15

El anciano se llamaba Perkins y era paciente del pabellón abierto. Se le había encontrado inconsciente en la Habitación 400, en donde se había descubierto el cadáver de Keating, por la enfermera de servicio que vino a las seis. La habitación estaba al volver la esquina del despacho de admisión y fuera de la visión de los policías uniformados destacados junto a las escaleras y los ascensores. El viejo tenía sangre en las manos.

—¿Quiere usted responderme? —le preguntó Kinderman.

La mirada del viejo era vacía. Estaba sentado en una silla.

—Quiero cenar —manifestó.

—Esto es lo que siempre dice —le explicó la enfermera Lorenzo a Kinderman.

Era una enfermera del pabellón abierto. La del servicio de Neurología que había descubierto el cuerpo estaba de pie junto a una ventana, dominando su horror. Sólo era el segundo día que servía en aquel pabellón.

—Quiero cenar —repetía tristemente el viejo.

Hundía sus labios sobre las desdentadas encías.

Kinderman se volvió hacia la enfermera de Neurología, observando la rigidez de su rostro y su cuello. La mirada se dirigió hacia la tarjeta con su nombre.

—Gracias, señorita Woods —dijo—. Puede usted irse.

Se marchó apresuradamente y cerró la puerta detrás de ella. Kinderman se volvió hacia la señorita Lorenzo.

—¿Querría acompañar a este hombre al cuarto de baño, por favor?

La enfermera Lorenzo vaciló un momento y después ayudó al anciano a ponerse en pie y le guió hacia la puerta del cuarto de baño. El detective estaba dentro. La enfermera y el viejo se detuvieron en la puerta y Kinderman señaló un espejo en la puerta del armario en donde se había garabateado un mensaje con sangre.

—¿Ha escrito usted esto? —convino el detective.

Con una mano hizo girar la cabeza del viejo de modo que su mirada se dirigiese hacia el espejo.

—¿Alguien le ha hecho escribir esto?

—Quiero cenar —gemía el paciente.

Kinderman le miró inexpresivamente, después bajó la cabeza y le dijo a la enfermera:

—Lléveselo.

La enfermera Lorenzo asintió y ayudó al hombre senil a salir de allí. Kinderman estuvo escuchando sus pasos vacilantes. Después de oír cerrarse suavemente la puerta de la habitación, alzó la mirada hacia lo escrito en el espejo. Se lamió sus secos labios mientras leía el mensaje:

LLÁMAME LEGIÓN, PORQUE SOMOS MUCHOS.

Kinderman se apresuró a salir de allí y se reunió con Atkins junto a la mesa de registro.

—Ven conmigo, Nemo —le ordenó el detective, sin aflojar el paso cuando pasó junto al sargento.

Atkins le siguió hasta que, finalmente, llegaron a la parte aislada, frente a la puerta de la Celda Doce. Kinderman atisbó por la ventanilla de inspección. El hombre de la celda estaba despierto. Se sentaba al borde de su camastro, con la camisa de fuerza puesta. Hizo una mueca a Kinderman con sus ojos burlones. Comenzó a mover los labios y parecía estar diciendo algo pero Kinderman no podía oírle. El detective se volvió y preguntó al policía que estaba de pie junto a la puerta:

—¿Desde cuándo está usted aquí?

—Desde medianoche —respondió el policía.

—¿Ha entrado alguien en la habitación desde entonces?

—Sólo algunas veces la enfermera.

Kinderman estuvo reflexionando un momento y después se volvió hacia Atkins.

—Dile a Ryan que quiero que tomen las huellas dactilares de todo el personal del hospital. Que comiencen con Temple, y luego con todos los que trabajan en Neurología y Psiquiatría. Después ya veremos. Que traiga personal extra para ayudarle a tomar las huellas y que hagan las comparaciones con las impresiones en los escenarios de los crímenes. Que consiga todos los hombres disponibles; debe hacerse aprisa. Vamos, Atkins, apresúrate. Y dile a la enfermera que acuda con las llaves.

Kinderman le contempló mientras se alejaba a toda prisa. Cuando dobló el recodo, el detective siguió escuchando sus pasos como si fuesen el sonido menguante de la realidad. Se desvanecieron en el silencio y de nuevo se hizo oscuridad en el alma de Kinderman. Alzó la mirada hacia las bombillas del techo. Faltaban tres todavía. El pasillo estaba escasamente iluminado. Pasos. La enfermera se acercaba. Esperó. La mujer llegó junto a él y Kinderman le señaló la puerta de la Celda Doce. La enfermera escudriñó en los ojos de él con una mirada furtiva, y después abrió la puerta. Kinderman entró. La nariz de Sunlight estaba vendada y tenía los ojos clavados en Kinderman, fijos e intensos siguiéndole su movimiento cuando se encaminó a la silla y se sentó. El silencio esa pesado y claustrofóbico. Sunlight estaba perfectamente inmóvil, una imagen congelada con los ojos muy abiertos. Era una especie de figura de museo de cera. Kinderman alzó la mirada hacia la bombilla que pendía del techo. Solía balancearse. Ahora estaba quieta. Oyó una risita burlona.

—Sí, que se haga la luz —dijo la voz de Sunlight.

Kinderman bajó la mirada para observar los ojos de Sunligth. Estaban muy abiertos, con expresión vana.

—¿Ha comprendido usted mi mensaje, teniente? —le preguntó—. Lo dejé a Keating. Una chica agradable. Buen corazón. A propósito, me encanta que esté usted llamando a papá. Una cosa, sin embargo. Un favor. ¿Podría avisar a «United Press» y asegurarse de que papá salga retratado junto a Keating? Ésa es la razón de que mate…, para comprometerle. Ayúdeme. Ya le compensaré por ello. La muerte se tomará vacaciones. Por una vez. Por un día. Se lo aseguro, usted me lo agradecerá. Entretanto, podría hablar con mis amigos de aquí sobre usted. Recomendarle. A ellos usted no les gusta nada… Y no me pregunte el porqué. Insisten en que su nombre comienza con K, pero yo les ignoro. ¿No es eso muy decente por mi parte? Y valiente. Son tan caprichosos en sus cóleras… —Parecía estar pensando en algo y se estremeció—. No importa. Ahora no hablemos de ellos. Prosigamos. Yo le planteo un problema interesante, ¿verdad, teniente? Quiero decir, suponiendo que usted esté ya convencido de que soy realmente el «Géminis». —Su rostro se convirtió en una máscara amenazadora—. ¿Está usted convencido?

—No —respondió Kinderman.

—Se está usted portando estúpidamente, teniente —replicó Sunlight roncamente amenazador—. Y está enviando una evidente invitación a la danza.

—No sé lo que quieres decir con eso —dijo Kinderman.

—Tampoco lo sé yo —repuso Sunlight inexpresivamente. Su cara era ingenua—. Yo soy un loco.

Kinderman le miraba con fijeza mientras escuchaba el goteo del grifo. Habló al fin.

—Si tú eres el «Géminis», ¿por qué no sales de aquí?

—¿Le gusta la ópera? —preguntó Sunlight. Comenzó a cantar de La Bohéme con voz profunda y rica, se calló bruscamente y se quedó mirando a Kinderman—. A mí me gustan más las comedias —dijo—. Tito Andrónico es mi favorita. Es bella. —Rió bajito y maliciosamente—. ¿Cómo está su amigo Amfortas? —preguntó—. Creo que últimamente ha recibido una visita. —Sunlight comenzó a graznar como un pato, y después calló. Miró a lo lejos—. Hay que mejorarlo —gruñó. Se volvió hacia Kinderman, mirándole con intensidad—. ¿Quiere saber cómo salgo de aquí? —preguntó.

—Sí, dímelo.

—Amigos. Viejos amigos.

—¿Qué amigos?

—No, es aburrido. Hablemos de otra cosa.

Kinderman esperó, sosteniendo su mirada.

—Se equivocó usted al pegarme —explicó Sunlight indiferentemente—. Yo no puedo evitar lo que hago. Estoy loco.

Kinderman escuchaba el goteo del agua.

—La señorita Keating había comido atún —siguió Sunlight—. Pude olerlo. Maldita comida del hospital. Es asquerosa.

—¿Cómo sales de aquí? —repitió Kinderman.

Sunlight echó la cabeza para atrás y se rió burlón. Fijó entonces una reluciente mirada en Kinderman.

—Hay tantas posibilidades, estoy pensando mucho en ellas. Intento imaginarlas. ¿Cree que esto podría ser verdad? Yo soy su amigo el padre Karras. Quizás ellos dijeron que yo estaba muerto, pero no lo estaba. Después resucité en… bueno…, en un momento desconcertante y, a continuación vagué por las calles no sabiendo quién era. Y sigo sin saberlo, si quiere que le diga la verdad. Y no es necesario afirmar, claro está, que estoy natural y desesperadamente loco. Sueño con frecuencia que caigo por unos escalones, por una larga escalera. ¿Será eso algo que sucedió realmente? Si fue así, entonces me dañaría el cerebro. ¿Sucedió eso, teniente?

Kinderman mantuvo silencio.

—Otras veces sueño que soy alguien llamado Vennamun —prosiguió Sunlight—. Estos sueños son muy agradables. Mato gente. Pero no puedo distinguir los sueños de la realidad. Estoy loco. Usted es muy sensato al ser escéptico, creo yo. Sin embargo, es un detective de Homicidios. De modo que es evidente que se está matando gente. Eso tiene sentido. ¿Sabe quién creo que es? Es el doctor Temple. ¿No podría haber hipnotizado a sus pacientes obligándoles a…, cometer ciertas acciones que son socialmente inaceptables durante esta época? Ah, los tiempos, los tiempos cambian para empeorar, ¿no le parece? Entretanto, quizá sea telepático o posea habilidades psíquicas que me proporcionan todo ese conocimiento de los crímenes del «Géminis». Es una idea, ¿no cree usted? Sí, ya puedo ver que está pensando en ello. Le felicito. Y a propósito, considere también esto. Todavía no ha atinado en ello. —Los ojos de Sunlight se iluminaron insinuantes, mientras inclinaba un poco el cuerpo hacia delante—. ¿Y si el «Géminis» tuviera un cómplice?

—¿Quién mató al padre Bermingham?

—¿Quién es ése? —preguntó Sunlight con aire de inocencia.

Juntó las cejas con expresión sorprendida.

—¿No lo sabes? —le preguntó el detective.

—No puedo estar en todas partes al mismo tiempo.

—¿Quién mató a la enfermera Keating?

—Cierra la luz y después apaga su luz.

—¿Quién mató a la enfermera Keating?

—La luna envidiosa. —Sunlight echó hacia atrás la cabeza y soltó un gemido como un becerro. Miró de nuevo a Kinderman—. Creo que ya casi lo he conseguido —dijo—. Casi es perfecto. Cuente a la Prensa que yo soy el «Géminis», teniente. Último aviso.

Miraba de modo siniestro a Kinderman. Transcurrieron los segundos en silencio.

—El padre Dyer era un bobo —afirmó Sunligth al fin—. Una persona tonta. A propósito, ¿cómo está su mano? ¿Hinchada todavía?

—¿Quién mató a la enfermera Keating?

—Gamberros. Personas desconocidas y, sin duda alguna, indeseables.

—Si tú lo hiciste, ¿qué ocurrió con sus órganos vitales? —preguntó Kinderman—. Deberías saberlo. ¿Qué sucedió con ellos? Cuéntamelo.

—Quiero cenar —dijo Sunlight en tono monótono.

Kinderman examinó aquellos inexpresivos ojos.

Viejos amigos. El corazón del detective perdió un latido.

—Papá ha de saberlo —dijo al fin Sunlight. Su mirada se desvió de la de Kinderman y contempló el vacío sin expresión alguna—. Estoy cansado —añadió con suavidad—. Al parecer, mi trabajo nunca se acaba. Estoy cansado. —Parecía curiosamente desamparado. Después se quedó soñoliento. Dejó caer la cabeza—. Tommy no lo comprende —murmuró—. Yo le digo que siga sin mí, pero él no quiere. Tiene miedo. Tommy está… enfadado… conmigo.

Kinderman se levantó y se le aproximó. Acercó la oreja a la boca de Sunlight para atrapar las palabras murmuradas.

—Pequeño… Jack Horner. Un juego… de niños.

Kinderman esperó pero no salió nada más. Sunlight se quedó inconsciente.

Kinderman salió apresuradamente de la habitación. Tenía un terrible presentimiento. Al salir, llamó con el timbre a la enfermera. Cuando ésta se presentó, volvió al ala de Neurología y buscó a Atkins. El sargento estaba de pie junto a recepción, hablando por teléfono. Al ver al detective a su lado, abrevió el resto de la conversación.

En Neurología estaban entrando a un niño, un muchachito de unos seis años. Un auxiliar del hospital acababa de llevarle junto al despacho en una silla de ruedas.

—Aquí te traigo un atractivo joven —le explicó a la enfermera de servicio.

Ésta le sonrió al niño y le dijo:

—Hola.

La atención de Kinderman estaba fija en Atkins.

—¿Ultimo apellido? —preguntó la enfermera.

El auxiliar dijo:

—Korner, Vincent P.

—Vincent Paul —explicó el chico.

—¿Se escribe con C o con K? —le preguntó la enfermera al ayudante.

Éste hojeó algunos papeles.

—Con K.

—Atkins, aligera —le urgió Kinderman.

Atkins acabó en pocos segundos y el muchachito fue alejado de allí en su silla hasta una habitación en Neurología. Atkins colgó el teléfono.

—Pon un hombre en la entrada del pabellón abierto de Psiquiatría —le ordenó Kinderman—. Quiero alguien allí durante las veinticuatro horas. Que no salga ningún paciente, pase lo que pase. ¡Pase lo que pase!

Atkins cogió el teléfono y Kinderman le agarró por la muñeca.

—Llama después. Dame alguien ahora mismo —insistió.

Atkins hizo una señal a un policía uniformado estacionado junto a los ascensores. Éste se acercó.

—Venga conmigo —le ordenó Kinderman—. Atkins, te dejo. Adiós.

Kinderman y el policía se dirigieron, apresuradamente, al pabellón abierto. Cuando llegaron a la entrada, Kinderman se detuvo e instruyó al policía.

—Que de aquí no salga ningún paciente. Únicamente el personal del hospital, ¿entendido?

—Perfectamente, señor.

—No deje usted este lugar por ningún motivo, a menos que le releven. Ni tan siquiera vaya al lavabo, ni eso.

—Muy bien, señor.

Kinderman le dejó y entró en el departamento. Muy pronto, se encontró en la sala de recreo a pocos metros a la derecha del despacho de admisión. Miró con lentitud a su alrededor, comprobando cada uno de los rostros con cierta cautela y una sensación creciente de terror. Y, sin embargo, todo parecía estar en orden. ¿Qué es lo que no iba bien? Notó entonces la quietud. Miró hacia el grupo reunido alrededor del aparato de televisión. Parpadeó y se acercó más, pero bruscamente se detuvo a pocos pasos del grupo. Fascinados, contemplándola fijamente, sus ojos estaban clavados en una pantalla de televisión en blanco. El aparato no estaba conectado.

Kinderman echó un vistazo por la sala y, por primera vez, se dio cuenta de que no había ni enfermeras ni auxiliares por allí. Miró hacia la oficina detrás del despacho. No había nadie. Observó el grupo silencioso que rodeaba la televisión. El corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Kinderman se encaminó de prisa hacia el escritorio, le dio la vuelta y abrió la puerta de la pequeña oficina. Retrocedió atónito: una enfermera y un auxiliar estaban tendidos en el suelo, inconscientes, con heridas en el cráneo de las que les brotaba la sangre. La enfermera aparecía desnuda. No se veía por ninguna parte pieza alguna de su uniforme.

¡Un juego de niños! ¡Vincent Korner!

Las palabras resonaron en la mente de Kinderman como un golpe. Se volvió con rapidez y salió de la oficina, sólo para quedarse clavado en su camino ante lo que veía. Todos los pacientes de la habitación estaban acercándose a él, formando un cordón que se estrechaba, y el sonido de sus zapatillas al arrastrarse era el único ruido en medio de un silencio terrible, pavoroso. Le hacían muecas, sus ojos brillantes fijos en él y, desde distintos puntos de la habitación, llegaban sus voces, que balbucían y tartamudeaban, placenteramente fantasmales:

—Hola.

—Hola.

—Cuánto me alegro de verte, querido.

Comenzaron a susurrar de forma ininteligible. Kinderman gritó pidiendo socorro.

El chico había recibido una medicación y estaba dormido. Las persianas venecianas de la ventana estaban cerradas, y la oscuridad de la habitación se iluminaba débilmente por el movimiento de los dibujos animados que aparecían en el aparato de televisión sin sonido. La puerta se abrió en silencio y entró una mujer con uniforme de enfermera. Llevaba un bolso de la compra. Cerró con cuidado la puerta detrás de ella, depositó el bolso y sacó algo. Miró con fijeza al muchacho y después, lenta y suavemente, se acercó a él. El chico comenzó a agitarse. Estaba tumbado de espaldas y abrió ligeramente sus ojos soñolientos. Al inclinar su cuerpo sobre el niño, la mujer alzó las manos poco a poco.

—Mira lo que te he traído, hijito —le dijo cariñosamente.

De pronto, Kinderman entró en la habitación. Gritando roncamente ¡No! cogió a la mujer por detrás en un abrazo desesperado. Ella profirió unos ruidos ahogados, gruñidos, moviendo débilmente los brazos, mientras que el chico se sentaba, aterrorizado, dando voces y Atkins y un policía uniformado se precipitaban dentro de la habitación.

—La he atrapado —gruñó Kinderman—. ¡La luz! ¡Encended la luz! ¡Dad la luz!

¡Mamá! ¡Mamá!

Las luces se encendieron.

—¡Está usted ahogándome! —respingó la enfermera.

Un oso de peluche le cayó de las manos al suelo. Kinderman lo miró, sorprendido y, lentamente, aflojó su frenética presa. La enfermera dio la vuelta con ligereza frotándose la nuca.

—¡Jesucristo! —exclamó—. ¿Qué demonios le pasa a usted? ¿Está loco?

—¡Quiero a mi mamá! —lloriqueó el pequeño.

La enfermera le rodeó con los brazos, acercándolo a ella.

—¡Casi me rompe el cuello! —chilló a Kinderman.

El detective estaba tratando de recobrar el aliento.

—Lo siento —jadeó—, lo siento mucho. —Sacó un pañuelo del bolsillo y lo mantuvo contra su mejilla, en donde continuaba sangrando un arañazo largo y profundo—. Le presento mis disculpas.

Atkins recogió el bolso de la compra y miró dentro.

—Juguetes —dijo.

—¿Qué juguetes? —preguntó el chico.

De pronto se quedó muy tranquilo y se separó de la enfermera.

—¿Registrad el hospital! —ordenó Kinderman a Atkins—. ¡Ella va detrás de alguien! ¡Encontradla!

—¿Qué juguetes? —repetía el chico.

Aparecieron más policías en la puerta, pero Atkins no les permitió entrar y les impartió nuevas instrucciones. El policía que estaba dentro de la habitación salió y se unió a ellos. La enfermera acercó el bolso de la compra al chico.

—No le creo a usted —le explicó la enfermera a Kinderman. Vertió el contenido de la bolsa sobre la cama—. ¿Suele tratar a su familia de esta manera? —preguntó.

—¿Mi familia?

La mente de Kinderman comenzó a funcionar. Bruscamente, vio el nombre de la enfermera: JULIE FANTOZZI.

—… una invitación a la danza.

—¡Julie! ¡Dios mío!

Salió corriendo de la habitación.

Mary Kinderman y su madre estaban en la cocina preparando el almuerzo. Julie se sentaba a la mesa de la cocina y leía una novela. Sonó el teléfono. Julie era la que estaba más lejos pero lo cogió.

—¿Diga? Oh…, hola, papá… Claro. Aquí está mamá.

Le tendió el teléfono a su madre. Mary lo cogió mientras Julie volvía a su lectura.

—Hola, cariño. ¿Vendrás a almorzar a casa? —Mary escuchó durante un rato—. Vaya, ¿realmente? —dijo—. ¿Y eso por qué? —Escuchó un poco más—. Claro que sí, querido. Si tú lo dices. Entretanto, ¿almuerzo o no almuerzo? —Escuchó—. De acuerdo, amor. Conservaré un plato caliente para ti. Pero, apresúrate. Te echo de menos.

Colgó el teléfono y volvió al pan que estaba preparando.

—¿Sí? —dijo su madre.

—No es nada —explicó Mary—. Una enfermera que vendrá con un paquete.

Sonó de nuevo el teléfono.

—Ahora van a cancelarlo… —murmuró la madre de Mary.

Julie se alzó de un salto para coger otra vez el teléfono, pero su madre le indicó que regresara.

—No, no respondas —dijo—. Tu padre quiere que tengamos libre la línea. Si él llama hará una señal: dos veces.

Kinderman estaba de pie junto al despacho de Neurología, y su ansiedad crecía a medida que las llamadas del timbre quedaban sin respuesta. ¡Que alguien responda! ¡Responded!, pensaba frenéticamente. Dejó sonar el teléfono durante otro minuto, colgó de un golpe el auricular y se dirigió corriendo hacia la escalera. Ni tan siquiera pensó en esperar un ascensor.

Jadeante, llegó al vestíbulo y se lanzó a la calle sin aliento. Corrió hacia un coche patrulla, entró y dio un portazo. Al volante estaba sentado un policía con casco.

—¡Dos-cero-siete-dieciocho Foxhall Road, y aprisa! —le dijo entrecortadamente—. ¡La sirena! ¡Rompa las normas! ¡De prisa, de prisa!

Salieron disparados con un fuerte chirrido de frenos, la sirena con su lamento chillón en marcha, y pronto se encontraron bajando por Reservoir Road y después en Foxhall hacia la casa de Kinderman. El detective estuvo rezando, con los ojos muy apretados durante todo el camino. Cuando el coche patrulla se paró en seco entre un ruido discorde, Kinderman abrió los ojos. Estaba ya en el camino de su casa.

—¡Ve por detrás! ¡Por la puerta de atrás! —le ordenó al policía, que saltó del auto y comenzó a correr, sacando al mismo tiempo un revólver de cañón corto de su pistolera.

Kinderman salió presuroso del auto, sacó su revólver y pescó las llaves de su casa de un bolsillo mientras corría hacia la puerta. Estaba tratando de insertar una llave en la cerradura, con mano temblorosa, cuando la puerta se abrió del todo.

Julie miró el revólver y dio una voz hacia el interior de la casa:

—¡Mamá, papá está en casa!

Inmediatamente Mary apareció en la puerta. Miró el revólver, y después a Kinderman con severidad.

—La carpa ya está muerta. ¿Qué es lo que demonios crees que estás haciendo? —preguntó Mary.

Kinderman bajó la pistola y avanzó con rapidez, abrazando a Julie.

—Gracias a Dios —murmuró.

Apareció la madre de Mary.

—Ahí en la puerta de atrás hay un policía de asalto —explicó—. Está comenzando. ¿Qué tengo que decirle?

—Bill, quiero una explicación —pidió Mary.

El detective besó a Julie en la mejilla y se guardó el arma.

—Estoy loco. Eso es todo. Ésa es toda la explicación.

—Le diré que nosotros somos Febré —gruñó la madre de Mary.

Volvió a entrar en la casa. Sonó el teléfono y Julie corrió a la salita para tomarlo.

Kinderman entró en la casa y se dirigió hacia la parte posterior.

—Yo hablaré con el policía —explicó.

—Para decirle, ¿qué? —preguntó Mary. Comenzó a seguirle a la cocina—. Bill, ¿qué es lo que está ocurriendo? ¿Quieres hablar conmigo, por favor?

Kinderman se quedó helado. Junto a la pared, cerca del umbral de la puerta de la cocina, vio una bolsa de la compra. Corrió a recogerla cuando oyó la voz tartamudeante, vieja, de una mujer que estaba en la cocina y decía:

—Hola.

Kinderman sacó al instante su pistola, entró en la cocina y se dirigió hacia la mesa en donde una mujer anciana con uniforme de enfermera se sentaba, mirándole inexpresivamente.

—¡Bill! —chilló Mary.

—Oh, querida, me siento tan cansada —explicó la mujer.

Mary colocó las manos en el brazo de Kinderman, y lo empujó hacia abajo.

—Y no quiero armas en esta casa, ¿me oyes?

El policía entró corriendo en la cocina, con el arma a punto de disparar.

—¡Baje ese revólver! —chilló Mary.

—¿Por favor, queréis bajar la voz? —gritó Julie desde la sala de estar—. ¡Estoy hablando por teléfono!

La madre de Mary murmuró:

Goyim.

Luego continuó removiendo una salsa en la sartén sobre el fogón.

El policía miró a Kinderman:

—¿Teniente?

Los ojos del detective estaban clavados en la mujer. En la cara de ella había confusión y cansancio.

—Guárdalo, Frank —dijo Kinderman—. Todo está en orden. Vuelve. Regresa al hospital.

—De acuerdo, señor.

El policía enfundó el arma y se marchó.

—¿Cuántos seremos para el almuerzo? —preguntó la madre de Mary—. He de saberlo ahora.

—¿Qué especie de artimaña es ésta, Bill? —exigió Mary. Hizo un ademán hacia la mujer—. ¿Qué clase de enfermera es ésta que me has enviado? Le abro la puerta y se desmaya. Se cae desplomada. Entonces echa hacia atrás la cabeza, grita algo demencial y después se desvanece. Dios mío, es demasiado vieja para ser enfermera. Es…

Kinderman le hizo un ademán para que se callara. La mujer le miró con inocencia a los ojos.

—¿Es ya hora de irse a la cama? —le preguntó.

El detective se sentó lentamente a la mesa. Se quitó el sombrero y lo colocó con suavidad sobre una silla.

—Sí, casi es la hora de irse a la cama —dijo con cariño a la anciana.

—Estoy tan cansada…

Kinderman escudriñó en sus ojos. Eran sinceros y apacibles. Alzó la mirada hacia Mary, que estaba junto a él, de pie, y en su rostro se leía la confusión y el desagrado.

—Has dicho que pronunció algunas palabras —le preguntó Kinderman.

—¿Qué? —dijo Mary frunciendo el ceño.

—Has dicho que dijo algo. ¿Qué dijo la mujer?

—No me acuerdo. Bueno, ¿qué está pasando?

—Por favor, intenta recordar. ¿Qué dijo la mujer?

—«Acabado» —gruñó la madre de Mary desde el fogón.

—Sí, eso es —asintió Mary—. Ahora me acuerdo. Gritó «Él está acabado». Y después se desmayó.

—«¿Él está acabado», o «Acabado»? —insistió Kinderman—. ¿Qué dijo exactamente?

«Él está» acabado —dijo Mary—. Dios del cielo, sonó como una mujer-loba o algo parecido. ¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Quién es ella?

Kinderman desvió la cabeza.

—«Él está acabado» —murmuró pensativo.

Julie entró en la cocina.

—Bueno, ¿qué sucede? —preguntó—. ¿Qué ocurre?

El teléfono sonó de nuevo. Mary respondió en seguida.

—¿Diga?

—¿Es para mí? —preguntó Julie.

Mary tendió el auricular a Kinderman.

—Es para ti —le dijo—. Creo que daré a esa pobre vieja un poco de sopa.

El detective habló por teléfono. Respondió:

—Kinderman.

Era Atkins.

—Teniente, está llamándole —le explicó el sargento.

—¿Quién?

—Sunlight. Aúlla que hace perder la cabeza. Sólo su nombre.

—Voy hacia ahí en seguida —replicó Kinderman.

Colgó suavemente el teléfono.

—Bill, ¿qué sucede? —oyó que Mary decía detrás de él—. Esto estaba en su bolsa de la compra. ¿Era ése el paquete?

Kinderman se volvió y dio un respingo. En las manos de Mary había un par de grandes tijeras relucientes de las utilizadas en la disección.

—¿Necesitamos nosotros esto? —preguntó Mary.

—No.

Kinderman llamó a otro coche patrulla y llevó a la mujer de vuelta al hospital, en donde fue reconocida como una paciente del pabellón abierto de Psiquiatría. La ingresaron inmediatamente en el pabellón de perturbados para ser reconocida. La enfermera herida y el auxiliar, se enteró Kinderman, no habían recibido daños graves y se esperaba que, dentro de una semana, pudieran regresar a su trabajo. Satisfecho, Kinderman salió de aquella sección y se dirigió a la de aislamiento en donde Atkins le esperaba en el vestíbulo. Estaba frente a la puerta de la Celda Doce, que estaba abierta. Apoyado de espaldas contra la pared, con los brazos cruzados, contemplaba en silencio al detective que se acercaba.

Sus ojos parecían turbados y ausentes. Kinderman se detuvo y se encontró con su mirada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Algo no va bien?

Atkins sacudió la cabeza. Kinderman le observó un momento.

—Acaba de decir que usted estaba aquí —explicó Atkins con voz remota.

—¿Cuándo?

—Hace exactamente un minuto.

La enfermera Spencer salió de la celda.

—¿Va a entrar? —preguntó al detective.

Kinderman asintió, se volvió y entró con lentitud en la habitación. Cerró con suavidad la puerta detrás de él, se acercó a la silla de respaldo recto y se sentó. Sunlight estaba vigilándole, con los ojos resplandecientes. «¿Qué era diferente en él?», se preguntó el detective.

—Bueno, sencillamente tenía que verle —dijo Sunlight—. Usted me ha traído suerte. Le debo algo, teniente. Además, quiero que mi historia quede registrada tal como ha sucedido.

—¿Y cómo sucedió? —le preguntó Kinderman.

—Julie se ha escapado por poco, ¿no cree usted?

Kinderman esperó. Escuchó el goteo en el lavabo.

Repentinamente, Sunlight echó para atrás la cabeza y se rió maliciosamente. Después fijó su mirada brillante en el detective.

—¿No lo ha adivinado usted, teniente? Pues claro, seguro que sí. Finalmente, ha puesto todas las piezas juntas: cómo mis preciosos sustitutos me hacen el trabajo, mis queridos, dulces, viejos recipientes vacíos. Bueno, son huéspedes perfectos, como es natural. No están aquí. Sus propias personalidades están agrietadas. Así que me deslizo ahí dentro. Por un tiempo. Sólo por un tiempo determinado.

Kinderman le miraba con fijeza.

—Ah, sí. Sí, naturalmente. Sobre este cuerpo. ¿Amigo suyo, teniente?

Sunlight inclinó la cabeza y soltó una alegre carcajada que derivó hasta convertirse en el rebuzno de un asno. Kinderman sentía escalofríos en la nuca. De pronto, Sunlight se interrumpió y le miró con indiferencia.

—Bueno, allí estaba yo tan terriblemente muerto —dijo—. No me gustó. ¿Le gustaría a usted? Es nauseabundo. Sí, me sentía muy mal. Sabe usted…, como a la deriva. Tanto trabajo por hacer y sin cuerpo. No era justo. Pero entonces allí llegó…, bueno, un amigo. Sabe, uno de ellos. Creía que mi trabajo debía continuar. Pero en este cuerpo. Especialmente, en este cuerpo.

El detective estaba fascinado. Preguntó:

—¿Por qué?

Sunlight alzó los hombros.

—Llamémoslo despecho. Venganza. Una pequeña broma. Cierto asunto de exorcismo, creo, en el que su amigo el padre Karras había tomado parte y… bueno…, expulsó ciertos elementos del cuerpo de un niño. Y ciertos elementos no se sentían satisfechos, por decir lo menos posible. No, no eran felices.

Por unos instantes, la mirada de Sunlight se perdió en la distancia, encantada. Se estremeció un poco y volvió a mirar a Kinderman.

—De modo que pensó en esta broma como un medio de devolver el golpe: utilizar este cuerpo heroico, piadoso, como el instrumento de… —Sunlight se encogió de hombros—. Bueno, usted ya sabe. Mi cosa. Mi trabajo. Mi amigo se portó muy amablemente. Me llevó a nuestro amigo mutuo padre Karras. Que no estaba muy bien en aquel momento, me temo. Se estaba muriendo. En la fase moribundo que decimos nosotros. Así que, mientras estaba saliendo, mi amable amigo me hizo entrar. Barcos que pasan en la noche y todo eso… Oh, alguna confusión hubo, según parecía por los pasos, cuando el equipo de la ambulancia declaró difunto a Karras… Bueno, él estaba muerto, técnicamente hablando. Quiero decir, en el sentido espiritual. Se había ido. Pero yo estaba dentro. Algo traumatizado, es cierto. ¿Y por qué no? Su cerebro era gelatina.

Falta de oxígeno. Desastre. Estando muerto no es fácil. Pero no importa, me las arreglé. Sí, un máximo esfuerzo que, por lo menos, consiguió sacarme de aquel ataúd. Después, al fin, algunos esfuerzos más y el cómico alivio cuando ese viejo Hermano Fain me vio salir de la caja. Eso ayudó. Sí, son las sonrisas las que a veces nos ayudan a seguir adelante, esos ratos inesperados de regocijo. Después, no obstante, más bien fue montaña abajo durante un largo tiempo. ¿Tiempo? Doce años. Las células cerebrales estaban tan dañadas… Tantas pérdidas. Pero el cerebro tiene unos poderes notables, teniente. Pregúntele a su amigo, el doctor Amfortas. Oh, no, supongo que tendré que preguntárselo por usted.

Sunlight permaneció silencioso durante un rato.

—No hay reacción del gallinero —dijo finalmente—. ¿Es que usted no me cree, teniente?

—No.

Se desvaneció el tono burlón y Sunlight pareció atónito. En un instante, sus facciones habían cambiado y tomaron un aspecto de desamparo.

—¿No me cree usted? —balbuceó.

—No.

Los ojos de Sunlight eran suplicantes y temerosos.

—Tommy dice que no me perdonará, a menos que usted conozca la verdad —dijo.

—¿Qué verdad?

Sunlight se volvió. Y añadió con tristeza:

—Me castigarán por esto.

Parecía estar contemplando un distante terror.

—¿Qué verdad? —preguntó de nuevo el detective.

Sunlight se estremeció y volvió a mirar a Kinderman. Su cara era una súplica urgente.

—Yo no soy Karras —susurró roncamente—. Tommy quiere que usted sepa eso. ¡Yo no soy Karras! Créame, por favor. Si usted no lo hace, Tommy dice que no me dejará. Se quedará aquí. Yo no puedo dejar solo a mi hermano. Por favor, ayúdeme. ¡Yo no puedo ir sin mi hermano!

Kinderman había unido las cejas en expresión de sorpresa. Inclinó la cabeza a un lado.

—¿Ir adonde?

—Estoy tan cansado. Quiero seguir adelante. Ahora ya no hay necesidad de que me quede. Quiero seguir. Su amigo Karras no tuvo nada que ver con las muertes.

Cuando Sunlight se inclinó hacia delante, Kinderman se quedó sorprendido ante la desesperación que había en sus ojos.

—¡Dígale a Tommy que usted cree eso! —suplicó—. ¡Dígaselo!

Kinderman contuvo la respiración. Tuvo una sensación del momento que no hubiera podido explicar. ¿Qué era? ¿Por qué tenía esa sensación? ¿Creía quizá lo que Sunlight le estaba contando? No importaba, decidió finalmente. Él sabía que tenía que decirlo.

—Te creo —añadió con firmeza.

Sunlight se dejó caer contra la pared y sus ojos rodaron hacia el techo y de su boca salieron esos sonidos inarticulados, aquella otra voz:

—Y-y-y-yo te quiero, J-J-J-Jimmy.

Sus ojos se hicieron pesados y soñolientos y la cabeza le cayó sobre el pecho. Después se le cerraron los ojos.

Kinderman se levantó con rapidez de la silla. Alarmado, se acercó en seguida al camastro y colocó el oído junto a la boca de Sunlight. Pero Sunlight no dijo nada más. Kinderman corrió hacia el pulsador del timbre, lo apretó, y después salió corriendo al pasillo. Se encontró con la mirada de Atkins y explicó:

—Está comenzando.

Kinderman se dirigió aprisa al teléfono de recepción. Llamó a su casa. Mary respondió.

—Cariño, no salgas de casa —le dijo el detective con urgencia en la voz—. ¡No dejes que nadie salga de casa! ¡Cierra puertas y ventanas y no dejes que nadie entre hasta que yo llegue!

Mary protestó, repitió las instrucciones y después colgó el teléfono. Kinderman volvió al pasillo frente a la Celda Doce.

—Quiero que unos hombres vayan inmediatamente a mi casa —le dijo a Atkins.

La enfermera Spencer salió de la celda. Miró al detective y explicó:

—Está muerto.

Kinderman la miró sin lograr comprender.

—¿Qué?

Ella repitió:

—Ha muerto. Se le ha detenido el corazón.

Kinderman miró más allá de la enfermera. La puerta estaba abierta y Sunlight tumbado en el camastro.

—Atkins, espera aquí —murmuró el detective—. No llames. No importa. Espera solamente —dijo.

Kinderman entró con lentitud en la celda. Podía oír a la enfermera Spencer que entraba detrás de él. Los pasos de ella se detuvieron pero Kinderman avanzó un poco hasta hallarse junto al camastro. Contempló a Sunlight. Se le habían quitado las sujeciones y la camisa de fuerza. Tenía los ojos cerrados y en la muerte parecía que sus facciones se habían suavizado: en su cara había la expresión de algo como paz, la paz del final de un camino, largo tiempo deseada. Kinderman había visto ya una vez esa expresión. Intentó poner orden en sus pensamientos durante un rato. Después habló sin volverse.

—¿Creo que antes ha preguntado por mí?

Oyó que Spencer decía detrás de él:

—Sí.

—¿Únicamente me ha llamado?

—No sé lo que quiere usted decir —respondió Spencer.

Se colocó junto al detective.

Kinderman volvió la cabeza hacia ella.

—¿Le oyó usted decir algo más?

Ella había cruzado los brazos.

—Bueno, realmente no.

—¿De veras? ¿Qué quiere usted decir con exactitud?

Los ojos de la enfermera parecían oscuros en la vaga luz de la habitación.

—Había una especie de tartamudeo —explicó ella—. Esa voz rara que algunas veces usa. Tartamudea.

—¿Pronunció palabras?

—No estoy segura. —La enfermera alzó los hombros—. No lo sé. Ocurrió justamente antes de que empezara a llamarle a usted. Me pareció que aún se hallaba inconsciente. Yo había entrado para tomarle el pulso. Entonces oí esa especie de tartamudeo. Era algo como… no estoy segura… Algo como «padre».

—¿«Padre»?

La mujer alzó de nuevo los hombros.

—Algo parecido a eso, creo.

—¿Y, en ese momento, todavía estaba inconsciente?

La enfermera respondió:

—Sí. Entonces pareció como si se reanimara y… Oh, sí, ahora recuerdo algo más. Gritó: «Él está acabado».

Kinderman la miró interrogativo.

—¿«Él está acabado»?

—Eso fue justo antes de que comenzara a vocear el nombre de usted.

Kinderman se quedó un rato con la mirada fija; después se volvió y miró el cadáver.

—«Él está acabado»… —murmuró.

—Algo extraño —siguió la enfermera Spencer—. Parecía feliz al final. Durante un segundo, abrió los ojos y parecía feliz. Casi como un niño. —Su voz era extrañamente desconsolada—. Sentí pena por él —dijo—. Qué persona más terrible, psicótica o no. Pero había algo en él que me hizo sentir pena.

—Eso es parte del ángel —explicó Kinderman con suavidad.

Sus ojos seguían clavados en el rostro de Sunlight.

No he oído lo que ha dicho usted.

Kinderman escuchó una gota del grifo que se aplastó en la porcelana del lavabo.

—Puede usted irse ahora, señorita Spencer —le dijo—, gracias.

Escuchó los pasos de la mujer que se alejaban y, cuando se hubo marchado, se inclinó y tocó la cara de Sunlight. Sostuvo allí con suavidad la mano durante un momento; después se volvió y salió con lentitud al pasillo. «Algo parecía diferente», pensó. ¿Qué era?

—¿Qué te preocupa Atkins? —preguntó—. Dímelo, por favor.

Los ojos del sargento tenían una mirada encantada.

—No lo sé —repuso. Encogió los hombros—. Pero tengo información para usted, teniente. El padre del «Géminis» —añadió—. Le hemos encontrado,

—¿De veras?

Atkins afirmó con la cabeza.

—¿Dónde está? —preguntó Kinderman.

Los ojos de Atkins parecían más verdes que nunca, firmes y girando alrededor de un punto del iris.

—Ha muerto —dijo—. Ha muerto de un ataque al corazón.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

Kinderman se quedó con la mirada fija.

—¿Qué demonios está ocurriendo, teniente? —preguntó Atkins.

Kinderman se dio cuenta de qué era diferente. Miró el techo del pasillo. Todas las bombillas lucían con gran brillo.

—Creo que ha terminado —murmuró. Afirmó con la cabeza—. Sí, así lo creo. —Kinderman bajó su mirada hasta Atkins y añadió—: Ha terminado. —Hizo una pausa—: Y le he creído.

En el instante siguiente, todo el terror y la pérdida le inundaron, el alivio y el dolor, y comenzó a descomponérsele el rostro. Se apoyó en una pared y sollozó indominablemente. Atkins fue tomado por sorpresa y, durante un momento, no supo qué hacer; entonces avanzó un paso y sostuvo al detective con sus brazos.

—Todo está arreglado, señor —repetía una y otra vez mientras los sollozos y el llanto continuaron durante unos minutos.

Justamente, cuando Atkins ya temía que nunca se terminaría, comenzó a disminuir; pero el sargento siguió sosteniéndole.

—Estoy sencillamente cansado —murmuró al fin Kinderman—. Lo siento. No hay motivo alguno. Ningún motivo. Estoy sólo cansado.

Atkins le acompañó a casa.