13

«Se decía que cada hombre tenía su doble —pensó Kinderman—, una contraparte física idéntica que existía en algún lugar del mundo. ¿Podía ser eso la respuesta al misterio?» se preguntó. Contempló a los enterradores, que excavaban malhumorados, sacando el ataúd de Damien Karras. El psiquiatra jesuita no había tenido hermanos, no había ningún miembro de su familia que pudiera dar cuenta de la asombrosa semejanza entre el sacerdote y el hombre en el pabellón de perturbados del hospital. No se disponía de registros médicos o dentales; se habían destruido después de la muerte de Karras. «Ahora no se podía hacer nada —pensó Kinderman—, sino esto». Y seguía de pie junto a su sepultura, con Atkins y Stedman, rogando que el cuerpo dentro del ataúd fuese el de Karras. La alternativa era el horror, un horror casi inimaginable, una desviación de la mente de su eje. No, no podía ser —pensó Kinderman—. Imposible. Y, sin embargo, el padre Riley creía que Sunlight era Karras.

—Hablas de la luz —consideró el detective.

Atkins no la había mencionado, pero escuchó mientras se abrochaba el cuello de su chaqueta de cuero. Era la hora del mediodía, pero el viento se había incrementado y resultaba más cortante y áspero. Stedman dedicaba toda su atención a la excavación.

—Lo que nosotros vemos sólo es parte del espectro —dijo pensativamente Kinderman—, una pequeña rendija entre los rayos gamma y las ondas de radio, una pequeña fracción de la luz existente.

Miró, entornando los ojos, el disco plateado del sol cuyos bordes sobresalían duros y brillantes por detrás de una nube.

—De modo que cuando Dios dijo «Hágase la luz» —continuó— es posible que lo que Él decía realmente era «Que haya realidad».

Atkins no supo qué responder.

—Han terminado —dijo Stedman. Miró a Kinderman—: ¿Vamos a abrirlo?

—Sí, abridlo.

Stedman dio instrucciones a los desenterradores, y éstos, cuidadosamente, abrieron la tapa del ataúd. El viento era fuerte y agitaba las solapas de sus abrigos.

—Descubrid quién es —dijo al fin Kinderman.

No era el padre Karras.

Kinderman y Atkins se dirigieron al pabellón de los perturbados.

—Quisiera ver al hombre de la Celda Doce —pidió Kinderman.

Se sentía como en sueños y no estaba seguro de quién era ni de dónde estaba. Dudaba de un hecho tan sencillo como su propia respiración.

La enfermera Spencer, la enfermera de servicio, comprobó su documento de identidad. Cuando se topó con la mirada del detective, sus ojos expresaban ansiedad y la sombra de algo parecido al miedo. Kinderman lo había visto en todo el personal. Un silencio general había descendido sobre el hospital. Las figuras vestidas de blanco se movían como espíritus en un barco fantasma.

—De acuerdo —replicó la enfermera de mala gana.

Cogió las llaves del despacho y comenzó a caminar. Kinderman la siguió y pronto le abrió la cerradura de la Celda Doce. Kinderman miró arriba, al techo del corredor. Mientras miraba, otra bombilla se apagó.

—Entre.

Kinderman observó a la enfermera,

—¿Quiere que cierre la puerta detrás de usted? —preguntó la mujer.

—No.

La enfermera le sostuvo por un momento la mirada y después se marchó. Llevaba zapatos nuevos y sus gruesas suelas de crepé gruñían con fuerza en el mosaico del silencioso pasillo. El detective estuvo contemplándola un momento; después entró en la habitación y cerró la puerta. Miró hacia el camastro. Sunlight estaba mirándole, con rostro totalmente inexpresivo. El goteo en el lavabo se producía a intervalos regulares; cada plop latía aparte del anterior. Mirando con fijeza aquellos ojos, el detective sintió en su pecho un aleteo de terror. Se acercó a la silla de respaldo alto que estaba junto a la pared, plenamente consciente del ruido de sus pasos. Sunlight le seguía con los ojos. Su mirada era ingenua, vacía. Kinderman se sentó y le miró con atención. Por un instante, sus ojos se desviaron hacia la cicatriz sobre el ojo derecho del paciente, y después volvieron hacia esa mirada, turbadora, inmóvil. Kinderman no podía creer todavía lo que estaba viendo.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

En el pequeño cuarto acolchado el sonido de sus palabras tenía una extraña precisión. Casi se preguntó quién las había pronunciado.

Tommy Sunlight no respondió. Continuó mirándole con fijeza.

Plop. Silencio. Y entonces otro plop.

El detective se sintió invadido por un sentimiento de pánico.

—¿Quién eres tú? —repitió.

—Soy alguien.

Los ojos de Kinderman se ensancharon. Estaba sorprendido. La boca de Sunlight se curvó en una sonrisa, y en sus ojos había un brillo burlón, malévolo.

—Sí, claro está que tú eres alguien —respondió Kinderman, luchando por mantener firme su autodominio—. ¿Pero quién? ¿Eres acaso Damien Karras?

—No.

—Llámame «Legión» pues somos muchos.

Un escalofrío irrazonable pasó por el cuerpo de Kinderman. Deseaba estar fuera de esta habitación. No podía moverse. Bruscamente, Sunlight echó hacia atrás la cabeza y cantó como un gallo; después relinchó como un caballo. Los sonidos eran auténticos, no como imitaciones y, en su interior, Kinderman se maravilló por la representación.

La risita burlona de Sunlight resultaba como una cascada gruesa de jarabe amargo.

—Sí, hago las imitaciones bastante bien, ¿no crees? Después de todo, he recibido mis lecciones de un maestro —murmuró—. Y, además, he tenido mucho tiempo para perfeccionarlas. ¡Práctica-práctica! Ah, sí, ése es el secreto. Es el secreto de la finura de mis carnicerías, teniente.

—¿Por qué me llamas «teniente»? —le preguntó Kinderman.

—No seas astuto.

Las palabras eran una regañina.

—¿Conoces mi nombre? —preguntó Kinderman.

—Sí.

—¿Cómo me llamo?

No me presiones —susurró Sunlight—. Yo te iré mostrando mis poderes poco a poco.

—¿Tus poderes?

—Me aburres.

—¿Quién eres tú?

—Tú sabes bien quién soy yo.

—No, no lo sé.

—Lo sabes.

—Dímelo entonces.

—Soy «Géminis».

Kinderman quedó inmóvil un momento. Escuchaba el gotear del grifo. Finalmente, dijo:

—Demuéstramelo.

Sunlight echó la cabeza hacia atrás y rebuznó como un asno. El detective sintió que se le erizaban los pelos del dorso de las manos. Sunlight bajó la cabeza y dijo de modo casual:

—Es bueno cambiar de tema de vez en cuando, ¿no crees? —Suspiró y desvió su mirada hacia el suelo—. Sí, he pasado muy buenos ratos en mi vida. Mucha diversión. —Cerró los ojos y en su rostro se reflejó una expresión bendita, como si estuviera aspirando una deliciosa fragancia—. Ah, Karen —canturreó—: Linda Karen. Cintitas, cintitas amarillas en su pelo. Olía a «Houbigant Chantilly». Casi puedo aún olerla…

Las cejas de Kinderman se alzaron casi involuntariamente y comenzó a palidecer. Sunlight alzó la mirada hasta él.

—Sí, yo la maté —afirmó Sunlight—. Después de todo era inevitable, ¿no es cierto? Naturalmente. Una divinidad crea nuestros destinos y todo eso. La recogí en Sausalito y, más tarde, la eché en un solar de la ciudad. Por lo menos, eché parte de ella. Conservé algo. Soy un sentimental sin remedio. Es una falda, ¿pero quién es perfecto, teniente? En mi defensa diré que conservé su pecho en mi nevera durante algún tiempo. Soy ahorrativo. Llevaba un bonito vestido. Una blusita de campesina con volantes rosados y blancos. Aún la oigo algunas veces. Chillando. Creo que los muertos deberían callarse a menos que hubiera algo que decir.

Parecía contrariado, después bajo la cabeza y mugió como un novillo. El sonido era estremecedoramente real.

Lo interrumpió bruscamente y volvió a mirar a Kinderman.

—Necesito perfeccionarlo —dijo frunciendo el ceño. Permaneció callado un rato, examinando a Kinderman con una mirada fija, inmóvil—. Cálmate —siguió con una voz atonal, muerta—. Oigo el sonido de tu terror que late como un reloj.

Kinderman tragó saliva y escuchó el goteo, incapaz de desviar su mirada.

—Sí, también maté a ese muchachito negro junto al río —prosiguió Sunlight—. Eso fue divertido. Todos son divertidos. Excepto los curas. Los curas eran diferentes. No es mi estilo. Yo mato al azar. Y ahí está la emoción. Sin motivo. Ahí está la diversión. Pero los curas eran diferentes. Oh, naturalmente tenían una K al principio de sus nombres. Sí, en eso sí que pude insistir, finalmente. Hemos de seguir matando a nuestro papá, ¿no es cierto? Y, sin embargo, los curas eran diferentes. No son mi estilo. No hay casualidad. Me vi obligado, bueno, obligado a quedar en paz por cuenta de… un amigo.

Se quedó silencioso y continuó mirando fijamente. Esperando.

—¿Qué amigo? —dijo al fin Kinderman.

—Sabes, un amigo de ahí. Del otro lado.

—¿Tú estás en el otro lado?

Un cambio extraño se produjo en Sunlight. Desapareció el aire vagamente burlón que fue sustituido por unas maneras inquietas y temerosas.

—No seas envidioso, teniente. Al otro lado hay sufrimiento. No es fácil. No, no es fácil. Algunas veces ellos pueden ser crueles. Muy crueles.

—¿Quiénes son «ellos»?

—No importa. No puedo decírtelo. Está prohibido.

Kinderman quedó pensativo un rato. Se inclinó hacia delante.

—¿Conoces mi nombre? —dijo.

—Te llamas Max.

—No, no me llamo Max —repuso Kinderman.

—Si tú lo dices…

—¿Por qué has creído que era Max?

—No sé. Porque me recuerdas a mi hermano, supongo.

—¿Tienes un hermano llamado Max?

—Alguien lo tiene.

Kinderman escudriñó los ojos sin expresión. ¿Había sarcasmo en ellos? ¿Escarnio? De pronto, Sunlight mugió de nuevo como un becerro. Cuando terminó, parecía satisfecho.

—Estoy mejorándolo —dijo sordamente.

Entonces eructó.

—¿Cómo se llama tu hermano? —preguntó Kinderman.

—Deja a mi hermano fuera de esto —gruñó Sunlight. En el momento siguiente se mostró más expansivo—. ¿Sabes que estás hablando con un artista? —preguntó—. Algunas veces hago cosas especiales con mis víctimas. Cosas que son creativas. Pero, naturalmente, se enteran y se enorgullecen del trabajo de uno. Sabes, por ejemplo, que las cabezas decapitadas continúan viendo durante unos… oh, posiblemente unos veinte segundos. De modo que cuando tengo una que está mirando boquiabierta, la sostengo en alto para que pueda contemplar su cuerpo. Eso es un extra que añado sin cargarlo. Debo admitir que cada vez me da risa. ¿Pero, por qué debería acaparar yo toda la diversión? Me gusta compartir. Pero, naturalmente, no tengo ningún crédito por eso en los periódicos. A ellos sólo les gusta imprimir todo lo malo sobre mí. ¿Es eso justo?

Kinderman, de pronto, exclamó:

¡Damien!

—Por favor, no grites —dijo Sunlight—. Hay gente enferma por aquí. Observa las normas o tendré que hacer que te expulsen. A propósito, ¿quién es ese Damien que tú insistes en decir que soy yo?

—¿No lo sabes?

—A veces me lo pregunto.

—¿Te preguntas qué?

—Los precios del queso y de cómo sigue papá. ¿Están concretando en los periódicos que estas muertes son crímenes del «Géminis»? Esto es importante, teniente. Debes hacer que lo cuenten. Ése es el punto. Ése es mi motivo. Estoy tan contento por haber tenido esta pequeña charla para convencerte…

—El «Géminis» murió —dijo Kinderman.

Sunlight le heló con una mirada amenazadora.

—Yo estoy vivo —susurró sibilante—. Yo sigo. Y procura que eso se sepa o te castigaré, hombre gordo.

—¿Cómo me castigarás?

Los modales de Sunlight se hicieron repentinamente amables.

—Bailar es divertido —dijo—. ¿Tú bailas?

—Si tú eres el «Géminis» demuéstramelo —dijo Kinderman.

—¿Otra vez? Cristo, te he dado todas las malditas pruebas que pudieras necesitar —dijo con estridencia. En sus ojos brillaba la cólera y el rencor.

—Tú no podías haber matado a los sacerdotes y al chico.

—Lo hice.

—¿Cómo se llamaba el chico?

—Se llamaba Kintry, ese pequeño bastardo negro.

—¿Cómo podías salir de aquí para hacer eso?

—Ellos me permiten salir —dijo Sunlight.

—¿Qué?

—Ellos me dejan salir. Me quitan mi camisa de fuerza, me abren la puerta y me envían a rondar por ahí. Todos los médicos y las enfermeras. Todos están en esto conmigo. Algunas veces les traigo una pizza o un ejemplar del Washington Post del domingo. Otras veces, sólo me piden que les cante. Yo canto bien.

Echó hacia atrás la cabeza y comenzó a cantar, en un tono perfecto y en falsetto alto:

Drink to me Only with Thine Eyes [5]

La cantó entera. Kinderman sintió de nuevo miedo en el alma.

Sunlight acabó e hizo un guiño al detective.

—¿Te ha gustado? Yo creo que soy muy bueno cantando. ¿No lo crees tú? Soy polifacético, como suele decirse. La vida es divertida. Es una vida maravillosa, de hecho. Para algunos. Lástima el pobre padre Dyer…

Kinderman le miró con fijeza.

—Ya sabes que yo le maté —dijo con suavidad Sunlight—. Un problema interesante. Pero resultó. Primero un poco de la conocida succinilcolina que me permitiera trabajar sin distracciones enojosas; después un catéter de un metro insertado directamente en la vena cava inferior; o, de hecho, la vena cava superior. Es una cuestión de gusto, ¿no crees? Entonces el tubo se mueve a través de la vena que conduce hasta el corazón. A continuación, sostienes en alto las piernas y exprimes manualmente la sangre de los brazos y de las piernas. No es perfecto; queda un poco de sangre en el cuerpo, me temo, pero, a pesar de ello, el efecto total es sorprendente. ¿No es eso lo que finalmente cuenta?

Kinderman le miraba pasmado.

Sunlight se rió con malicia.

—Sí, naturalmente. Un buen espectáculo, teniente. El efecto. Todo realizado sin verter una sola gota de sangre. Yo a eso le llamo destreza, teniente. Pero, naturalmente, nadie lo notó. No arrojes perlas a…

Sunlight no terminó la frase. Kinderman se había levantado, se había lanzado hacia el camastro y golpeado la cara de Sunlight con un puñetazo salvaje, fulminante. Se inclinó ahora sobre Sunlight y su tembloroso cuerpo. De la boca de Sunlight comenzó a escurrir sangre, y también de su nariz. Miró malignamente a Kinderman.

—Percibo algunas protestas del gallinero. Eso está bien. Sí, eso está muy bien. Comprendo. He sido aburrido. Bueno, ya animaré un poco las cosas para ti.

Kinderman le miró sorprendido. Las palabras de Sunlight se hicieron más confusas, y sus párpados se cerraban amodorrados. De pronto dejó caer la cabeza con pesadez. Murmuraba algo. Kinderman se inclinó para entender las palabras.

—Buenas noches, luna. Buenas noches, vaca…, que saltas por encima de la luna. Buenas noches… Amy. Dulce pequeña…

Algo extraordinario sucedió. Aunque los labios de Sunlight casi no se movían, de su boca surgió otra voz. Era una voz masculina, más joven y ligera, y parecía estar gritando desde la distancia.

—¡D-d-d-d-eténle! —gritó tartamudeante—. ¡N-n-no le dejes…!

—Amy —murmuró la voz de Sunlight.

—¡N-n-no! —gritó la otra voz desde la distancia—. ¡J-j-james! ¡N-n-no! ¡D-d-d…!

La voz se detuvo. La cabeza de Sunlight quedó caída inconsciente al parecer. Kinderman le miraba con fijeza, atónito, sin comprender.

—Sunlight —le dijo.

No recibió respuesta.

Kinderman se volvió para encaminarse a la puerta. Llamó a la enfermera y salió al pasillo. Esperó a que la enfermera se le acercara corriendo.

—Se ha desmayado —dijo el detective.

—¿Otra vez?

Kinderman la vio entrar apresuradamente a la celda, con las cejas unidas en gesto de incomprensión. Cuando la enfermera llegó junto a Sunlight, Kinderman se volvió y se alejó con rapidez por el pasillo. Sintió vergüenza y pesadumbre al oír el grito de la enfermera:

—¡Su condenada nariz está rota!

Kinderman se apresuró a unirse a Atkins junto a la mesa de registro donde éste le esperaba con algunos papeles en la mano. Los entregó al detective.

—Stedman ha dicho que usted los querría ver en seguida —explicó el sargento.

—¿De qué se trata? —preguntó Kinderman.

—El informe de Patología sobre el hombre en el ataúd —replicó Atkins.

Kinderman se metió los papeles en un bolsillo.

—Quiero un policía estacionado en el pasillo, junto a la Celda Doce —le dijo a Atkins urgentemente—. Dile que esta noche no se marche hasta que yo haya hablado con él. Punto dos, localiza al padre del «Géminis». Se llama Karl Vennamun. Intenta acercarte al ordenador nacional. Le necesito aquí en seguida. Por favor, Atkins, dedícate a eso. Es muy importante.

Atkins dijo:

—Sí, señor —y se alejó aprisa.

Kinderman se apoyó sobre la mesa y sacó los papeles de su bolsillo. Los hojeó con rapidez, y después comenzó por el primero y releyó una parte. Se estremeció. Oyó unos zapatos que se acercaban crujiendo y alzó la mirada. La enfermera Spencer estaba de pie delante de él, mirándole acusadora.

—¿Le ha pegado usted? —preguntó.

—¿Puedo hablarle en privado?

—¿Qué le ha sucedido en la mano? —preguntó ella. La miraba fijamente—. Está hinchada.

—No importa, está bien —contestó el detective—. ¿Podríamos, por favor, hablar un momento en su oficina?

—Entre usted —dijo la enfermera—. Yo he de coger algo.

Se alejó dando la vuelta a la esquina y Kinderman entró en su pequeña oficina sentándose al despacho. Mientras la esperaba, examinó nuevamente el informe. Aturdido ya, se hundió todavía más en las dudas y confusiones.

—Bien, déjeme echar un vistazo a esa mano.

La enfermera había regresado con algunos artículos. Kinderman le tendió la mano y ella comenzó a cubrirla con gasa y a venderla después.

—Es usted muy amable —le dijo el detective.

—No hay de qué.

—Cuando yo le dije que el señor Sunlight se había desmayado, comentó que «otra vez» —afirmó Kinderman.

—¿Lo hice?

—Sí.

—Bueno, ya ha sucedido antes.

El detective frunció el ceño por una presión en su mano.

—Cuando uno va por ahí pegando a la gente, esto es lo que ocurre —dijo la enfermera.

—¿Cuántas veces se ha quedado inconsciente con anterioridad?

—Bueno, realmente, esta semana. Creo que la primera vez fue el domingo.

—¿Domingo?

—Sí, así lo creo —dijo Spencer—. Y otra vez al día siguiente. Si usted quiere saber los días exactos, puedo comprobarlo en su gráfico.

—No, no, no, no todavía. ¿Otras veces? —preguntó Kinderman.

—Bueno… —La enfermera Spencer parecía inquieta—. Aproximadamente a las cuatro en punto del miércoles, quiero decir, justo antes de que encontrásemos…

Hizo una pausa y se puso colorada.

—No se preocupe —le alentó Kinderman—. Usted es muy sensible. Se lo agradezco. Entretanto, ¿cuando esto sucede se trata de un sueño normal?

—De ninguna manera —respondió Spencer, cortando la venda con unas tijeras. Introdujo el extremo suelto—. Su sistema autónomo disminuye y queda reducido casi a nada: pulso, temperatura, respiración. Es como una hibernación. Pero la actividad de su cerebro entra justo en el campo opuesto. Va con rapidez como el de un loco.

Kinderman la miraba fijamente y en silencio.

—¿Es que eso significa algo? —le preguntó Spencer.

—¿Le ha mencionado alguien a Sunligth lo que sucedió con el padre Dyer?

—No lo sé. Yo no se lo he dicho.

—¿El doctor Temple?

—No sé.

—¿Pasa mucho tiempo tratando a Sunlight?

—¿Se refiere usted a Temple?

—Sí, Temple.

—Sí, así lo creo. Yo creo que él se lo imagina como un desafío.

—¿Utiliza la hipnosis con ese hombre?

—Sí.

—¿A menudo?

—No lo sé. No estoy segura. No puedo estar segura.

—¿Y cuándo fue la última vez que vio usted a Temple haciéndolo, por favor?

—El miércoles por la mañana.

—¿A qué hora?

—Aproximadamente, a las tres. Yo estaba haciendo el turno de una chica que está de vacaciones. Mueva un poco los dedos.

Kinderman meneó su mano hinchada.

—¿Lo encuentra bien? —preguntó ella—. ¿No está demasiado apretado?

—No, está muy bien, señorita. Gracias. Y le agradezco que haya hablado conmigo. —Se levantó—. Una cosilla más —dijo Kinderman—. ¿Podría considerar nuestra conversación como confidencial?

—Claro. Y también esa nariz rota.

—¿Está bien ahora Sunlight?

Ella asintió.

—En estos momentos le están haciendo un electroencefalograma.

—¿Me dirá usted si los resultados son los de costumbre?

—Sí, teniente.

—¿Algo más?

—Todo esto es muy extraño —dijo ella.

Kinderman la miró en silencio. Y después dijo:

—Gracias.

Salió de la oficina. Cruzó apresuradamente varios pasillos hasta llegar al gabinete del doctor Temple. La puerta estaba cerrada.

Alzó la mano vendada para llamar a la puerta, pero recordó su herida y lo hizo con la otra mano.

Oyó la voz de Temple que decía:

—Entre.

Kinderman entró.

—Oh, es usted —exclamó Temple.

Estaba sentado a su despacho, y tenía su chaqueta médica blanca manchada de ceniza. Con la lengua mojó el extremo de un cigarrillo recién liado. Le indicó una silla.

—Siéntese. ¿Qué sucede? ¡Eh! ¿Qué le ha pasado en la mano?

—Un pequeño arañazo —respondió el detective.

Se acomodó en una silla.

—Un gran arañazo —dijo Temple—. ¿En qué puedo servirle, teniente?

—Tiene usted el derecho de permanecer en silencio —le dijo Kinderman, hablando en un tono de voz indiferente, pausado—.

Si renunciara usted al derecho de permanecer en silencio, cualquier cosa que diga puede ser utilizada contra usted ante un tribunal de justicia. Tiene usted derecho a hablar con un abogado y a que un abogado esté presente durante el interrogatorio. Si usted lo desea, y no puede pagar uno, le será señalado un abogado de oficio antes del interrogatorio. ¿Ha comprendido usted cada uno de los derechos que le he explicado?

Temple parecía atónito.

—¿De qué demonios me está usted hablando?

—Le he hecho una pregunta —dijo furiosamente Kinderman—. Respóndala.

—Sí.

—¿Ha comprendido usted sus derechos?

El psiquiatra parecía acobardado.

—Sí, los he comprendido —dijo con suavidad.

—El señor Sunlight del pabellón de perturbados… Doctor…, ¿le ha estado tratando?

—Sí.

—¿Lo ha hecho usted personalmente?

—Sí.

—¿Ha utilizado la hipnosis?

—Sí.

—¿Con cuánta frecuencia?

—Una o dos veces por semana, más o menos.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Algunos años.

—¿Y con qué propósito?

—Al principio, sólo para hacerle hablar y, después, para descubrir quién era.

—¿Y no lo consiguió usted?

—No.

—¿No lo consiguió?

—No.

Kinderman le miraba con fijeza, en un silencio acerado. El psiquiatra se removió algo inquieto en su silla.

—Bueno, él me dijo que era el asesino «Géminis» —balbuceó Temple—. Pero eso es una locura.

—¿Por qué?

—Pues porque el «Géminis» murió.

—¿Doctor, no es un hecho que, a través de la hipnosis, implantó en la mente del señor Sunligth que él es el «Géminis»?

La cara del psiquiatra comenzó a enrojecer. Sacudió vigorosamente la cabeza una vez y dijo:

—No.

—¿No lo hizo usted?

—No, no lo hice.

—¿No le contó usted al señor Sunlight la manera en que mataron al padre Dyer?

—No.

—¿No le contó mi nombre y mi rango?

—No.

—¿No falsificó un impreso relacionado con Martina Lazlo?

Temple le miraba silenciosa y fijamente. Enrojeció y dijo:

—No.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

—Doctor Temple, ¿es un hecho real, ciertamente, que usted trabajó con el grupo policial que se ocupó del caso Géminis en San Francisco, como jefe psiquiátrico asesor del caso?

Temple pareció como herido por un rayo.

—¿Es eso un hecho o no lo es? —preguntó Kinderman con aspereza.

El psiquiatra dijo:

—Sí.

Su voz fue débil, quebrada.

—El señor Sunligth posee información específica conocida sólo por la brigada Géminis sobre la muerte de una mujer llamada Karen Jacobs, que el «Géminis» mató en 1968. ¿Le proporcionó usted esta información al señor Sunligth?

—No.

—¿No lo hizo usted?

—No, no lo hice. Lo juro.

—¿No es un hecho que, por medio de la hipnosis, usted ha implantado en el hombre de la Celda Doce la convicción de que es el asesino «Géminis»?

—¡He dicho que no!

—¿Desea usted cambiar algún fragmento de su testimonio?

—Sí.

—¿Qué parte?

—En cuanto al impreso —dijo Temple con voz débil.

El detective ahuecó una mano junto a la oreja.

—El impreso —repitió Temple, alzando la voz.

—¿Usted lo falsificó?

—Sí.

—¿Para causar problemas al doctor Amfortas?

—Sí.

—¿Para hacerle parecer sospechoso?

—No. No fue por eso.

—¿Por qué entonces?

—No simpatizo con él.

—¿Por qué no?

Temple parecía dudar. Finalmente, dijo:

—Sus modales.

—¿Sus modales?

—Tan superior… —repuso Temple.

—¿Y por esto llegó a falsificar un impreso, doctor?

Temple seguía con la mirada fija.

—Cuando yo hablé con usted el miércoles sobre el padre Dyer, describí al «Géminis» auténtico. Sin embargo, usted no hizo ningún comentario. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué ocultó usted su pasado, doctor?

—Yo no lo oculté.

—¿Por qué no lo ofreció?

—Estaba asustado.

—¿Usted estaba cómo?

—Tenía miedo. Estaba seguro de que usted sospecharía de mí.

—Adquirió cierta fama durante el caso Géminis y desde entonces ha quedado oscurecido. ¿No es un hecho que tiene un interés claro en resucitar los crímenes del «Géminis»?

—No.

Kinderman le observó con fijeza, con una mirada penetrante, inflexible, severa. No hizo ningún movimiento ni añadió nada. Finalmente, Temple palideció y balbuceó:

—¿No irá usted a arrestarme, verdad?

—Una aversión intensa —dijo con firmeza el detective—, probablemente, no sea causa suficiente para arrestar a nadie. Usted, doctor Temple, es un hombre terrible, indecente, pero, por el momento, la única restricción que se le impone es que corte su relación con el señor Sunlight. No le tratará ni entrará en su celda hasta que reciba nuevo aviso. Y permanezca lejos de mi vista —añadió Kinderman ásperamente.

Se levantó y salió de la oficina de Temple, dando un portazo detrás de él.

Gran parte de lo que restaba de la tarde, Kinderman la pasó deambulando por el pabellón de los perturbados, esperando que el hombre de la Celda Doce recobrara la conciencia. Esperó inútilmente. Aproximadamente a las cinco y media salió del hospital. Las calles adoquinadas estaban resbaladizas por la lluvia cuando dobló por la esquina de la Calle O y entró en la Treinta y Seis. Luego se encaminó hacia el sur, hacia la casa de Amfortas. Llamó al timbre con los nudillos, repetidamente. Nadie respondió y, finalmente, se fue. Subió por la calle O y cruzó los portones de la Universidad. Se dirigió a la oficina del padre Riley. La pequeña sala de recepción estaba vacía; la secretaria no ocupaba su lugar en el despacho. Kinderman estaba mirando su reloj cuando oyó al padre Riley que le llamaba con amabilidad desde el despacho interior.

—Estoy aquí, amigo mío. Entre.

El jesuita estaba sentado a su escritorio, con las manos enlazadas por detrás de la cabeza. Parecía cansado y deprimido.

—Siéntese y descanse —le dijo al detective.

Kinderman asintió y se sentó en una silla al lado del escritorio.

—¿Está usted bien, padre?

—Sí, gracias a Dios. ¿Y usted?

Kinderman bajó los ojos y afirmó con la cabeza; se acordó entonces de quitarse el sombrero.

—Lo siento —murmuró.

—¿Qué puedo hacer por usted, teniente?

—El padre Karras —empezó el detective—. Desde el momento en que se lo llevaron en la ambulancia, ¿qué sucedió, padre? ¿Lo sabe usted? Y quiero decir exactamente, padre… Un relato de lo sucedido desde el momento en que murió hasta que lo enterraron.

Riley le contó lo que sabía y, cuando terminó, ambos se quedaron silenciosos durante algún tiempo. Fuera, en el campus, el viento golpeaba los cristales de las ventanas en la oscuridad de la noche invernal. Se oyó entonces el ruido metálico del tapón de una botella de whisky escocés que el jesuita desenroscó con lentitud. Sirvió dos dedos en un vaso, que sorbió haciendo una mueca.

—No sé —dijo en un susurro. Miró a través de una ventana hacia las luces de la ciudad—. Sencillamente, ya no sé ni entiendo nada.

Kinderman hizo una señal de asentimiento, silencioso. Se inclinó en su silla, con las manos juntas, buscando algún hilo que seguir y que le condujera al camino de la razón.

—Le enterraron a la mañana siguiente —dijo recapitulando lo que Riley le acababa de contar—. Ataúd cerrado. El ritual corriente de sus entierros. Pero, ¿quién fue el último que le vio dentro de su ataúd?

Riley agitó el whisky dentro de su vaso con un movimiento suave de la muñeca, contemplando pensativamente el líquido ambarino. Después prosiguió:

—Fain —murmuró—. El hermano Fain. —Hizo una pausa como buscando en su memoria, y después alzó la mirada asintiendo con la cabeza—. Sí, así es. Él se quedó para vestir el cadáver y sellar el ataúd. Y nadie le vio de nuevo.

—¿Qué ha dicho usted?

—He dicho que nadie le vio de nuevo. —Riley alzó los hombros y sacudió la cabeza—. Un caso triste —suspiró—. Siempre regañaba diciendo que la Orden no le trataba bien. Tenía familia en Kentucky y continuamente estaba solicitando que se le asignase algún lugar cerca de ellos. Hacia el final…

—¿Hacia el final? —intervino Kinderman.

—Era viejo; ochenta…, ochenta y un años. Siempre había dicho que cuando tuviera que morir se aseguraría de morir en casa. Nosotros siempre nos creímos que quiso morir porque presintió que su fin estaba cerca. Ya había sufrido un par de coronarias graves.

—¿Precisamente coronarias?

—Sí —dijo Riley.

Kinderman sintió estremecimientos en su piel.

—Ese hombre en el ataúd de Damien —dijo turbado—. ¿Recuerda usted que iba vestido como un sacerdote?

Riley asintió.

—La autopsia —siguió Kinderman, haciendo una pequeña pausa—. El hombre era viejo y mostraba las cicatrices de tres ataques al corazón graves: dos anteriores, más el que le mató.

Los dos hombres estuvieron mirándose unos momentos en silencio. El padre Riley esperó lo que seguiría. Kinderman le sostuvo la mirada y añadió:

—Todo indica que este hombre murió de terror.

El hombre de la Celda Doce no recuperó la conciencia hasta aproximadamente, las seis de la mañana siguiente, pocos minutos antes de que se descubriera a la enfermera Amy Keating en un cuarto vacío de Neurología. Su torso estaba abierto, se le habían quitado los órganos, y su cuerpo —antes de ser cosido de nuevo— había sido rellenado con interruptores eléctricos.