14
Estaba sentado en un espacio entre el miedo y la nostalgia, con una grabadora portátil en una mano mientras escuchaba cintas de música que habían compartido. ¿Sería de día o de noche afuera? No lo sabía. El mundo estaba cubierto con un velo más allá de su sala de estar, y la luz de las lámparas parecía débil. No podía recordar cuánto tiempo hacía que estaba allí sentado. ¿Eran horas o serían minutos? La realidad danzaba entrando y saliendo de su foco en una arlequinada silenciosa, burlona. Había duplicado la dosis de esteroides, según recordaba; el dolor se había convertido en un latido fuerte, el precio que su cerebro había fijado para su ruina, ya que la droga destruía sus conexiones vitales. Contemplaba el sofá y vio cómo se reducía a la mitad de su tamaño. Al comprobarlo, sonrió, cerró los ojos y se entregó del todo a la música, una canción pegadiza de un espectáculo que habían visto:
Tócame. Es tan fácil dejarme sólo con los recuerdos de mis días al sol.
La canción llenaba su alma. Quiso oírla más alto y buscaba a tientas el control de volumen en la grabadora, cuando oyó que la cinta se caía suavemente al suelo. Al inclinarse, tentando para recogerla, dos más cayeron de su regazo. Abrió los ojos y vio al hombre. Estaba contemplando a su doble.
La figura estaba agachada a medio aire, como sentada, imitando precisamente la postura de Amfortas. Vestía idénticos vaqueros de sarga y un suéter azul, y le devolvía una mirada igualmente atónita.
Amfortas se inclinó hacia atrás; también aquello. Amfortas se puso una mano en la cara: aquello hizo lo mismo. Amfortas dijo: «Hola», y aquello dijo «Hola». Amfortas sintió que el corazón le latía más de prisa. El «doble» era una alucinación frecuente en desórdenes graves del lóbulo temporal, pero mirar dentro de aquellos ojos y de aquel rostro, resultaba algo inquietante, espectral, casi aterrador. Amfortas cerró los ojos y comenzó a respirar hondo y, lentamente, los latidos de su corazón comenzaron a disminuir. «¿Estaría allí su doble cuando abriese de nuevo los ojos?», se preguntó. Miró. Allí estaba. Ahora Amfortas se sintió fascinado. Ningún neurólogo había visto jamás «el doble». Los informes sobre su conducta eran vagos y contradictorios. Le invadió un interés clínico. Se cogió los pies que sostuvo en alto. El doble hizo lo mismo. Colocó los pies en el suelo. El doble le siguió. Entonces, Amfortas comenzó a cruzar y descruzar los pies a un ritmo que intentó que fuese casual y sin método, pero el doble reprodujo sus movimientos simultáneamente, sin fallas ni variaciones.
Amfortas se detuvo y reflexionó unos momentos. Después, alzó la grabadora con la mano. Cuando el doble imitó la acción, su mano estaba vacía, curvada en el aire. Amfortas se preguntó por qué la alucinación no llegaba a incluir la grabadora. Después de todo, el doble iba vestido. No pudo encontrar explicación alguna.
Amfortas bajó la mirada hacia los zapatos de su doble. Eran igual que los suyos, «Nikes» a rayas azules y blancas. Miró sus propios pies y los inclinó hacia dentro, asegurándose de no mirar si el doble hacía lo mismo. ¿Le imitaría si él no observaba su acción al tiempo que le sucedía? Alzó la mirada hasta los pies de su doble. Ya estaban inclinados hacia dentro. Amfortas estaba pensando qué más podía intentar, cuando observó que el extremo del cordón izquierdo del doble tenía algo como una marca de tinta o alguna aspereza. Cuando comprobó su propio zapato, vio que su cordón estaba exactamente igual. Pensó que era algo extraño. No sabía que hubiera visto esa marca hasta aquel momento. ¿Cómo la había notado en el doble? Quizá su inconsciente lo sabía, decidió.
Amfortas alzó la mirada hasta los ojos del doble. Era ardiente y feroz. Amfortas se inclinó más de cerca; creyó ver la luz de la lámpara reflejada en los ojos. «¿Cómo podía ser eso?», se preguntó el neurólogo. De nuevo, experimentó cierta sensación de inquietud. El doble estaba mirándole fijamente. Amfortas oyó voces que le llegaban desde la calle, estudiantes que se voceaban mutuamente; quedó todo en silencio después y Amfortas pensó que podía oír el latido de su corazón cuando, repentinamente, el doble se apretó la sien haciendo una mueca de dolor, y Amfortas fue capaz de distinguir la acción del doble distinta a la suya propia mientras las pinzas cauterizantes le agarraban el cerebro. Se levantó tambaleante y la grabadora y las cintas se cayeron al suelo. Amfortas avanzó a ciegas y chocó contra los escalones, derribando una mesa y una lámpara. Gimiendo, llegó vacilante hasta su dormitorio, abrió el maletín que estaba encima de la cama y buscó a tientas la aguja hipodérmica y la droga. El dolor era insoportable. Cayó pesadamente al borde de la cama y, con manos temblorosas, llenó la jeringuilla. Casi no veía. La clavó a través del tejido de sus pantalones e introdujo doce miligramos de esteroides en su cadera. Lo había hecho tan rápidamente que la droga golpeó su músculos como un martillo; pero pronto su dolor se calmó un poco en su cabeza, y recuperó cierta serenidad y claridad de pensamiento. Exhaló una respiración larga y aleteante y dejó caer la jeringuilla de entre sus dedos al suelo. Rodó por la madera deteniéndose junto a la pared.
Cuando Amfortas alzó la cabeza, estaba mirando a su doble. Se hallaba sentado en medio del aire, enfrentándose serenamente con su mirada. Amfortas vio una sonrisa en sus labios, su propia sonrisa.
—Te había perdido la pista —dijeron ambos en un perfecto unísono. Ahora Amfortas comenzaba a sentirse mareado—. ¿Sabes cantar? —se dijeron.
Y juntos comenzaron a canturrear un fragmento del Adagio de la Sinfonía en Do de Rachmaninoff. Cuando terminaron, ambos rieron divertidos.
—Eres un buen compañero —se dijeron.
Amfortas alzó su mirada hacia la mesilla y la cerámica verde y blanca del pato. Lo alzó y lo sostuvo en alto, tiernamente, mientras sus ojos lo examinaban con atención, recordando.
—Se lo compré a Ann cuando todavía éramos solteros —dijeron—. Lo compré en «Mamma Leone’s», en Nueva York. La comida era horrible pero el pato fue un éxito. Ann siempre adoró esta cosita loca.
Miró a su doble. Se sonrieron cariñosamente.
—Como aquellas flores en Bora Bora. Ella dijo que tenía grabada en su corazón una pintura de aquello.
Amfortas frunció el entrecejo y el doble también lo frunció. El duplicado de su voz, bruscamente, había comenzado a molestar al neurólogo. Sentía una extraña sensación de estar flotando, de desconectarse de cuanto le rodeaba. Algo olía horriblemente.
—Vete —le dijo al doble.
Y éste persistía, imitando sus palabras. Amfortas se levantó y caminó vacilante hacia la escalera. Podía ver el doble a su lado, una imagen de sus movimientos en el espejo.
En el instante siguiente, Amfortas se encontró sentado en su butaca de la sala de estar. No sabía cómo había llegado hasta allí. Estaba sosteniendo el pato en su regazo. Su mente parecía clara otra vez, y sosegada, aunque de alguna manera se sentía sufriendo a una distancia lejos de sus percepciones. Oía un pesado latido en su corazón, pero no lo sostenía. Miró al doble con desagrado. Estaba frente a él, sentado en el aire, enfurruñado. Amfortas cerró los ojos para escapar de la visión.
—¿Te importa si fumo?
Por un momento, la voz no quedó grabada; entonces Amfortas abrió los ojos y miró. El doble estaba sentado en el sofá con una pierna cómodamente estirada sobre los cojines. Encendió un cigarrillo y echó el humo.
—Dios sabe que he estado intentando dejar de fumar —dijo—. Oh, bueno, por lo menos no fumar tanto.
Amfortas estaba atónito.
—¿Te he asustado? —preguntó el doble. Frunció el entrecejo como en muestra de simpatía—. Lo siento terriblemente. —Se encogió de hombros—. Hablando con franqueza, no debería estar descansando de esta manera, pero, por el amor de Dios, estoy cansado. Eso es todo. Necesito un descanso. Y en este caso, ¿qué daño puede hacer? ¿Sabes lo que quiero decir? —Estaba mirando a Amfortas con aire de expectación, pero el neurólogo seguía sin poder hablar—. Lo entiendo —dijo al final—. Supongo que se tarda un poco en acostumbrarse. Todavía no he aprendido a entrar de una manera sutil. Supongo que hubiera podido intentarlo poco a poco, unos centímetros de cada vez. —Hizo un ademán de renuncia y añadió después—: Imprevisión. De todos modos, aquí estoy y presento mis disculpas. Todos estos años he estado pendiente de ti, naturalmente, pero tú nunca has sabido de mí. Lástima.
Algunas veces hubiera querido sacudirte, por decirlo así; enderezarte. Bueno, supongo que esto no puedo hacerlo, ni tampoco ahora. Unas normas estúpidas. Pero, por lo menos, podemos mantener una charla. —De pronto parecía solícito—. ¿Estás mejor? No. Ya veo que el gato todavía se te ha comido la lengua. No importa, seguiré hablando hasta que te acostumbres a mí. —Un poco de ceniza del cigarrillo cayó sobre su suéter. Miró hacia abajo y la limpió, murmurando—: Descuidado.
Amfortas comenzó a soltar una risita estúpida.
—Está vivo —dijo el doble—. Qué bien… —Le miró fijamente mientras Amfortas seguía riendo—. Bien hasta cierto punto —comentó severamente el doble—. ¿Quieres que te imite otra vez?
Amfortas negó con la cabeza, riéndose todavía. Entonces observó que la mesa y la lámpara que había derribado antes estaban nuevamente en su lugar. Miró asombrado.
—Sí, yo los recogí —dijo el doble—. Yo soy real.
Amfortas devolvió la mirada al doble.
—Tú estás en mi mente —dijo.
—Cinco palabras. Bien hecho. Estamos progresando. Me refiero a la forma —dijo el doble— no al contenido.
—Tú eres una alucinación.
—¿También la mesa y la lámpara?
—Perdí conciencia al bajar los escalones. Yo los recogí y después lo olvidé.
El doble soltó el humo con un suspiro.
—Almas terrenales —murmuró, sacudiendo la cabeza—. ¿Te ayudaría a convencerte si te tocase? ¿Si tú pudieras sentirme?
—Quizá —repuso Amfortas.
—Bueno, pues no puede hacerse —siguió el doble—. Eso no se permite.
—Es porque estoy viviendo una alucinación.
—Si dices eso otra vez vomitaré. Oye, ¿a quién crees que estás hablando?
—A mí mismo.
—Bueno, eso es parcialmente correcto. Felicidades. Sí. Soy tu otra alma —dijo el doble—. Di «Encantado de conocerte» o algo, ¿quieres? Modales. Oh, esto me recuerda una historia. Sobre presentaciones y cosas por el estilo. Es adorable. —El doble se incorporó un momento, sonriente—. Me lo contó el doble de Noel Coward, y el propio Coward dice que es verdad, que sucedió. Parece que se hallaba de pie en una fila de una recepción real. Estaba justamente a la derecha de la Reina y al otro lado de él sé hallaba Nicol Williamson. Bueno, entonces llegó un hombre llamado Chuck Connors. Un actor americano. ¿Lo conoces? Claro. Bueno, pues alargó la mano para estrechar la de Noel y le dice: «Señor Coward, ¡soy Chuck Connors!». Y Noel replicó, inmediatamente, en un tono tranquilizador, sosegante: «¡Vaya, querido muchacho, naturalmente que lo eres!». ¿No es adorable? —El doble se inclinó acomodándose en el sofá—. Qué ingenioso es Coward… Lástima que ya ha cruzado la frontera… Bueno para él, claro está. Malo para nosotros. —El doble miró de modo significativo a Amfortas—. Los buenos conversadores son tan escasos… —dijo—. ¿Me sigues o no me sigues la corriente? —Aplastó el cigarrillo en el suelo—. No te preocupes. No se quemará nada —explicó.
Amfortas experimentó una mezcla de duda y excitación. Había algo de realidad en aquel doble, un sabor de vida que no era la suya propia.
—¿Por qué no me demuestras que no sufro una alucinación? —pidió.
El doble pareció asombrado.
—¿ Demostrarlo ?
—Sí.
—¿Cómo?
—Dime algo que yo no sepa.
—No puedo quedarme aquí para siempre —afirmó el doble.
—Algún hecho que yo desconozca y que pueda comprobar.
—¿Conocías esa pequeña historia sobre Noel Coward?
—Yo la inventé. Eso no es un hecho.
—Eres altamente insaciable —dijo el doble—. ¿Te crees que posees el ingenio suficiente para inventar esa historia?
—Mi inconsciente lo tiene —repuso Amfortas.
—Nuevamente te acercas a la verdad —dijo el doble—. Tu inconsciente es tu otra alma. Pero no exactamente de la manera que tú supones.
—Explícame eso, por favor.
—Preveniente —musitó el doble.
—¿Cómo?
—Ese es un hecho que tú no conoces. Acaba de ocurrírseme «Preveniente». Es una palabra. La oí a Noel. ¿Estás satisfecho?
—Conozco las raíces latinas de esa palabra.
—Esto es absolutamente enloquecedor por no decir insufrible —siguió el doble—. Me doy por vencido. Eres alucinante. Y ahora supongo que vas a decirme que tú no cometiste esos crímenes. Hablando de hechos que no conoces, muchacho.
Amfortas se quedó helado. El doble le miró con malicia.
—Supongo que no lo niegas. Me parece que no.
—¿Qué crímenes? —preguntó.
—Ya sabes. Los sacerdotes. Aquel chico.
—No.
Amfortas sacudió la cabeza.
—Oh, no seas testarudo. Sí, ya sé, tú no eras consciente totalmente de ello. Pero… —El doble se encogió de hombros—. Tú lo sabías. Lo sabías.
—Yo no tengo nada que ver con esas muertes.
El doble pareció irritado y suspicaz. Se sentó.
—Oh, ya supongo que ahora vas a culparme a mí. Bueno, no tengo un cuerpo, de modo que eso me descarta. Además, no me entremeto. ¿Lo entiendes? Fuiste tú y tu cólera los que cometisteis esos crímenes. Sí, tu cólera hacia Dios por haberte quitado a Ann. Enfréntate a ello. Ésa es la razón por la que estás permitiéndote morir. Es tu culpabilidad. A propósito, ésa es una idea estúpida. Es la salida del cobarde. Es prematuro.
Amfortas miró la figura de cerámica. La apretaba, mientras movía la cabeza.
—Yo quiero estar con Ann —comentó.
—Ella no está allí.
Amfortas alzó la cabeza.
—Veo que me he ganado tu atención —dijo el doble. Se acomodó nuevamente en el sofá—. Sí, tú te estás muriendo, porque deseas encontrarte con Ann. Bueno, no voy a discutir eso ahora. Eres demasiado testarudo. Pero no servirá de nada. Ann se ha trasladado a otra ala. Con toda esa sangre en tu alma, dudo que puedas reunirte jamás con ella. Siento terriblemente tener que decirte esto, pero yo no estoy aquí para contarte mentiras. No puedo hacerlo. Ya tengo bastantes problemas tal como están las cosas.
—¿Dónde está Ann?
El corazón del neurólogo latía aprisa, y el dolor se acercaba cada vez más a su campo consciente.
—Ann está siendo tratada —explicó el doble—. Como el resto de nosotros. —De pronto se mostró astuto—: ¿Sabes de dónde he venido ahora?
Amfortas volvió la cabeza y miró estúpidamente a la grabadora en un rincón y, después, le devolvió la mirada al doble.
—Sorprendente. Un hito en la historia del conocimiento. Sí, has oído mi voz anteriormente en tus cintas. Yo procedo de allí. ¿Te gustaría enterarte de todo al respecto?
Amfortas estaba pasmado. Asintió.
—Pues creo que no puedo contártelo —siguió el doble—. Lo siento. Hay normas y reglas. Digamos, sencillamente, que se trata de un lugar de transición. En cuanto a Ann, como te he dicho antes, ella ha proseguido. Y vale más así. Hubieras acabado por descubrir lo concerniente a ella y a Temple.
El neurólogo contuvo la respiración y le miró con fijeza. Se acrecentaban los golpes en su cabeza y el dolor se hacía más intenso e insistente.
—¿Qué es lo que quieres decir? —le dijo, y se le rompía la voz.
El doble alzó los hombros y miró a lo lejos.
—¿Te gustaría oír una bonita definición de los celos? Es ese sentimiento que uno experimenta cuando alguien, que uno detesta plenamente, está pasándolo en grande sin uno. En eso podría haber algo de verdad. Piensa en ello.
—Tú no eres real —exclamó Amfortas con voz ronca.
Veía confusamente. El cuerpo del doble ondulaba sobre el sofá.
—Cristo, estoy sin cigarrillos.
—Tú no eres real.
La luz empezó a disminuir.
El doble era una voz y un movimiento tembloroso.
—Vaya, ¿no lo soy? Bueno, pues por Dios, voy a pasarme por alto otra norma. No, realmente. Mi paciencia ha llegado al límite. Hay una enfermera que hoy se ha unido a tu personal. Se llama Cecily Woods. Tú no tienes manera de haberlo sabido. Vamos, coge el teléfono y comprueba si tengo o no tengo razón. ¿Quieres un hecho que tú no conocías? Pues ya lo tienes. Vamos. Llama. Llama a Neurología y pide por la enfermera Woods.
—Tú no eres real.
—Llámala ahora mismo.
—¡Tú no eres real!
Amfortas gritaba. Se levantó de la silla, con la cerámica en la mano, el cuerpo tembloroso y el dolor crecía, le desgarraba y apretaba y le hacía sollozar:
—¡Dios, Dios mío!
Se movió ciegamente hacia el sofá, tropezando, sollozando y cuando la habitación comenzó a girar, resbaló y cayó hacia delante, golpeando con la cabeza la esquina de la mesita del café con tal fuerza que se produjo una herida. Cayó desplomado al suelo, y la pieza de cerámica verde y blanco que agarraba fuertemente se rompió en pedazos con un sonido de estropicio y pérdida. A los pocos momentos, la sangre que le brotaba de la sien lamía los fragmentos rotos y manchaba los dedos que todavía apretaban un trozo de la inscripción. Decía: adorable. Muy pronto la sangre lo cubrió todo. Amfortas susurró:
—Ann…