6
La existencia de vida en la Tierra dependía de una determinada presión de la atmósfera. Esta presión, a su vez, dependía de la acción constante de unas fuerzas físicas que, a su vez, dependían de la posición de la Tierra en el espacio que, a su vez, dependía de una determinada constitución del Universo. «¿Y qué causaba eso?», se preguntó Kinderman.
—¿Teniente?
—Estoy con usted, Horatio Hornblower. ¿Cuál es nuestra presente situación?
—Nadie vio nada anormal —explicó Atkins—. ¿Podemos dejar marcharse a los feligreses?
Kinderman estaba sentado en un banco de la iglesia cerca del lugar del crimen, uno de los confesonarios de atrás. Habían cerrado la puerta del confesionario, pero la sangre todavía se escurría por el pasillo, en donde se dividía en varios charcos, indiferentemente, mientras el personal policial del laboratorio se movía alrededor. Se habían cerrado con llave todas las puertas de la iglesia de la Santísima Trinidad y, en cada puerta, se veía a un santo uniformado. Se había permitido la entrada al rector de la iglesia y Kinderman le vio que escuchaba a Stedman. Ambos estaban de pie, cerca del lado izquierdo del altar de la iglesia delante de una imagen de la Virgen María. El anciano sacerdote asentía de vez en cuando, Y se mordía el labio inferior. Su rostro expresaba una contenida angustia.
—Sí, de acuerdo, déjales marchar —le dijo el detective a Atkins—. Que se queden los cuatro testigos. Tengo una idea.
Atkins asintió, y buscó después alguna prominencia desde donde poder anunciar que podían marcharse los pocos fieles que todavía permanecían en la iglesia. Se decidió por el altillo del coro y se encaminó en esa dirección.
Kinderman volvió a sumirse en sus pensamientos. ¿Era eterno el Universo? Podría ser. ¿Quién sabe? Un dentista inmortal podría estar haciendo empastes por toda la eternidad. ¿Pero, qué era lo que ahora sostenía el Universo? ¿Era quizás el Universo la causa de su propia constitución? ¿Importaría si los eslabones de la cadena de causalidades se prolongaran indefinidamente? No ayudaría —concluyó el detective. Imaginó un tren de mercancías cargando vestidos para «Abraham and Strauss» desde la pequeña fábrica de municiones cerca de Cleveland donde él siempre había imaginado que se fabricaban. Cada vagón de carga era arrastrado por el que le precedía. Ninguno podía moverse por sí mismo. Procediendo hasta el infinito en vagones no se concedería a ninguno de ellos aquello de que carecía, que era el movimiento. Infinidad cero veces era igual a cero. El tren no podría moverse a menos que fuese tirado por una locomotora, algo que era totalmente diferente a un vagón de tren. Motor Principal Inmóvil. Causa Primera Sin Causa. «¿Era eso una contradicción?», se preguntó Kinderman. Si todo había de tener una causa, ¿por qué no Dios? El detective estaba, simplemente, haciendo un ejercicio, y se respondió de inmediato que el principio de la causalidad derivaba de la observación del universo material, una especie singular de material. ¿Era esa materia el único ropaje en el colgador de la posibilidad? ¿Por qué no otra clase de materia distinta, una materia intemporal, fuera del espacio y de la materia? ¿Cree la tetera que lo es todo?
—Estaba pensado, teniente…
Kinderman se volvió para mirar a Ryan.
—¿Quieres que llame a «United Press» o debería conservar este milagro confinado a la iglesia?
—Deberíamos tomar algunas huellas de esos paneles corredizos de dentro del confesionario.
—¿Para qué otra cosa he convocado esta reunión? Busca huellas en la parte exterior de los paneles, y también en la parte interior, especialmente esos pequeños tiradores de metal que tienen.
—Todo lo que conseguiría del interior son las huellas digitales del sacerdote —dijo Ryan—. ¿De qué serviría?
—Estoy pasando el tiempo. El departamento me ha puesto a trabajar a base de un salario hora. Vigila tu instalación y no me hagas preguntas ridículas.
Ryan se mantuvo firme.
—No entiendo que las huellas del sacerdote tuvieran nada que ver con esto.
—Entonces, compórtate con fe. Éste es el lugar indicado.
—De acuerdo —respondió Ryan.
Se alejó, y con él se fue el respiro de Kinderman de su enfermiza sensación, el sentimiento de desesperación que se formaba dentro de él. Retornó a la lucha de reagrupar sus creencias. Sí, éste es el lugar —pensó—. Y el momento. Oyó las pisadas de los feligreses que abandonaban la iglesia y salían a la luz diurna de las calles vulgares.
Un astronauta norteamericano aterriza en Marte —pensó—, y en su superficie descubre una máquina fotográfica. ¿Cómo puede explicarse esa presencia allí? Podría pensar que él no había sido el primero en llegar, adivinó. No los rusos. Es una «Nikon». Demasiado cara. Pero quizás había habido un aterrizaje de alguna otra nación, o incluso, posiblemente, de seres extraños que primero habían visitado el planeta Tierra y se habían llevado a bordo la máquina para estudiarla. Podría pensar que su Gobierno le había mentido, había enviado algún otro norteamericano antes que él. Incluso podría concluir que tenía alucinaciones, o que estaba soñándolo todo. Pero una cosa seguro que no haría, Kinderman lo sabía bien: sería pensar que, puesto que Marte había sido bombardeada con meteoritos y chamuscada por erupciones volcánicas, era razonable pensar que, durante muchos miles de millones de años, casi todas las combinaciones imaginables de materiales podían haber ocurrido, y que la máquina de fotografiar era una de estas combinaciones al azar. Le dirían que estaba totalmente meshugge por efectos de exposición a algún tipo de rayo cósmico, y después le confinarían en una clínica especial con una bolsa llena de matzohs y una chapa de Cadete Espacial. Obturador, lente, regulador de velocidad del obturador, diafragma, enfoque automático, exposición automática. ¿Podía semejante ingenio ser creado por casualidad?
En el ojo humano había decenas de millones de conexiones eléctricas, las cuales podían manejar dos millones de mensajes simultáneos y, sin embargo, ver sólo la luz de un fotón.
Se encuentra en Marte un ojo humano.
El cerebro humano, casi kilo y medio de tejido, sostenía más de cien mil millones de células cerebrales y quinientos mil billones de conexiones sinápticas. Soñaba, escribía música y las ecuaciones de Einstein, creaba el lenguaje y la geometría y los motores que llegaban a las estrellas, y acunaba a una madre dormida durante la tempestad mientras la despertaba el menor grito de su bebé. Un ordenador que podía manejar todas sus funciones cubriría la superficie de la Tierra.
Es encontrado en Marte un cerebro humano.
El cerebro podía detectar una unidad de mercaptán entre cincuenta mil millones de unidades de aire, y si el oído humano fuese más sensible, oiría a las moléculas del aire en colisión. Las células de la sangre se alineaban de una en una cuando se enfrentaban con el estrechamiento de una venilla diminuta, y las células del corazón palpitaban a ritmo diferente hasta que entraban en contacto con otra célula. Cuando se tocaban, comenzaban a palpitar como una sola.
Es encontrado en Marte un cuerpo humano.
«Los centenares de millones de años de evolución, desde el paramecio al hombre, no solucionaron el misterio», pensó Kinderman. El misterio era la propia evolución. La tendencia básica de la materia era hacia una total desorganización, hacia un espacio final de total aventura de la que el Universo nunca se recuperaría. En cada instante sus relaciones se desanudaban, y se arrojaba de cabeza al vacío en un inquietante desparramamiento de sí mismo, impaciente por la muerte de sus soles que se enfriaban. Y, sin embargo, aquí había evolución, pensó Kinderman maravillado, un huracán que apilaba las pajas formando gavillas, bultos de una complejidad siempre creciente que negaban la naturaleza de su materia. La evolución era un teorema escrito en una hoja que flotaba en la dirección opuesta del río. Un Diseñador estaba trabajando. ¿Y qué otra cosa entonces? Es todo lo sencillo que puede ser. Cuando un hombre oye sonido de cascos en Central Park, no debería mirar a su alrededor en busca de cebras.
—Hemos despejado la iglesia, teniente.
La mirada de Kinderman se dirigió a Atkins, y después miró el confesionario con el cuerpo del sacerdote todavía en su interior.
—¿Lo hemos hecho, Atkins? ¿Realmente lo hemos hecho?
Ryan estaba echando polvo en los paneles exteriores y Kinderman estuvo contemplándole un momento, mientras sus párpados comenzaban, gradualmente, a cerrarse.
—También en la parte interior —dijo—. No lo olvides.
—No lo olvidaré —murmuró Ryan.
—Fantástico.
Kinderman se alzó pesadamente con un suspiro y, después, siguió a Atkins hasta otro confesionario en la parte de atrás y a la derecha de las puertas. Sentadas en los dos últimos bancos de la iglesia, se encontraban las personas que Atkins había retenido. Kinderman se detuvo para observarlas. Richard Coleman, un abogado cuarentón, trabajaba en la oficina del fiscal general. Susan Volpe, una atractiva joven de veintidós años, era estudiante de la Universidad de Georgetown. George Paterno era entrenador de rugby en el «Instituto Bullis» de Maryland. Era bajo y de complexión robusta, y Kinderman calculó que estaría en la treintena. Junto a él se hallaba sentado un hombre bien vestido, cincuentón. Era Richard McCooey, un graduado de Georgetown, propietario del «1789», un restaurante a una manzana de distancia de la iglesia. Kinderman le conocía porque también era propietario de «The Tombs», un popular rathskeller [3] en donde el detective se había encontrado con frecuencia con un amigo que había muerto hacía muchos años.
—Una o dos preguntas más, por favor —dijo Kinderman—. Sólo tardaré un minuto. Abreviaré. Primero, el señor Paterno. Por favor, ¿querría usted entrar en el confesionario?
El confesionario estaba dividido en tres compartimientos distintos. En el del medio, en donde había una puerta, se sentaba el confesor en la oscuridad, quizá con un pequeño resplandor de luz filtrándose a través de la reja en el techo del confesionario. Los otros dos compartimientos, uno en cada lado del cubículo, estaban equipados con escabeles, y, también, una puerta. En cada lado había un panel corredizo. Cuando un penitente estaba haciendo su confesión, el sacerdote tenía el panel en la posición abierta. Terminada la confesión, el sacerdote cerraba el panel, y abría el del otro lado, en donde esperaba el otro penitente.
Aproximadamente a las seis y treinta y cinco minutos de aquella mañana, un hombre de unos veinte años, no identificado todavía, pero descrito como poseedor de ojos verde pálido, cabeza rapada y que llevaba un suéter grueso de color azul, cuello cisne, había salido de la parte izquierda del confesionario después de haber permanecido allí mucho rato en confesión, y su lugar fue ocupado Por George Paterno. En aquel momento, el difunto, padre Kenneth Bermingham, en otro tiempo rector de la Universidad Georgetown, se había vuelto para confesar a un hombre en el compartimiento derecho, también no identificado, pero descrito como vistiendo pantalones blancos de paño y un anorak de lana negra con capucha. Al cabo de seis o siete minutos este hombre salió y su lugar fue ocupado por un hombre maduro que llevaba una bolsa de compra. Después, tras un período descrito como «prolongado», el anciano salió, al parecer sin haber realizado su confesión, teniendo en cuenta que Paterno estaba primero en su turno para confesarse; sin embargo, no se había visto salir a Paterno de su compartimiento. El lugar del viejo había sido tomado por McCooey, y ambos, él y Paterno, habían esperado en la oscuridad, y McCooey aseguraba que suponía que el sacerdote estaba ocupado con Paterno, mientras que la versión de Paterno era que él suponía que el hombre del anorak no había terminado. Fuese cual fuera la verdad de sus declaraciones, ni el turno de Volpe ni el de Coleman llegaron. Fue Coleman el que notó que por debajo de la puerta fluía sangre.
—¿Señor Paterno?
Paterno estaba arrodillado en el compartimiento izquierdo del penitente. Iba recobrando el color en lo que parecía ser una tez aceitunada oscura. Volvió a mirar a Kinderman y parpadeó.
—Mientras usted estaba en el confesionario —continuó el detective—, el hombre del anorak estaba en el otro lado, y después el hombre anciano y, a continuación, el señor McCooey. Y usted me ha dicho que oyó cómo se cerraba en algún momento el panel del lado opuesto. ¿Recuerda esto?
—Sí.
—Ha dicho que supuso que el hombre del anorak ya había terminado.
—Sí.
—¿Oyó que se abriera nuevamente el panel? ¿Como si el sacerdote hubiera olvidado algo que quería decirle a ese hombre?
—No, no lo oí.
Kinderman asintió, cerró después la puerta de Paterno pasando al interior del compartimiento del confesor y se sentó.
—Yo cerraré el panel en su lado —le dijo a Paterno—. Después de hacerlo, usted escuche con toda atención, por favor.
Cerró el panel en el lado de Paterno, y después, lentamente, abrió el panel corredizo del otro lado. Abrió de nuevo el panel de Paterno.
—¿Ha oído usted algo?
—No.
Kinderman consideró meticulosamente esta respuesta. Cuando Paterno comenzaba a alzarse, le dijo:
—Permanezca donde está, por favor, señor Paterno.
Kinderman salió del confesionario y se arrodilló en el compartimiento del penitente de la derecha. Abrió el panel y miró a Paterno.
—Cierre su panel y después escuche otra vez —le instruyó.
Paterno cerró el panel. Kinderman metió la mano en el compartimiento del confesor, encontró el tirador con el dorso del panel, y lo hizo deslizarse y cerrarse tanto como pudo hasta que la muñeca le impidió seguir adelante. En este momento soltó el tirador de metal y, utilizando la presión de las puntas de sus dedos en la parte del panel a su lado, hizo que corriera el resto del camino hasta cerrarse con un golpe apagado.
Kinderman se levantó y se encaminó al compartimiento del penitente de la izquierda, en donde abrió la puerta y miró a Paterno.
—¿Ha oído usted algo? —le preguntó Kinderman.
—Sí. Usted cerró el panel.
—¿Sonó de igual manera que cuando esperaba que el sacerdote se acercara a su lado?
—Sí, exactamente igual.
—¿Exactamente igual?
—Sí, exactamente.
—Descríbalo, por favor.
—¿ Describirlo ?
—Sí, descríbalo. ¿Cómo fue el ruido?
Paterno parecía vacilar. Entonces dijo:
—Bueno, se desliza un poco, y después se detiene; entonces vuelve a deslizarse hasta que se cierra.
—¿Así, con una ligera vacilación en el deslizamiento?
—Justo, del modo en que usted lo hizo.
—¿Y cómo puede estar seguro de que se cerró por completo?
—Sonó un ruido seco al final. Perceptible.
—¿Quiere decir más alto de lo normal?
—Era alto.
—¿Más de lo normal?
—Sí. Muy alto.
—Entiendo. ¿Y no se preguntó usted por qué no le llegó el turno después de oír eso?
—¿Si me lo pregunté?
—Porque no le llegaba el turno…
—Supongo que lo haría.
—Y después que oyó ese ruido, ¿cuánto tiempo pasó antes de que se descubriera el cadáver?
—No puedo recordarlo.
—¿Cinco minutos?
—No sé.
—¿Diez minutos?
—No sé.
—¿Sería más de diez minutos?
—No estoy seguro.
Kinderman estuvo pensándolo un rato. A continuación preguntó:
—¿Oyó algún otro ruido o ruidos mientras estuvo ahí dentro?
—¿Quiere usted decir como de hablar?
—Los que fuesen.
—No, no oí hablar.
—¿Oye usted hablar algunas veces estando en el confesionario?
—Algunas veces. Pero sólo si es en voz alta, como algunas veces el acto de contrición al final.
—¿Pero esta vez no oyó usted nada?
—No.
—No oyó hablar.
—Ninguna voz.
—¿Ningún murmullo?
—Ninguno.
—Gracias. Puede usted volver ahora a sentarse.
Desviando su mirada de Kinderman, Paterno se levantó con rapidez del escabel y se sentó otra vez junto a los otros. Kinderman se les encaró. El abogado estaba mirando la hora en su reloj. El detective se dirigió a él.
—El viejo con su bolsa de compra, señor Coleman.
El abogado dijo:
—¿Sí?
—¿Cuánto tiempo diría usted que permaneció en el confesionario?
—Quizá siete u ocho minutos, aproximadamente. Quizá más.
—¿Se quedó el hombre en la iglesia al acabar de confesarse?
—No lo sé.
—¿Y usted, señorita Volpe, se dio cuenta?
La muchacha estaba impresionada todavía y le miró sin comprenderle.
—¿Señorita Volpe?
Sobresaltada, la mujer dijo:
—¿Sí?
—El viejo con la bolsa de la compra, señorita Volpe. Después de confesarse, ¿se quedó en la iglesia o se marchó?
Ella le miró vagamente durante un momento, y después respondió:
—Quizá le vi marcharse. No estoy segura.
—No está usted segura.
—No, no lo estoy.
—Pero cree que el hombre debió marcharse.
—Sí, pudo marcharse.
—¿Había algo raro en su manera de comportarse?
—¿Raro?
—Señor Coleman, ¿había algo raro?
—Sólo parecía algo senil —explicó Coleman—. Pensé que eso sería lo que le había demorado tanto.
—Dijo usted que ese hombre tendría setenta y pico años.
—Por ahí andaría. Caminaba muy inseguro.
—¿Caminaba? ¿Hacia dónde caminaba?
—Hacia su asiento.
—Entonces se quedó en la iglesia —dijo Kinderman.
—No, no he dicho eso —dijo Coleman—. Se dirigió hacia su banco y quizá rezó su penitencia. Después de eso pudo marcharse.
—He sido corregido muy adecuadamente, abogado. Gracias.
—No tiene importancia.
En los ojos del abogado relucía un brillo de satisfacción.
—¿Y qué hay del hombre de la cabeza rapada y del hombre con el anorak? —añadió Kinderman—. ¿Puede alguno de ustedes decirme si se quedaron en la iglesia o si se marcharon?
No hubo respuesta.
Kinderman volvió su mirada hacia la chica.
—Señorita Volpe, acerca del hombre del anorak… ¿Parecía raro en algún aspecto?
—No —dijo Volpe—. Quiero decir, no me fijé mucho en él.
—¿No parecería preocupado?
—Estaba tranquilo. Estaba normal.
—Estaba normal.
—Así es. Se lamía un poco los labios, eso es todo.
—¿Se estaba lamiendo un poco los labios?
—Bueno…, sí.
Kinderman estuvo pensándolo un rato. Y añadió después:
—Eso es todo. Muchas gracias por el tiempo que me han dedicado. Sargento Atkins, acompáñeles. Y vuelva después. Es importante.
Atkins acompañó a los testigos hasta el agente de la puerta. Llegó allí en ocho pasos, pero Kinderman estuvo contemplándole con una preocupación ansiosa como si Atkins estuviera de viaje en dirección a Mozambique y no se hallase seguro de su regreso.
Atkins volvió y se quedó de cara al teniente.
—¿Y bien, señor?
—Una cosa más sobre la evolución. Insisten en decir que es casualidad, todo casualidad, y eso es sencillo. Miles de millones de peces estuvieron aleteando en las riberas y entonces llega un día en que uno de ellos, más listo, mira a su alrededor y dice: «Maravilloso. La playa de Miami. El Fontainebleau. Creo que voy a quedarme por aquí y respiraré». De modo que, Dios es testigo, así se cuenta la leyenda de la Carpa Piltdown. Pero todo es un schmeckle. Si el pez respira en el aire, cae muerto, no hay supervivientes, y su vida de playboy ha terminado. Así que, bueno, ésa es la fábula en la mente popular. ¿La quieres mejor? ¿Científica? Aquí estoy yo para complacerte. La historia real es que esta caballa que llegó del frío no permanece en la orilla. Se limita a hacer un pequeño respiro, un pequeño jadeo, un pequeño intento y vuelve en seguida al océano, a Cuidados Intensivos tocando su banjo y cantando baladas sobre sus alegres momentos en la tierra. Sigue haciendo esto, y quizá puede respirar un ratito más. También definitivamente posible; o quizá no. Pero después de toda esta práctica, pone algunos huevos, y cuando muere deja un testamento diciendo que sus pequeños descendientes deberían intentar respirar sobre la tierra, y firma su última voluntad diciendo: «Haced esto por vuestro padre. Os quiere, Bernie». Y ellos lo hacen. Y siguen haciéndolo, una y otra vez, quizá durante centenares de millones de años siguen intentándolo, y cada generación lo mejora un poco más porque toda esta práctica está llegando a sus genes. Y cuando, finalmente, uno de ellos, delgaducho, con gafas, siempre leyendo, que no juega nunca en el gimnasio con los chicos, respira el aire y continúa respirando, y muy pronto está haciendo el Nautilus tres veces por semana en las Fuentes de De Funiack y se va a jugar a los bolos con los schvartzers. Naturalmente, es innecesario mencionarlo, todos sus descendientes no tienen problema ninguno en respirar todo el tiempo en el aire, su único problema reside en el caminar y quizás en el vomitar. Y ésa es la historia de las bocas de los científicos para tu credulidad. De modo que, de acuerdo, estoy simplificando mucho. ¿No lo hacen ellos? Cualquier schlump que hoy menciona «vertebrado» automáticamente es considerado como un genio. Y también un phylum. Esto te hará entrar gratuitamente en el Club del Cosmos. La ciencia nos proporciona muchos hechos pero muy pocos conocimientos. En cuanto a esta teoría sobre el pez, tiene sólo un pequeño problema —y Dios no permita que esto les detenga aunque este problema hace todo el asunto imposible—, ya que ocurre que toda esta práctica de estar respirando aire no llega a ninguna parte con una velocidad absolutamente máxima. Cada pez comienza todo el asunto desde el principio, y partiendo de una sola vida nada cambia en los genes. El gran eslogan para el pez es «Un día cada vez».
»Yo no digo que esté contra la evolución. Está muy bien. Sin embargo, aquí tenemos la historia sobre los reptiles. Piénsalo un poco. Suben a la tierra seca y ponen sus huevos. Hasta aquí, todo fácil, ¿no es así? Coser y cantar. Pero el pequeño bebé reptil dentro del huevo necesita agua, o se secará allá dentro y no llegará a nacer. Y, además de eso, necesita comida —mucha comida, de hecho—, porque se incuba como un adulto, como una persona mayor. Entretanto, no hay que preocuparse. ¿Lo necesitas? Lo tienes. Porque ahora dentro del huevo aparece mucha yema de huevo que dice: “Aquí estoy”. Esto es el alimento. Y la clara del huevo necesita todo un envoltorio especial a su alrededor o el conjunto se evapora diciéndote: «Me voy». De modo que llega una cáscara hecha de una materia correosa, y el reptil sonríe. Demasiado pronto. No es tan fácil. A causa de esta cáscara, ahora el embrión no puede liberarse de sus desechos. De modo que necesitamos una vejiga. ¿Te está produciendo náuseas todo esto? Acabaré pronto. Además, ahora se necesita también una especie de draydle, alguna herramienta que el pequeño embrión pueda utilizar para salir de su cáscara dura, áspera. Hay todavía más, pero eso basta por ahora. No sigo, ya es suficiente. Porque, Atkins, ¡todos estos cambios en el huevo del reptil han de suceder todos al mismo tiempo! ¿Me estás oyendo? ¡Todos al mismo tiempo! Y, aunque uno sólo de ellos falte, todo ha terminado, y los embriones cumplirán sus citas en Samaba. Uno no puede disponer de la yema de huevo a punto y después mantenerla durante un millón de años hasta que aparezca la cáscara o la vejiga correteando alegremente y diciendo: «Lo siento, he llegado tarde, el rabino estuvo hablando demasiado». Ahí tienes el servicio de mensajeros. Cada cambio debería ser derhangenet justo en ese momento, antes de que el otro hiciera su aparición. Y entretanto, ahora tenemos reptiles hasta nuestros tokis. Habla con la gente de Okeefenokee, ellos te lo dirán. ¿Pero, cómo es posible que esto llegara a ser? ¿Se produjeron todos los cambios en embrión al mismo tiempo por una increíble coincidencia? Sólo los imbéciles estarían de acuerdo con esta teoría, te lo garantizo. Y entretanto, en cuanto respecta a este crimen, el criminal es también el que ha matado a Kintry. Sin el uso de un agente paralizante instantáneo, hoy no habríamos tenido aquí un asesinato. Habría habido alboroto. No hubiera podido hacerse. Punto número dos, ahora tenemos a cinco personas como sospechosos: McCooey. Paterno, el hombre con la bolsa de la compra, el hombre de cabeza rapada y el hombre con los pantalones blancos y el anorak de lana negro. Sin embargo, estos crímenes son salvajes, indescriptibles, y nosotros estamos buscando a un psicótico con conocimientos médicos. Conozco a McCooey, y es tolerablemente sano dentro de ciertos límites. Que yo sepa no tiene conocimientos médicos. Y lo mismo le pasa a Paterno. Sólo para tener las cosas en orden, y absolutamente en emiss, pídele a Bullis un historial médico sobre él. Entretanto, el criminal no merodearía por aquí, de modo que McCooey y Paterno quedan absolutamente fuera. Es uno de los otros. Punto tres, el viejo podía haberlo hecho por sí solo. La decapitación con un alambre o con un par de tijeras, no requiere mucha fuerza. También podría hacerlo un cuchillo afilado, algo como un bisturí. El viejo estuvo en el compartimiento durante largo rato y su aparente senilidad podía ser fingida. Además, ese hombre fue el último que vio al sacerdote. Ésta es la escena número uno. Pero el hombre del anorak también hubiera podido hacerlo. Hubiera podido cerrar el panel para que el hombre de la bolsa de la compra no viera que el sacerdote estaba muerto. El viejo, en el ínterin, está esperando y, finalmente, se marcha sin haber visto al sacerdote. Pudiera ser que tuviera flatos, o quizá se cansa; y si es un hombre senil, según Coleman ha querido hacernos creer, incluso podría imaginar que ya había hecho su confesión, cuando de hecho todo lo que había realizado era dormitar en la oscuridad. Ésta es la escena número dos. En la escena tercera, el criminal es el hombre de la cabeza rapada. Mata al sacerdote, desliza y cierra el panel y sale del compartimiento. Pero el hombre del anorak vio después al sacerdote, lo que significa que éste estaba vivo. Hubiera podido suceder como sigue: el hombre del anorak está esperando mientras el de la cabeza afeitada comete el crimen. Pudiera ser que el hombre del anorak ahora ya está poniéndose nervioso con tanta espera y decide irse sin hacer su confesión. Podría pensar que estaba perdiendo demasiado tiempo de la misa. Cualquier motivo es posible —concluyó Kinderman—. El resto es silencio.
El recitado concerniente al asesinato había sido pronunciado en una cadencia rápida, implacable. Atkins sospechaba que los discursos de Kinderman ocultaban el trabajo de su mente en algún otro nivel, y quizás hasta eran necesarios para que aquel nivel funcionara. El sargento asintió. Sentía curiosidad por las preguntas que Kinderman le había hecho anteriormente a Paterno respecto a los ruidos de corrimiento de los paneles. Pero sabía que era mejor no preguntar.
—¿Tienes ya las huellas, Ryan? —preguntó Kinderman.
Atkins miró a su alrededor. Ryan estaba uniéndose a ellos acercándose por su espalda.
—Sí, tengo toda la colección —explicó Ryan.
Kinderman le miró inexpresivo y dijo:
—Con un juego habrá suficiente.
—Bien, ya lo tenemos.
—De dentro y de fuera, naturalmente.
—De dentro no.
—Voy a leerte tus derechos. Escucha con atención —le dijo Kinderman.
—¿Cómo demonios vamos a conseguirlas del interior con el cadáver dentro del confesionario?
Ahí quedaba. Las palabras habían sido pronunciadas. Stedman había terminado hacía mucho rato con el cadáver. Se habían tomado ya todas las fotografías. Únicamente quedaba el propio examen de Kinderman. Lo había demorado. Había conocido al sacerdote muerto. Otro caso, hacía mucho tiempo, le había puesto en contacto con él y, de vez en cuando, al correr de los años, se encontraba con Dyer, que había sido su ayudante. Una vez habían bebido juntos una cerveza en «The Tombs». Kinderman había simpatizado con él.
—Tienes razón —le dijo el detective a Ryan—. Agradezco tu oportuno recordatorio. Francamente, no sé qué podría hacer sin ti.
Ryan se alejó y se dejó caer en el extremo de un banco. Plegó los brazos y parecía dolido.
Kinderman se encaminó al confesionario del fondo. Miró al suelo. Habían quitado la sangre, y las baldosas de un suave color gris relucían por el enjuague de la fregona. Estaban húmedas todavía.
El detective se quedó allí un momento, de pie, respirando; después, bruscamente, alzó la mirada y abrió la puerta del confesionario. El padre Bermingham estaba sentado en la silla del compartimiento. Había sangre por todas partes, y los ojos del cura estaban muy abiertos con una mirada de terror. Kinderman tuvo que bajar la vista para verlos. La cabeza de Bermingham, erguida y encarada hacia fuera, estaba en su regazo. Le habían colocado las manos como si estuviera sosteniendo la cabeza para exhibirla.
Kinderman respiró profundamente algunas veces antes de moverse levantando con cuidado la mano izquierda del sacerdote. Examinó la palma y vio la marca de «Géminis». Bajó la mano, la soltó y después examinó la otra. Faltaba el dedo índice derecho.
Kinderman bajó la mano con delicadeza y miró el pequeño crucifijo negro que colgaba de la pared, detrás de la silla. Durante algún tiempo permaneció inmóvil. Bruscamente, se volvió y se alejó del compartimiento. Atkins estaba allí. Las manos de Kinderman se deslizaron en los bolsillos de su abrigo, y miró con fijeza al suelo.
—Sácale de aquí —dijo suavemente—. Díselo a Stedman. Sacadlo de aquí y conseguid huellas.
Se alejó con lentitud hacia la parte frontal de la iglesia.
Atkins le contempló. «Un hombre tan corpulento —pensó—, y sin embargo parecía tan abatido». Vio que Kinderman se detenía cerca del altar donde se sentó con lentitud en uno de los bancos. Atkins se volvió y se fue en busca de Stedman.
Kinderman enlazó las manos en su regazo y las miró pensativo. Se sentía abandonado. Designio y causalidad —pensó—. Dios existe, lo sé. Muy bonito. Pero ¿qué es lo que Él posiblemente estaría pensando? ¿Por qué, sencillamente, no intervenía? Libre albedrío. De acuerdo. Deberíamos mantenerlo. Pero, ¿es que simplemente no había un límite en la tolerancia de Dios? Recordó una frase de G. K. Chesterton: «Cuando el dramaturgo sube al escenario, el drama ha terminado». Bueno, dejemos que termine. ¿Quién lo quiere? Hiede. Su mente volvió a la posibilidad de que Dios fuera un ser de poder limitado. ¿Por qué no? Semejante respuesta era sencilla y directa. Y, sin embargo, Kinderman no podía evitar resistirse a ella con toda su fuerza. ¿Dios un patán? ¿Un putz? No era posible. El salto de su mente de Dios a la perfección no tenía transición. Era una identidad sin movimiento.
El detective sacudió la cabeza. Creía que el concepto de un Dios que fuera menos que todopoderoso, era tan aterrador como la no existencia de Dios. Quizá más todavía. La muerte era un final, por lo menos, sin un Dios. Pero, ¿quién sabía lo que podía hacer un Dios imperfecto? Si era menos que todopoderoso, ¿por qué no podría ser también menos que todo bueno, como el Dios vano, caprichoso y cruel de Job? Con toda la eternidad a Su disposición, ¿qué nuevas torturas malignas no podría imaginar?
¿Un Dios con límites? Kinderman rechazó el pensamiento. Dios, el Padre de las órbitas y de las nebulosas en espiral y las lunas de Saturno, el Autor de la gravedad y del cerebro, el Acechador en los genes y en las partículas subatómicas, ¿no podía manejar el cáncer y las malas hierbas?
Miró al crucifijo que estaba encima del altar, y, poco a poco, su expresión se hizo dura y exigente. ¿Cuál es tu parte en este asunto endiablado? ¿Me responderás? ¿Quieres llamar a un abogado? ¿He de leerte tus derechos? Tómalo con calma. Soy tu amigo. Puedo conseguirte protección. Contéstame sólo a unas pocas preguntas, ¿de acuerdo?
El rostro del detective comenzó a suavizarse, y miró al crucifijo con blandura y una serena maravilla en los ojos. ¿Quién eres tú? ¿El hijo de Dios? No, tú sabes que yo me creo eso. Sólo lo he preguntado por ser cortés. ¿No te importa que me exprese con franqueza? No puede hacer ningún daño. Si llega a hacerse demasiado sensible, quizás algo osado, puedes hacer vibrar un poco todas las ventanas que hay aquí. Me callaré. Sólo las ventanas. Con eso basta. No necesito que ningún edificio me caiga en la cabeza. Ya tengo a Ryan. ¿Lo has notado? De alguna manera, Job no tuvo que sufrir esta aflicción. ¿Quién se metió en ese compartimiento? No importa, no quiero crear problemas. Entretanto, yo no sé quién eres, eres Alguien. ¿Quién podría no darse cuenta? Tú eres Alguien. Eso es tan claro como un arroyo cristalino. Yo no necesito tener pruebas de que hiciste todos esos milagros. ¿A quién le importa? No importa. Lo sé. ¿Y sabes cómo lo sé? Por lo que dijiste. Cuando yo leo: «Ama a tu enemigo» me estremezco. Me vuelvo loco, y dentro de mi pecho siento que algo está flotando, algo que parece como si hubiera estado allí todo el tiempo. Es como si todo mi ser, durante esos momentos justos, consistiera en el total reconocimiento de una verdad. Y entonces yo sé que tú eres Alguien. Nadie en la tierra hubiera nunca podido decir lo que tú dijiste. Nadie hubiera ni tan siquiera podido imaginarlo. ¿Quién lo hubiera imaginado? Las palabras te derriban.
Algo más, algo pequeño que yo pensaba que podría compartir contigo. ¿Te importaría? ¿Qué puede importar? Sólo estoy hablando. ¿En la barca, cuando los discípulos te ven de pie en la orilla y se dan cuenta entonces de que eres tú y de que te has alzado de entre los muertos? Pedro está de pie en cubierta totalmente desnudo. ¿Y por qué no? Es un pescador, es joven, debería disfrutar. Pero en seguida no puede esperar a que el bote siga, está tan excitado, tan excitado por la alegría al ver que eres tú. De modo que agarra el primer ropaje —¿recuerdas tú esto?—, pero ni tan siquiera necesita el tiempo para colocárselo. Se lo ata alrededor y salta de la barca y comienza a nadar como un loco hacia la orilla. ¿Es eso algo? Cada vez que lo recuerdo, ¡reluzco! No es una estampa de cualquier goyischer, estampa llena de reverencia, santidad, rigidez y probablemente mentiras; no es una imagen que está siendo comercializada, algún mito. No puedo creer que eso no sucediera. Es tan humano, tan sorprendente y tan real al mismo tiempo… Pedro ha de haberte amado mucho.
Y también yo. ¿Te sorprende? Bueno, pues es verdad. Pensar que tú has existido alguna vez es un pensamiento que me ofrece consuelo; que los hombres hubieran podido inventarte es un pensamiento que me da esperanza; y pensar que tú podrías existir, incluso ahora, eso me daría seguridad y un gozo que no podría contener. Me gustaría tocar tu cara y hacerte sonreír. No podría hacer ningún daño.
Acabemos con cumplidos y amenidades. ¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que quieres de nosotros? ¿Quieres que suframos como tú sufriste en la cruz? Bueno, pues ya estamos haciéndolo. Por favor, no pierdas el sueño preocupándote por este problema. Todos nos mantenemos en buena forma a ese respecto. Vamos bien. Eso es lo que, principalmente, quería decirte en primer lugar. Y también el padre Bermingham, tu amigo, te envía recuerdos.