11
El ojo pasaba al cerebro una centésima parte de los datos que recibía. Las posibilidades de que lo que transmitía fuesen debidas a la casualidad era de una milmillonésima de una milmillonésima de milmillonésima del 1 por ciento. La recepción sensorial del dato era igual para todos. ¿Qué es lo que decidía lo que debía transmitirse al cerebro?
Un hombre decidía mover la mano. Sus respuestas motoras se disparaban por neuronas, que, a su vez, eran disparadas por otras que conducían al cerebro. ¿Pero, qué neurona decidía tomar aquella decisión? Suponiendo que la cadena en el disparo de neuronas pudiera prolongarse por las miles de millones de neuronas del cerebro, cuando se llegaba al final de ellas ¿qué quedaba de lo que había puesto en marcha el acto libre de la voluntad de un hombre? ¿Podía decidir una neurona? ¿Primera Neurona No Disparada? ¿Primer Decididor Nodecidido? ¿O quizás era todo el cerebro el que decidía? ¿Daría eso a todo el conjunto lo que no poseía ninguna de sus partes? ¿Podrían cero veces miles de millones rendir más que un cero? ¿Y qué era lo que tomaba la decisión para que el cerebro como un todo tomase la decisión?
Los pensamientos de Kinderman volvieron al servicio.
—Que los ángeles te conduzcan al paraíso —leyó suavemente el padre Riley en el libro—. Que los coros de los ángeles te acojan y den la bienvenida. Y con Lázaro, un mendigo en otro tiempo, puedas gozar del eterno descanso.
Kinderman observó con un peso en el corazón a Riley, cuando éste esparció agua bendita sobre el ataúd. Había terminado la misa en la Capilla Dahlgren, y ahora estaban de pie en un valle herboso del campus de Georgetown al comenzar el día. Se había cavado una nueva tumba en el cementerio jesuita. Los sacerdotes parroquiales de la Santísima Trinidad estaban allí, y los jesuitas del campus, que eran pocos; la mayor parte de la Facultad era laica en estos días. No había familia presente. No había dado tiempo. Los entierros jesuitas se celebraban con rapidez. Kinderman observó a los hombres temblorosos en sus sotanas negras y sus abrigos negros, agrupados estrechamente junto a la tumba. Sus rostros eran estoicos e impenetrables. ¿Estarían pensando en su propia mortalidad?
—«La luz de la aurora desde lo alto vendrá a visitarnos para brillar sobre aquellos que están en la oscuridad y entran en la tierra de las sombras de la muerte».
Kinderman pensó en su sueño de Max.
—«Yo soy la resurrección y la vida» —rezó Riley.
Kinderman miró hacia arriba, hacia los viejos edificios rojos de las aulas, que se alzaban por encima y alrededor de ellos, empequeñeciéndoles en este tranquilo valle. Como el mundo, ellos continuaban su implacable existencia. ¿Cómo podía ser que Dyer estuviera muerto? «Todos y cada uno de los hombres que vivían anhelaban una felicidad perfecta», reflexionó hondamente el detective. ¿Pero, cómo podemos conseguirla cuando sabemos que hemos de morir? Cada alegría estaba nublada por el conocimiento de que debía terminar. ¿Y, por esto, la Naturaleza había implantado en nosotros el deseo de algo inabarcable? No, no podía ser. No tenía sentido. Cualquier otro anhelo implantado por la Naturaleza tenía un equivalente que no era un fantasma. «¿Por qué esta excepción?», razonó el detective. Era la Naturaleza que creaba el hambre cuando no había ningún alimento que comer. Nosotros continuamos. Nosotros proseguimos. De este modo, la muerte demostraba la vida.
Los curas comenzaron a dispersarse en silencio. Únicamente permaneció el padre Riley. Se quedó inmóvil, de pie, contemplando, silenciosamente, la tumba; después, con dulzura, comenzó a recitar a John Donne:
—«Muerte, no seas orgullosa aunque algunos te hayan llamado poderosa y terrible, pues no lo eres —entonó con ternura. Sus ojos comenzaron a llenársele de lágrimas—, porque aquéllos a los que tú crees que has vencido, no mueren, pobre Muerte, y tampoco puedes matarme a mí. En el Descanso y el Sueño que son tus atributos hay mucho placer, y de ti mucho más ha de fluir; ¡y cuanto antes nuestros mejores hombres vayan contigo, gozarán el descanso para sus huesos y la liberación de sus almas! Tú eres esclava del destino, de la suerte, de los reyes y de los hombres desesperados y moras en el veneno, la guerra y la enfermedad; y la droga o los encantamientos también pueden hacernos dormir, y mucho mejor que tu golpe. ¿Para qué ese engreimiento entonces? Un paso corto más allá, despertamos en la eternidad, y la Muerte no será ya más: ¡Muerte, tú morirás!».
El sacerdote calló y se secó después les lágrimas con una manga. Kinderman se acercó a él.
—Lo siento tanto, padre Riley… —exclamó.
El sacerdote asintió, mirando con fijeza la tumba. Después, al fin, alzó la mirada para encontrarse con la de Kinderman, con ojos llenos de angustia, de pena y de pérdida.
—Encuéntrele —dijo malévolamente—. Encuentre el bastardo que hizo eso y córtele las pelotas.
Se volvió y se alejó caminando por el valle. Kinderman se quedó observándole.
Los hombres también anhelaban la justicia.
Cuando el jesuita se hubo perdido de vista, el detective se acercó a otra lápida y leyó la inscripción:
DAMIEN KARRAS, S. J.
1928-1971
Kinderman se quedó mirando. La inscripción estaba diciéndole algo. ¿Qué? ¿Sería la fecha? No podía ajustar su presentimiento. Nada tenía ya sentido, se dijo vagamente. La lógica había volado con las comparaciones de las huellas digitales. El caos gobernaba en este rincón de la tierra. ¿Qué hacer? Él no lo sabía. Alzó su mirada hacia el Edificio de Administración del campus.
Kinderman se dirigió a la oficina de Riley. Se sacó el sombrero. La secretaria de Riley inclinó la cabeza:
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó.
—¿Está ahora el padre Riley? ¿Puedo verle?
—Dudo que ahora quiera ver a nadie —suspiró la mujer—. Sé que no ha querido recibir llamadas. Pero déme su nombre, por favor.
Kinderman se lo dijo.
—Ah, sí —repuso la secretaría. Cogió un teléfono y llamó a la oficina interior. Cuando terminó de hablar con Riley dejó el teléfono y le dijo a Kinderman—: Le recibirá. Entre, por favor.
Le hizo un ademán en dirección de la puerta.
—Gracias, señorita.
Kinderman entró en un espacioso despacho. El mobiliario era, principalmente, de una madera oscura, pulida, y en las paredes se veían litografías y retratos de jesuitas prominentes en el pasado de Georgetown. San Ignacio de Loyola, el fundador de la Orden, miraba blandamente desde un enorme óleo con marco de roble.
—¿Qué está usted pensando, teniente? ¿Quiere beber algo?
—No, gracias, padre.
—Siéntese, por favor.
Riley le indicó una silla frente al despacho.
—Gracias, padre.
Kinderman se sentó. En esta habitación tuvo una sensación de seguridad. Tradición. Orden. En estos momentos los necesitaba.
Riley bebió whisky escocés en un vaso alto. Al colocarlo sobre el cuero brillante que recubría el escritorio, aquél hizo un pequeño ruido ahogado.
—Dios es grande y misterioso, teniente. ¿Qué está pensando usted?
—Dos sacerdotes y un chico crucificado —empezó Kinderman—. Es evidente que hay una relación religiosa. ¿Pero, dónde está? No sé qué es lo que busco, padre. Ando a tientas, Pero, además de ser clérigos ambos, ¿qué es lo que Bermingham y Dyer podían tener en común? ¿Qué eslabón de conexión podía existir entre ellos? ¿Lo sabe usted?
—Claro que lo sé —dijo Riley—. ¿Usted no?
—No, no lo sé. ¿Qué es?
—Usted. Y eso va también con el chico Kintry. Usted los conocía a todos. ¿No había pensado en eso?
—Sí, lo había pensado —admitió el detective—. Pero seguramente es una coincidencia —dijo—. La crucifixión de Kintry…, eso es algo que no tiene nada que ver conmigo.
Abrió las manos en un gesto retórico.
—Sí, tiene usted razón —convino Riley.
Se había vuelto de lado y miraba por una ventana. Acababa de terminar una clase y los estudiantes se dirigían, atropelladamente, hacia sus asignaturas siguientes.
—Pudiera ser aquel exorcismo —murmuró.
—¿Qué exorcismo, padre? No lo comprendo.
Riley volvió la cabeza hacia él.
—Vamos, usted sabe alguna cosa sobre eso, teniente.
—Bueno, algo.
—Claro está.
—El padre Karras estaba involucrado de alguna manera.
—Si usted quiere llamar a la muerte estar involucrado… —exclamó Riley. Miró nuevamente por la ventana—. Damien era uno de los exorcistas. Joe Dyer conocía a la familia de la víctima. Y Ken Bermingham dio permiso a Damien para investigar y, después, le ayudó a escoger al otro exorcista. No sé lo que esto pueda significar, pero ciertamente hay una relación, ¿no cree usted?
—Sí, así es —dijo Kinderman—. Es muy raro. Pero esto nos deja todavía con Kintry.
Riley se volvió hacia él.
—¿Realmente? Su madre enseña Lenguas en el Instituto de Idiomas. Damien les había llevado una cinta grabada que quería le analizaran. Quería saber si los sonidos en la cinta eran un lenguaje o palabras incoherentes. Quería evidencia de que la víctima estaba hablando en algún tipo de lenguaje que nunca había aprendido.
—¿Y era cierto eso?
—No. Era inglés al revés… Pero la persona que lo descubrió fue la madre de Kintry.
Kinderman perdió su sensación de seguridad. Este hilo de conexión le conducía a la oscuridad.
—Este caso de posesión, padre…, ¿cree usted que era auténtico?
—No puedo perder el tiempo con duendes —dijo Riley—. Los pobres están siempre con nosotros. Y con eso me basta para pensar la mayoría de los días.
Cogió el vaso y jugueteó, indiferentemente, con él, dándole vueltas y más vueltas entre los dedos.
—¿Cómo pueden hacerlo, teniente? —preguntó con suavidad.
Kinderman vaciló antes de responder. Entonces, al final, dijo en voz baja:
—Con un catéter.
Riley continuó haciendo girar el vaso.
—¿Quizá debería usted buscar un demonio? —murmuró.
—Con un médico me bastará —respondió Kinderman.
El detective salió de la oficina y pronto su respiración se hizo corta y rápida cuando salió, apresuradamente, por la entrada principal del campus. Bajó por la Calle 36. La lluvia acababa de cesar y las aceras de enlosado rojo brillaban con la humedad. En la esquina se volvió hacia la derecha y fue directamente hacia la estrecha casa de Amfortas. Observó que todas las cortinas estaban corridas. Subió los peldaños de la entrada y apretó el timbre. Pasó un minuto. Pulsó de nuevo pero nadie acudió. Kinderman no quiso insistir. Dio la vuelta y se dirigió hacia el hospital, perdido en un laberinto pero moviéndose con prontitud como si confiase que la acción podía generar pensamientos.
En el hospital, Kinderman no pudo encontrar a Atkins. Ninguno de los policías sabía dónde estaba. El detective se dirigió al despacho de Neurología y habló con la enfermera que estaba de servicio, Jane Hargaden. Kinderman le preguntó por Amfortas.
—¿Sabe usted dónde podría encontrarle, por favor? —pidió.
—No. Ya no hace las rondas —le explicó Hargaden.
—Sí, ya lo sé, pero algunas veces todavía viene. ¿No le ha visto usted?
—No, no le he visto. Permítame comprobar en su laboratorio —dijo la enfermera. Cogió el teléfono y marcó una extensión. Nadie respondió. Colgó el teléfono y dijo—: Lo siento.
—¿No se habrá ido de viaje? —preguntó Kinderman.
—Realmente, no podría decírselo. Aquí tenemos algunos recados para él. Un momento, que los comprobaré.
Hargaden se acercó a un mueble con pequeños compartimientos abiertos y de uno de ellos extrajo un grupo de notas escritas. Las repasó y después se las entregó a Kinderman.
—Puede verlas usted mismo, si quiere.
—Gracias.
Kinderman examinó los mensajes. Uno procedía de una casa suministradora de equipos médicos con respecto a un pedido para una sonda láser. El resto eran llamadas de un mismo individuo, un tal doctor Edward Coffey. Kinderman sostuvo en alto una de las notas y la mostró a la enfermera.
—Es igual que las otras —manifestó—. ¿Podría quedármela?
—Sí —le respondió ella.
Kinderman se metió la nota en el bolsillo y entregó las otras a la enfermera.
—Le estoy muy agradecido —manifestó—. Entretanto, si viera usted al doctor Amfortas, u oye de él, ¿le dirá que me llame, por favor? —Le entregó una tarjeta profesional—. A este número.
Lo señaló.
—Muy bien, señor.
—Gracias.
Kinderman se volvió y se encaminó hacia los ascensores. Presionó el botón marcado «Abajo». Llegó el ascensor y después que hubo salido una enfermera entró él. La enfermera volvió a entrar entonces. Kinderman la recordó. Era aquella que le había mirado tan extrañamente la mañana anterior.
—¿Teniente? —le dijo.
Tenía el ceño fruncido y su comportamiento era vacilante. Se cruzó los brazos sobre el pecho sujetando el bolso de piel blanca que llevaba.
Kinderman se quitó el sombrero.
—¿Qué puedo hacer por usted?
La enfermera miró a lo lejos. Parecía insegura.
—Pues no sé. Es una especie de locura —titubeó. No sé…
Llegaron al vestíbulo.
—Vamos, busquemos algún lugar y hablemos —le dijo el detective.
—Me parece que soy una tonta. Es algo… —Se encogió de hombros—. Bueno, no sé.
La puerta del ascensor se abrió. Salieron y el detective condujo a la enfermera a un rincón del vestíbulo, en donde se sentaron en unas butacas azules «Naugahyde».
—Realmente, es terriblemente estúpido —repitió la enfermera.
—Nada es estúpido —la tranquilizó Kinderman—. Si alguien me dijese en este momento «El mundo es una naranja», yo le preguntaría de qué especie, y después de eso quién sabe qué más. No, realmente. ¿Quién sabe qué es qué a estas alturas?
Echó un vistazo al nombre que ella exhibía: CHRISTINE CHARLES.
—¿De qué se trata, pues, señorita Charles?
Ella soltó un bufido entre los labios.
—No se preocupe —le dijo el detective—. Vamos ¿de qué se trata?
La mujer alzó la cabeza y se encontró con la mirada de Kinderman.
—Yo trabajo en Psiquiatría —empezó—. El pabellón de perturbados. Y hay ese paciente… —Alzó los hombros—. Yo no estaba allí cuando entró. Fue hace muchos años —siguió ella—. Diez o doce. Lo miré en el archivo.
Estaba buscando en su bolso y, finalmente, sacó un paquete de cigarrillos. Extrajo uno y lo encendió con una cerilla. Tuvo que intentarlo varias veces antes de que el fósforo prendiese. Desvió la cabeza y sopló el humo formando una gruesa columna gris.
—Lo siento —dijo.
—Siga, por favor.
—Bueno, pues ese hombre. La Policía le había recogido en la calle M. Él merodeaba por allí como aturdido. No podía hablar, supongo, y no llevaba carné de identidad. Bueno, sea como sea, acabó aquí con nosotros. —Aspiró nerviosamente del cigarrillo—. Se hizo el diagnóstico de catatónico, aunque quién demonios sabe… Le soy franca. De todos modos, el hombre nunca habló durante todos estos años, y le mantuvimos en el pabellón abierto. Hasta recientemente. En seguida llegaré a eso. Este hombre no tenía nombre, de modo que le inventamos uno. Todos le llamamos Tommy Sunlight. En la sala de recreo el hombre estaba todo el día pasando de una a otra silla simplemente, para seguir la luz del sol. Nunca se sentaba en la sombra si podía evitarlo. —Se encogió nuevamente de hombros—. Había algo de gentileza en él. Pero, de pronto, todo cambió, como le he dicho. Alrededor del primer año comenzó… a salir de su reserva, supongo. Y entonces, poco a poco, empezó a hacer unos ruidos como si quisiera hablar. Tenía la cabeza clara, creo, pero no había utilizado su aparato bucal durante tanto tiempo, que sólo consiguió gruñidos y gemidos durante algún tiempo.
La enfermera se inclinó sobre un cenicero y apagó el cigarrillo con unos golpes rápidos, duros.
—Dios mío, estoy haciendo una historia tan larga de nada… —Miró al detective otra vez—. Resumiendo, al fin se volvió violento y tuvimos que aislarle. Camisa de fuerza. Celda acolchada. Toda la panoplia. Y ha estado allí desde febrero, teniente, de modo que no hay forma alguna en la Tierra de que esté involucrado. Pero él dice que es el asesino «Géminis».
—¿Cómo dice usted?
—Ese hombre insiste en que es el asesino «Géminis», teniente.
—¿Pero usted dice que está encerrado?
—Sí, eso es cierto. Quiero decir que por eso dudaba en contárselo. Podría haber dicho igualmente que es Jack el Destripador. ¿Lo comprende? ¿Y qué? Pero es que…
Su voz se fue apagando y sus ojos parecían turbados y vagamente distantes.
—Bueno, supongo que fue lo que le oí decir la semana pasada —siguió la chica—, un día, cuando le daba su «torazine».
—¿Y qué dijo ese hombre, por favor?
—«El sacerdote».
La admisión en el pabellón de perturbados estaba controlada por una enfermera situada en un compartimiento circular rodeado de cristal. Aparecía instalado en el centro de un espacio cuadrado que formaban la confluencia de tres pasillos. La enfermera pulsó un botón y una puerta metálica se abrió deslizándose. Temple y Kinderman entraron en el pabellón y la puerta se cerró, silenciosamente, detrás de ellos.
—No hay modo alguno de salir de aquí —dijo Temple. Su humor parecía irritado y era brusco—. O bien ella te ve por la ventana de su puerta y aprieta el botón para que salgas, o bien se ha de conocer la combinación de cuatro dígitos que todas las semanas se cambia. ¿Desea usted verle todavía? —demandó.
—No puede hacer ningún daño.
Temple le miró con incredulidad.
—La celda de ese hombre está cerrada con llave. Está dentro de una camisa de fuerza. Con las piernas ligadas.
El detective alzó los hombros.
—Sólo miraré.
—Es su monedita, teniente —dijo malhumorado el psiquiatra.
Comenzó a caminar y Kinderman le siguió hasta un pasillo mal iluminado.
—Se están cambiando continuamente estas bombillas —gruñó Temple—, pero siempre se funden.
—Eso ocurre en el mundo entero.
Temple buscó en el bolsillo y extrajo un llavero pesado con abundancia de llaves.
—Está ahí —dijo—. Celda número Doce.
Kinderman miró por una ventana que sólo era transparente en una dirección. Vio una habitación acolchada, amueblada escasamente con una silla de respaldo alto, un lavabo, un retrete y un surtidor de agua. En un camastro, junto a la pared al fondo de la habitación, había un hombre sentado metido en una camisa de fuerza. Kinderman no podía verle la cara. La cabeza del hombre estaba caída, apoyada contra su pecho, y su largo cabello negro le caía en mechas pegadas, oleosas.
Temple abrió la puerta con la llave. Hizo un gesto para invitarle a entrar.
—Le invito —dijo—. Cuando haya terminado, pulse el timbre que hay junto a la puerta. Haré acudir a la enfermera. Yo estaré en mi despacho —explicó—. Dejaré la puerta abierta.
Echó una mirada de disgusto al detective y se alejó con su paso saltarín por el pasillo.
Kinderman entró en la celda y cerró con suavidad la puerta detrás de él. Del centro del techo colgaba un cable con una bombilla desnuda. Sus filamentos eran débiles y arrojaban un brillo azafranado por la habitación. Kinderman miró el lavabo blanco. Un grifo goteaba lentamente, una gota pausada… En el silencio su sonido era pesado y claro. Kinderman se encaminó hacia el camastro y se detuvo.
—Ha tardado usted mucho en llegar aquí —le dijo una voz.
Era baja y había susurros en sus acentos. Era sarcástica.
Kinderman parecía perplejo. La voz resultaba familiar. «¿Dónde la he oído con anterioridad?», se preguntó.
—¿Señor Sunlight? —preguntó.
El hombre alzó la cabeza y, cuando Kinderman miró aquellas facciones oscuras, arrugadas, retrocedió estremecido un paso, perplejo.
—¡Dios mío! —jadeó.
Su corazón comenzó a palpitar alocadamente.
La boca del paciente estaba desfigurada en una mueca.
—Es una vida maravillosa —se mofó—, ¿no cree usted?
Kinderman retrocedió ciegamente hacia la puerta, tropezó, se volvió, apretó el timbre para llamar a la enfermera y después salió disparado de la habitación con la cara lívida. Corrió hasta la oficina de Freeman Temple.
—Eh, amigo, ¿qué le sucede? —preguntó Temple frunciendo el ceño, cuando Kinderman entró como una tromba en su oficina.
Sentado a su escritorio, dejó a un lado el último ejemplar de una revista psiquiátrica y observó al detective, jadeante y sudoroso.
—Eh, siéntese. No tiene usted buen aspecto. ¿Qué le pasa?
Kinderman se hundió en una butaca. No podía hablar, ni tan siquiera lograba concentrar sus pensamientos. El psiquiatra se levantó y se inclinó sobre Kinderman, examinando su cara y sus ojos.
—¿Está usted bien?
Kinderman cerró los ojos y asintió.
—¿Podría usted darme un poco de agua, por favor? —le pidió.
Se llevó una mano al pecho y escuchó su corazón. Seguía latiéndole velozmente.
Temple vertió agua helada de una botella en un vaso de plástico que tenía en su escritorio. Lo cogió y se lo dio a Kinderman.
—Tome, beba esto.
—Gracias. Sí.
Kinderman cogió el vaso de su mano. Sorbió una vez el agua, y otra vez y después esperó serenamente a que el corazón se calmase.
—Sí, eso es mejor —suspiró al fin—. Mucho mejor. —Muy pronto la respiración de Kinderman se hizo normal y alzó su mirada hacia el ansioso Temple—. Sunlight —dijo—. Quiero ver su expediente.
—¿Para qué?
—¡Quiero verlo! —gritó el detective.
Asombrado, el psiquiatra se echó hacia atrás.
—Sí, claro, amigo. Tómeselo con calma. Yo iré a buscarlo.
Temple salió de la oficina a buen paso, chocando con Atkins cuando el sargento llegaba a la puerta.
—¿Teniente? —dijo Atkins.
Kinderman le miró vagamente.
—¿Dónde estaba usted? —le preguntó.
—Escogiendo un anillo de boda, teniente.
—Eso está bien. Algo normal. Bien, Atkins. No se aleje.
Kinderman volvió su mirada hacia la pared. Atkins no sabía qué conclusiones sacar de todo esto, o de lo que había dicho el detective. Frunció el entrecejo y se encaminó al mostrador de la entrada donde se apoyó y estuvo vigilando y esperando. Nunca había visto a Kinderman en semejante estado.
Temple regresó y colocó el expediente en las manos de Kinderman. El detective comenzó a leer mientras Temple se sentaba y le observaba. El psiquiatra encendió un cigarrillo y estudió con atención el rostro de Kinderman. Miró sus manos que giraban con rapidez las páginas del informe. Estaban temblorosas.
Kinderman alzó la mirada de la carpeta.
—¿Estaba usted aquí cuando trajeron a este hombre? —preguntó con aspereza.
—Sí.
—Aguce su memoria, por favor, doctor Temple. ¿Qué llevaba ese hombre?
—Jesús, esto ocurrió hace tanto tiempo…
—¿No puede recordarlo?
—No.
—¿No había señales de heridas? ¿Golpes? ¿Laceraciones?
—Todo eso constaría en el expediente —dijo Temple.
—¡Pues no consta! ¡No está!
Con cada «no» el detective daba golpes encima del escritorio con la carpeta.
—Eh, tómeselo con calma…
Kinderman se levantó.
—¿Alguno de ustedes, o alguna enfermera, le ha hablado a ese hombre de la celda número doce de la muerte del padre Dyer?
—Yo no lo he hecho. ¿Por qué demonios íbamos a contarle eso?
—Pregunte a las enfermeras —solicitó Kinderman lúgubremente—. Pregúntelo. Y quiero saber la respuesta mañana.
Kinderman se volvió y salió de la habitación a grandes pasos. Se dirigió a Atkins.
—Quiero que hagas una comprobación en la Universidad de Georgetown —le dijo—. Allí había un sacerdote, el padre Damien Karras. Comprueba si tienen todavía sus informes médicos, y también sus registros dentales. Además, llama al padre Riley. Quiero que venga aquí inmediatamente.
Atkins miró interrogativamente a los ojos alienados de Kinderman. El detective respondió a su pregunta no formulada.
—El padre Karras era amigo mío —explicó Kinderman—. Hace doce años que murió. Se cayó por los «Escalones Hitchcock», hasta el final. Yo asistí a su funeral —dijo—. Pero acabo de verle. Está aquí, en este pabellón metido dentro una camisa de fuerza.