12

En la «Misión de Medianoche», en el centro de Washington D.C., Karl Vennamun sirvió sopa a los vagabundos sentados en la larga mesa comunal. Cuando ellos le dieron las gracias, les dijo:

—Os bendigo.

Su voz era baja, cálida. La fundadora de la misión, señora Tremley, le seguía, repartiendo pan en gruesas rebanadas.

Mientras los vagabundos comían con manos temblorosas, el viejo Vennamun estaba de pie detrás de un pequeño podio de madera y leía en voz alta pasajes de las Escrituras. Después, mientras se consumía café y pastel, el pastor pronunció una homilía, con los ojos relucientes de fervor. Su voz era rica y sus pausas y cadencias hipnóticas. Todos estaban pendientes de él. La señora Tremley miró a su alrededor, contemplando las caras de los desamparados. Uno o dos de ellos dormitaban, vencidos por la comida y la tibieza de la habitación, pero los otros estaban fascinados y sus caras relucían. Un hombre lloraba.

Después de la cena, la señora Tremley se sentó a solas con Vennamun al extremo de la mesa vacía. Soplaba el café caliente en su vaso. Unas espiras de vapor se alzaban del líquido. Tomó un sorbo. Las manos de Vennamun estaban enlazadas sobre la mesa y él las miró largamente, en silencio, sumido en sus pensamientos.

—Karl, predicas maravillosamente —dijo la señora Tremley—. Tienes un gran don.

Vennamun no respondió.

La señora Tremley dejó el vaso encima de la mesa.

—Deberías considerar de nuevo compartirlo con el mundo —explicó—. Ellos ahora ya lo han olvidado todo, toda esa terrible tragedia. Deberías comenzar de nuevo tu ministerio público.

Durante algún tiempo, el viejo Vennamun no se movió. Cuando, finalmente, alzó la mirada y se encontró con la de la señora Tremley dijo con suavidad:

—He estado pensando en hacer precisamente eso.