8
El Departamento Psiquiátrico del «Hospital General» de Georgetown estaba ubicado en un ala ampliada junto a Neurología, y se dividía en dos secciones principales. Una era el pabellón de perturbados. Aquí se confinaban los pacientes predispuestos a ataques de violencia, tales como paranoicos y catatónicos activos. Entre el laberinto de pasillos y las habitaciones de los pacientes de este departamento, también había celdas acolchadas. La seguridad era estrechamente vigilada. La otra sección era el llamado pabellón abierto. Aquí los pacientes eran inofensivos para ellos mismos o para los demás. La mayoría de pacientes eran de edad avanzada y estaban aquí a causa de diversos estados de senilidad. También había los depresivos y los esquizofrénicos, así como los alcohólicos, los pacientes postataque y las víctimas de la enfermedad de Alzheimer que producía un estado de senilidad prematura. Entre los casos había también un puñado de pacientes que eran catatónicos a largo plazo. Totalmente retirados de su ambiente, pasaban sus días en la inmovilidad, frecuentemente con una expresión fija y extraña en sus rostros. Algunas veces se animaban lo suficiente para hablar, y eran en extremo sugestionables, aceptando órdenes que seguían al pie de la letra. En el pabellón abierto, no existían medidas de seguridad. Los pacientes, de hecho, podían salir durante el día o incluso durante algunos días. Para eso sólo necesitaban la firma o el impreso de permiso de uno de los médicos, o, más frecuentemente, de la enfermera de servicio, o incluso, en ocasiones, de la asistenta social.
—¿Quién le ha firmado el permiso? —preguntó Kinderman.
—La enfermera Allerton. Precisamente está de servicio en este momento. Llegará dentro de un segundo —explicó Temple.
Estaban sentados en su despacho, un pequeño cubículo estrecho justo a la vuelta de la sala de enfermeras en el pabellón abierto. Kinderman miró las paredes a su alrededor. Estaban cubiertas de diplomas y fotografías de Temple. En dos de las fotografías vio a Temple en la postura de un boxeador agachado. Parecía joven, de unos diecinueve o veinte años, y llevaba los guantes, la camiseta y el equipo craneal de los boxeadores colegiados. Su mirada era amenazadora. En todas las demás fotografías se veía a Temple rodeando con su brazo a una mujer linda, todas ellas diferentes, y en todas las fotos sonreía hacia la cámara. Kinderman examinó entonces el escritorio, en donde vio una estatua verde, descascarillada, de Excalibur, la espada de la leyenda artúrica. Impreso en su base se veían las palabras para ser desenvainada en caso de emergencia. Pegado con chinchetas a un lado del escritorio había la consigna «Un alcohólico es alguien que bebe más que su médico». Sobre los papeles esparcidos aparecían cenizas de cigarrillo. La mirada de Kinderman pasó a Temple, evitando contemplar la parte superior de los pantalones del psiquiatra con la cremallera abierta.
—No puedo creer —dijo el detective—, que se permitiera salir a esa mujer y quedara desatendida.
Se había encontrado la pista de la mujer del muelle. Al salir de la tienda de regalos, Kinderman había mostrado su fotografía en cada mesa de registro, comenzando por el primer piso del hospital. En el cuarto, en Psiquiatría, la mujer fue reconocida como una paciente del pabellón abierto. Se llamaba Martina Otsi Lazlo. Había sido trasladada del Hospital del Distrito en donde había permanecido durante cuarenta y un años. Al principio, se había diagnosticado su enfermedad como una forma ligeramente catatónica de demencia precoz, un tipo de senilidad que comienza en la adolescencia. El diagnóstico continuó, aunque había cambiado la terminología hasta el traslado de Lazlo al «Hospital General» de Georgetown cuando se inauguró en 1970.
—Sí, he revisado su historial —dijo Temple— y supe que algo no encajaba en seguida. Había alguna cosa más.
Encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla descuidadamente hacia un cenicero que había sobre el escritorio. No acertó y la cerilla cayó con un ligero pat sobre el expediente abierto del historial de un esquizofrénico. Temple contempló lúgubremente su poco acierto.
—Demonios, ya nadie sabe lo que están haciendo. Esa mujer había permanecido tanto tiempo en el Distrito que ya todos habían olvidado lo que la llevó allí. Perdieron sus primeros informes. Entonces yo le eché una ojeada y vi esos movimientos oscilantes continuos. Con las manos. Suele moverlas de esta manera —explicó Temple, comenzando a ilustrarlo para Kinderman, pero el detective le interrumpió.
—Sí, ya los he visto —dijo Kinderman blandamente.
—Oh, ¿los ha visto usted?
—Esa mujer está ahora en nuestra sala de detenidos.
—Bien por ella.
Kinderman sintió inmediatamente antipatía por Temple.
—¿Qué significan esos movimientos? —preguntó.
Un ligero golpeteo en la puerta interrumpió en aquel momento la respuesta.
—Entre —dijo Temple. Una joven enfermera atractiva, de unos veinte años, entró—. ¿No sé escogerlas? —preguntó Temple con un guiño al detective.
—¿Diga, doctor?
Temple miró a la enfermera.
—Señorita Allerton, ¿firmó usted un permiso para Lazlo el pasado sábado?
—¿Cómo dice?
—Lazlo. ¿Usted le dio permiso el sábado, no es cierto?
La enfermera parecía perpleja.
—¿Lazlo? No, no firmé ningún permiso.
—¿Y esto qué es entonces? —preguntó Temple.
Recogió un impreso de su escritorio y comenzó a leer en voz alta su contenido en beneficio de la enfermera.
—Paciente: Lazlo, Martina Otsi. Objeto: Permiso para visitar al hermano en Fairfax, Virginia, hasta el veintidós de marzo. —Temple alargó entonces el permiso a la enfermera—. Está fechado el sábado y firmado por usted —concluyó.
El ceño de la enfermera aumentó mientras examinaba el permiso.
—Fue durante su turno —siguió Temple—. Las dos de la tarde hasta las diez de la noche.
La enfermera alzó la mirada hacia Temple.
—Señor, yo no escribí esto —replicó.
La cara del psiquiatra comenzó a enrojecer.
—¿Está usted bromeando conmigo, pequeña?
La enfermera se puso nerviosa y se ruborizó bajo la mirada intensa del médico.
—No, yo no la escribí. No se había marchado. Yo comprobé las camas a las nueve y estaba en su cama.
—¿No es ésta su letra? —preguntó Temple.
—No, quiero decir, sí. Oh, no lo sé —exclamó Allerton. Estaba mirando otra vez el impreso—. Sí, parece mi letra, pero no lo es. Es algo distinta.
—¿Qué es diferente? —preguntó Temple.
—No sé. Pero sé que yo no la he escrito.
—A ver, déjeme verla. —Temple le quitó el papel de la mano y comenzó a observarlo con atención—. Oh, ya veo —comentó—. Estos pequeños círculos, ¿no es verdad? ¿Estos pequeños círculos encima de las íes en vez de puntos?
—¿Puedo verlo? —preguntó Kinderman.
Alargaba la mano pidiendo el papel.
Temple se lo entregó.
—Claro.
—Gracias.
Kinderman examinó el documento.
—Yo no escribí eso —insistía la enfermera.
—Sí, creo que tiene usted razón —murmuró Temple.
El detective alzó la mirada hacia el psiquiatra.
—¿Qué acaba de decir usted? —preguntó.
—Oh, nada. —Temple miró a la enfermera—. Está bien, nena. Ven durante tu descanso y te invitaré a un café.
La enfermera Allerton asintió, se volvió rápidamente y salió de la habitación.
Kinderman devolvió el impreso a Temple.
—Es raro, ¿no cree usted? ¿Quién falsificaría un permiso para que la señorita Lazlo saliera?
—Es una casa de locos.
El psiquiatra alzó las manos.
—¿Y por qué haría alguien semejante cosa? —preguntó Kinderman.
—Acabo de decírselo a usted. Todos los chiflados que andan por aquí no son pacientes.
—¿Se refiere usted al personal?
—Es contagioso.
—¿Y quién de su personal podría ser, por favor?
—Ah, bueno, demonios. No importa.
—¿No importa?
—Estaba bromeando.
—¿No está usted muy preocupado por lo sucedido?
—No, no lo estoy. —Temple arrojó el papel sobre su escritorio. Fue a parar al cenicero—. Mierda.
Lo sacó de allí.
—Probablemente, debe ser una broma de algún interno medio imbécil o de algún pájaro que tiene algo contra mí.
—Pero si ése fuese el caso —señaló el detective—, la escritura se hubiera parecido sin duda alguna a la de usted.
—Tiene razón.
—Esto se conoce como paranoia, ¿verdad?
—Un tipo agudo.
Los ojos de Temple se cerraron hasta convertirse en dos resquicios. Del cigarrillo cayó ceniza azul-gris en el hombro de su americana. Pasó la mano por encima y quedó una mancha oscura.
—Ella misma pudo haberla escrito.
—¿La señorita Lazlo?
Temple se encogió de hombros.
—Podría ser.
—¿ Realmente?
—No, es dudoso.
—¿Vio alguien a la señorita Lazlo cuando se marchaba? ¿Había alguien con ella?
—No lo sé. Ya preguntaré.
—¿Hubo alguna otra comprobación de camas después de las nueve?
—Sí, la enfermera de noche realiza una a las dos —respondió Temple.
—¿Quiere usted preguntarle si vio a la señorita Lazlo en su cama?
—Sí, lo haré. Dejaré una nota. Escuche, ¿qué hay tan importante en esto? ¿Es que tiene algo que ver con los asesinatos?
—¿Qué asesinatos?
—Bueno, ya lo sabe usted. Del chico y el sacerdote.
—Sí, está relacionado —replicó Kinderman.
—Así lo creía yo.
—¿Y por qué lo creía usted?
—Bueno, no soy precisamente estúpido.
—No, no lo es usted —convino Kinderman—. Es usted un hombre extremadamente inteligente.
—Así, ¿qué tiene que ver Lazlo con estas muertes?
—No lo sé. Está involucrada, pero no directamente.
—Estoy perdido.
—La condición humana.
—¿Es ésa la verdad? —preguntó Temple—. ¿Es seguro traerla otra vez aquí? —preguntó.
—Yo diría que sí. Entretanto, ¿está usted convencido de que ese permiso de salida está falsificado?
—No hay ninguna duda.
—¿Y quién lo falsificó?
—Eso no lo sé. Repite usted sus preguntas.
—¿Hay alguien entre su personal que suela escribir círculos sobre las íes?
Temple miró directamente a los ojos de Kinderman, y después de un momento desvió la mirada y dijo:
—No.
Lo dijo con énfasis.
«Con demasiado énfasis», pensó Kinderman. El detective le observó durante un momento. Preguntó después:
—Dígame, ¿cuál es el significado de los extraños movimientos de la señorita Lazlo?
Temple se volvió hacia él con una mueca de autosatisfacción.
—Sabe usted, mi trabajo se parece al suyo en muchos aspectos. Y yo soy un sabueso. —Se inclinó hacia el detective—. Mire, esto es lo que yo hice. Usted sabrá apreciarlo, lo sé. Los movimientos de la señorita Lazlo siguen una pauta exacta, ¿no es cierto? Siempre son los mismos. —Temple imitó los ademanes de la mujer—. Así que un día yo estoy en la tienda de un zapatero remendón esperando que me arregle las suelas. Sabe, lo hacen a máquina. Así que voy allí y le pregunto: «Dígame, ¿cómo hacían eso antes de disponer de máquinas?». Era un hombre viejo y tenía un acento, como servocroata. Yo estaba siguiendo un presentimiento que me vino mientras permanecía allí sentado. «Lo hacíamos a mano», me dice, riéndose. Cree que soy un tonto. Así que yo le digo: «Muéstremelo». Él me dice que está ocupado, pero yo le ofrezco un poco de dinero, cinco pavos creo que fue, y él se sienta y coloca mi zapato entre sus rodillas y comienza a trabajar con esas largas tiras de cuero imaginarias que solían usar para coser las suelas a los zapatos. ¿Y sabe usted que parecían exactamente los mismos ademanes que Lazlo siempre está haciendo? ¡Ahí estaba la clave! ¡Los mismos movimientos! De modo que, tan pronto como pude, me puse en contacto con su hermano en Virginia y le hice algunas preguntas. ¿Y sabe usted lo que resultó? Antes de volverse loca, Lazlo fue abandonada por su novio, un tipo que creía que iba a casarse con ella. ¿Podría usted adivinar su ocupación?
—¿Era zapatero?
—Exactamente en el clavo. Ella no pudo soportar el perderle, de modo que se convirtió en él. Cuando la abandonó, solamente tenía diecisiete años, pero se identificó con ese hombre para toda su vida. Ya hace más de cincuenta y dos años.
Kinderman se entristeció.
—¿Qué le parece eso como trabajo detectivesco? —preguntó animadamente el psiquiatra—. Uno posee el instinto o no lo posee. Es puro instinto. Se presenta muy pronto. Cuando yo era residente trabajé en un caso de un paciente depresivo. Uno de sus síntomas era un clic en su oído, un clic que oía continuamente. De modo que, cuando acabé de entrevistar a ese tipo, se me ocurrió algo de pronto: «¿Cuál es el oído donde oye el clic?», le pregunté. Y él me respondió: «Lo oigo continuamente en el oído izquierdo». «¿En el oído derecho no oye nada?», le pregunté yo. Replicó: «No, únicamente lo oigo en el oído izquierdo». «¿Le importaría si escucho también?», le pregunté. Y él replicó: «No». De modo que yo puse mi oído junto al de él y escuché. Y, Cristo, ¿sabe usted que yo también escuché ese clic? ¡Tan alto como era posible oírlo! El martillo de su tímpano resbalaba de continuo y hacía ese ruido. Le curé con cirugía y le dejé marchar. ¿Sabe usted que el hombre había estado allí durante casi seis años? A causa de ese clic, creía que estaba loco, y por causa de ello estaba deprimido. Tan pronto como supo que el clic era real superó su depresión en una sola noche.
—Ése es un caso realmente asombroso —convino Kinderman—. Realmente.
—Yo suelo usar mucho la hipnosis —siguió Temple—. A muchos médicos no les gusta. Creen que es demasiado peligrosa. ¿Pero estas gentes cree usted que están mejor como están? Cristo, uno ha de ser un sabueso y un inventor para ser bueno. Y por encima de todo, ha de ser creativo. Siempre. —Rió maliciosamente—. Estaba pensando ahora mismo —dijo— que, cuando yo era estudiante de Medicina pasé un tiempo en Ginecología. Había una paciente, una mujer cuarentona que había ingresado por sentir misteriosos dolores en la vulva. Observándola, llegué al convencimiento de que era un caso para Psiquiatría. Estaba seguro de que estaba loca, realmente un caso perdido. De modo que hablé con el residente psiquiátrico sobre esa mujer y él fue a hablar con ella un rato, y después me dijo que no estaba de acuerdo conmigo. Bueno, pues pasaron los días y yo me convencía cada vez más de que esa mujer estaba loca de atar. Pero el residente psiquiátrico no quería saber nada. Así que un día voy a la habitación de esa mujer. Llevaba conmigo una escalera baja y una sábana de caucho. Cerré la puerta, puse la sábana encima de ella, cubriéndola hasta el cuello, y entonces monté en la escalera, saqué fuera mi polla y oriné encima de la cama. Ella no podía creer lo que estaba viendo. Me bajé después de la escalera, plegué la sábana y salí del cuarto, llevándome la escalera y la sábana. Dejé que pasara el tiempo. Un día después, debía ser, me topo con el residente psiquiátrico durante el almuerzo. Me mira con fijeza y me dice: «Freeman, tenía usted razón en cuanto a esa señora. No creería usted ni en cien años lo que ha estado contando a todas las enfermeras». —Temple se reclinó en su butaca con satisfacción—. Sí, requiere mucha devoción —dijo—. Ya lo creo que sí.
—Ha sido una lección para mí, doctor —replicó Kinderman—. Realmente, me ha abierto los ojos de tantas maneras… Sabe, algunos médicos, de otras ramas de la Medicina, atacan continuamente a la Psiquiatría.
—Son unos imbéciles —dijo Temple despreciativo.
—A propósito, hoy he almorzado con un colega de usted. Sabe, el doctor Amfortas, el neurólogo.
Los ojos del psiquiatra se estrecharon una fracción.
—Sí, Vince atacaría la Psiquiatría, seguro que sí.
—Oh, no, no —protestó Kinderman—. No lo hizo. No, él no la atacó. Sólo lo he mencionado porque almorcé con él. Estaba contento.
—¿Estaba qué?
—Un hombre agradable. Por cierto, quizás alguien podría acompañarme para mostrarme estos alrededores. —Se levantó—. Donde estaba la señorita Lazlo. Debería verlo.
Temple se levantó y aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Yo mismo le acompañaré —dijo.
—Oh, no, no, usted es un hombre muy ocupado. No, yo no podría molestarle, realmente no podría.
Las manos de Kinderman estaban alzadas en señal de protesta.
—No se preocupe —dijo Temple.
—¿Está usted seguro?
—Este lugar es la niña de mis ojos. Estoy orgulloso de él. Venga y se lo enseñaré.
Abrió la puerta.
—¿Está usted seguro?
—Seguro —respondió Temple.
Kinderman cruzó la puerta. Temple le siguió.
—Por aquí —explicó Temple señalando hacia la derecha; entonces comenzó a dar zancadas.
Kinderman seguía detrás de él, luchando por mantenerse a nivel con los largos pasos del médico.
—Me hace sentir culpable —comentó el detective.
—Bueno, va usted acompañado por la persona adecuada.
Kinderman visitó el pabellón abierto. Consistía en un laberinto de pasillos, la mayoría de ellos bordeados por las habitaciones de los pacientes, aunque en algunos había salas de conferencia y oficinas para el personal. También había un snack así como instalaciones para terapia física. Pero el centro de las actividades se hallaba en una gran sala de recreo con despacho para una enfermera, una mesa de ping-pong y un aparato de televisión. Cuando Temple y Kinderman llegaron allí, el psiquiatra le enseñó un grupo numeroso de pacientes que estaba contemplando algo que parecía una exhibición deportiva. La mayoría de ellos eran ancianos y miraban tristemente hacia la pantalla de televisión. Estaban vestidos con sus pijamas, batas y zapatillas.
—Aquí es donde está la actividad —explicó Temple—. Regañan todo el día discutiendo qué programa quieren ver. La enfermera de servicio se pasa el tiempo haciendo de árbitro.
—Ahora todos parecen felices con lo que están viendo —dijo Kinderman.
—Espere un poco. Vea, ahí hay un paciente típico —siguió Temple. Le señalaba a un hombre del grupo que miraba la televisión. Llevaba una gorrita de béisbol—. Es un castrofénico —Temple se explicó—. Cree en unos enemigos que están chupando todos los pensamientos de su mente. No sé. A lo mejor tiene razón. Y ahí tenemos a Lang. Es el tipo que está de pie, al fondo. Era un químico bastante bueno, hasta que comenzó a oír voces en una grabadora. De gente muerta. Respondiendo a sus preguntas. Había leído alguna especie de libro sobre ese tema. Esto es lo que le inició.
¿Por qué me suena esto familiar? —pensó Kinderman. Experimentó algo raro en su alma.
—Muy pronto comenzó a oír esas voces también en la ducha —siguió Temple—. Después en cualquier clase de agua corriente. Un grifo. El océano. Luego en las ramas movidas por el viento o en las hojas susurrantes. Y no tardó mucho en oírlas en sus sueños. Y ahora ya no puede alejarlas de él. Dice que la televisión las ahoga.
—¿Y esas voces le han hecho enfermar mentalmente? —preguntó Kinderman.
—No. La enfermedad mental es lo que le hizo oír esas voces.
—¿Como el clic en la oreja?
—No, ese individuo está realmente sonado. Palabra. Realmente chiflado. ¿Ve usted a esa mujer con el sombrerito absurdo? Otra belleza. Pero uno de mis éxitos. ¿La ve usted?
Estaba señalándole una mujer obesa de mediana edad sentada entre el grupo delante del aparato de televisión.
—Sí, la veo —convino Kinderman.
—Oh, oh —dijo Temple—. Ahora me ha visto. Aquí viene.
La mujer se estaba acercando a ellos con rapidez arrastrando los pies. Las zapatillas se deslizaban de forma ruidosa rascando el suelo. Pronto estuvo de pie directamente delante de ellos. Su sombrero, hecho de fieltro azul redondeado, aparecía recubierto con barras de caramelos sujetas con imperdibles.
—Nada de toallas —le dijo la mujer a Temple.
—Nada de toallas —respondió el psiquiatra como un eco.
La mujer dio la vuelta y volvió junto a su grupo.
—Solía acaparar toallas —dijo Temple—. Las robaba de los otros pacientes. Pero le curé la costumbre. Durante una semana le di siete toallas extra cada día. A la semana siguiente veinte, y a la otra cuarenta. Muy pronto tenía tantas toallas en su cuarto que no podía moverse, y cuando un día le llevamos la ración comenzó a chillar y a arrojar fuera las toallas. No podía soportarlas más. —El psiquiatra calló durante unos momentos, observando a la mujer mientras se sentaba en su sitio—. Supongo que el caramelo es lo siguiente —dijo Temple con voz átona.
—Están tan quietos —comentó el detective.
Miró a su alrededor a algunos de los pacientes sentados en las sillas. Estaban desplomados y distraídos, mirando sin ver al vacío.
—Sí, la mayoría de ellos son como vegetales —convino Temple. Se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo—. Nadie en casa. Claro está, las drogas ayudan.
—¿Las drogas?
—Su medicación —siguió Temple—. «Torazine». La reciben todos los días. Los hace ser aún más lelos.
—¿El carrito de las drogas viene por aquí?
—Claro.
—¿Lleva otras drogas además de «Torazine»?
Temple volvió la cabeza para mirar a Kinderman.
—¿Por qué?
—Solamente una pregunta.
El psiquiatra alzó los hombros.
—Pudiera ser. Si el carrito va de camino al pabellón de los perturbados.
—¿Es allí donde se realiza la terapia de electroshock?
—Bueno, ya no se hace tanto.
—¿No tanto como antes?
—Bueno, de vez en cuando —comentó Temple—. Sólo cuando se necesita.
—¿Tiene usted pacientes en este pabellón que tengan conocimientos médicos?
—Vaya pregunta rara… —dijo Temple.
—Es mi albatros —dijo Kinderman—. Mi oso. No puedo evitarlo. En cuanto pienso en una cosa, tengo que decirla inmediatamente.
Temple pareció desorientado por esta respuesta, pero entonces se volvió e hizo un gesto hacia uno de los pacientes, un hombre de mediana edad, delgado, sentado en una silla. Estaba junto a una ventana, mirando hacia fuera. La luz del sol de la tarde llegaba oblicua hasta él, dividiendo su cuerpo en claridad y oscuridad. No tenía expresión ninguna en su rostro.
—Fue médico por los años cincuenta en Corea —explicó Temple—. Perdió sus genitales. No ha dicho una palabra en casi treinta años.
Kinderman asintió. Se volvió y miró a la enfermera de servicio. La enfermera estaba ocupada escribiendo un informe. Un enfermero negro, de robusta complexión, estaba de pie cerca de ella, apoyando el brazo en el mostrador de la entrada mientras vigilaba a los pacientes de la sala.
—Veo que sólo tiene usted una enfermera aquí —observó Kinderman.
—Eso es todo lo que se necesita —respondió Temple tranquilamente. Se puso las manos en las caderas y miró a lo lejos frente a él—. Sabe, cuando el aparato de televisión está cerrado, todo lo que usted podría oír en esta sala sería el arrastrar de las zapatillas. Es un ruido rastrero —dijo. Continuó con la mirada fija durante un momento, y después volvió la cabeza para mirar al detective. Kinderman estaba observando al hombre junto a la ventana—. Parece usted deprimido —le dijo Temple.
Kinderman se volvió hacia él y replicó:
—¿Yo?
—¿Tiene usted tendencia a quedar meditativo? Lo ha estado usted desde que se ha presentado por mi oficina. ¿Está siempre con ese humor?
Kinderman reconoció sorprendido que lo que Temple le estaba diciendo era la verdad. Desde que había entrado en su oficina, Kinderman no se había sentido él mismo. El psiquiatra había dominado su espíritu. ¿Cómo había hecho aquello? Le miró a los ojos. Dentro, había como un arremolinamiento.
—Es mi trabajo —dijo Kinderman.
—Entonces cámbielo. En cierta ocasión alguien me preguntó: «¿Qué podría hacer respecto a estos dolores de cabeza que sufro cada vez que como cerdo?». ¿Sabe usted lo que yo le respondí? «Pues deje de comer cerdo».
—¿Podría ver la habitación de la señorita Lazlo, por favor?
—¿Quiere usted animarse, por favor?
—Lo intento.
—Estupendo. En ese caso, vamos, le llevaré a la habitación de esa mujer. Está cerca.
Temple condujo a Kinderman por un pasillo, y después a otro, y muy pronto ambos se encontraban en la habitación.
—Hay poca cosa aquí —dijo Temple.
—Sí, entiendo.
De hecho, no había nada. Kinderman miró en el armario. Allí dentro apareció otro albornoz azul. Buscó en los cajones. Estaban vacíos. En el cuarto de baño se veían toallas y jabón; eso era todo. Kinderman miró a su alrededor en el pequeño cuarto. De pronto sintió una corriente fría que le dio en el rostro. Parecía que fluía a través de él, y después se desviaba. Desvió la vista hacia la ventana.
Experimentó un sentimiento raro. Observó su reloj. Eran las tres y cincuenta y cinco minutos.
—Bueno, debo irme —dijo Kinderman—. Muchas gracias.
—A su disposición —replicó Temple.
El psiquiatra acompañó a Kinderman por un vestíbulo del ala de Neurología hasta fuera del pabellón. Se separaron a las puertas, junto al pabellón de régimen abierto.
—Debo volver a entrar —explicó Temple—. ¿Sabrá usted cómo salir de aquí?
—Sí, gracias.
—¿Le he hecho aprovechar el día, teniente?
—Y a lo mejor hasta la noche.
—Bien. Si alguna vez se siente usted deprimido otra vez llámeme y venga a verme. Puedo ayudarle.
—¿Qué escuela de Psiquiatría es la que usted sigue?
—Yo soy un behaviorista convencido —explicó Temple—. Déme todos los hechos y le diré por adelantado lo que hará una persona.
Kinderman bajó la mirada y sacudió la cabeza.
—¿Por qué mueve usted la cabeza? —le preguntó Temple.
—Oh, no es nada.
—No, es algo —dijo Temple—. ¿Cuál es el problema?
Kinderman alzó su mirada hacia unos ojos que eran beligerantes.
—Bueno, yo siempre he sentido pena por los behavioristas, doctor. Nunca pueden decir: «Gracias por pasarme la mostaza».
Los labios del doctor se comprimieron. Sólo respondió:
—¿Cuándo nos devolverán a Lazlo?
—Esta noche. Dispondré lo necesario.
—Bien. Espléndido. —Temple empujó una puerta y entró. Añadió—: Ya le veré por el campus, teniente.
Desapareció en el pabellón abierto. Kinderman se quedó allí inmóvil un momento, escuchando. Podía oír las suelas de caucho que se alejaban con rapidez. Cuando el sonido se desvaneció, inmediatamente experimentó un sentimiento de alivio. Suspiró, y entonces tuvo el presentimiento de que había olvidado alguna cosa. Notó un bulto en un bolsillo de su abrigo. Los libros de Dyer. Dobló hacia la derecha y se alejó de prisa.
Cuando Kinderman entró en la habitación de Dyer el sacerdote alzó la mirada de la lectura de su breviario. Estaba todavía en la cama.
—Bueno, hay que ver el tiempo que has necesitado —se lamentó—. Ya he pasado por siete transfusiones desde que te marchaste.
Kinderman se detuvo junto a la cama y arrojó los libros hacia el estómago de Dyer.
—Según usted ordenó —dijo—. La Vida de Monet y Conversaciones con Wolfgang Pauli. ¿Sabe usted por qué crucificaron a Cristo, padre? Lo prefirió a tener que exhibir estos libros en público.
—No seas melindroso.
—Hay misiones de jesuitas en la India, padre. ¿No podría usted encontrar una en donde trabajar? Las moscas no son tan malas como se cuenta por ahí. Son muy lindas: todas de diferentes colores. Y además, Scruples ahora ya está traducido al hindi. Usted seguirá disfrutando de sus comodidades y los chotchkelehs usuales a su lado. Y además varios millones de ejemplares del Kama Sutra.
—Ya lo he leído.
—Sin duda alguna.
Kinderman se había acercado al pie de la cama, en donde cogió el gráfico médico de Dyer, le echó una ojeada y lo volvió a su lugar.
—¿Me perdonará usted si ahora abandono esta discusión mística? Un exceso de estética siempre me produce dolor de cabeza. Además tengo dos pacientes en otro pabellón, y ambos sacerdotes: Joe Di Maggio y Jimmy el Griego. Le dejo.
—Pues vete.
—¿Por qué tanta prisa?
—Quiero volver a leer Scruples.
Kinderman se volvió y comenzó a caminar.
—¿Es por algo que yo he dicho? —preguntó Dyer.
—La madre India está llamándole, padre.
Kinderman salió al pasillo y desapareció. Dyer estuvo mirando el umbral abierto, vacío.
—Adiós, Billy —murmuró con una sonrisa cálida, cariñosa.
Y al cabo de un momento volvió a su breviario.
De regreso en la Comisaría, Kinderman pasó a través del ruidoso cuarto de la brigada, entró en su oficina y cerró la puerta. Atkins estaba esperándole. Se apoyaba contra una pared. Llevaba unos pantalones vaqueros de color azul y un grueso jersey con cuello alto vuelto, debajo de una chaqueta de cuero negro reluciente.
—Estamos descendiendo demasiado, Capitán Nemo —dijo Kinderman mirándole desmayadamente desde la puerta—. El casco no puede resistir esta presión. —Se encaminó hacia su escritorio—. Y yo tampoco puedo. ¿Atkins, en qué estás pensando? Detente. La duodécima noche ya está en el Folger, no aquí. ¿Qué es esto?
El detective se inclinó sobre su mesa escritorio y recogió dos croquis montados. Los miró con aire estúpido y después lanzó una mirada lastimera hacia Atkins.
—¿Éstos son los sospechosos? —preguntó.
—Ninguno de ellos fue visto con claridad —explicó Atkins.
—Me doy cuenta de ello. El viejo se parece a un aguacate senil que intenta hacerse pasar por Harpo Marx. Y el otro, entretanto, me confunde el cerebro. ¿El hombre del anorak tenía bigote? Nadie mencionó un bigote en la iglesia, ni una palabra al respecto.
—Ésa fue la contribución de la señorita Volpe.
—Señorita Volpe… —Kinderman dejó caer los croquis y se frotó la cara con la mano—. Meshugge, señorita Volpe, le presento a Julie Febré.
—Tengo que decirle algo, teniente,
—Ahora no. ¿No sabe ver cuándo un hombre está intentando morirse? Eso requiere una concentración absoluta, total. —Kinderman se sentó tristemente a su despacho y miró los croquis—. Sherlock Holmes lo tenía muy fácil —se lamentó lúgubremente—. No tenía ningún croquis del perro de los Baskerville con qué enfrentarse. Además, la señorita Volpe, sin duda alguna, tiene el valor de diez de sus Moriarty.
—Ha llegado el expediente Géminis, señor.
—Ya lo sé. Puedo verlo en mi escritorio. ¿Salimos a la superficie, Nemo? Mi visión ya no está confusa.
—Tengo algunas novedades para usted, teniente.
—Conserva tus pensamientos. He tenido un día fascinante en el «Hospital» de Georgetown. ¿No vas a preguntarme sobre mi día?
—¿Qué ha sucedido?
—No estoy en condiciones de discutirlo en este momento. Quiero tu opinión sobre algo. Todo esto es académico. ¿Lo comprendes? Sólo supón estos hechos hipotéticos. Un psiquiatra experimentado, alguien como el Jefe de Psiquiatría en el hospital, lleva a cabo torpes esfuerzos para hacerme creer que está encubriendo a un colega; digamos, por ejemplo, un neurólogo que trabaja en el problema del dolor. Esto sucede, en este hipotético caso, cuando yo le pregunto a este psiquiatra imaginario si entre su personal hay alguna persona que tenga cierta excentricidad en su modo de escribir. Este psiquiatra simulador me mira fijamente a los ojos durante dos o tres horas, entonces desvía la mirada a lo lejos y profiere un «no» con voz muy alta. Además, como un lince, yo descubro que hay fricciones entre ambos. Quizá no. Pero creo que sí. ¿Qué es lo que tú deduces de estas insensateces, Atkins?
—El psiquiatra quiere señalar con el dedo al neurólogo, pero no desea hacerlo de modo abierto.
—¿Y por qué no? —preguntó el detective—. Recuerda, este hombre está obstruyendo a la justicia.
—Es culpable de alguna cosa. Está involucrado. Pero si, al parecer, está encubriendo a otra persona, usted nunca sospecha de él.
—Y así viviría eternamente. Estoy de acuerdo con tu opinión. Entretanto, tengo otra cosa importante que contarte. En Beltsville, Maryland, hace algunos años había un hospital para pacientes que se estaban muriendo de cáncer. De modo que les daban grandes dosis de LSD. No podía hacerles ningún daño. ¿No tengo razón? Y, además, ayudaba para el dolor. Entonces a todos ellos les ocurrió algo muy curioso. Todos tuvieron la misma experiencia, sin importar cuál fuese su religión o su ambiente. Imaginaban que iban directamente al fondo de la tierra a través de una especie de cloaca, con suciedad y basura. Y mientras lo hacían, eran esas cosas; eran lo mismo. Entonces comienzan a subir, arriba y arriba y, de pronto, todo es hermoso y están de pie delante del Todopoderoso que les dice: «Venid aquí junto a Mí, esto no es Newark». Cada uno de ellos pasó por esta experiencia, Atkins. Bueno, de acuerdo, quizás un noventa por ciento. Eso basta. Pero lo principal es algo que dijeron. Afirmaron que sentían que todo el universo eran ellos mismos. Todos eran una misma cosa, dijeron: una persona. ¿No resulta sorprendente que todos contaran lo mismo? Además, considera el teorema de Bell, Atkins: en cualquier sistema de doble partícula, dicen los físicos, al cambiar el giro de una de las partículas simultáneamente se cambia el giro de la otra; ¡no importa la distancia que haya entre ambas, no importa si se trata de galaxias o de años luz!
—¿Teniente?
—Por favor, ¡mantente en silencio cuando estés hablando conmigo! Tengo algo más que decirte. —El detective se inclinó hacia delante con los ojos relucientes—. Piensa en el sistema autónomo. Realiza todas estas cosas aparentemente inteligentes para mantener a tu cuerpo en funcionamiento y vivo. Pero no tiene inteligencia propia. Tu mente consciente no está dirigiéndolo. «¿Pues qué es lo que lo dirige?», me preguntarás. Tu inconsciente. Ahora piensa en el Universo como si fuera tu cuerpo y en la evolución en las avispas cazadoras del sistema autónomo. ¿Qué es lo que dirige todo eso, Atkins? Piensa en ello. Y recuerda al inconsciente colectivo. Entretanto, yo no puedo quedarme sentado charlando para toda la vida. ¿Has visto o no has visto a la ancianita? No importa. Pertenece al «Hospital General» de Georgetown. Haz una llamada y envíala allí de inmediato. Es una paciente del psiquiátrico. Una interna.
—La ancianita ha muerto —explicó Atkins.
—¿Qué?
—Murió esta tarde.
—¿Qué es lo que la mató?
—Le falló el corazón.
Kinderman se quedó con la mirada fija; finalmente bajó la cabeza y asintió.
—Sí, ése era el único camino para ella —murmuró. Sentía una tristeza profunda y conmovedora—. Martina Otsi Lazlo —murmuró cariñosamente. Alzó la mirada hacia Atkins—. Esa vieja dama era un gigante —le musitó—. En un mundo en donde el amor no perdura, ella era un gigante.
Abrió un cajón y sacó un clip que habían encontrado en el muelle. Lo sostuvo en la mano un momento, contemplándolo.
—Espero que ahora se haya reunido con él —dijo con suavidad. Puso el clip en el cajón y lo cerró—. Tiene un hermano en Virginia —explicó cansinamente a Atkins—. Su último apellido es Lazlo. Llama al hospital y arregla lo necesario. El contacto es Temple, doctor Temple. Es el jefe de Psiquiatría de allí, un goniff. No permitas que te hipnotice. Creo que hasta puede hacerlo por teléfono.
El detective se levantó y se encaminó hacia la puerta, se detuvo y regresó de nuevo a su escritorio.
—Caminar es bueno para el corazón —explicó. Cogió la carpeta que contenía el expediente Géminis y echó una mirada a Atkins—. No es desfachatez —advirtió—. No hables. —Se dirigió a la puerta, la abrió y después se volvió—. Da un repaso al ordenador en busca de recetas de succinilcolina extendidas durante este mes en el Distrito. Y también el pasado mes. Los nombres son Vincent Amfortas y Freeman Temple. ¿Vas a misa todos los domingos?
—No.
—¿Y por qué no? Como suelen decir entre las sotanas, Nemo, tú eres un trabajo de tres rociadas: bautismo, casamiento y muerte.
Atkins alzó los hombros.
—No pienso en ello —repuso.
—Muy evidente. Entretanto, una preguntita final, Atkins, y después de cabeza a los verdugos. Si Cristo no se hubiera dejado crucificar, ¿hubiéramos oído hablar de su resurrección? No me respondas. Es obvio, Atkins. Te agradezco tus esfuerzos y tu tiempo.
Disfruta de tu viaje al fondo del mar. Te aseguro que allá abajo sólo encontrarás peces de aspecto estúpido, con excepción de su jefe, una carpa gigante que pesa trece toneladas y que posee el cerebro de una tortuga. Es muy poco corriente, Atkins. Evítala. Si sospechase que nosotros tenemos alguna relación podría cometer una locura.
El detective se dio la vuelta y se alejó. Atkins le vio detenerse en medio de la sala de la brigada en donde alzó la mirada al cielo mientras que con los dedos se rozaba el ala de su ajado sombrero, Un policía que llevaba preso a un sospechoso chocó contra Kinderman y éste les dijo algo. Atkins no pudo oírlo. Finalmente, Kinderman se volvió y desapareció.
Atkins se acercó al escritorio y se sentó. Abrió el cajón y contempló el clip meditando sobre el significado de Kinderman al hablar del amor. Oyó pasos y alzó la mirada. Kinderman estaba de pie en el umbral.
—Si encuentro a faltar, aunque sea un caramelo de almendras —dijo— se acabó Batman y Robin. Entretanto, ¿a qué hora murió la ancianita?
—Aproximadamente a las tres cincuenta y cinco minutos —respondió Atkins.
—Entiendo —dijo Kinderman.
Estuvo mirando fijamente al vacío durante un rato, después se volvió con brusquedad y salió sin proferir palabra. Atkins se estuvo preguntando el alcance de la pregunta.
Kinderman se fue a su casa. En el recibidor se quitó el sombrero y el abrigo, y después entró en la cocina. Julie estaba sentada en la mesa de arce leyendo una revista de modas, mientras Mary y su madre se afanaban junto al fogón. Mary alzó la mirada de una salsa que estaba removiendo. Le sonrió:
—Hola, querido. Estoy contenta que hayas podido venir a cenar.
—Hola, papá —saludó Julie, todavía enfrascada en su lectura.
La madre de Mary dio la espalda al detective y limpió la superficie de la cocina con un trapo.
—Hola, dumpling —dijo Kinderman. Dio un beso a Mary en la mejilla—. Sin ti la vida sólo es pequeñas cuentas de vidrio y una pizza enmohecida —comentó—. ¿Qué hay para cenar? —añadió— Huelo a falda.
—No huelo a nada —gruñó Shirley—. Hazte arreglar la nariz.
—Esto lo dejo para Julie —repuso Kinderman sombríamente.
Se sentó a la mesa frente a su hija. En el regazo tenía el expediente Géminis. Los brazos de Julie estaban plegados y apoyados en la mesa, y su largo cabello negro rozaba las páginas de Glamour. Distraídamente, echó para atrás una trenza y volvió la página.
—Bueno, ¿y qué hay de Febré? —le preguntó el detective.
—Papá, por favor, no te excites —repuso Julie lacónicamente. Volvió otra página.
—¿Quién está excitado?
—Sólo estoy pensando en ello.
—Yo también.
—Bill, no te metas con Julie —dijo Mary.
—¿Y quién se mete con ella? Pero, Julie, esto nos va a causar un gran problema. Vamos a ver, una persona de una familia se cambia el nombre. Esto es fácil. Pero cuando tres de la misma familia hacen un cambio al mismo tiempo, y todos diferentes, no sé… Podría conducir, finalmente, a una histeria colectiva, por no mencionar una minúscula confusión. ¿Podríamos quizá coordinarlo todo?
Julie alzó sus hermosos ojos para mirar a los de su padre.
—No te entiendo, papá.
—Tu madre y yo vamos a cambiarnos el nombre por el de Darlington.
Un cucharón de madera cayó de golpe en el fregadero y Kinderman vio que Shirley salía con rapidez de la habitación. Mary volvió al frigorífico, riendo en silencio y con malicia.
—¿Darlington? —exclamó Julie.
—Sí —respondió Kinderman—. También nos estamos convirtiendo.
Julie ahogó un respingo y se cubrió la boca con la mano.
—¿Os vais a convertir al catolicismo? —preguntó asombrada.
—No seas boba —replicó Kinderman con suavidad—. Eso es tan malo como ser judío. Estamos pensando en el luteranismo, quizá. Estamos todos acabados con esas cruces gamadas en la sinagoga.
Kinderman oyó que Mary salía corriendo de la cocina.
—Tu madre está un poco alterada —explicó—. Los cambios siempre son duros al principio. Ya lo superará. No tenemos por qué hacerlo todo de una vez. Lo haremos poco a poco. Primero nos cambiamos el nombre, después nos convertimos, y entonces nos suscribiremos al The National Review.
—No puedo creer todo esto —repuso Julie.
—Pues créelo. Estamos entrando en el espíritu mezclador de los tiempos. Nos convertiremos en puré, aunque no en Febré. No te importe. Era inevitable. El único problema está en cómo coordinar todo este asunto. Estamos abiertos a las sugerencias, Julie. ¿Qué opinas tú?
—Creo que no deberíais cambiaros el nombre —replicó Julie enfáticamente.
—¿Y por qué no?
—¡Bueno, es vuestro nombre! —dijo. Vio a su madre que regresaba—. ¿Estás hablando en serio en cuanto a ese asunto, mamá?
—No tiene por qué ser Darlington, Julie —explicó Kinderman—. Escogeremos otro nombre en el que todos estemos de acuerdo. ¿Qué te parece Bunting?
Mary asintió con gravedad.
—Me gusta.
—Oh, Dios mío, esto es vergonzoso —estalló Julie.
Se levantó y salió impetuosamente de la cocina mientras la madre de Julie volvía a entrar.
—¿Ya has terminado de decir sandeces? —preguntó Shirley—. En esta casa yo no podría distinguir quién es una persona y quién no lo es. Todos parecen ser maniquíes profiriendo shtuss para atormentarme a mí y hacerme oír voces para encerrarme después en un manicomio.
—Sí, tienes razón —le dijo Kinderman con sinceridad—. Mis disculpas.
—¿Ves lo que yo quiero decir? —chilló Shirley—. Mary, ¡dile que pare inmediatamente!
—Bill, no sigas —pidió Mary.
—Ya he terminado.
La cena estuvo lista a las siete y quince minutos. Después, Kinderman se metió un largo rato en la bañera, intentando dejar su mente en blanco. Como de costumbre, no lo consiguió. Ryan lo hace tan fácilmente —reflexionó—. Debo preguntarle su secreto. Esperaré hasta que haya hecho algo bien y se sienta comunicativo. Su mente pasó del concepto de un secreto a Amfortas. Ese hombre es tan misterioso, tan oscuro. Había algo que Amfortas ocultaba, lo sabía. ¿Qué era? Kinderman cogió la botella de plástico y vertió un poco más del fluido de burbujas en la bañera. Le era difícil no adormecerse.
Terminado el baño, Kinderman se puso una bata y llevó el expediente Géminis a su despacho. Las paredes estaban recubiertas de carteles de cine, clásicos en blanco y negro de las décadas de los treinta y los cuarenta. Sobre el oscuro escritorio de madera se veían numerosos libros esparcidos. Kinderman frunció el ceño. Iba descalzo y había pisado un ejemplar de cantos agudos de El fenómeno humano de Teilhard de Chardin. Se agachó y lo recogió, colocándolo sobre el escritorio. Encendió la lámpara de sobremesa. La luz se reflejó en el estaño de envoltorios de caramelo, que acechaban entre los desperdicios como villanos relucientes. Kinderman se hizo espacio para el expediente, se rascó la nariz, se sentó e intentó concentrarse. Buscó entre los libros y encontró un par de gafas para leer. Las limpió con la manga de su bata y después se las puso. No podía ver todavía. Cerró un ojo y después otro, se quitó finalmente las gafas y lo hizo de nuevo. Decidió entonces que veía mejor sin las lentes. Enrolló su manga alrededor de las gafas y le dio un golpe fuerte contra una esquina del escritorio. El cristal cayó partido en dos piezas. La navaja de Occam —pensó Kinderman—. Se volvió a poner las gafas y lo intentó de nuevo.
No servía de nada. El problema estaba en el cansancio. Se quitó las gafas, salió de su despacho y se fue directamente a la cama.
Kinderman soñó. Estaba sentado en un teatro viendo una película con los pacientes del pabellón abierto. Creía que estaba viendo Horizontes perdidos aunque lo que aparecía en la pantalla era Casablanca. No dedujo ninguna discrepancia en ello. En el «Café de Rick», el pianista era Amfortas. Estaba cantando As Time Goes By cuando entró la actriz Ingrid Bergman, sólo que, en el sueño de Kinderman, la mujer era Martina Lazlo y su esposo lo interpretaba el doctor Temple. Lazlo y Temple se acercaron al piano y Amfortas dijo:
—Déjelo solo, señorita Use.
Y Temple dijo entonces:
—Dispárale.
Lazlo sacó un bisturí de su bolso y lo clavó en el corazón de Amfortas. De pronto Kinderman estaba en la película. Se sentaba a una mesa con Humphrey Bogart.
—Las cartas de tránsito están falsificadas —dijo Bogart.
—Sí, lo sé —replicó Kinderman.
Le preguntó a Bogart si Marx, su hermano, estaba involucrado y Bogart se encogió de hombros y dijo:
—Esto es «Rick’s».
—Sí, todo el mundo viene aquí —convino Kinderman.
Afirmó con la cabeza:
—He visto esta película veinte veces.
—No puede hacer daño —explicó Bogart.
Entonces Kinderman experimentó pánico porque se había olvidado del resto del papel, y comenzó una discusión sobre el problema del mal y le hizo a Bogart un resumen de su teoría. En el sueño, sólo necesitó una fracción de segundo.
—Sí, Ugarte —siguió Bogart—. Ahora siento más respeto por ti. —Entonces Bogart inició una discusión sobre Cristo—. Tú le has dejado fuera de tu teoría —dijo—: los correos alemanes lo descubrirán.
—No, no, yo le incluyo —repuso Kinderman rápidamente.
Bruscamente, Bogart se convirtió en el padre Dyer y Amfortas y la señorita Lazlo estaban sentados a la mesa, aunque ahora ella era joven y extraordinariamente hermosa. Dyer escuchaba la confesión del neurólogo y, cuando le dio la absolución, Lazlo le entregó a Amfortas una rosa blanca.
—Y yo afirmé que nunca te abandonaría —le dijo a Dyer.
—Ve y no vivas más —replicó el cura.
Instantáneamente, Kinderman se encontraba junto al público y sabía que estaba soñando. La pantalla se había agrandado y llenaba toda su visión; en vez de Casablanca vio dos luces que destacaban en la vaguedad de un verde pálido de un vacío infinito. La luz de la izquierda era mayor y fulgurante, resplandeciendo con una radiación azulada. Mucho más lejos, a su derecha, aparecía una pequeña esfera blanca que relucía con el brillo y el poder de muchos soles, aunque no parpadeaba ni lanzaba destellos; era una luz serena.
Kinderman experimentó una especie de trascendencia. En su mente oyó la luz de la izquierda que comenzaba a hablar.
—No puedo por menos de amarte —decía. La otra luz no dio respuesta alguna. Siguió una pausa—. Eso es lo que yo soy —continuó la primera luz—. Amor puro. Quiero dar libremente mi amor —dijo. De nuevo la brillante esfera siguió en silencio. Entonces, al fin, la primera luz habló otra vez—. Quiero crearme a mí mismo —concluyó.
La esfera habló entonces.
—Habrá dolor —explicó.
—Lo sé.
—Tú no comprendes lo que es.
—Yo lo escojo —terció la luz azulada.
Y después esperó, parpadeando con suavidad.
Pasaron muchos momentos más antes de que la luz blanca hablase otra vez.
—Te enviaré a Alguien —dijo.
—No, no debes. No debes interferir.
—Formará parte de ti —siguió la esfera.
La luz azulada respiró hacia dentro de sí misma. Sus destellos eran leves y pequeños. Finalmente, se expandió de nuevo.
—Que sea entonces.
Ahora el silencio fue mucho más prolongado, mucho más profundo que antes. Había cierta pesadez en aquel silencio.
Finalmente, la luz blanca habló bajo y con tristeza.
—Adiós. Volveré a ti.
—Apresura ese día.
La luz azulada comenzó a fulgurar vigorosamente. Se hizo mayor y más radiante y más bella que nunca. Poco a poco se intensificó, hasta que se hizo casi del tamaño de la esfera. Allí pareció detenerse un momento.
—Te amo —dijo.
Al instante siguiente estalló esparciendo su brillo lejos en el espacio, brotando con ímpetu de sí mismo con una fuerza inimaginable en billones de chispas de asombrosa energía de luz y sonido.
Kinderman se despertó sobresaltado. Se sentó en la cama y se tocó la frente. Estaba cubierta de sudor. Todavía podía sentir la luz de la explosión en su retina. Permaneció sentado reflexionando un rato. ¿Era real? El sueño lo parecía. Ni tan siquiera el sueño sobre Max había tenido esta consistencia. No pensó en el fragmento del sueño en el cine. El otro fragmento lo había borrado.
Saltó de la cama y bajó a la cocina donde conectó la luz y miró el reloj de péndulo de la pared. ¿Las cuatro y diez? Esto es una locura —pensó—. Frank Sinatra se va a la cama en este mismo momento. Sin embargo, se sentía alerta y extremadamente descansado. Encendió la llamita debajo de la tetera y se quedó esperando junto al fogón. Tenía que vigilar para cogerla antes del silbato. Shirley podría bajar. Mientras esperaba, pensó en su sueño de las luces. Le había afectado profundamente. «¿Qué era esta emoción que estaba sintiendo?», se preguntó. Era algo como una pérdida mordaz e insoportable. La había sentido al final de Breve encuentro. Reflexionó en el libro que había leído sobre Satanás, aquel libro escrito por teólogos católicos. Allí se describían la belleza y la perfección de Satanás como asombrosas. «Portador de la Luz». «Estrella de la Mañana». Dios debía haberlo amado mucho. ¿Cómo podía entonces haberlo condenado para toda la eternidad?
Tocó la tetera. Sólo estaba caliente. Algunos minutos más. Pensó nuevamente en Lucifer, aquel ser de increíble resplandor. Los católicos decían que su naturaleza era invariable. ¿Por qué, pues? ¿Podía, realmente, haber traído enfermedad y muerte al mundo? ¿Ser el autor de esa crueldad y maldad de pesadilla? No tenía sentido. Incluso el viejo Rockefeller había repartido centavos de vez en cuando. Pensó en los Evangelios, en todas aquellas personas poseídas. ¿Por qué? «No por los ángeles caídos», pensó, únicamente los goyim mezclan los diablos con los dybbuks. Es una broma. Ésas eran personas difuntas que intentaban regresar. Cassius Clay puede hacerlo infinitamente; pero, ¿no puede hacerlo un pobre sastre muerto? «Satanás no andaba por ahí invadiendo cuerpos vivos; ni los Evangelios decían eso», pensó Kinderman. Oh, sí, Jesús bromeó sobre eso una vez —concedió. Los apóstoles se habían acercado a él, sin aliento y rebosantes de sus éxitos en expulsar a los demonios. Jesús asintió y mantuvo un rostro serio mientras les decía:
—Sí, ya he visto a Satanás al caer como un rayo del cielo.
Fue una ironía, una ligera tomadura de pelo. «Pero, ¿por qué como un rayo?», pensó Kinderman. ¿Por qué Cristo llamó a Satanás el «Príncipe de este Mundo»?
Pocos minutos después se preparaba una taza de té que llevó consigo a su despacho. Cerró con suavidad la puerta, se abrió camino a tientas hasta la mesa, encendió la luz y se sentó. Se puso a leer el expediente.
Los asesinatos Géminis estuvieron restringidos en San Francisco y se estuvieron perpetrando durante un período de siete años, desde 1964 a 1971, cuando el «Géminis» cayó muerto por una ráfaga de balas mientras trepaba por una viga del puente «Golden Gate», donde la Policía le había atrapado después de incontables intentos fracasados. Durante su tiempo de vida, se le imputó la responsabilidad de veintiséis asesinatos, todos ellos salvajes y con mutilaciones. Las víctimas fueron tanto del género femenino como del masculino, de diversas edades, y algunas veces hasta niños, y la ciudad vivió aterrorizada incluso cuando se conoció la identidad del «Géminis». El propio «Géminis» la había ofrecido en una carta al periódico San Francisco Chronicle, inmediatamente después de los primeros asesinatos. Se trataba de James Michael Vennamun, de treinta y un años, hijo de un célebre evangelista cuyas reuniones habían sido televisadas por todo el país cada domingo por la noche a las diez. Pero el «Géminis», a pesar de ello, no pudo ser hallado, aun contando con la ayuda del evangelista que se retiró de la vida pública en 1967. Cuando murió, finalmente, el cuerpo del «Géminis» cayó en el río, y aunque se estuvo dragando durante muchos días, y no se había hallado su cadáver, no quedó ninguna duda sobre su muerte. En su cuerpo habían acertado ráfagas de centenares de balas. Y las muertes cesaron a partir de entonces.
Kinderman volvió suavemente la página. Este apartado se refería a las mutilaciones. Bruscamente, se detuvo y repasó con atención un párrafo. Se le erizaron los pelos de la nuca. ¿Podía ser esto? —pensó—. ¡Dios mío, no podía ser! Y, sin embargo, aquí estaba. Alzó la mirada, respiró hondo y estuvo reflexionando un rato. Prosiguió después.
Llegó al perfil psiquiátrico, basado sobre todo en las cartas incoherentes y un Diario que escribió en su juventud. El hermano de «Géminis», Thomas, gemelo, era mentalmente atrasado y vivía en un continuo terror a la oscuridad, incluso cuando los demás se hallaban cerca. Dormía con la luz encendida. El padre, divorciado, se cuidó poco de los chicos, y era James el que protegía y cuidaba de Thomas.
Kinderman quedó muy pronto absorto en el relato.
Con ojos ausentes, dóciles, Thomas estaba sentado a una mesa mientras James le preparaba más tortitas. Karl Vennamun entró vacilante en la cocina cubierto sólo con los pantalones del pijama. Estaba borracho. Llevaba un vaso alto y una botella de whisky que casi estaba vacía. Miró confusamente a James.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con hostilidad.
—Preparo más tortitas para Thomas —explicó James.
Pasó andando junto a su padre con una fuente llena cuando Vennamun le golpeó salvajemente en la cara con el dorso de la mano y le hizo caer al suelo.
—Eso ya lo veo, pequeño mocoso bastardo —rugió Vennamun—. ¡Hoy he dicho que no se le diera comida…! ¡Se ha cagado en los pantalones!
—¡No puede evitarlo! —protestó James.
Vennamun le pateó en el estómago y después se adelantó hacia Thomas que estaba estremecido de terror.
—¡Y tú! ¡Se te dijo que hoy no comieras! ¿Es que no me has oído? —Había unos platos con comida encima de la mesa y Vennamun los barrió con la mano arrojándolos al suelo—. ¡Mono del diablo, vas a aprender obediencia y limpieza, maldito seas!
El evangelista tiró del muchacho con las dos manos poniéndolo de pie y comenzó a arrastrarle hacia una puerta que conducía afuera. Por el camino le pegaba:
—¡Eres como tu madre! Eres una mierda. Eres un sucio bastardo católico.
Vennamun arrastró fuera al chico, hasta la puerta de la bodega. El día era brillante en las colinas boscosas de la península Reyes. Vennamun abrió la puerta de la bodega.
—¡Bajarás a la bodega, con las ratas, maldito seas!
Thomas temblaba y sus grandes ojos de gacela brillaban de miedo. Gritaba:
—¡No! ¡No! ¡No me dejes en la oscuridad! ¡Papá, por favor! Papá…
Vennamun le abofeteó y le arrojó escalera abajo.
Thomas gritó:
—¡Jim! ¡Jim!
La puerta de la bodega fue cerrada con llave.
—Sí, las ratas le mantendrán ocupado —rugió Vennamun con su voz incierta de borracho.
Comenzaron entonces los gritos de terror.
Vennamun ató entonces a su hijo James a una silla, y se sentó a continuación para ver la televisión y seguir bebiendo. Finalmente, quedó dormido. Pero James estuvo oyendo los gritos durante toda la noche.
Al romper el alba reinaba el silencio. Vennamun se despertó, desató a James, y después salió y abrió la puerta de la bodega.
—Ahora ya puedes salir —gritó hacia abajo, hacia la oscuridad.
No obtuvo respuesta. Vennamun estuvo observando a James que se abalanzó por la escalera. Entonces oyó que alguien lloraba. No a Thomas. A James. James sabía que su hermano había perdido el juicio.
Thomas quedó permanentemente encerrado en el Hospital Mental del Estado de San Francisco. James iba a verle siempre que podía y, a los dieciséis años, se escapó de casa y se fue a trabajar como chico embalador en San Francisco. Cada noche iba a visitar a Thomas. Le sostenía la mano y le leía historias infantiles. Se quedaba con él hasta que se dormía. Así continuaron las cosas hasta una noche de 1964. Era un sábado. James había estado todo el día con Thomas.
Eran las nueve de la noche. Thomas se hallaba en la cama. James se sentaba en una silla, junto a la cama, muy cerca de su hermano, mientras un doctor comprobaba el corazón de Thomas. Se sacó el estetoscopio de los oídos y sonrió a James.
—Tu hermano está perfectamente.
Una enfermera asomó la cabeza por la puerta y le dijo a James:
—Señor, lo siento, pero se han terminado las horas de visita.
El doctor indicó a James que siguiera sentado en su silla, y después se encaminó a la puerta.
—Permítame dos palabras, señorita Keach. No, ahí fuera en el pasillo. —Salieron fuera—. ¿Es quizá su primer día aquí, señorita Keach?
—Sí, lo es.
—Bueno, espero que se encuentre usted bien aquí —dijo el doctor.
—Seguro que así será.
—Ese joven que está ahí con Tom Vennamun es su hermano. Estoy seguro de que usted lo habrá notado.
—Sí, lo he notado.
—Durante años ha venido aquí, fielmente, todas las noches. Le permitimos que se quede hasta que su hermano se duerme. Algunas veces permanece aquí toda la noche. Es un caso especial —terminó el doctor.
—Oh, ya entiendo.
—Y otra cosa más: la lámpara de su habitación. El chico está aterrorizado de la oscuridad. Patológicamente. Nunca le apague la luz. Temo por su corazón. Es terriblemente débil.
—Lo recordaré —replicó la enfermera. Sonrió.
El doctor le devolvió la sonrisa.
—Bueno, la veré mañana. Buenas noches.
—Buenas noches, doctor.
La enfermera Keach le estuvo mirando mientras el médico se alejaba por el pasillo, y su sonrisa inmediatamente se convirtió en un gesto despreciativo. Sacudió la cabeza y murmuró:
—Idiota.
En la habitación, James agarraba la mano de su hermano. Tenía el libro de cuentos delante de él, pero ya conocía todas las palabras; se las había contado un millar de veces: Good night, little house, and good night, mouse. Good night, comb, and good night, brush. Good night, nobody. Good night, mush. And good night to the old lady whispering «hush». Good night, stars. Good night, air. Good night, noises everywhere».[4] James cerró por un momento los ojos, cansado. Después miró para ver si Thomas se había dormido. No lo estaba; miraba fijamente al techo. James vio que una lágrima rodaba por su cara.
Thomas balbuceó:
—Yo… te quiero, J-j-james.
—Yo te quiero a ti, Tom —le respondió cariñosamente su hermano.
Thomas cerró los ojos y pronto estuvo dormido.
Después que James se hubo marchado del hospital, la enfermera Keach pasó por delante de la habitación. Miró dentro. Vio a Thomas dormido y solo. Entró en el cuarto, apagó la luz y después cerró la puerta de la habitación al salir.
—Un caso especial —murmuró.
Volvió a su oficina y a sus gráficos.
En medio de la noche resonó en el hospital un chillido de terror. Thomas se había despertado. Los chillidos continuaron durante algunos minutos. Después hubo un brusco silencio. Thomas Vennamun había muerto.
Y en aquel momento nació el criminal Géminis.
Kinderman alzó la mirada hacia una ventana. El día estaba naciendo. Se sintió extrañamente conmovido por lo que acababa de leer. ¿Podía sentir piedad por semejante monstruo? Pensó nuevamente en las mutilaciones. El signo de Vennamun había sido el índice de Dios tocando el de Adán; de ahí el acercamiento constante del dedo índice. Y siempre había la K al principio de uno de los nombres de la víctima. Vennamun, Karl.
Acabó su informe: «Los asesinatos subsiguientes de las víctimas con la K inicial indican la muerte por delegación del padre, cuyo retiro eventual de la vida pública sugiere el motivo secundario de Géminis, la destrucción específica de la carrera del padre y de su reputación a través de su relación con los crímenes del Géminis».
Kinderman miró con fijeza la última página de la carpeta. Se sacó las gafas y miró otra vez. Parpadeó. No sabía qué conclusiones extraer.
Saltó hacia el teléfono cuando éste comenzó a sonar.
—Sí, aquí Kinderman —replicó en tono bajo.
Miró la hora y sintió miedo. Oyó la voz de Atkins. Después nada. Sólo zumbidos. Sintió frío, aturdimiento y náusea en el alma.
Habían asesinado al padre Dyer.