamazov… —murmuró Kinderman.