10

Kinderman se acercó a la entrada del hospital, acortando su paso a medida que se aproximaba. Cuando llegó junto a las puertas, se volvió y miró un momento el cielo plomizo, buscando una aurora que de alguna manera se le había escapado; pero únicamente se veían los destellos rápidos de las luces rojas de los coches de patrullas, rodando implacables y en silencio, salpicando el oscuro y húmedo suelo resbaladizo de las calles. A Kinderman le parecía estar caminando en sueños. No podía sentirse el cuerpo. El mundo era un borde. Cuando notó que llegaban nuevos equipos de Televisión, dio una vuelta con rapidez y entró en el hospital. Subió en el ascensor hasta Neurología y salió para penetrar en un caos silencioso. Periodistas. Fotógrafos. Policías uniformados. En el escritorio de admisión había internos y residentes curiosos, la mayoría de ellos pertenecientes a otras secciones. En los pasillos se veía a pacientes, en bata y asustados; algunas de las enfermeras les tranquilizaban, bromeaban y trataban de hacerles regresar a sus habitaciones.

Kinderman miró a su alrededor. Al otro lado del escritorio de admisión, un policía uniformado guardaba la puerta de la habitación de Dyer. Atkins estaba allí. Escuchaba mientras los periodistas le aturullaban a preguntas, cuya estridencia se mezclaba con el ruido general. Atkins sacudía de continuo la cabeza, sin responder. Kinderman se acercó a él. Atkins le vio aproximarse y le miró fijamente a los ojos. El sargento parecía agobiado. Kinderman se inclinó para hablarle junto al oído.

—Atkins, envía estos periodistas abajo, al vestíbulo —le ordenó.

Apretó brevemente el brazo del sargento mirándole a los ojos un instante, compartiendo su angustia. No se permitió más. Entró en la habitación de Dyer y cerró la puerta.

El sargento hizo una seña a un grupo de policías.

—¡Llevaos esta gente abajo! —les gritó con firmeza.

De los periodistas surgió un rumor de protesta.

—Están molestando a los pacientes —insistió Atkins.

Se oyeron gruñidos. Los policías comenzaron a empujar a los periodistas alejándolos. Atkins se acercó al escritorio y se apoyó de espaldas contra él. Cruzó los brazos. Sus ojos turbados quedaron fijos en la puerta de la habitación de Dyer. Detrás de la puerta había un horror inimaginable. Su mente no podía abarcarlo del todo.

Stedman y Ryan salieron de la habitación. Parecían demudados y estaban pálidos. La mirada de Ryan se mantuvo en el suelo constantemente, mientras se apresuraba a alejarse por el vestíbulo. Dio la vuelta a la esquina y pronto desapareció. Stedman había estado observándole. Ahora dirigió su mirada a Atkins.

—Kinderman quiere estar solo —explicó.

Su voz tenía un sonido vacuo.

Atkins asintió con la cabeza.

—¿Fumas? —le preguntó Stedman.

—No.

—Yo tampoco. Pero me gustaría fumar un cigarrillo —dijo Stedman.

Volvió la cabeza un momento, pensativo. Cuando alzó una mano hasta sus ojos y la contempló, vio que temblaba.

—Jesucristo… —musitó.

El temblor se acrecentó. De pronto la mano desapareció bruscamente en un bolsillo y Stedman se alejó con rapidez. Estaba siguiendo la misma dirección de Ryan. Atkins podía oírle todavía murmurar:

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesucristo!

En alguna parte sonó un timbre. Un paciente llamaba a la enfermera.

—¿Sargento?

Atkins alzó la mirada. El policía de la puerta le miraba de una forma singular.

—Sí, ¿qué sucede? —preguntó Atkins.

—¿Qué demonios está sucediendo aquí, sargento?

—No lo sé.

Atkins oyó discusiones que procedían de su derecha. Miró y vio un grupo de periodistas de la Televisión que se enfrentaban a dos policías que se hallaban cerca de los ascensores. Atkins reconoció a un locutor local del noticiario de las seis de la tarde. Llevaba el cabello untado y sus maneras eran beligerantes y turbulentas. Los policías estaban empujando, gradualmente, al equipo de periodistas de regreso hacia la hilera de ascensores. En cierto punto, el locutor tropezó y cayó un poco hacia atrás, perdiendo casi su equilibrio; lanzó un juramento y se dio por vencido marchándose con los otros mientras golpeaba la palma de su mano con un periódico enrollado.

—¿Podría usted decirme quién está al mando aquí, por favor? Tenía la impresión que eso me correspondía a mí.

Atkins miró a su izquierda y vio a un hombre bajo y delgado, vestido con un traje de franela azul. Detrás de sus gafas con aros se veían unos ojillos pequeños, alertas.

—¿Está usted al mando? —preguntó el hombrecillo.

—Soy el sargento Atkins, señor. ¿Puedo servirle en algo?

—Soy el doctor Tench. El jefe de personal de este hospital, me parece a mí —dijo acalorado—. Tengo un gran número de pacientes en condiciones de grave crítica. Todo este jaleo no les ayuda en nada.

—Lo entiendo, señor.

—No quisiera parecer un bruto —siguió Tench—, pero cuanto antes se lleven al difunto, tanto mejor para terminar con este alboroto. ¿Cree usted que se lo llevarán pronto?

—Sí. Así lo creo, señor.

—Comprenda mi situación…

—Gracias.

Tench se alejó con paso decidido, oficioso.

Atkins observó que ahora todo estaba más tranquilo. Miró a su alrededor y vio al equipo de Televisión que se marchaba. Casi no quedaba nadie. El locutor seguía dando golpes en la palma de su mano con el periódico y entraba en un ascensor del cual salían Stedman y Ryan. Se encaminaron hacia Atkins con las cabezas gachas. Ninguno pronunció palabra. El locutor de Televisión estaba contemplándoles.

—Eh, ¿qué ha sucedido ahí dentro? —preguntó en voz alta.

La puerta del ascensor se deslizó cerrándose y el hombre desapareció.

Atkins oyó que se abría la puerta de la habitación de Dyer. Miró, y vio a Kinderman que salía de allí. Los ojos del detective estaban enrojecidos y mortecinos. Se detuvo y, por un instante, se encaró con Stedman y con Ryan.

—De acuerdo, podéis terminar —les dijo.

Su voy era baja y quebrada.

—Teniente, lo siento —repuso Ryan con amabilidad.

Su rostro y su voz estaban llenos de compasión.

Kinderman asintió y miró fijamente al suelo. Murmuró un:

—Gracias, Ryan. Sí, muchas gracias.

Después, sin alzar la mirada, se alejó apresuradamente de ellos. Se encaminaba hacia los ascensores. Atkins llegó rápidamente junto a él.

—Voy a salir a dar un paseo, Atkins.

—Sí, señor.

El sargento continuó caminando junto a él. Cuando llegaron a los ascensores, se abrió uno de ellos. Iba hacia abajo. Atkins y Kinderman entraron y se volvieron.

—Creo que hemos cogido el ascensor preciso, Chick —dijo una voz.

Atkins oyó el ruidillo de maquinaria. Giró bruscamente la cabeza. El locutor de la Televisión sonreía maliciosamente mientras uno de los cámaras hacía funcionar su aparato.

—¿Han decapitado al sacerdote —preguntó el locutor— o quizá…?

El puño de Atkins se aplastó contra la mandíbula del hombre cuya cabeza chocó contra una pared y rebotó por la furia del golpe. De sus labios brotó la sangre y cayó desplomado al suelo, en donde se quedó inconsciente. Atkins miró furiosamente al cámara que, lentamente, bajó la máquina. Entonces el sargento miró a Kinderman. El detective parecía ausente. Estaba mirando al suelo con fijeza, estático, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. Atkins pulsó un botón y el ascensor se detuvo en el segundo piso. Cogió al detective por el brazo y le condujo fuera.

—Atkins, ¿qué está haciendo usted? —preguntó Kinderman aturdido. Parecía un hombre viejo, confuso—. Quiero caminar —concluyó.

Atkins le acompañó a otra ala del hospital y desde allí subieron a un ascensor. Deseaba esquivar a los periodistas del vestíbulo. Cruzaron más pasillos y pronto se encontraron fuera del hospital en el lado que daba al campus de la Universidad. Un estrecho soportal encima de ellos les protegió de la lluvia; ahora llovía con más fuerza y estuvieron contemplando el chubasco en silencio. A lo lejos, los estudiantes con sus impermeables y anoraks lisos de brillantes colores, se encaminaban a sus desayunos. Dos de ellos salieron corriendo de un dormitorio, ambos sosteniendo periódicos sobre sus cabezas.

—El hombre era un poema —explicó Kinderman con suavidad.

Atkins no respondió. Contemplaba fijamente la lluvia.

—Quisiera estar solo, por favor, Atkins. Muchas gracias.

Atkins volvió la cabeza para mirar al detective. Tenía la mirada fijada delante de él.

—De acuerdo, señor —replicó el sargento.

Se volvió y entró de nuevo en el hospital, regresando finalmente al ala de Neurología en donde comenzó a interrogar a todos los posibles testigos. Se había pedido a todo el personal del turno de noche que se quedara para ese propósito, incluyendo a las enfermeras, médicos y auxiliares de Psiquiatría. Algunos se agrupaban en torno al mostrador. Mientras Atkins hablaba con la enfermera encargada del servicio de Neurología en el momento de la muerte de Dyer, un médico se acercó y les interrumpió con un:

—¿Me dispensan, por favor? Lo siento.

Atkins le examinó. El hombre parecía alterado.

—Soy el doctor Amfortas —explicó—. Estaba tratando al padre Dyer. ¿Es cierto?

Atkins asintió con gravedad.

Amfortas le miró fijamente un rato, cada vez más pálido, y con ojos más reservados. Finalmente dijo:

—Gracias.

Se alejó. Sus pasos resultaban inseguros.

Atkins estuvo observándole y después se volvió a la enfermera.

—¿A qué hora entra de servicio? —le preguntó.

—No lo tiene —le respondió la enfermera—. Ha dejado de ocuparse del pabellón.

La chica contenía las lágrimas.

Atkins anotó algunas palabras en su bloc. Iba a dirigirse nuevamente a la enfermera, cuando vio acercarse a Kinderman. Tenía empapados el abrigo y el sombrero. «Habrá estado caminando bajo la lluvia», pensó Atkins. Pronto Kinderman estuvo de pie delante del sargento. Sus modales habían cambiado por completo. Su mirada era firme, clara y decidida.

—De acuerdo, Atkins, deja de coquetear con las lindas enfermeras. Venimos a trabajar no a representar Jóvenes detectives enamorados.

—La enfermera Keating fue la última que le vio con vida —explicó Atkins.

—¿Cuándo ocurrió eso? —le preguntó a continuación el detective a Keating.

—Aproximadamente a las cuatro y media —replicó la enfermera.

—Enfermera Keating, ¿podría hablar a solas con usted? —preguntó Kinderman—. Lo siento, pero tenemos que hacerlo.

Ella asintió y se secó la nariz delicadamente con un pañuelito. Kinderman señaló un despacho detrás de unos cristales más allá del mostrador de admisiones.

—¿Allí, le parece bien?

La chica afirmó de nuevo con la cabeza. Kinderman la siguió. En el despacho había una mesa para escribir, dos sillas y estantes llenos de carpetas con diversos documentos. El detective indicó a la enfermera que se sentara, y cerró después la puerta. A través del cristal vio a Atkins que observaba en silencio.

—¿De modo que vio usted al padre Dyer a las cuatro y media más o menos? —preguntó.

Ella respondió afirmativamente.

—¿Y en dónde le vio?

—En su habitación.

—¿Y qué hacía usted allí, por favor?

—Acudí otra vez para decirle que no podía encontrar el vino.

—¿Ha dicho usted el «vino»?

—Sí. Poco antes me había llamado por el timbre y me comunicó que necesitaba un poco de pan y vino, preguntando si nosotros teníamos.

—¿Quería decir misa?

—Sí, eso es —dijo la enfermera. Se ruborizó un poco, y después se encogió de hombros—. Una o dos personas del equipo… bueno, a veces tienen un poco de licor.

—Entiendo.

—Busqué por ahí, en los lugares de costumbre —dijo ella— Después volví a ver al padre Dyer para decirle que lo sentía, pero que no podía encontrar. No obstante, le di un poco de pan.

—¿Y qué dijo él?

—No me acuerdo.

—¿Querría usted decirme su horario, señorita Keating?

—De las diez a las seis.

—¿Todas las noches?

—Cuando tengo servicio.

—¿Y cuáles son sus noches de servicio, por favor?

—Comienzo el martes hasta el sábado —respondió ella.

—¿Había celebrado misa aquí el padre con anterioridad?

—No lo sé.

—Pero, anteriormente, nunca había solicitado pan y vino.

—Exactamente.

—¿El padre Dyer no le dijo por qué hoy precisamente quería decir la misa?

—No.

—¿Cuando usted le dijo que no había podido encontrar vino le respondió alguna cosa?

—Sí.

—¿Y qué le dijo, señorita Keating?

Ella necesitó de nuevo el pañuelo, hizo después una pausa y parecía que se había tranquilizado.

—¿Os lo habéis bebido todo? —dijo. Se le quebró la voz y su cara se contrajo en una mueca de pena—. Siempre estaba bromeando —explicó la enfermera.

Volvió la cara y comenzó a llorar. Kinderman vio una caja de pañuelos de papel en uno de los estantes, sacó un puñado y se los dio a la chica; por aquel entonces su pañuelo se había convertido en una bola húmeda y arrugada. Ella le dijo:

—Gracias. —Y los cogió—. Lo siento —añadió,

—No importa. ¿Le dijo algo más el padre Dyer?

La enfermera negó con la cabeza.

—¿Y cuándo le volvió usted a ver?

—Cuando le encontré.

—¿Y eso cuándo fue?

—Aproximadamente, a las seis menos diez.

—Entre las cuatro y media y las seis menos diez, ¿vio usted entrar a alguien en la habitación del padre Dyer?

—No, no vi a nadie.

—¿Vio usted a alguien que saliera de allí?

—No.

—Y durante esas horas, ¿estuvo usted frente a la habitación, aquí en este despacho?

—Así es. Estuve escribiendo informes.

—¿Y permaneció aquí durante todo ese tiempo?

—Bueno, excepto unos momentos cuando fui a administrar los medicamentos.

—¿Cuánto tiempo tardó usted en repartir los medicamentos?

—Serían un par de minutos para cada uno, supongo.

—¿En qué habitaciones?

—Cuatro diecisiete, cuatro diecinueve y cuatro once.

—¿Abandonó usted tres veces el despacho?

—No, dos veces. Administré dos medicamentos al mismo tiempo.

—¿Y a qué hora fue, por favor?

—El señor Bolger y la señorita Ryan recibieron codeína a las cinco menos cuarto, y la señorita Freitz a las once menos cuatro minutos recibió su heparina y dextrán, una hora después aproximadamente.

—Esas habitaciones, ¿se hallan en el mismo pasillo que la habitación del padre Dyer?

—No, están al volver la esquina.

—¿De modo que si alguien hubiera entrado en la habitación del padre Dyer, aproximadamente, a las cinco menos cuarto usted no le habría visto, y lo mismo sucedería si alguien hubiera salido de allí una hora después?

—Sí, así es.

—¿Estos medicamentos se administran cada día a la misma hora?

—No, la heparina y el dextrán para Miss Freitz son nuevos. Nunca los vi en la lista hasta hoy.

—¿Y quién los recetó, por favor? ¿Puede usted recordarlo?

—Sí, el doctor Amfortas.

—¿Está usted segura? ¿Querría comprobarlo en sus listas?

—No, estoy segura.

—¿Por qué está usted tan segura?

—Bueno, no son medicamentos corrientes. El residente es quien normalmente hace eso. Pero creo que el doctor Amfortas tiene un interés especial en ese caso.

El detective parecía extrañado.

—Creí haber entendido que el doctor Amfortas ya no trabaja en ese pabellón.

—Cierto. Así es desde anoche —explicó la enfermera.

—No obstante, ¿estaba en la habitación de esa niña?

—Esto no tiene nada de extraño. La visita con frecuencia.

—¿A semejantes horas?

Keating afirmó con la cabeza.

—La niña sufre de insomnio. Y me parece que también él.

—¿Y por qué? Quiero decir, ¿por qué lo cree usted?

—Oh, hace ya meses que, de pronto, se presenta durante mi turno y, sencillamente, se queda allí conmigo, charlando o deambulando por ahí. Aquí le llamamos el «Fantasma».

—¿Cuándo fue la última vez que el doctor Amfortas habló con la señorita Freitz a semejante hora? ¿Hubo semejante visita?

—Sí, la hubo. Eso ocurrió ayer.

—¿A qué hora, por favor?

—Pues a las cuatro o las cinco de la madrugada. Entonces se metió en la habitación del padre Dyer y habló un rato con él.

—¿Entró en la habitación del Padre Dyer?

—Sí.

—¿Pudo usted oír la conversación?

—No, la puerta estaba cerrada.

—Comprendo.

Kinderman se quedó pensativo un momento. Estaba observando por la ventana a Atkins. El sargento se apoyaba en el escritorio, devolviéndole la mirada. Kinderman retornó su atención a la enfermera.

—¿A quién más vio usted por el pabellón a esa hora?

—¿Se refiere usted al personal?

—Me refiero a todo el mundo. Cualquiera que caminara por el pasillo.

—Bueno, estaba sólo la señora Clelia.

—¿Quién es?

—Una paciente de Psiquiatría.

—¿Andaba por el pasillo?

—Bueno, no. La encontré tendida en el vestíbulo.

—¿La encontró usted tendida?

—Estaba como alucinada.

—¿En qué parte exactamente del vestíbulo?

—Justo al volver la esquina desde aquí, cerca de la entrada al Psiquiátrico.

—¿Y a qué hora sería eso, por favor?

—Justo antes de que yo encontrara al padre Dyer. Llamé al pabellón abierto de Psiquiatría y vinieron a buscarla.

—¿La señora Clelia es acaso senil?

—Realmente, no podría decírselo. Supongo que sí. No lo sé. Parecía un poco catatónica, creo yo.

—¿Catatónica?

—Es una suposición —replicó Keating.

—Entiendo. —Kinderman reflexionó un momento y después se levantó—. Gracias, señorita Keating —dijo.

—De nada.

Kinderman le dio otro pañuelo de papel y después salió de la diminuta oficina y habló con Atkins.

—Busca el número de teléfono del doctor Amfortas y hazle venir para ser interrogado, Atkins. Entretanto, me voy al Psiquiátrico.

Kinderman llegó pronto al pabellón abierto. Los acontecimientos de la mañana no habían afectado aquel lugar. Agrupados en torno al aparato de televisión, se encontraba el corro usual de mirones silenciosos; todos los soñadores estaban en sus butacas. Un viejo setentón se acercó a Kinderman.

—Esta mañana quiero cereal e higos —dijo—. No se olvide de los malditos higos. Quiero higos.

Un auxiliar se les acercaba despacio. Kinderman buscó a la enfermera en el despacho. Había regresado a su oficina, y hablaba por teléfono. Su rostro estaba tenso y demacrado. Kinderman inició su marcha hacia allí. El viejo se quedó atrás y continuó dirigiéndose al vacío allí donde había estado el detective.

—No quiero esos malditos higos —estaba diciendo.

De pronto, apareció Temple. Entró en un abrir y cerrar de ojos por una puerta y miró a su alrededor. Parecía desgreñado y sólo medio despierto; llevaba todavía el sueño en los ojos. Vio a Kinderman y se encontró con él en el despacho.

—Dios mío —exclamó—. No puedo creerlo. ¿Es cierta la manera en que murió?

—Sí, es cierto.

—Me llamaron y me despertaron. Dios mío, no puedo creerlo.

Temple echó una mirada a la enfermera y puso mala cara. Ella le vio y, rápidamente, cortó su conversación telefónica. El auxiliar conducía al viejo a una butaca.

—Me gustaría ver a una de sus pacientes —explicó Kinderman— Señora Clelia. ¿Dónde podría encontrarla?

Temple le miró.

—Veo que está usted haciendo conocidos —dijo—. ¿Qué es lo que quiere de la señora Clelia?

—Me gustaría hacerle algunas preguntas. Una o dos. No haría ningún daño.

—¿La señora Clelia?

—Sí.

—Sería como hablar con una pared —repuso Temple.

—Ya estoy acostumbrado a eso —le tranquilizó Kinderman.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Sólo es una forma de hablar. —Kinderman alzó los hombros y ofreció las palmas de sus manos hacia arriba—. Mi boca se abre, y allá va antes de que sepa lo que estoy diciendo. Sólo es shtuss. En cuanto al significado, necesitaríamos el I Ching.

Temple le observó con una mirada calculadora, y después se volvió hacia la enfermera. Ésta estaba de pie en el despacho recogiendo papeles con aspecto atareado.

—¿Dónde está la señora Clelia, chismosilla? La enfermera no levantó la cabeza.

—En su habitación.

—¿Complacerá usted a un anciano y me permitirá que la vea? —preguntó Kinderman.

—Claro, ¿por qué no? —dijo Temple—. Vamos. Kinderman le siguió y pronto se encontraron en una habitación estrecha.

—Ahí tiene usted a su chica —dijo Temple. Hizo un gesto hacia una mujer de cabello blanco, anciana, que estaba sentada en una tumbona junto a una ventana. Tenía la mirada fija en sus zapatillas y jugaba con los extremos de un chal de lana roja, envolviéndolo más estrechamente alrededor de sus hombros. No alzó la mirada.

El detective alzó su sombrero y lo sostuvo por el ala.

—¿Señora Clelia?

La mujer alzó su mirada vacía.

—¿Eres mi hijo? —le dijo a Kinderman.

—Me sentiría orgulloso de serlo —le respondió él gentilmente. Durante un momento, Mrs. Clelia le sostuvo la mirada, que después desvió a lo lejos.

—Tú no eres mi hijo —dijo—. Tú eres de cera.

—¿Podría recordar lo que ha hecho esta mañana, señora Clelia?

La anciana comenzó a canturrear con suavidad. La melodía era átona y desagradablemente discordante.

—¿Señora Clelia? —repitió el detective. Ella pareció no oírle.

—Ya se lo dije —dijo Temple—. Naturalmente, podría intentar someterla para usted.

—¿Someterla?

—Hipnosis. ¿Quiere que lo intente? —dijo Temple.

—De acuerdo.

Temple cerró la puerta y acercó una silla delante de la mujer.

—¿No oscurece el cuarto antes? —preguntó Kinderman.

—No, eso son bobadas —explicó Temple—. Chorradas…

De un bolsillo superior de su chaqueta médica sacó un pequeño medallón. Colgaba de una cadena corta y era triangular.

—Señora Clelia —dijo Temple.

Inmediatamente, la mujer volvió su mirada hacia el psiquiatra. Éste alzó el medallón y lo hizo girar con lentitud delante de los ojos de la anciana. Entonces pronunció las palabras «momento de sueño». Instantáneamente, la mujer cerró los ojos y pareció desplomarse en su asiento. Dejó caer suavemente las manos en el regazo. Temple dirigió una mirada de autosatisfacción al detective.

—¿Qué quiere que le pregunte? —dijo—. ¿Lo mismo?

Kinderman asintió.

Temple se dirigió de nuevo a la mujer.

—Señora Clelia —pidió—, ¿podría recordar lo que ha hecho esta mañana?

Esperaron pero la señora Clelia no dio ninguna respuesta. La mujer seguía sentada inmóvil. Temple comenzó a parecer asombrado.

—¿Qué ha hecho usted esta mañana? —repitió.

Kinderman se movió inquieto. Aún ninguna respuesta.

—¿Está durmiendo? —preguntó el detective en voz baja.

Temple negó con la cabeza.

—¿Ha visto usted algún sacerdote hoy, señora Clelia? —le preguntó el psiquiatra.

De pronto, la mujer rompió el silencio.

—Nooooooo —respondió en un tono bajo y arrastrado, como un gemido.

Tenía algo de sobrenatural.

—¿Ha salido usted a dar un paseo esta mañana?

—Noooooooo.

—¿Alguien la ha llevado a alguna parte?

—Noooooo.

—Mierda —murmuró Temple.

Volvió la cabeza y miró a Kinderman.

El detective dijo:

—De acuerdo. Ya basta.

Temple volvió a dirigirse a la señora Clelia. Le tocó la frente y le ordenó:

—Despierte.

Lentamente, la anciana comenzó a incorporarse. Abrió los ojos y miró a Temple. Después contempló con fijeza al detective. Sus ojos eran inocentes y pálidos.

—¿Me ha arreglado la radio? —le preguntó.

—Mañana se la arreglaré, señora —replicó Kinderman.

—Eso es lo que dicen todos —convino la señora Clelia.

Se contempló los zapatos y canturreó.

Kinderman y Temple salieron al pasillo.

—¿Le gustó esa pregunta mía sobre el sacerdote? —preguntó Temple—. Quiero decir, ¿por qué andarse con rodeos? Directamente al grano. ¿Y qué le ha parecido esa otra sobre alguien llevándola a Neurología? Me ha parecido muy buena.

—¿Por qué no quiso responder? —preguntó Kinderman.

—Lo ignoro. Si quiere que le diga la verdad, me ha sorprendido mucho.

—¿Ha hipnotizado a esta señora con anterioridad?

—Una o dos veces.

—Se durmió tan fácilmente…

—Bueno, es que soy muy hábil —dijo Temple—. Ya se lo dije. Dios mío, no puedo olvidar lo que se hizo con ese sacerdote. Quiero decir, ¿cómo es eso posible, teniente?

—Ya veremos.

—¿Y fue mutilado? —preguntó Temple.

Kinderman le miró con atención.

—Le cortaron el dedo índice derecho —explicó—, y en la palma de su mano izquierda el criminal grabó un signo zodiacal. Los Gemelos. Los Géminis —le dijo Kinderman. Su mirada se fijó inmutable en la de Temple—. ¿Qué opinión tiene usted de eso?

—Pues no sé —repuso Temple.

Su rostro era inescrutable.

—No, claro que no —convino Kinderman—. ¿Por qué debería usted tenerla? A propósito, ¿tiene, en alguna parte, una sección de Patología?

—Claro.

—¿Allí donde hacen autopsias, etcétera?

Temple asintió.

—Abajo, en el nivel B. Tome usted el ascensor hacia abajo, a Neurología, y doble a la izquierda. ¿Va usted hacia allí?

—Sí.

—No puede equivocarse.

Kinderman se volvió y se alejó.

—¿Para qué quiere usted ir a Patología de todos modos? —le gritó Temple a su espalda.

Kinderman alzó los hombros y continuó caminando. Temple juró por lo bajo.

Atkins estaba apoyado otra vez en el escritorio de admisiones cuando vio a Kinderman que se acercaba por el vestíbulo. Se separó del despacho y dio unos pasos para ir a su encuentro.

—¿Has hablado con Amfortas? —le preguntó el detective.

—No.

—Sigue intentándolo.

—Stedman y Ryan han terminado.

—Yo no.

—Había huellas en los botes —dijo Atkins—. En todos ellos, y de hecho, muy claras.

—Sí, el criminal es descarado. Se está burlando de nosotros, Atkins.

—El padre Riley está abajo. Dice que quiere ver el cuerpo.

—No, no le dejes. Baja y habla con él, Atkins. Sé vago. Y dile a Ryan que se apresure con las huellas. Quiero inmediatamente comparaciones con las huellas que sacó del confesionario. Yo, entretanto, iré a Patología.

Atkins asintió y ambos hombres se encaminaron a los ascensores y entraron en uno que descendía. Cuando Atkins salió, en el vestíbulo, el detective echó un vistazo al padre Riley. Estaba sentado en un rincón con la cabeza entre las manos. El detective miró a otro lado y se sintió aliviado al cerrarse la puerta del ascensor.

Kinderman encontró su camino hacia Patología y, finalmente, hasta una tranquila sala en donde unos estudiantes de Medicina estaban diseccionando cadáveres. Intentó no verles. Un médico, dentro de una oficina rodeada por cristal, alzó la mirada del despacho en donde trabajaba y vio al detective deambular por allí. Se levantó y salió para enfrentarse con Kinderman.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó.

—Pudiera ser —Kinderman mostró rápidamente su identificación—. ¿Tienen ustedes alguna especie de instrumento que se use en disección parecido a un par de tijeras? Siento curiosidad.

—Seguro que sí —respondió el médico.

Acompañó al detective hasta una pared en donde había diversos instrumentos enfundados. Sacó uno de ellos y se lo dio a Kinderman.

—Tenga cuidado con eso —le advirtió.

—Lo tendré —respondió Kinderman.

Estaba sosteniendo un reluciente instrumento cortante hecho de acero inoxidable. Parecía un par de tijeras. Las hojas se curvaban agudamente formando una media luna, y cuando Kinderman las volvió centellearon por el reflejo de la luz superior.

—Son algo serio —murmuró el detective. El instrumento le proporcionaba un sentimiento de terror—. ¿Cómo los llaman ustedes? —preguntó.

—Tijeras.

—Sí, claro. En la tierra de los muertos no hay jerga.

—¿Qué ha dicho usted?

—Nada. —Kinderman, cuidadosamente, tiró de las manecillas esforzándose por separar las hojas. Tuvo que hacer fuerza—. Soy tan débil —se lamentó.

—No, es que están rígidas —dijo el doctor—. Son nuevas.

Kinderman alzó las cejas y se lo quedó mirando.

—¿Ha dicho usted «nuevas»?

—Acabamos de comprarlas. —El doctor alargó la mano y arrancó una etiqueta pegada en uno de los mangos—. Todavía llevan el precio —dijo.

Lo arrugó y lo dejó caer en uno de los bolsillos de su chaqueta.

—¿Las remplazan ustedes con frecuencia? —preguntó el detective.

—¿Bromea usted? Estas cosas son caras. De todos modos, no hay manera de estropearlas. No sé por qué habríamos de adquirir unas nuevas —explicó el doctor. Alzó la mirada y revisó las hileras de ganchos y fundas de la pared—. Bueno, las viejas no están aquí —dijo al fin—. Quizás uno de los estudiantes de Medicina las haya cogido.

Kinderman le entregó las tijeras con delicadeza. Y añadió:

—Muchas gracias, doctor; ¿cómo se llama usted?

—Arnie Derwin. ¿Es eso todo lo que usted quería?

—Es suficiente.

Cuando Kinderman llegó al despacho de neurología, un grupo de enfermeras rodeaban a Atkins y el Jefe de Personal, el doctor Tench estaba erguido enfrentándosele. Kinderman llegó a ellos a tiempo para oír que Tench decía:

—Esto, señor, es un hospital y no un zoo. ¡Y los pacientes son lo primero! ¿Lo entiende usted?

—¿Qué es todo este tsimmis? —preguntó Kinderman.

—Éste es el doctor Tench —explicó Atkins.

Tench se volvió y alzó su barbilla hacia el detective.

—Soy el Jefe de Personal. ¿Quién es usted? —exigió.

—Un pobre teniente de la Policía que persigue fantasmas. ¿Quiere ser usted tan amable y hacerse a un lado? Tenemos trabajo —dijo Kinderman.

—¡Jesucristo, vaya cara tiene ese hombre!

El detective ya se había vuelto hacia Atkins.

—El criminal es alguien del hospital —le dijo—. Llama a Comisaría. Necesitaremos muchos más hombres.

—¡Ahora va a escucharme usted! —estalló Tench.

El detective le ignoró.

—Coloca dos hombres de guardia en cada piso. Cierra todas las salidas a la calle y pon un hombre en cada una de ellas. Nadie podrá entrar ni salir sin las adecuadas credenciales.

—¡Usted no puede hacer eso! —exclamó Tench.

—Cualquier persona que salga ha de ser registrada. Estamos buscando un par de tijeras quirúrgicas. También tendremos que registrar el hospital para encontrarlas.

Tench estaba de color púrpura.

—¿Querrá usted escucharme, por favor? ¡Maldita sea!

Entonces el detective se volvió hacia Tench con rostro irritado.

—No, usted va a escucharme a mí —dijo con aspereza. Su voz era baja, nivelada y autoritaria—. Quiero que sepa usted con lo que nos estamos enfrentando —explicó—. ¿Ha oído usted hablar del criminal «Géminis»?

—¿Qué?

Tench continuaba mostrándose beligerante.

—Le he hablado del asesino «Géminis» —repitió Kinderman.

—Sí, he oído hablar de él. ¿Y qué? Está muerto.

—¿Recuerda usted lo que se publicó de su modus operandi —presionó Kinderman.

—Oiga, ¿adónde quiere ir a parar usted?

—¿Lo recuerda?

—¿Mutilaciones?

—Sí —respondió Kinderman con toda la intención. Inclinó la cabeza hacia el doctor—. Siempre cortaba el dedo medio de la mano izquierda de la víctima. Y en la espalda del interfecto grababa un signo del zodíaco: los Géminis, los Gemelos. Y el nombre de todas las víctimas comenzaba por K. ¿Está usted recordándolo todo doctor Tench? Bueno, pues olvídelo. Sáquelo inmediatamente de su cerebro. ¡La verdad es que el dedo medio era éste! —El detective extendió su dedo índice derecho—. ¡No el dedo medio, sino el índice! ¡No la mano izquierda, sino la derecha! ¡Y el signo de Géminis no estaba en la espalda, sino que se grababa en la palma de la mano izquierda! Únicamente Homicidios, en San Francisco, sabía esto, nadie más. Pero dieron a la Prensa información falsa, a propósito, para que no les molestasen todos los días y se presentara algún demente confesando que él era «Géminis» haciéndoles perder el tiempo con las investigaciones, de modo que sabrían dar con la cosa auténtica cuando la encontraran. —Kinderman acercó más su rostro—. Pero en este caso, doctor, en éste, y en otros dos además, tenemos el verdadero modus operandi.

Tench parecía perplejo.

—No puedo creerlo —manifestó.

—Pues créalo. Además, cuando el Géminis escribía cartas a la Prensa, siempre duplicaba las eles finales de las palabras aunque fuese equivocación. ¿Le dice a usted algo esto, doctor?

—Dios mío…

—¿Ahora lo comprende usted? ¿Está suficientemente claro?

—¿Pero, y el nombre del padre Dyer? No comienza con una K —dijo Tench extrañado.

—Su nombre intermedio era Kevin. Y ahora ¿será usted tan amable de permitirnos que nos ocupemos de nuestro trabajo e intentemos protegerles?

Con el rostro lívido, Tench asintió sin pronunciar palabra.

—Lo siento —dijo con suavidad.

Y se alejó.

Kinderman suspiró y miró con cansancio a Atkins. Después, echó un vistazo al escritorio de admisión. Una de las enfermeras de otro pabellón estaba allí de pie, con los brazos cruzados, mirando fijamente al detective. Cuando sus miradas se encontraron, la mujer pareció extrañamente ansiosa. Kinderman retornó su atención a Atkins. Le cogió del brazo y le condujo a algunos pasos de distancia del escritorio.

—De acuerdo, haz tal como te dije —le indicó—. ¿Y Amfortas? ¿Le has visto?

—No.

—Continúa intentándolo. Vamos. Adelante.

Le hizo dar suavemente la vuelta y después estuvo observándolo mientras se dirigía hacia el teléfono de la oficina interior. Y ahora, sintió que un gran peso se le venía encima mientras se encaminaba hacia la habitación del padre Dyer. Evitó la mirada del policía de guardia, puso su mano en la manecilla de la puerta, la abrió y entró.

Sintió como si hubiera entrado en otra dimensión. Se apoyó de espaldas a la puerta y miró a Stedman. El patólogo estaba sentado en una silla con la mirada fija y vacía. Detrás de él la lluvia golpeaba una ventana. La mitad de la habitación estaba en sombras y el tono gris de fuera bañaba el resto en una luz pálida y espectral.

—No hay ni una mancha ni una gota de sangre en ninguna parte de la habitación —explicó Stedman con suavidad. Su voz no tenía tono alguno—. Ni tan siquiera en las tapas de los botes —añadió.

Kinderman asintió. Aspiró profundamente y miró el cuerpo, allí donde yacía en la cama debajo de un lienzo blanco. Junto a él, en un carrito-bandeja, había veintidós botes de especímenes cuidadosamente alineados en hileras simétricas. Contenían toda la sangre del padre Dyer. El detective alzó la mirada hacia la pared, detrás de la cama, en donde el criminal había escrito algo con la sangre del padre Dyer:

ES UNA VIDA MARAVILLOSA

Hacia la puesta de sol, el misterio se había profundizado más allá de los límites de la razón. Sentado en la sala de la brigada, Ryan le contó a Kinderman los resultados de la comparación de las huellas digitales. El detective le miraba, estupefacto.

—¿Estás diciéndome que estas muertes fueron cometidas por dos personas distintas?

Las huellas digitales de los paneles del confesionario no eran iguales a las huellas conseguidas en los botes.