3

Cuando ella le vio a través de la ventana, él había estado ausente sólo unos minutos, pero ella profirió una exclamación de gozo y comenzó a correr. Cruzó apresuradamente el umbral con los brazos tendidos hacia él, mostrando en su alegre y juvenil rostro un resplandor apasionado.

—¡Amor de mi vida! —Le gritó él con júbilo.

Y al cabo de un momento, tenía el sol en sus brazos.

—Buenos días, doctor. ¿Lo mismo de siempre?

Amfortas no lo oyó. Su mente estaba en su corazón.

—¿Lo mismo de siempre, doctor?

Volvió. Estaba de pie en una pequeña y estrecha tienda de comestibles y venta de bocadillos, al volver la esquina de la «Georgetown University». Miró a su alrededor. Los otros clientes se habían marchado. Charlie Price, el viejo tendero, que estaba detrás del mostrador, observaba su rostro con expresión bondadosa.

—Sí, Charlie, lo mismo —replicó Amfortas distraído.

Su voz era suave y sombría. Miró y vio a Lucy, la hija del tendero, que descansaba en una silla junto al escaparate delantero de la tienda. Se preguntó cómo le había llegado el turno tan rápidamente.

—Un chop suey para el doctor —murmuró Price.

El tendero se inclinó por encima de los compartimientos-escaparate en donde había guardado los buñuelos y panecillos dulces de la mañana, y sacó un gran panecillo relleno con canela, azúcar, pasas y nueces. Se levantó y envolvió el panecillo con un pedazo de papel de parafina, colocando el paquete en una bolsa que depositó sobre el mostrador.

—Y un café cargado.

El tendero se encaminó pesadamente hacia el «Sílex» y los vasos de plástico.

Habían ido en bicicleta alrededor de Bora Bora, y de pronto él se adelantó con rapidez dando la vuelta a una pronunciada curva donde sabía que ella no podía verle. Frenó, saltó y, rápidamente, recogió un puñado de amapolas de un rojo ardiente que crecían libremente junto a la carretera en grupos esplendorosos como el amor de los ángeles apiñados delante de Dios; y cuando ella giró por la curva, ya la esperaba, de pie en medio del camino, con las ardientes flores en alto para que ella las viera. Ella frenó sorprendida y miró las flores, asombrada; y entonces de sus ojos brotaron las lágrimas que le resbalaron por las mejillas.

—Te amo, Vincent.

—¿Ha estado trabajando otra vez en el laboratorio toda la noche, doctor?

Estaban plegando una bolsa de papel que cerraron en su parte superior. Amfortas alzó la mirada. Su pedido estaba listo y esperando en el mostrador.

—No toda la noche. Sólo algunas horas.

El tendero examinó el rostro macilento, se enfrentó con los ojos sombríos, tan oscuros como los bosques. ¿Qué estaban diciéndole? Algo. Relucían con un grito silencioso, misterioso. Más que pena. Otra cosa.

—No abuse demasiado. Parece cansado.

Amfortas asintió con la cabeza. Estaba buscando en un bolsillo del jersey azul marino que llevaba sobre su bata blanca del hospital. Sacó un dólar y se lo dio al tendero.

—Gracias, Charlie.

—Recuerde lo que le he dicho.

—Lo recordaré.

Amfortas cogió la bolsa y, al cabo de un momento, la campanilla de la puerta de entrada tintineó ligeramente y el doctor estaba en la calle mañanera. Alto y delgado, con los hombros doblados, durante un rato permaneció pensativo delante de la tienda, cabizbajo. Una mano sostenía la bolsa apretada contra el pecho. El tendero se acercó a su hija y juntos estuvieron observándole.

—Tantos años, y nunca le he visto sonreír —murmuró Lucy. El tendero apoyó el brazo en un estante.

—¿Por qué debería hacerlo?

Él estaba sonriendo pero le dijo:

—No podría casarme contigo, Ann.

—¿Por qué no? ¿Es que no me amas?

—Pero sólo tienes veintidós años.

—¿Es malo eso?

—Yo te doblo la edad —replicó él—. Algún día estarías empujándome en mi silla de ruedas.

Ann se levantó de su asiento y, riendo alegremente, se sentó en su regazo y le rodeó con los brazos.

—Oh, Vincent, yo te mantendré joven.

Amfortas oyó gritos, el rumor de pasos y miró hacia la calle Prospect, a su derecha, el rellano de la larga escalera de empinados escalones de piedra que bajaba hasta la calle M. Allí a lo lejos, y algo más allá, el río y la casa del embarcadero; durante muchos años esos escalones habían sido conocidos como los «Escalones de Hitchcock». El equipo de Georgetown subía corriendo. Formaba parte de su entrenamiento. Amfortas les observó cuando aparecieron en el rellano, y después, cuando se dirigieron corriendo hacia el campus, perdiéndose de vista. Se quedó allí de pie hasta que se desvanecieron sus vigorosas voces, dejándole solo en el pasillo sin sonido, en donde las acciones de los hombres eran confusas y toda la vida carecía de propósito, excepto el de esperar.

A través de la bolsa sintió el calor del café caliente en la palma de su mano. Dobló la calle Prospect y caminó lentamente por la 36 hasta llegar a su apretujada casa de dos pisos. Estaba sólo a unos metros de distancia de la tienda de comestibles, y era modesta y muy vieja. Al otro lado de la calle se veía una residencia femenina y una escuela del servicio extranjero y, una manzana más hacia la izquierda, se hallaba la iglesia de la Santísima Trinidad. Amfortas se sentó en el blanco y restregado porche, abrió entonces la bolsa y sacó el panecillo. Ella solía ir a buscárselo los domingos.

—Después de morir volvemos a Dios —le dijo él. Ann había estado hablando de su padre, que había perdido el año anterior, y quería consolarla—. Entonces formamos parte de Él —terminó.

—¿Como nosotros mismos?

—Quizá no. Podríamos perder nuestra identidad.

Él vio que a Ann se le llenaban los ojos de lágrimas, y su pequeño rostro se contorsionaba con el esfuerzo por no llorar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Perderte para siempre…

Hasta aquel día, no había temido a la muerte.

Repicaron las campanas de la iglesia y una fina hilera de estorninos se alzó de la Santísima Trinidad formando un arco, revoloteando y dando vueltas en una danza salvaje. Comenzó a salir gente de la iglesia. Amfortas consultó su reloj. Eran las siete y quince minutos. De alguna manera había faltado a su misa de las seis y media. Durante los últimos tres años había asistido diariamente a la misa. ¿Cómo podía haber faltado hoy? Contempló por un momento el panecillo que tenía en la mano, y después, lentamente, lo dejó caer de nuevo en la bolsa de papel. Alzó las manos colocando su pulgar izquierdo en la muñeca derecha y sus dos dedos izquierdos en la palma de su mano derecha. Aplicó entonces presión con los tres dedos y comenzó a moverlos dando vueltas en la palma. Su mano derecha, que se movía en un movimiento reflejo, buscó a tientas y siguió el movimiento de los dedos.

Amfortas detuvo estas manipulaciones. Se contempló las manos.

Cuando pensó otra vez en el mundo, miró la hora. Eran las siete y veinticinco. Cogió la bolsa y el ejemplar del Washington Post del domingo que yacía voluminoso y manchado de tinta junto a la puerta. Nunca lo envolvían. Entró en la lobreguez de su vacía casa, depositó la bolsa y el periódico en la mesita de la entrada, salió de nuevo al exterior y cerró con llave. Se volvió en el rellano, y miró al cielo. Estaba nublándose y volviéndose gris. Al otro lado del río, unos negros nubarrones se deslizaban rápidamente hacia el oeste y se había alzado un vientecillo fresco, que agitaba las ramas de los saúcos que bordeaban las calles. Estaban desnudos en esta estación. Amfortas se abrochó con lentitud el cuello de su jersey, y sin más equipaje que su angustia y su soledad, comenzó a caminar hacia el lejano horizonte. Estaba a ciento sesenta millones de kilómetros del Sol.

El «Hospital General» de Georgetown era un edificio macizo y relativamente nuevo. Su moderno exterior se extendía desde la calle O y la Carretera Reservoir y, en su parte occidental, se encaraba con la 37. Amfortas podía llegar caminando hasta allí desde su casa en dos minutos, y aquella mañana se presentó en el ala de Neurología del cuarto piso exactamente a las siete y media. El residente estaba esperándole junto a la mesa de recepción y comenzaron a hacer juntos las rondas, de una a otra habitación entre los pacientes, y el residente le presentaba cada caso nuevo, mientras Amfortas hacía las preguntas al paciente. Discutieron los diagnósticos mientras cruzaban el vestíbulo.

El 402 era un vendedor de treinta y seis años que manifestaba síntomas de lesión cerebral; en particular «negligencia unilateral». Vestía cuidadosamente una mitad de su cuerpo, el ipselateral a la lesión mientras que ignoraba por completo el otro lado. Únicamente se afeitaba un lado de la cara.

El 404 era un economista, de cincuenta años. Sus problemas habían comenzado hacía seis meses cuando sufriera una operación en el cerebro por epilepsia. El cirujano, sin tener otra alternativa, había extraído ciertas porciones de los lóbulos temporales.

Un mes antes de ingresar en el «Georgetown General», el paciente había participado en una reunión del comité del Senado y, durante nueve horas seguidas, intensas, había proyectado un nuevo plan para revisar los códigos de los impuestos basándose en los problemas que el comité le había presentado aquella misma mañana.

Sus razonamientos y planteamiento de los hechos resultaron asombrosos. No lo resultó menor su conocimiento del código presente, y sólo se necesitaron seis horas para organizar los detalles del plan y dejarlos sentados de una manera ordenada. Al finalizar la reunión, el economista resumió el plan en media hora sin ni tan siquiera referirse a las notas tomadas recientemente. Después de eso se fue al despacho y se sentó a su escritorio. Contestó tres cartas; después se volvió hacia su secretaria y le dijo:

—Tengo el presentimiento de que hoy debía haber asistido a una reunión en el Senado.

A minuto que pasaba ya no podía formar recuerdos de las cosas recientes.

La 411 era una chica, de veinte años, un caso probable de meningococcia. El residente era nuevo y no observó la vacilación cuando se dio a conocer a Amfortas el nombre de la enfermedad.

En la 420 había un carpintero de cincuenta y un años que se quejaba de una «extremidad fantasma». El año anterior había perdido un brazo y continuamente sufría un dolor insoportable en una mano que ya no tenía.

La alteración se había desarrollado de la manera habitual; al principio el carpintero había sentido «sensaciones de cosquilleo», y un sentido de forma definida de la mano. Le parecía que se movía en el espacio como una extremidad normal cuando él caminaba, se sentaba o se tendía en la cama. Llegaba al extremo de intentar alcanzar algún objeto sin pensarlo. Y, después, llegó el terrible dolor cuando la mano se agarrotó y se negaba a relajarse.

El hombre se sometió a una operación de reconstrucción, así como a la extracción de pequeñas neuromas, nódulos de tejidos regenerados de nervio.

Al principio notó algún alivio. Permanecía la sensación de tener la mano, pero ahora le parecía que podía flexionarla y mover los dedos.

Volvió entonces de nuevo el dolor en la mano fantasma que tenía una postura apretada con los dedos presionando el pulgar y flexionando fuertemente la muñeca. Ningún esfuerzo conseguía mover ninguna parte de la mano. Algunas veces la sensación de tensión en la mano resultaba insoportable; otras, explicaba el carpintero, le parecía como si le clavaran repetida y profundamente un bisturí en el mismo lugar de la herida original. Se quejaba de una sensación de taladro en los huesos del dedo índice. La sensación parecía comenzar en el extremo del dedo, pero después se alargaba hasta el hombro, y el muñón comenzaba a mostrar contracciones clónicas.

El carpintero se quejaba de marearse con frecuencia cuando el dolor era agudo. Si, finalmente, ese dolor desaparecía, la tensión de su mano parecía aflojarse un poco, pero nunca lo suficiente para permitir el movimiento.

Amfortas le hizo una pregunta al carpintero:

—Su mayor preocupación parece radicar en la tensión de su mano. ¿Podría usted decirme el por qué?

El carpintero le pidió que doblara sus dedos sobre el pulgar, flexionara la muñeca y después alzara el brazo manteniéndolo en posición torcida detrás de la espalda. El neurólogo lo hizo. Pero al cabo de unos minutos el dolor fue demasiado intenso y Amfortas terminó el experimento.

El carpintero afirmó con la cabeza y dijo:

—Exacto. Pero usted puede bajar la mano. Yo no puedo.

Salieron en silencio de la habitación.

Mientras cruzaban el pasillo, el residente se encogió de hombros.

—No sé… ¿podemos ayudarle?

Amfortas recomendó una inyección de novocaína en los ganglios del simpático en la parte superior torácica.

—Esto le aliviará durante algún tiempo. Algunos meses.

Pero sólo eso. Sabía que no había cura para una extremidad fantasma.

O un corazón roto.

La 424 era un ama de casa. Desde los dieciséis años se había estado quejando de un dolor abdominal, tan persistentemente, que con el paso de los años había logrado un historial de catorce operaciones abdominales. Después, hubo una herida menor en la cabeza y se quejó tanto de un dolor intenso que se le hizo una descompresión temporal. Ahora sus quejas se concretaban en un dolor insoportable en las piernas y la espalda. Al principio, se había negado a dar su historial. Y ahora yacía permanentemente sobre el costado izquierdo y gritaba si el residente se esforzaba por hacerla tender de espaldas. Cuando Amfortas se inclinó y, con suavidad, le golpeó la zona del sacro, la mujer gritó y tembló con violencia.

Cuando la dejaron, Amfortas estuvo de acuerdo con el residente en que esa mujer debía ser llevada al Psiquiátrico con la observación de probable adicción a cirugía.

Y al dolor.

La 425, otra ama de casa, de treinta años de edad, se quejaba de un dolor de cabeza crónico, palpitante, acompañado de anorexia y vómitos. La posibilidad peor era una lesión, pero el dolor estaba localizado en un lado de la cabeza, y también había teicopsia, una ceguera temporal causada por la aparición en el campo visual de un área luminosa encerrada en unas líneas en zigzag. Normalmente, la teicopsia era un síntoma de migraña. Además, la paciente procedía de una familia que daba gran importancia a los logros, y que poseía unas normas estrictas de conducta que negaban o castigaban cualquier expresión de sentimientos agresivos. Normalmente, ése era el historial de un clásico paciente de migraña. La hostilidad reprimida, gradualmente, se convertía en una ira inconsciente, y esa ira atacaba al paciente en la forma de dicha alteración.

Otro asunto para el Psiquiátrico.

El 427 era el último, un hombre de treinta y ocho años, con una posible lesión en un lóbulo temporal. Era uno de los conserjes del hospital que había introducido una docena, más o menos, de bombillas eléctricas dentro de un cubo de agua, y las hacía oscilar con rapidez de arriba abajo. Más tarde, no podía recordar lo que había hecho. Esto era un automatismo, conocido como «acción automática» característica de un ataque psicomotor. Tales ataques podían ser gravemente destructivos, según las emociones inconscientes del sujeto, aunque la mayoría de las veces resultaban inofensivos y, simplemente, inadecuados. Siempre singulares, estas fugas solían durar poco, aunque en algunos casos excepcionales habían durado muchas horas y eran considerados totalmente inexplicables, como el asombroso caso de un hombre que había volado en un avión ligero desde un aeropuerto de Virginia a Chicago y, sin embargo, nunca había aprendido a manejar un avión ni recordaba en absoluto el incidente. Algunas veces, se producían violentos accesos. Un hombre que más tarde se descubrió presentaba cierta cicatriz en la sien relacionada con un hemangioma, mató a su mujer durante un ataque de furor epiléptico.

El caso del conserje estaba más dentro de las normas. En su historial figuraban ataques incoordinados, auras de sabores u olores desagradables; describía una tableta de chocolate que sabía a «metal» y un olor de «carne podrida» sin causa aparente. Había también otras fugas de déjà vu, así como de todo lo contrario, jamáis vu: una sensación de extrañeza en ambientes familiares. Estos episodios solían estar precedidos por un movimiento peculiar de fricción de los labios. A menudo se producía tras haber ingerido alcohol.

Además, sufría de alucinaciones visuales, entre ellas micropsia, en la que los objetos parecían menores de su tamaño real; y levitación, una sensación de elevarse en el aire, sin soporte alguno. El conserje también había tenido un leve ataque de un fenómeno conocido como «el doble». Había visto su sosia tridimensional copiando sus palabras y acciones.

El electroencefalograma había sido muy claro. Los tumores de esta naturaleza, si se trataba de uno de ellos, actuaban lenta y solapadamente durante muchos meses, haciendo presión en las meninges; pero, finalmente, adoptaría un impulso momentáneo y, en cosa de pocas semanas dejaba desatendida, comprimida y aplastada la médula.

El resultado era la muerte.

—Willie, dame una mano —dijo Amfortas gentilmente.

—¿Cuál de ellas? —preguntó el conserje.

—Cualquiera. La izquierda.

El conserje hizo lo ordenado.

El interno estaba mirando a Amfortas con una expresión ligeramente enfurruñada.

—Ya he hecho eso —explicó con cierto retintín.

—Pues quiero hacerlo otra vez —le respondió Amfortas con suavidad.

Colocó sus dos primeros dedos de la mano izquierda en la palma de la mano del conserje y su pulgar derecho en la muñeca del hombre, y después apretó y comenzó a mover los dedos girando. La mano del conserje se agarró de un modo reflejo y siguió el movimiento de los dedos.

Amfortas se detuvo y soltó la mano.

—Gracias, Willie.

—Muy bien, señor.

—No te preocupes.

—No me preocuparé.

A las nueve y media, aproximadamente, el interno y Amfortas estaban de pie junto a la máquina de café en la esquina de la entrada al Psiquiátrico. Discutieron sus diagnósticos, resumiendo los nuevos casos. Cuando llegaron al conserje, el resumen fue rápido.

—Ya he encargado un examen con el scanner —dijo el interno.

Amfortas dio su conformidad. Únicamente después del examen tendrían la certeza de que allí estaba la lesión y, probablemente, cerca de sus fases finales.

—Quizá deseará reservar una sala de operaciones, por si acaso.

Incluso ahora, una operación quirúrgica a tiempo podría salvar la vida de Willie.

Cuando el interno llegó junto a la niña de la cual se sospechaba que tuviese meningitis, Amfortas se mostró tieso y reservado, casi brusco. El interno observó el súbito cambio, pero ya sabía que los neurólogos investigadores tenían mucha fama de ser introvertidos, poco comunicativos y raros. Atribuyó a eso su cambio de comportamiento, o, quizás, a la juventud de la niña y la posibilidad de que no pudiera hacerse nada para evitarle una grave invalidez o, incluso, una muerte dolorosa.

—¿Cómo va tu investigación, Vincent?

El interno había terminado su café y estaba arrugando su vaso antes de arrojarlo a la papelera. Lejos del oído de los pacientes, se dejaban a un lado las formalidades.

Amfortas se encogió de hombros. Una enfermera pasó junto a ellos llevando un carrito con medicamentos, y él la siguió con la mirada. Su indiferencia comenzaba a molestar al joven interno.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en ello? —insistió tenaz, decidido ahora a derribar la extraña barrera que se alzaba entre ellos.

—Tres años —respondió Amfortas.

—¿Alguna novedad?

—No.

Amfortas le pidió datos de los casos más antiguos de la sala. El residente se dio por vencido.

A las diez, Amfortas atendió las grandes rondas, una conferencia con todo el personal programada hasta el mediodía. El jefe de Neurología dio una conferencia sobre la esclerosis múltiple. Igual que los internos y residentes amontonados en el vestíbulo, Amfortas no pudo oírla, aunque estaba sentado en la mesa de conferencias. Sencillamente no escuchaba.

Después de la conferencia, se produjo una discusión que pronto se convirtió en debate respecto a política interdepartamental. Amfortas lo aprovechó para decir:

—Excusadme un minuto.

Y salió. Nadie se dio cuenta de que ya no regresó a la sala. Las grandes rondas cerraron con la estentórea voz del jefe de Neurología que gritaba:

—¡Y estoy más que harto de los borrachos en este servicio! ¡Permaneced sobrios o idos a hacer puñetas fuera de la sala, maldita sea!

Esto sí que lo oyeron todos los internos y residentes.

Amfortas había regresado a la habitación 411. La niña con meningitis estaba sentada, con la mirada hipnóticamente clavada en el aparato de televisión instalado en la pared opuesta. Estaba cambiando de canales. Cuando Amfortas entró, sus ojos se desviaron hacia él. No movió la cabeza. La enfermedad ya le había puesto rígido el cuello. Moverlo le causaba dolor.

—Hola, doctor.

Su dedo pulsó un botón del mando a distancia. La imagen televisiva se desvaneció.

—No lo apagues, está bien —se apresuró a decir Amfortas.

Ella contemplaba la vacía pantalla.

—Ahora no hay nada. Nada que valga la pena.

Amfortas permaneció al pie de la cama, observándola. La niña llevaba trenzas y era pecosa.

—¿Estás cómoda? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué sucede? —insistió Amfortas.

—Me aburro. —Su mirada se volvió hacia el médico. Le sonrió. Pero Amfortas vio las bolsas oscuras debajo de sus ojos—. Durante el día nunca hay nada bueno en la televisión.

—¿Duermes bien? —le preguntó.

—No.

Amfortas cogió el gráfico. Ya se le había recetado hidrato de cloral.

—Me dan píldoras, pero no sirven de nada —manifestó la niña.

Amfortas dejó en su sitio el gráfico. Cuando volvió a mirarla, la niña había colocado, dolorosamente, su cuerpo en ángulo hacia la ventana. Miraba afuera.

—¿No podría tener puesta la televisión durante la noche? ¿Sin el sonido?

—Tal vez te consiga unos auriculares —repuso Amfortas—. Nadie más podría oírla.

—Todos los canales cierran a las dos de la madrugada —dijo tristemente.

Amfortas le preguntó qué es lo que hacía.

—Juego a tenis.

—¿Profesionalmente?

—Sí.

—¿Das lecciones?

—No las daba. Jugaba en el circuito de torneos.

—¿Tienes clasificación?

Ella respondió:

—Sí, el número nueve.

—¿Del país?

—Del mundo.

—Perdona mi ignorancia —dijo él.

Se sintió frío. No podía adivinar si la niña sabía lo que tal vez la aguardase. Continuaba mirando a través de la ventana.

—Bueno, supongo que ahora todo son recuerdos —explicó con suavidad.

Amfortas sintió un nudo en el estómago. Ella lo sabía.

Acercó una silla al lado de la cama y le preguntó los torneos en los que había ganado. La niña pareció animarse ante eso y él se sentó.

—Oh, bueno, el francés y el italiano. Y el de Clay Courts. El año que gané el francés no había nadie en él.

—¿Y el italiano? —le preguntó él—. ¿A quién ganaste en las finales?

Estuvieron hablando del juego durante media hora más.

Cuando Amfortas miró la hora y se levantó para marcharse, la chica quedó callada inmediatamente y volvió a mirar por la ventana.

—Claro, está bien —murmuró ella.

Amfortas pudo oír cómo sus defensas volvían a cerrarse.

—¿Tienes familia en la ciudad? —le preguntó.

—No.

—¿Dónde están?

La niña desvió el cuerpo del ángulo hacia la ventana y volvió a conectar el aparato de televisión.

—Todos están muertos —explicó distraídamente.

La frase quedó casi ahogada por el sonido del partido que se retransmitía. Cuando la dejó, ella seguía con los ojos clavados en el aparato.

En el vestíbulo, Amfortas la oyó llorar.

Amfortas dejó pasar el almuerzo y estuvo trabajando en su despacho, terminando con el papeleo de diversos casos. Dos de ellos eran epilepsias en las que los ataques se presentaban de manera extraña. En el primer caso —una mujer en mitad de su treintena— se desencadenaba ante el sonido de la música, y la muchacha de once años del segundo caso, simplemente, sólo tenía que mirarse la mano.

Todos los otros casos constituían unas formas de afasia:

Una paciente que repetía todo lo que se le decía.

Un paciente que podía escribir, pero era totalmente incapaz de releer lo que había escrito.

Un paciente incapaz de reconocer a una persona sólo por sus rasgos raciales. Para reconocerle, necesitaba oír su voz, o bien observar alguna característica determinada, como una verruga o un color de cabello especial.

Las afasias se relacionaban con lesiones cerebrales.

Amfortas bebía café e intentaba concentrarse. No podía. Dejó su pluma y miró la fotografía que tenía sobre el escritorio. Una joven rubia.

Se abrió de golpe la puerta de su oficina y Freeman Temple, el jefe de Psiquiatría, entró con sus pasos delicados, flexibles, alzándose ligeramente sobre los dedos de los pies al caminar. Acercó una silla al escritorio y se dejó caer en ella.

—¡Chico, vaya mujer que tengo para ti! —explicó con alegría. Alargó las piernas y las cruzó cómodamente mientras encendía un cigarrillo y arrojaba al suelo la cerilla apagada—. Juro por Dios —continuó— que vas a entusiasmarte. Tiene unas piernas esbeltas que le llegan hasta el trasero. ¿Y los pechos? Jesús, uno de ellos es tan grande como una sandía, y el otro, ¡ése sí que es realmente grande! Además, le gusta Mozart. Vince, ¡has de salir con ella!

Amfortas le observó inexpresivo. Temple era bajo y cincuentón, pero tenía cierto aire travieso, un porte juvenil de aspecto jubiloso. Sin embargo, sus ojos eran como campos de trigo agitándose en la brisa, y algunas veces tenían una mirada fría, calculadora. Amfortas no sentía confianza hacia él, ni tampoco simpatía. Cuando Temple no estaba fanfarroneando de sus conquistas amorosas, hablaba de sus combates de boxeo en la Universidad e intentaba que todos le llamaran «Duque».

—Así me llamaban en Stanford —decía—. Me llamaban «Duque».

Y contaría todas las bonitas enfermeras a las que siempre había evitado una pelea, porque «bajo la ley, mis manos están consideradas armas mortales». Cuando bebía resultaba insoportable, y todo su juvenil encanto se transformaba en malignidad. «Ahora debía estar borracho —pensó Amfortas—, o tomado muchas anfetaminas, o ambas cosas».

—He estado saliendo con su amiga. —Temple continuó con el tema—. Está casada, pero qué demonios… ¿Y qué? ¿Cuál es la diferencia? De todos modos, la que he escogido para ti es soltera. ¿Quieres su número?

Amfortas cogió su pluma y miró sus papeles. Tomó una nota en uno de ellos.

—No, gracias. No he salido con chicas hace muchos años —explicó con suavidad.

Bruscamente, el psiquiatra pareció serenarse y miró a Amfortas con una mirada dura, fría.

—Ya lo sé —dijo inexpresivo.

Amfortas continuó trabajando.

—¿Cuál es el problema? ¿Es que eres impotente? —preguntó Temple—. Eso sucede a menudo en tu situación. Yo puedo curarlo con hipnosis. Puedo curar cualquier cosa con hipnosis. Soy muy bueno en eso. Soy bueno realmente, bueno de verdad. Soy el mejor.

Amfortas continuó ignorándolo. Hizo una corrección en un papel.

—El condenado electroencefalograma se ha roto. ¿Puedes creerlo?

Amfortas continuaba silencioso y escribiendo.

—De acuerdo, ¿de qué demonios se trata?

Amfortas alzó la mirada y vio que Temple sacaba de su bolsillo una hoja de memorándum doblada y la arrojaba sobre el escritorio. Amfortas la cogió y la desplegó. Al leerla, vio, en lo que parecía ser su propia letra, la críptica declaración: «La vida es menos hábil».

—¿Qué es lo que demonios significa? —repitió Temple.

Su actitud ahora era abiertamente hostil.

—No lo sé —repuso Amfortas.

—¿Que tú no lo sabes?

—Yo no he escrito eso.

Temple saltó de su silla hacia el escritorio.

—¡Cristo, tú mismo me diste eso ayer delante de recepción! Estaba ocupado y me lo metí en el bolsillo. ¿Qué significa?

Amfortas dejó la nota a un lado y continuó con su trabajo.

—Yo no la escribí —repitió.

—¿Estás loco? —Temple agarró la nota y la sostuvo frente a Amfortas—. ¡Ésta es tu letra! ¿Ves esos círculos sobre las íes? Incidentalmente, puedo decirte que esos círculos son una señal de perturbación.

Amfortas borró una palabra y escribió encima de ella.

La cara del psiquiatra de cabello blanco, enrojeció. De un salto llegó hasta la puerta, que abrió de golpe.

—Sería mejor que me concertases una cita —resopló—. ¡Eres un hombre condenadamente airado y hostil, y ahora estás más jodidamente loco que un chiflado!

Temple salió dando un portazo.

Durante un buen rato Amfortas estuvo mirando la nota. Después volvió a su trabajo. Tenía que acabarlo esta semana.

Por la tarde, Amfortas dio una conferencia en la Escuela Médica de la Universidad de Georgetown. Revisó el caso de una mujer que, desde su nacimiento, había sido incapaz de sentir ningún dolor. Siendo niña se había mordido la punta de la lengua mientras masticaba comida, y había sufrido quemaduras de tercer grado después de haberse arrodillado durante algunos minutos sobre un radiador encendido, para contemplar la puesta del sol por una ventana. Cuando más tarde fue examinada por un psiquiatra, declaró no haber sentido ningún dolor en el momento en que su cuerpo fue sometido a un fuerte electrochoque, al agua caliente a elevadas temperaturas, o a un baño helado que se prolongó mucho rato. Resultaba igualmente anormal el hecho de que no registrase cambios en su presión sanguínea, en los latidos del corazón o en la respiración cuando se le aplicaban dichos estímulos. No podía recordar ni tan siquiera haber estornudado o tosido, el reflejo de náusea sólo se conseguía con grandes dificultades; y los reflejos córneos que protegían los ojos estaban totalmente ausentes. Fallaron también una variedad de estímulos, tales como meterle un palito por las ventanillas de la nariz, pellizcarle tendones o inyectarle histamina debajo de la piel: todo ello, considerado normalmente unas formas de tortura, no le causó el menor dolor.

Eventualmente, la mujer presentó graves problemas médicos: cambios patológicos en las rodillas, cadera y espina dorsal. Se le hicieron algunas operaciones ortopédicas. Su cirujano atribuyó sus problemas a la falta de protección en las articulaciones que, normalmente, se producía por la sensación de dolor. Había fracasado en sostener su peso al estar de pie, volverse mientras dormía o evitar determinadas posturas que producen inflamación en las articulaciones.

Murió a la edad de veintinueve años a causa de infecciones masivas que no pudieron ser dominadas.

No hubo preguntas.

A las tres y treinta y cinco minutos Amfortas estaba de regreso en su despacho. Cerró la puerta con llave, se sentó y esperó. Sabía que ahora no podía trabajar. No en este momento preciso.

Ocasionalmente, alguien llamaba a la puerta, pero él esperó a que los pasos se alejaran. También giró la manecilla y después llamaron con los nudillos; supo que se trataba de Temple, incluso antes de poder oír su bajo gruñido a través de la madera de la puerta.

—Tú, loco bastardo, sé que estás ahí. Déjame entrar para que pueda ayudarte.

Amfortas se mantuvo en silencio y, durante un buen rato, no oyó ruido alguno al otro lado de la puerta. Después escuchó una voz suave, dominada, que decía «tetas gordas». Y otro silencio. Imaginó que Temple tendría la oreja pegada a la puerta. Finalmente, escuchó sus pasos saltarines que crujían al alejarse sobre sus dobles suelas. Amfortas continuó dejando pasar el tiempo.

A las cinco menos veinte llamó por teléfono a un amigo de otro hospital, un neurólogo que formaba parte del personal. Cuando estuvo al habla, Amfortas le dijo:

—Eddie, soy Vincent. ¿Ha llegado ya el resultado de mi scanner?

—Sí, ya ha llegado. Estaba a punto de llamarte.

Siguió un silencio.

—¿Es positivo? —preguntó al fin Amfortas.

Otro silencio. Después:

—Sí.

Casi inaudible.

—Yo me haré cargo de eso. Adiós, Ed.

—¿Vince?

Pero Amfortas ya había colgado el teléfono.

Sacó una hoja del papel de cartas departamental de un cajón a la derecha de su escritorio, y después, cuidadosamente, escribió una carta dirigida al jefe de Neurología.

Querido Jim:

Esto es difícil de expresar, y lo siento, pero necesito ser relevado de mis deberes habituales a partir de este jueves por la tarde, día 15 de marzo. Necesito disponer de todo el tiempo posible para mi investigación. Tom Soames es muy competente y mis pacientes están seguros en sus manos hasta que puedas encontrar alguien que me sustituya. El jueves terminaré los informes sobre los antiguos pacientes, y Tom y yo hemos estado ocupándonos hoy de los nuevos. A partir del jueves trataré de estar cerca por si hubiera alguna consulta, pero realmente no puedo prometerlo. De cualquier modo, me encontrarás en el laboratorio o en casa.

Sé que esto es repentino y te causará algunos problemas. Repito que lo siento mucho. Y sé que tú respetarás mi deseo de no seguir hablando sobre mi decisión. A final de semana dejaré libre mi mesa. El trabajo en la sala ha sido espléndido. Y también tú. Gracias.

Con pesar,

VINCENT AMFORTAS

Amfortas salió de su despacho, echó la carta en el buzón del jefe de Neurología y salió del hospital. Eran casi las cinco y media y se apresuró hacia la Santísima Trinidad. Podría acudir a misa de la tarde.

La iglesia estaba llena y él se quedó atrás, siguiendo la misa con una esperanza agonizante. Los cuerpos destrozados, que había estado tratando durante años, le habían imbuido un sentimiento sobre la soledad y la fragilidad del hombre. Los hombres eran diminutas llamas de vela, separadas y a la deriva en un vacío aterrador que era infinito y negro. Esta percepción le hacía abrazar a la Humanidad. Sin embargo, Dios le rechazaba. Él había hallado sus trazos crípticos en el cerebro, pero el Dios del cerebro únicamente le llamaba y atraía hacia él y, cuando se acercaba, le mantenía alejado de Él a la distancia del brazo; y, finalmente, ya no tenía nada que abrazar sino su fe. Unía las llamas de las velas en un abrazo y una unidad que se encumbraba e iluminaba la noche.

Oh Señor, he amado la belleza de tu casa…

Aquí estaba todo lo que era importante, ya que nada más lo era.

Amfortas echó una ojeada a la fila para confesarse. Era larga. Decidió ir al día siguiente. «Haría una confesión general —pensó—: una confesión de los pecados de toda su vida. Habría tiempo en la misa de la mañana». A aquella hora raramente se formaba cola.

Y que sea para nosotros un consuelo infinito…

—Amén —dijo Amfortas con firmeza. Había tomado una resolución.

Abrió la puerta delantera con su llave y entró en la casa. En el recibidor cogió la bolsa y el Post y los llevó a la pequeña sala de estar, en donde encendió todas las lámparas. La casa era de alquiler, totalmente amueblada en una imitación de estilo colonial, barata, triste. La sala de estar terminaba en una cocina y un pequeño rincón para comer. Arriba había un dormitorio y un cuarto. Era todo lo que Amfortas necesitaba o deseaba.

Se acomodó en una butaca tapizada. Miró a su alrededor. Como de costumbre, la habitación estaba desaseada. Anteriormente, el desorden nunca le había inquietado. Pero, en aquel momento, sintió un extraño impulso de poner orden a su alrededor, de organizar y limpiar la casa. Era algo parecido al sentimiento antes de un largo viaje, o cuando procedía a la limpieza de su escritorio.

Decidió hacerlo al día siguiente. Se sentía cansado.

Miró el magnetófono colocado en un estante. Estaba conectado a un amplificador. Tenía auriculares. También estaba demasiado cansado para eso, decidió. En este momento no tenía suficientes energías. Miró el Washington Post en su regazo, y en seguida experimentó un punzante dolor de cabeza. Aspiró con fuerza y se llevó las manos a las sienes. Se levantó y el periódico quedó esparcido por el suelo.

Se precipitó escalera arriba hacia su habitación. Buscó a tientas la lámpara y la conectó. Junto a la cama, tenía una bolsa con los instrumentos médicos y la abrió; sacó una torunda, una jeringuilla y una ampolla color ámbar llena de un fluido. Se sentó en la cama, se desabrochó los pantalones, que bajó, exponiendo sus caderas. Al cabo de unos momentos se inyectó seis miligramos de «Decadron», un esterol, en el músculo de la pierna; el «Dilaudid» ya no le bastaba.

Amfortas se tumbó en la cama y esperó. Agarraba en la mano la ampolla color ámbar. Su corazón y su cabeza batían a ritmos diferentes, pero después de un rato se mezclaron en un solo palpitar. Perdió la noción del tiempo.

Cuando, finalmente, se sentó, vio que tenía los pantalones todavía en las rodillas. Se los subió y, al hacerlo, su mirada observó la cerámica blanca y verde en su mesilla de noche, un pato sedoso vestido con ropas de niña. Había un pequeño letrero que indicaba hazme sonar si crees que soy adorable. Estuvo contemplándolo con tristeza durante unos momentos. Se abrochó el cinturón y bajó la escalera.

Entró en la sala de estar y recogió el Washington Post del domingo. Pensaba leerlo mientras se calentaba una cena congelada. Cuando encendió la luz de la cocina, en el techo, se detuvo de golpe. En la mesa de la cocina se encontraban los restos de su desayuno y un ejemplar del Washington Post del domingo. El periódico estaba en desorden y dividido.

Alguien había estado leyéndolo.