5

Existe una doctrina escrita en secreto que dice que el hombre es un prisionero que no tiene el derecho de abrir la puerta y huir; éste es un misterio que yo no acabo de comprender. Sin embargo, también creo que los dioses son nuestros guardianes, y que nosotros, los hombres, somos posesión suya.

Kinderman pensó en el fragmento de Platón. ¿Cómo podía evitarlo? Estaba presente en este caso,

—¿Qué significa? —Kinderman preguntaba a los otros—. ¿Cómo puede ser esto?

Estaban sentados alrededor de una mesa escritorio en medio de la sala de patrullas. Estaban presentes Kinderman, Atkins, Stedman y Ryan. Kinderman necesitaba actividad a su alrededor, el ajetreo constante de un mundo en donde reinaba el orden y el suelo no se desvanecería debajo de sus pies. Necesitaba la luz.

—Bueno, naturalmente no es una identificación positiva —dijo Ryan.

Se rascó un músculo del antebrazo. Igual que Stedman y Atkins, trabajaba en mangas de camisa; la habitación estaba sobrecalentada. Ryan se encogió de hombros.

—El cabello nunca es definitivo en eso, todos lo sabemos. Sin embargo…

—Sí, sin embargo —dijo Kinderman como un eco—. Sin embargo…

La médula de los cabellos era idéntica en su espesor, y la forma, medida y longitud de cada unidad de las escamas de las cutículas eran exactamente iguales en ambas muestras. Los cabellos que se habían arrancado de las manos de Kintry, presentaban unas raíces redondas y frescas, que hacían suponer una lucha.

Kinderman sacudió la cabeza.

—No puede ser —dijo—. Es farblundjet.

Miró la fotografía que habían tomado a la mujer, y después contempló la taza de té que tenía en la mano. Apretó con un dedo la rodaja de limón, sacudiendo y removiendo un poco. Todavía llevaba puesta la chaqueta.

—¿Qué le mató? —preguntó.

—El shock —respondió Stedman—. Y una asfixia lenta. —Todos le miraron—. Se le inyectó una droga llamada succinilcolina. Diez miligramos por cada cien kilogramos corporales causa parálisis instantánea —explicó—. Kintry tenía dentro casi veinte miligramos. No habría podido moverse ni respirar y, después de aproximadamente unos minutos, no podría respirar. La droga ataca el sistema respiratorio.

Descendió sobre ellos un cono de silencio, aislándoles del resto de la sala, del parloteo ruidoso de los hombres y del sonido de las máquinas.

Kinderman los oía pero los sonidos eran apagados y lejanos, plegarias olvidadas.

—¿Para qué se usa —preguntó Kinderman— este… cómo lo has llamado?

—Succinilcolina.

—Te gusta pronunciar eso, ¿verdad, Stedman?

—Básicamente es un relajante muscular —explicó Stedman—. Se utiliza para anestesiar. Se usa, principalmente, en terapia de electrochoque.

Kinderman asintió.

—Podría señalar —añadió el patólogo— que la droga casi no deja margen para el error. Para conseguir el efecto que deseaba, el criminal tuvo que saber lo que hacía.

—Así que debía ser un médico —dijo Kinderman—. Quizás un anestesista. ¿Quién sabe? Alguien con calificación médica, ¿no es así? Y con acceso a esa droga, se llame como se llame. Incidentalmente, ¿encontramos nosotros alguna jeringuilla hipodérmica en el escenario del crimen o, como de costumbre, sólo alguno de esos premios «Crackerjack» que los niños ricos tiran continuamente?

—No encontramos ninguna jeringuilla —respondió Ryan con estoicismo.

—Encaja —suspiró Kinderman.

La búsqueda en el lugar del crimen les había proporcionado muy poco. Cierto, la maza llevaba las marcas del golpeteo con los clavos; pero únicamente se habían hallado huellas borrosas, y las pruebas de antígeno sanguíneo de saliva en las colillas de cigarrillo demostraban que el fumador tenía sangre del tipo O, el más común. Kinderman vio que Stedman consultaba su reloj de pulsera.

—Stedman, vete a casa —ordenó—. Y tú también, Ryan. Idos. Vamos. Marchaos a casa con vuestras familias y hablad de los judíos.

Se intercambiaron trivialidades de despedida y Ryan y Stedman escaparon hacia las calles sin nada más en sus mentes que la cena y el tráfico. Mientras Kinderman les contemplaba, la sala de patrulla revivió nuevamente para él, como si hubiera sido tocada por sus pensamientos ordinarios. Oyó sonar los teléfonos, a los hombres que gritaban; después cruzaron la puerta y los ruidos terminaron.

Atkins estuvo contemplando a Kinderman mientras éste sorbía su té, perdido en sus pensamientos; le vio cómo sacaba de dentro de la taza la rodaja de limón y la exprimía; después la dejó caer en la taza.

—Todo eso sobre los periódicos, Atkins —dijo distraídamente.

Alzó la mirada y se enfrentó con la firme mirada de Atkins.

—Ha de haber algún error, teniente. Ha de haberlo. Ha de existir alguna explicación. Lo comprobaré otra vez mañana en el Post.

Kinderman volvió la mirada hacia su té y sacudió la cabeza.

—No servirá de nada. No encontrarás nada. Me produce frío en el cerebro. Algo terrible está mofándose de nosotros, Atkins. No encontrarás nada. —Bebió nuevamente té y murmuró después—: Cloruro de succinilcolina. La cantidad exacta.

—¿Y qué hay de la anciana, teniente? Nadie la ha reclamado todavía. En sus ropas no se ha encontrado ninguna huella de sangre.

Kinderman le miró, animado de repente.

—¿Sabes algo de la avispa cazadora, Atkins? No, no lo sabes. No es conocida. No es corriente. Pero esta avispa es increíble. Un misterio. Para comenzar, su tiempo de vida sólo es de dos meses. Un tiempo corto. No importa, sin embargo, mientras sea provechosa. De acuerdo, sale de un huevo. Es un bebé, es graciosa, una avispa pequeña. Al cabo de un mes ya ha crecido del todo y tiene huevos propios. Y ahora, de pronto, los huevos necesitan alimentos, pero de un tipo especial, y sólo de una clase: un insecto vivo, Atkins. Digamos, por ejemplo, una cigarra; sí, las cigarras serían buenas. Tomemos, por ejemplo, a las cigarras. Ahora la avispa cazadora se lo imagina todo. Quién sabe cómo… Es un misterio. Olvídalo. No importa. Pero el alimento ha de estar vivo; la putrefacción sería fatal para el huevo y para la larva, y una cigarra viva y normal aplastaría el huevo o quizá se lo comería. De modo que la avispa no puede echar una red sobre un grupo de cigarras y después darlas a los huevos y decir: «Ea, ahí tenéis vuestra comida». ¿Creías que la vida era fácil para las avispas cazadoras, Atkins? ¿Sólo volar e ir clavando el aguijón todo el día, aleteando alegremente? No, no es tan fácil. De ninguna manera. Tienen problemas. Pero si la avispa, simplemente, puede paralizar a la cigarra, el problema está solucionado y la cena en la mesa. Pero, para hacerlo, ha de planear exactamente dónde clavar el aguijón a la cigarra, lo que supone un conocimiento total de la anatomía de la cigarra. Atkins, las cigarras están totalmente cubiertas por su coraza, esas escamas y, además, ha de calcular exactamente cuánto veneno ha de inyectar o, de otro modo, nuestra amiga la cigarra huirá o se morirá. La avispa necesita todo este conocimiento médico-quirúrgico. No te deprimas, Atkins. Es verdad. Todo va bien. Todas las avispas cazadoras del mundo, en este momento mismo mientras estamos sentados aquí, están cantando «No llores por mí, Argentina», y continúan paralizando insectos por todo el país. ¿No resulta asombroso? ¿Cómo puede ser eso?

—Bueno, es por instinto —explicó Atkins, sabiendo lo que Kinderman quería oír.

Kinderman se enfureció.

—Atkins, nunca digas «instinto», y te daré mi palabra de honor de que yo nunca diré «parámetros». ¿Podríamos encontrar un medio de vida?

—¿Y qué hay de «instintivo»?

—También verboten. Instinto. ¿Qué es el instinto? ¿Es que un nombre explica algo? Alguien te dice que hoy el sol no apareció en Cuba y tú respondes: «No importa, ¿es que hoy es el Día-En-Que-El-Sol-No-Sale-En-Cuba?». ¿Eso lo explica? Dale una etiqueta y ya tienes las cortinas para los milagros, ¿no es cierto? Deja que te diga algo: a mí tampoco me impresionan palabras como «gravedad». Desacuerdo, todo eso es totalmente otra cuestión. Entretanto, volvamos a la avispa cazadora, Atkins. Es asombrosa. Es parte de mi teoría.

—¿Su teoría del caso? —le preguntó Atkins.

—No sé. Podría ser. Quizá no. Es hablar por hablar. No, otro caso, Atkins. Algo mayor. —Hizo un ademán global—. Todo está relacionado. En cuanto a la anciana, entretanto…

Su voz se fue apagando y se oyó el rumor distante de un trueno. Miró por la ventana que una ligera llovizna comenzaba a salpicar en contactos vacilantes. Atkins se agitó en su silla.

—La anciana —suspiró Kinderman, con la mirada vaga—. Ella nos está adentrando en su misterio, Atkins. Yo dudo en seguirla. De veras.

Continuó pensativo durante algún tiempo. Después, bruscamente aplastó su vaso vacío y lo arrojó lejos. Cayó en la papelera, cerca del escritorio. Kinderman se levantó.

—Ve a visitar a tu enamorada, Atkins. Mascad goma y bebed limonada. Preparaos chocolate. En cuanto a mí, yo me voy. Adieu.

Pero durante unos instantes permaneció allí, mirando a su alrededor.

—Teniente, lo lleva usted puesto —dijo Atkins.

Kinderman se tocó el ala de su sombrero.

—Sí, es verdad. Cierto. Buena observación. Bien dicho.

Kinderman continuó ensimismado junto al escritorio.

—Nunca confíes en los hechos —jadeó—. Los hechos nos odian. Huelen mal. Odian a los hombres y odian la verdad.

Bruscamente, se volvió y se alejó vacilante.

Al cabo de un momento estaba de regreso buscando algún libro en los bolsillos de su abrigo.

—Una cosa más —le dijo a Atkins. El sargento se levantó—. Sólo un minuto. —Kinderman miró entre los libros, y después murmuró—: ¡Ajá!

De entre las páginas de una obra de Teilhard de Chardin extrajo una nota que estaba escrita en el dorso de un envoltorio de caramelo. La sostuvo junto a su pecho.

—No mires —pidió con severidad a Atkins.

—No estoy mirando —respondió Atkins.

—Bueno, no lo hagas.

Kinderman, reservadamente, sostuvo en alto la nota y comenzó a leer: «Otro fundamento que confirma la existencia de Dios, relacionado con la razón y no con los sentimientos, es la dificultad extrema, o la casi imposibilidad de concebir este Universo inmenso y maravilloso como el resultado de una casualidad o necesidad ciega».

Kinderman se acercó la nota al pecho y alzó la mirada:

—¿Quién escribió eso, Atkins?

—Usted.

—Los exámenes para teniente no serán hasta el próximo año. Adivine de nuevo.

—No lo sé.

—Charles Darwin —dijo Kinderman—. El origen de las especies.

Y tras decir eso, se metió la nota en el bolsillo y se marchó.

Regresó de nuevo.

—Algo más —le dijo a Atkins.

Se acercó a Atkins, su nariz a unos centímetros de distancia de la del sargento, las manos metidas en las profundidades de los bolsillos de su abrigo.

—¿Qué significa Lucifer?

—Portador de Luz.

—¿Y de qué está hecho el Universo?

—De energía.

—¿Cuál es la forma más común de la energía?

—La luz.

—Lo sé.

Y, tras eso, el detective se alejó, caminando incierto, con lentitud, por la sala de patrullas y bajó la escalera.

No regresó.

La mujer policía Jourdan estaba sentada en un rincón de la habitación del hospital. La anciana estaba bañada en los espectrales rayos de una luz ambarina de la lamparilla nocturna sobre su cama. Yacía inmóvil y silenciosa, con los brazos en los costados, y sus ojos miraban fijamente, sin expresión, perdidos en sus sueños. Jourdan podía oír su respiración regular, eso y el ruido persistente de la lluvia en la ventana. La mujer policía se agitó en su butaca, acomodándose. Cerró sus ojos soñolientos. Y entonces, de pronto, los abrió. En la habitación se oía un ruido extraño. Algo tintineaba y crujía. Era un sonido débil. Inquieta, Jourdan escudriñó la habitación y no supo que estaba asustada hasta que, instintivamente, suspiró aliviada al descubrir que el sonido lo habían causado unos cubitos de hielo que se descongelaban en un vaso junto a la cama.

Vio que se abría la puerta. Era Kinderman. Entró con suavidad en la habitación.

—Tome un respiro —le dijo a Jourdan.

Sintiéndose agradecida, la mujer se fue.

Kinderman estuvo contemplando a la mujer anciana durante un rato. Después se quitó el sombrero.

—¿Te encuentras bien, querida? —le preguntó con gentileza.

La anciana no respondió. Entonces, bruscamente, sus brazos se alzaron y sus manos trazaron los misteriosos movimientos simétricos que Kinderman había visto en la Casa del Embarcadero del Potomac. Cuidadosamente, Kinderman cogió una silla y la colocó con suavidad junto a la cama. Le llegó el olor del desinfectante. Se sentó en la silla y comenzó a observar con intensidad. Los movimientos tenían un significado. ¿Cuál era su significado? Las manos producían sombras en la pared opuesta, negros jeroglíficos arañiles, como un código. Kinderman estudió el rostro de la mujer. Tenía cierta expresión de santidad y en sus ojos se reflejaba algo extraño parecido a un anhelo.

Durante casi una hora Kinderman permaneció allí, en esa media luz extraña, con el sonido de la lluvia y su respiración y sus pensamientos. En un tiempo, meditó acerca de los quarks y los rumores de la física, respecto de que la materia no era una cosa, sino, simplemente, procesos en un mundo de sombras engañosas e ilusiones, un mundo en el que se decía que los neutrinos eran espíritus, y los electrones podían retroceder en el tiempo. Mira directamente a las estrellas más débiles y se desvanecerán —pensó Kinderman—, su luz sólo entra una vez por los conos de los ojos; pero mira a su alrededor y las verás: su luz proyecta rayos. Kinderman presintió que, en este nuevo universo extraño, él debía mirar a un costado para resolver su caso. Rechazaba que la anciana estuviera involucrada en el crimen; y, sin embargo, de alguna manera que Kinderman no podía aclarar, ella, en cierto modo, lo personificaba. Este instinto era enigmático y, sin embargo, vigoroso, cada vez que Kinderman reflexionaba separando los hechos.

Cuando cesaron, finalmente, los movimientos de la anciana, el detective se levantó y miró hacia la cama. Sostenía el sombrero con ambas manos, por las alas, y dijo:

—Buenas noches, señorita. Siento haberla molestado.

Después, salió de la habitación.

Jourdan estaba fumando en el vestíbulo. El detective se acercó a ella y estudió su cara. Parecía inquieta.

—¿Ha hablado? —le preguntó.

La mujer exhaló humo y negó con la cabeza.

—No. No ha hablado.

—¿Comió algo?

—Sí, cereales. Sopa caliente.

La mujer sacudió una ceniza inexistente.

—Pareces inquieta —le dijo Kinderman.

—No sé. Me pongo algo nerviosa ahí dentro. No hay motivo. Es sólo un presentimiento. —Se encogió de hombros—. No sé por qué…

—Estás muy cansada. Anda, vete a casa —le pidió el detective—. Hay enfermeras…

—No importa, no quisiera dejarla. Es tan patética. —Sacudió otra ceniza y sus ojos se movieron nerviosos—. Sí, supongo que, pese a todo, estoy bastante cansada. ¿Cree usted que debería de veras marcharme?

—Te has portado a las mil maravillas. Ahora vete a casa.

Jourdan pareció aliviada.

—Gracias, teniente. Buenas noches.

Se volvió y se alejó con rapidez. Kinderman estuvo contemplándola. También ella lo ha notado —pensó—, ha notado la misma cosa. ¿Pero qué? ¿Cuál es el problema? Esa anciana no lo hizo.

Kinderman contempló a una mujer de la limpieza, anciana, que se hallaba trabajando. En su cabeza llevaba una cinta sucia de color rojo. Fregaba el suelo. Es una mujer de la limpieza que friega el suelo —pensó—, eso es todo.

De nuevo en contacto con la normalidad, se fue a casa. Anhelaba su cama.

Mary estaba esperándole en la cocina. Se sentaba a la pequeña mesa de arce, envuelta en una bata de lana color azul pálido. Mary tenía un rostro obstinado y ojos maliciosos.

—Hola Bill. Pareces cansado —dijo.

—Me estoy cayendo de sueño.

La besó en la frente y se sentó.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

—No mucha.

—Hay un poco de carne.

—¿No será la carpa?

Mary se echó a reír.

—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó.

—Buenos momentos, como de costumbre, un juego.

Mary sabía lo de Kintry. Lo había oído en las noticias. Pero hacía años habían acordado que el trabajo de Kinderman nunca debía penetrar en la paz de su hogar, por lo menos no como tema de conversación. Las llamadas telefónicas nocturnas no podían evitarse.

—Así, pues, ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo estaba Richmond? —preguntó él.

Ella hizo una mueca.

—Desayunamos allí, algo tarde, huevos revueltos y jamón, y los trajeron con porciones de cáscara, y mamá voceó allí mismo en el mostrador «estos judíos están locos».

—¿Y dónde está ella, nuestra venerable mavin de los fondos del río?

—Duerme.

—Gracias a Dios.

—Bill, sé amable. Puede oírte.

—¿En su sueño? Sí, naturalmente, amorcito. El Fantasma de la Bañera está siempre vigilando. Ella sabe que yo podría hacer algo realmente alocado con ese pez. Mary, ¿cuándo vamos a comernos esa carpa? Te hablo muy en serio.

—Mañana.

—De modo que esta noche me quedo otra vez sin baño, no?

—Puedes ducharte.

—Yo quiero un baño con montones de burbujas. ¿Crees que a la carpa le importarían algunas burbujas? Estoy dispuesto a negociar un acercamiento. Incidentalmente, ¿dónde está Julia?

—En su clase de danza.

—¿Clase de danza durante la noche?

—Bill, sólo son las ocho de la noche.

—Debería danzar de día. Es mejor.

—¿Mejor cómo?

—Fuera hay más luz. Es mejor. Podrá ver sus zapatos de punta. Únicamente los goyim danzan bien en la oscuridad. Los judíos tropiezan. No les gusta.

—Bill, tengo algunas novedades que espero no te enfurezcan.

—Vaya, la carpa ha tenido quintillizos…

—Por ahí. Julie quiere cambiarse su apellido por Febré.

El detective quedó perplejo.

—No hablas en serio.

—Hablo en serio.

—No, estás bromeando.

—Afirma que sería mejor para su imagen como danzarina.

Kinderman dijo atonalmente:

—Julie Febré.

—¿Por qué no?

Kinderman respondió:

—Los judíos son farmischt, no Febré. ¿Es esto lo que resulta de todo este jaleo que vemos en nuestra cultura? Lo siguiente será que el doctor Bernie Feinerman le deje respingona la nariz para estar de acuerdo con su nombre, y después de eso será la Biblia y el Libro de Febré, y en el Arca no habrá nada que se parezca a un ñu, únicamente animales de corte limpio llamados Melodía o Tab, todos ellos WASP[2] de Dubuque. Algún día encontrarán los restos del Arca en los Hamptons. Deberíamos agradecer a Dios que el Faraón no esté aquí, ese goniff… En ese caso, se estaría riendo ahora mismo en nuestras barbas.

Mary dijo:

—Las cosas podrían ir peor.

Él respondió:

—Es posible.

—¿Se detiene el Arca en Richmond?

Kinderman estaba mirando al vacío.

—Lo salmos de Lance —dijo—. Me estoy ahogando.

Suspiró y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—Querido, vete a la cama, por favor —dijo Mary—. Estás agotado.

Él asintió.

—Sí. Estoy cansado. —Se levantó, se acercó a ella y la besó en la mejilla—. Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, Bill. Te quiero.

—Yo también te quiero.

Subió la escalera y, al cabo de pocos minutos, estaba dormido.

Soñó. Al principio, sobrevolaba lugares campestres, resplandecientes, de colores brillantes; después eran pueblos y, más tarde ciudades, que de pronto se convirtieron en extraños y vulgares. Tenían el aspecto que debían tener, pero de alguna manera resultaban raros, y sabía que nunca podría describirlos. Como en cualquier otro sueño, Kinderman no tenía sensación de su cuerpo y, sin embargo, se sentía vigoroso y fuerte. Y el sueño era lúcido: él sabía que estaba dormido en su cama y que estaba soñando, y tenía un recuerdo total de los sucesos del día.

Bruscamente, se encontró de pie dentro de un edificio titánico construido de piedra. Sus paredes eran lisas y de un suave color rosa, que formaba una bóveda en un techo de sorprendente altura. Tuvo la sensación de hallarse en una inmensa catedral. Un gran espacio estaba lleno de camas semejantes a las que se encuentran en un hospital, estrechas y blancas, y había centenares de personas, posiblemente más, ocupadas en diversas actividades tranquilas. Algunas estaban sentadas o tumbadas en sus camas, mientras que otras deambulaban con sus pijamas o sus batas. La mayoría leían o hablaban, aunque un grupo de cinco de ellas cerca de Kinderman se reunían alrededor de una mesa y una especie de radiotransmisor. Sus rostros estaban alerta, y Kinderman pudo oír que una de ellas decía:

—¿Puede usted oírme?

Unos seres extraños paseaban por allí, hombres alados como ángeles con uniformes de médicos. Se movían entre las camas y las columnas de luz solar que se formaban a través de las ventanas circulares con cristales de colores. Parecían estar recetando o en tranquila conversación. El ambiente general era de paz.

Kinderman avanzó por entre las hileras de las camas que se extendían hasta donde él podía ver. Nadie notó su presencia, excepto, quizás, un ángel que volvió la cabeza y le miró con agrado cuando pasó junto a él y después volvió a su quehacer.

Kinderman vio a su hermano Max. Había sido estudiante de rabino durante muchos años, hasta su muerte en 1950. Como en los sueños corrientes, en donde los muertos nunca son vistos como tales, Kinderman se acercó sin prisas a Max, y se sentó junto a él en la cama.

—Me alegra verte, Max —le dijo. Y añadió—: Ahora los dos estamos soñando.

Su hermano movió con gravedad la cabeza y respondió:

—No, Bill. Yo no estoy soñando.

Y Kinderman recordó que Max estaba muerto. Junto a esta súbita realización, llegó la certeza absoluta de que Max no era una ilusión.

Kinderman le abrumó con preguntas sobre el más allá.

—¿Todas estas personas están muertas? —le preguntó.

Max asintió.

—Qué misterio —dijo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Kinderman.

Max se encogió de hombros.

—No lo sé. No estoy seguro. Pero nosotros venimos aquí primero.

—Parece un hospital —observó Kinderman.

—Sí, todos nosotros somos tratados aquí —explicó Max.

—¿Sabes adonde vais después de esto?

Max repuso:

—No.

Continuaron hablando y, finalmente, Kinderman le preguntó abiertamente:

—¿Existe Dios, Max?

—No en el mundo de los sueños, Bill —respondió Max.

—¿Cuál es el mundo de los sueños, Max? ¿Es éste acaso?

—Es el mundo en donde meditamos nosotros mismos.

Cuando Kinderman le apremió para que aclarara su respuesta, las declaraciones de Max se hicieron vagas y confusas. En un momento dado explicó:

—Tenemos dos almas.

Después volvió a mostrarse dubitativo e incierto, y el sueño comenzó a desvanecerse por los costados, haciéndose más llano e insustancial hasta que, finalmente, Max fue sólo un fantasma que farfullaba palabras.

Kinderman se despertó y alzó la cabeza. A través de una rendija en las cortinas delante de una ventana vio la luz cobalto del amanecer. Dejó caer la cabeza nuevamente en la almohada y pensó en el sueño. ¿Qué significaba?

—Ángeles médicos —murmuró en voz alta.

Mary se agitó a su lado dormida. Kinderman se levantó con suavidad y abandonó la cama y entró en el cuarto de baño. Buscó a tientas el ligero interruptor y, cuando lo encontró, cerró la puerta y encendió la luz. Alzó el asiento del vaso del retrete y orinó. Al hacerlo echó una ojeada hacia la bañera. Vio a la carpa, que nadaba perezosamente, y desvió la mirada sacudiendo la cabeza.

Momzer —murmuró.

Tiró de la cadena, descolgó su bata de un gancho de la puerta, apagó la luz y bajó la escalera.

Preparó un poco de té y se sentó a la mesa, perdido en pensamientos. ¿Era el sueño del futuro? ¿Un augurio de su muerte? Sacudió la cabeza. No, sus sueños del futuro tenían cierta configuración. Este sueño no la tenía. Este sueño no se parecía a ninguno de los que tuviera anteriormente. Le había afectado profundamente.

—No en el mundo de los sueños —murmuró—. Dos almas. Es el mundo en donde meditamos nosotros mismos.

«¿Sería el sueño su subconsciente y que le proporcionaba pistas al problema del dolor?», se preguntó. Quizá. Recordó Visiones, un ensayo de Jung, que describía el roce del psiquiatra con la muerte. Había estado hospitalizado y en coma cuando, de pronto, se encontró fuera de su cuerpo y a la deriva a muchos kilómetros por encima del planeta. Cuando estaba a punto de entrar en un templo flotante en el espacio, percibió vagamente la forma de su médico en su forma arquetipo, la de un basileo de Kos. El médico le reprendió y le exigió que retornase a su cuerpo para poder terminar su trabajo en la tierra. Un instante después, Jung estaba despierto en su cama del hospital. Su primera emoción fue la de inquietud por su médico, porque se le había aparecido en su forma arquetipo; ciertamente, su médico cayó enfermo algunas semanas después y murió al poco tiempo. Pero las emociones dominantes que Jung había sentido —y continuó sintiendo durante los seis meses siguientes— eran de depresión y de rabia por haber vuelto a un cuerpo y a un Universo que ahora él percibía como «cajas». «¿Cuál era la respuesta?», se preguntó Kinderman. ¿Sería acaso el Universo tridimensional una construcción artificial diseñada para encontrar solución a unos problemas específicos que no podrían ser solucionados de ninguna otra manera? ¿Es que el problema de la maldad en el mundo era intencionado? ¿Se colocaría el alma en un cuerpo como los hombres se ponían un traje de inmersión para entrar en el océano y trabajar en las profundidades de un mundo extraño? ¿Escogíamos nosotros quizás el dolor que sufríamos inocentemente?

Kinderman se preguntó si un hombre podía ser hombre sin dolor, o por lo menos la posibilidad de dolor. ¿No quedaría quizá limitado a ser un oso panda jugador de ajedrez? ¿Podría haber honor, valentía o bondad? Un dios que fuese bueno no podía evitar su intervención para aliviar el grito de un niño que sufría. Sin embargo, Él no lo hacía. Él miraba hacia delante. ¿Sería eso porque el hombre le había pedido que mirase al frente? ¿Porque el hombre había escogido, deliberadamente, el crisol para poder ser hombre antes de que comenzara el tiempo y los ardientes firmamentos hubieran sido esparcidos?

Un hospital. Médicos ángeles.

Sí, todos nosotros somos tratados aquí. Naturalmente —pensó Kinderman—. Encaja. Después de la vida hay una semana en la Puerta Dorada. Quizá también alguna Florida. No haría ningún mal.

Kinderman acarició durante un rato sus pensamientos, y decidió que la teoría del sueño se derrumbaba si la confrontaba con el sufrimiento de los animales mayores. La bestia más salvaje ciertamente no había escogido el sufrimiento, y el perro más leal no tenía vida futura. Pero ahí hay algo —pensó—; está cerca. Necesitaba un salto final, sorprendente, para que todo tuviera sentido y conservara la bondad de Dios. Estaba seguro de que se hallaba cerca de descubrirlo.

Pasos en la escalera, rápidos y ligeros. Kinderman miró a un lado e hizo una mueca. Los pasos se aproximaron cautamente a la mesa. Kinderman alzó la mirada. La madre de Mary estaba de pie, dominándole. Tenía ochenta años, era bajita y su cabello plateado aparecía recogido en un moño. Kinderman la observó. Hasta entonces nunca había visto una bata de color negro.

—No sabía que estuvieras levantado —dijo ella reservada.

Toda su cara aparecía fruncida.

—Estoy levantado —dijo Kinderman—. Eso es un hecho.

Ella pareció estar reflexionando lo dicho durante unos momentos. Después se acercó al fogón y dijo:

—Voy a prepararte un poco de té.

—Ya tengo.

—Pues tendrás más.

Bruscamente, ella se acercó inclinándose y miró su taza, dirigiéndole después una mirada como la que Dios debió lanzar a Caín después de haberle sido comunicadas las noticias.

—Está frío —dijo—. Yo lo prepararé caliente.

Kinderman miró su reloj. Casi las siete. «¿Qué había sucedido con el tiempo?», se pregunto.

—¿Cómo estaba Richmond? —preguntó.

—Todo schvartzers. No me obligues a ir allí nunca más.

Puso una tetera al fuego, con vigor, y comenzó a murmurar en yiddish. Sonó un teléfono que había en la mesilla de desayuno.

—Déjalo, yo lo cogeré —dijo la madre de Mary. Se movió con rapidez y cogió el auricular. Dijo—:

Kinderman la observó mientras ella escuchaba y, después, apartó el aparato con un murmullo de desprecio.

—Es para ti. Alguno de tus amigos gángsteres.

Kinderman suspiró. Se levantó y cogió el auricular.

—Kinderman —susurró con cansancio.

Escuchó. Su expresión quedó rígida.

—Estaré ahí en seguida —repuso.

Y colgó.

En la misa de las seis treinta en la iglesia de la Santísima Trinidad, habían asesinado a un sacerdote católico. Le habían decapitado en el confesionario mientras escuchaba una confesión.

Nadie en el escenario del crimen tenía la menor idea sobre quién pudo haberlo hecho.