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Querido padre Dyer:

Muy pronto se estará usted preguntando: «¿Por qué yo? ¿Por qué un extraño me coloca esta carga en mis hombros y no en los de sus colegas que son científicos y, probablemente, más adecuado para la tarea?». Verá, es porque ellos no son más adecuados. La ciencia se inclina por estos asuntos como un chiquillo por su medicina. Creo que usted mismo se mostraría escéptico al respecto. «Otro chiflado con una imagen llorona de Jesús que vierte lágrimas auténticas —diría usted probablemente—. Por el simple hecho de que soy un cura, ése debe pensar que me tragaré cualquier vaca vieja milagrosa, y en este caso, de color púrpura además». Pues no pienso eso de ninguna manera. Estoy explicándole esto porque sé que puedo confiar en usted. No en su sacerdocio, padre: en usted. Si estuviera pensando en traicionarme, ya lo habría hecho. Pero no lo ha hecho. Usted ha mantenido su palabra. Eso es realmente algo. Cuando estuvimos hablando no lo hicimos bajo el sello de la confesión. Cualquier otro sacerdote —cualquiera otra persona—, probablemente me hubiera puesto en evidencia. Pero antes de descargar mi peso sobre usted, le evalué. Lamento mucho que su premio sea precisamente otra obligación. Pero sé que cumplirá hasta el final. Precisamente, ése es el quid de la cuestión. Usted lo hará. ¿No está contento de haberme conocido, padre?

La verdad es que no sé cómo empezar. Es endemoniadamente difícil. Anhelo tanto que usted confíe en mi juicio, que me crea… Me temo que no será fácil. Lo que voy a contarle le hará estremecer. Así que vamos a hacerlo de esta manera, por favor; podría ser la mejor. Deje en suspenso su curiosidad durante un rato, y no lea más hasta que haya seguido estas breves instrucciones que ahora voy a darle. En primer lugar, consiga un magnetófono, un modelo que permita una rápida repetición. Mejor todavía, utilice el mío. En esta carta pegaré con cinta adhesiva una llave de mi casa. Ahora, fíjese en la caja de cartón que le he enviado. Contiene algunos rollos de cinta grabada por mí. Busque aquel señalado con «9 de enero de 1982». Colóquelo en la grabadora. El contador al pie ha de estar en cero cuando el final de la guía toca la bobina de la izquierda. Hecho esto, avance hasta el 383, conecte entonces los auriculares, ponga los controles de volumen al máximo (no de salida, solamente de micrófono y cable) y deje la velocidad lenta. Entonces pulse el «En funcionamiento» y escuche. Escuchará un silbido del amplificador y de la estática, a unos niveles molestos. Por favor, sopórtelos. Poco después oirá el ruido de alguien que habla. Termina en el 388 del contador. Siga adelante y ponga una y otra vez ese fragmento con la voz hasta que pueda descifrar lo que se está diciendo. Es bastante alto, pero la estática tiende a confundir la claridad inteligible. Cuando sepa lo que se ha dicho, ponga la velocidad alta —que es el doble— y repita el procedimiento. Quiero que repita el procedimiento. Olvídese de lo que escuchó la primera vez. Escuche de nuevo. Por favor siga estas instrucciones y no continúe la lectura de la presente hasta haberlas llevado a cabo.

Aunque confío en usted, esto sigue en página aparte. Todos necesitamos de la gracia de vez en cuando.

Ahora ya ha escuchado. Lo que ha oído en la velocidad menor, estoy seguro, es una voz masculina muy clara que dice «Lacey». Y en la velocidad más rápida, la misma información en la cinta se convierte, con claridad, en «Confía». En este momento, ha de emprender el salto de la fe y del buen sentido, percatándose de que yo no tengo nada que ganar fingiendo lo que no es. Y permítame ahora que le cuente cómo grabé esa cinta. Puse una cinta virgen —no usada— en la grabadora, enchufé un diodo (impide que se filtren todos los sonidos ya sean del cuarto o de los alrededores y, sin embargo, actúa como una especie de micrófono); puse la velocidad corta, y pregunté en voz alta: «¿Existe Dios?», dispuse el micrófono y el cable en las posiciones más altas, y después pulsé el botón de grabación. Durante los tres minutos siguientes no hice más que respirar y esperar. Después dejé de grabar. Cuando volví a pasar la cinta, allí estaba la voz.

Envié la cinta a un amigo de la Universidad de Columbia. Él la hizo pasar por un espectrógrafo. Me envió una carta y algunas copias de las lecturas espectrográficas. Las encontrará en la caja. La carta dice que el análisis espectrografía) concluye que la voz no puede ser humana; que para conseguir ese efecto tendría que construirse una laringe artificial y programarla después para que pronunciara esas palabras. Mi amigo dice que el espectrógrafo no puede equivocarse. Además, no pudo comprender cómo la palabra «Lacey» se transformó en «Confía» a doble velocidad. Observé también —y este comentario es mío y no de mi amigo— que la respuesta a mi pregunta no responde, por no decir que es totalmente desprovista de significado, a menos que se pronuncie a doble velocidad de la grabación original. Esto elimina cualquier especie rara de radio recepción —que de todos modos las cintas grabadoras no pueden recibir, padre—, que pudiera invocarse como una explicación, junto a una coincidencia. Sin duda alguna, querrá buscar una explicación satisfactoria a estos asuntos; de hecho, yo le ruego, encarecidamente, que lo haga. Mi amigo de Columbia es el profesor Cyril Harris. Llámele. Mejor todavía, busque una segunda opinión, otro análisis espectrográfico, preferiblemente realizado por otra persona. Estoy seguro de que descubrirá que el resultado es el mismo.

Comencé a llevar a cabo estas grabaciones pocos meses después de la muerte de Ann. Hay un paciente en el pabellón psiquiátrico del hospital, un esquizofrénico llamado Antón Lang. Por favor, no hable con él de esto; ese hombre tiene unos auténticos problemas que sólo le inclinarían a disminuir la credibilidad del fenómeno y, al mismo tiempo, la mía, me temo. Lang se había quejado de un dolor de cabeza crónico, lo que hizo que yo entrase en contacto con él. Naturalmente, leí su historial y descubrí que, durante años, ese hombre había estado grabando en cintas lo que caracterizaba, simplemente, como «las voces». Le pregunté sobre esas voces, y me contó algunas cosas que eran intrigantes y me sugirieron la lectura de un libro sobre el tema. El título era Ruptura. Estaba escrito por un lituano, Konstantin Raudieve, y se puede adquirir en inglés a través de una editora británica. Encargué un ejemplar y lo leí. ¿Me sigue usted?

La mayor parte del libro consistía en las transcripciones de Raudieve de grabaciones de voces que había efectuado. Me temo que su contenido no fuese tremendamente alentador. Eran fútiles e insustanciales. Si éstas eran las voces de los difuntos, como estaba convencido de que eran dicho profesor lituano, ¿aquello era realmente todo cuanto tenían que decirnos?: «Kosti está cansado hoy». «Kosti trabaja». «Aquí están las aduanas fronterizas». «Nosotros dormimos». Me puso en el sendero del antiguo Libro de los muertos tibetano. ¿Sabe usted, padre? Es un trabajo curioso, un manual de instrucciones preparando a los moribundos para lo que deberán enfrentarse en el otro lado. La primera experiencia, creen que era una confrontación decisiva e inmediata con la trascendencia, que ellos llamaban «la clara luz». El espíritu recién muerto podía optar por unirse a ella; pero pocos lo hacían, porque la mayoría no estaban dispuestos ya que sus vidas terrenales no les habían preparado adecuadamente para ello; de modo que, después de esta confrontación inicial, los muertos pasaban por fases de deterioración mientras se consumían hacia un renacimiento eventual en el mundo. Yo pensé que semejante estado podía producir las inanidades y trivialidades que el libro de Raudieve contaba, y también mucha otra bibliografía con el tema de los espíritus. Es un asunto descorazonador, nauseabundo. De modo que, resumiendo, ese libro Ruptura no me fascinó lo que se dice. Pero tenía un prólogo escrito por otro autor, Colin Smythe, y eso sí lo encontré sensato y plausible. Como también algunos testimonios escritos por físicos, ingenieros e incluso un arzobispo católico alemán, todos los cuales habían estado grabando por su parte y que no parecían tan ansiosos en convencer al lector, como lo eran en especular acerca de las causas de las voces, considerando, entre otras cosas, la posibilidad de que esas voces quedasen impresas en la cinta, de alguna manera, por el propio inconsciente del investigador.

Decidí intentarlo. He de admitir que estaba loco de pena por la muerte de Ann. Poseo una pequeña grabadora portátil «Sony». Es lo bastante pequeña para caber en el bolsillo de un abrigo, pero con este modelo se puede rebobinar y volver a pasar la cinta rápidamente, algo que descubrí muy pronto que resultaba importante. Una noche —era verano y todavía había mucha luz diurna— me senté en mi sala de estar con el «Sony», e invité a cualesquiera voces que pudieran oírme, a que se comunicaran conmigo y se manifestaran por medio de la cinta. Entonces pulsé la «Grabación» y dejé que la cinta virgen pasara del principio hasta el final. Después escuché la grabación. No oí nada excepto algún ruido de la calle, bastante estática y sonidos amplificados. Luego me olvidé del asunto por completo.

Uno o dos días después, decidí escuchar de nuevo la cinta. En alguna parte hacia la mitad oí algo anómalo, un pequeño clic y después un sonido raro, débil, escasamente audible; parecía impregnado en los silbidos y en la estática, y no en algún nivel por debajo de aquellos sonidos. Pero a mí me chocó como algo que era… algo extraño. De modo que volví a ese punto preciso y lo hice sonar una y otra vez. Con cada repetición, el sonido crecía en volumen y se hacía más claro hasta que finalmente oí —o me pareció oír— una clara voz masculina que gritaba mi nombre: «Amfortas». Sólo eso. Era alto y claro y no reconocí la voz. Creo que mi corazón comenzó a palpitar con más fuerza. Hice pasar el resto de la cinta y no oí nada. Volví entonces al punto en donde había oído la voz. Pero ahora no pude percibirla. Mis esperanzas se desvanecieron como la cartera de un hombre pobre que se cayese por un precipicio. Comencé a pasar la cinta repetidamente y, finalmente, oí otra vez ese débil y raro sonido. Después de tres repeticiones, oí la voz con claridad.

¿Serían trucos de mi mente? ¿Estaba imprimiendo inteligibilidad a unos fragmentos de ruidos casuales? Pasé la cinta de nuevo, y entonces, allí donde anteriormente no había oído nada, surgió otra voz. Era de una mujer. No, no era Ann. Sólo otra voz de mujer. Estaba pronunciando una frase más bien larga, la primera parte de la cual, aun después de muchas repeticiones, sencillamente no pude comprenderla. Todo tenía un ritmo y un tono muy raros, y los acentos en las palabras no estaban en su sitio correspondiente. También las palabras tenían un efecto de tartamudeo; se hundían y se alzaban de continuo. La última parte fue un fragmento que pude comprender: «… continúa escuchándonos». Aquello lo decía la mujer, pero, a causa de la oscilación, sonó como una pregunta. Yo estaba sencillamente atónito. No había ninguna duda de que estaba oyéndolo. Pero, ¿por qué no lo había oído antes? Decidí que mi cerebro, probablemente, se habría ajustado a la debilidad de la voz y a sus rarezas, y había aprendido a filtrarse a través del velo de la estática y los silbidos hasta la voz justo por debajo.

Ahora comencé nuevamente a sentir dudas. ¿No habría recogido, simplemente, mi grabadora unas voces de la calle, o quizá de la casa vecina? Algunas veces oía hablar a mis vecinos. Uno de ellos podía tal vez haber mencionado mi nombre. Entré en la cocina, que está algo más alejada de la calle, e hice una nueva grabación con una cinta nueva. Solicité en voz alta que cualquier «comunicante» conmigo repitiese la palabra «Kirios», que había sido el nombre de soltera de mi madre. Pero, al hacer pasar otra vez la cinta, no oí nada; sólo, de vez en cuando, el sonido usual. Uno de ellos se parecía al súbito ruido de neumáticos al frenar. Sin duda, algo procedente de la calle, pensé. Estaba cansado. Estar escuchando había requerido una intensa concentración. Aquella noche no hice más grabaciones.

Al día siguiente, mientras esperaba que el agua para el café hirviera, escuché de nuevo las dos cintas. Oí con claridad «Continúa escuchándonos» y «Amfortas». En la segunda cinta me concentré en el ruido de frenos, haciéndolo pasar una y otra vez y, de pronto, mi cerebro hizo una rara acomodación, ya que, en lugar del ruido, oí las palabras «Anna Kirios» pronunciadas en el tono agudo de una voz femenina y a una extrema velocidad. El agua para el café rebosó al hervir. Estaba pasmado.

Cuando aquel día acudí al hospital, llevé conmigo las cintas y la grabadora y, durante el descanso para el almuerzo, puse la grabación a una de las enfermeras, Emily Allerton. Me dijo no haber oído nada. Después lo intenté con Amy Keating, una de las enfermeras de recepción en Neurología. Pulsé un fragmento de la cinta número uno, y dejé el altavoz apretado contra su oído. Después de haberlo pasado una vez, me entregó el aparato y asintió: «Sí, he oído su nombre», me dijo, y después volvió a dedicarse a sus quehaceres. Yo decidí dejar el asunto como estaba, por lo menos en cuanto a las enfermeras.

Durante las semanas siguientes, me hallaba obsesionado. Compré una grabadora, un preamplificador y unos auriculares, y comencé a pasar algunas horas todas las noches grabando cintas. Y entonces parecía que nunca dejaba de lograr resultados. De hecho, las cintas estaban virtualmente llenas de voces en un fluir casi continuo, incluso sobreponiéndose unas a otras. Algunas eran demasiado débiles para ni tan siquiera molestarse en descifrarlas, mientras que otras alcanzaban diversos grados de claridad. Algunas hablaban a velocidad normal, mientras que otras sólo eran inteligibles cuando las reducía a una velocidad media. Algunas ni tan sólo parecían aparentes hasta haberlo hecho así. Seguí preguntando por Ann, pero nunca la oí. De vez en cuando, escuchaba alguna voz femenina que decía: «Estoy aquí», o «Yo soy Ann». Pero no lo era. No era su voz.

Una noche de octubre estaba escuchando la reproducción de una cinta que había grabado la semana anterior. Había en ella un fragmento interesante, una voz que decía «Control de Tierra». Después de algunas repeticiones, pasé un poco más adelante y, de pronto, contuve mi respiración. Oí una voz que decía: «Vincent, soy Ann». Sentí un estremecimiento desde la base de mi espina dorsal hasta la nuca. No era mi mente la que decía eso, era su voz; era mi cuerpo y mi sangre, mis recuerdos, mi ser, mi mente inconsciente. Pasé y repasé la cinta, y cada vez sentí idéntico estremecimiento, como una sacudida. Incluso intenté suprimirlo, pero no pude. Era Ann.

A la mañana siguiente, mis esperanzas y mis dudas resultaban inseparables. ¿No sería esa voz una proyección de mi propio deseo? ¿Sobrepuesta, inteligiblemente, a otros ruidos casuales en la cinta? Decidí llegar, decididamente, al fondo de este asunto.

Consulté con Eddie Flanders, instructor en el Instituto de Idiomas de Georgetown, y un amigo, que había sido paciente mío. Dios sabe lo que le contaría, pero conseguí que escuchase la voz de Ann. Cuando se quitó los auriculares le pregunté qué era lo que había oído. Me respondió: «Alguien está hablando. Pero, realmente, es tan débil…». Yo proseguí: «¿Y qué dicen? ¿Puedes distinguirlo?». Él respondió: «Suena como mi nombre».

Le quité los auriculares a Ed y comprobé que estuviera escuchando el fragmento preciso. Entonces se lo hice escuchar otra vez. Obtuvo el mismo resultado. Yo estaba totalmente perplejo. «¿Pero es una voz? —le pregunté—; ¿no será sólo un ruido?». «No, no, es claramente una voz», me respondió. «¿No será la tuya?». «¿Escuchas la voz de un hombre?», pregunté. Y él respondió: «Sí. Parece la tuya». Eso acabó más o menos con mi investigación aquel día. Pero volví a la semana siguiente. El Instituto disponía de su propio estudio de sonido para confeccionar las cintas de instrucción. Poseían poderosos amplificadores y magnetófonos «Ampex» profesionales. También tenía un micrófono instalado en un compartimiento insonorizado. Convencí a Eddie para que me ayudase a realizar una grabación. Entré en el compartimiento y me volví de espaldas a Eddie mientras hacía mi pequeño discurso invitando a las voces a manifestarse en la cinta. También realicé dos preguntas directas, solicitando como respuesta las palabras «afirmativo» o «negativo», ya que éstas serían más fáciles de identificar en un nuevo paso de la cinta que un simple «sí» o «no». Entonces, abandoné el compartimiento y cerré la puerta detrás de mí, indicando a Eddie que podía poner en marcha la cinta y comenzar a grabar. Él me preguntó: «¿Qué vamos a grabar?». Y yo le respondí «Moléculas de aire. Tiene que ver con unos estudios del cerebro que estoy llevando a cabo». Eddie pareció convencido y estuvimos registrando al máximo aumento y a una velocidad de 7 ½ r.p.s. Después de unos tres minutos, aproximadamente, nos detuvimos y escuché la cinta de nuevo al máximo volumen. En la cinta había algo raro. No era enteramente una voz. Se parecía más a un sonido de gargarismo y, aproximadamente, sonaba unas diez veces más alto que las voces que yo creía oír en las grabaciones de mi casa. Su duración aproximada fue de siete segundos. No pudimos oír nada más en el resto de la cinta. «¿Es ese ruido el que tenéis, normalmente, cuando grabáis?», le pregunté. Yo pensaba en una propagación de sonido por alguna cosa dentro del propio equipo. Ed me dijo que no, que no podía ser. Parecía realmente asombrado y me dijo que aquel ruido no debía estar allí. Yo sugerí algún defecto en la cinta.

Él pensó que, posiblemente, sería así. Al cabo de unos minutos de estar pasando de nuevo el sonido, pareció adquirir algo de la calidad de una voz. No podíamos distinguir palabras para extraerle sentido. Decidimos no seguir.

En casa, continué con mi experimento y seguí escuchando las voces suaves, vagas, o bien respondiendo a mis preguntas o siguiendo mi sugerencia para temas de discusión, aunque nunca más oí una voz como la de Ann. De todo esto, saqué las impresiones siguientes. Al parecer, estaba en contacto con personalidades que se hallaban en algún lugar o condición de transición. No eran clarividentes. No conocían el futuro, por ejemplo, pero sus conocimientos iban más allá del nivel de los míos. Por ejemplo, podían decirme el nombre de la enfermera de servicio, en un momento dado, en cualquier pabellón con el que yo no tenía contacto o familiaridad. A menudo, tenían opiniones que eran contradictorias las unas con las otras. Algunas veces, cuando yo preguntaba por un hecho concreto, como la fecha del nacimiento de mi madre, me daban diversas respuestas, ninguna correcta, produciéndome la impresión de que quizá no querían perder mi interés. Algunas de sus declaraciones resultaban mentiras flagrantes de tipo beligerante, o con la intención de turbarme a mí. Llegué a reconocer esas voces y a ignorarlas, tal como hice con el poseedor de la voz que, de vez en cuando, soltaba obscenidades. Algunas voces pedían ayuda pero, cuando les preguntaba —y muchas veces— qué era lo que podía hacer para ayudarles, la respuesta solía ser algo como «Feliz. Estamos bien». Algunas me pidieron que rogara por ellos, y otras que rogaban por mí. Yo no podía evitar pensar en la Comunión de los Santos.

Se evidenciaba un sentido del humor. Al principio de mis experimentos una noche llevaba puesto un viejo albornoz mientras grababa. Era a rayas bastante vistosas y tenía un gran roto junto al hombro derecho. Oí una voz que decía: «Manta de caballo». Durante las numerosas ocasiones en que yo preguntaba: «¿Quién creó el Universo material?», una vez me contestó una voz con claridad: «Yo». Y una noche invité a un interno para que viniera a compartir mi experimento. Había expresado interés por los fenómenos psíquicos y me sentí aliviado al discutir todo esto con él. Durante la velada, el interno me explicó que no podía oír nada, aunque, como de costumbre, yo sí lo oía. Y escuché: «¿De qué sirve?» y «¿Para qué molestarse?» y «Vete a jugar el Pac-Man», entre otras cosas. Semanas más tarde supe que el interno era terriblemente duro de oído, pero no quería reconocerlo.

Algunas ocasiones las voces me ayudaron sugiriéndome otras maneras de grabación. Una de ellas era por medio de un diodo, y otra se trataba de buscar una banda de «ruido en blanco» —el espacio entre emisoras— en un receptor de radio, conectándolo a la grabadora. Esto último no lo intenté nunca pues aquí cabía esperar, recibir y grabar voces reales de la radio de fuentes usuales. Era mejor el micrófono cuando se hallaba en un recinto insonorizado o en una habitación en extremo silenciosa; pero, al fin, opté por utilizar el diodo pues esto eliminaba falsas interpretaciones de ruidos corrientes del ambiente que nos rodeaba.

Algunas veces las voces criticaban mis habilidades técnicas. De vez en cuando, pulsaba un botón y oía una voz que me decía: «No sabes lo que estás haciendo». (Esa voz particular sonaba exasperada. Me hallaba cansado, tras haber estado cometiendo errores durante toda la sesión). Semejantes respuestas formaban parte de la impresión de haber estado tratando con personalidades altamente individuales y muy corrientes. Igual que la gente. A menudo me decían «Buenas noches» hacia el final de la cinta, y entonces descubría que me encontraba cansado y dispuesto para irme a la cama. En ocasiones había muchas voces diferentes que decían «Gracias» y «Se lo agradezco». Una cosa curiosa. Una vez, pregunté si era importante que intentara divulgar este fenómeno, y la respuesta, muy clara fue: «Negativo». Eso me sorprendió.

A mediados de 1982, decidí escribir a Colin Smythe, el hombre que había escrito el prólogo para Ruptura. El que parecía tan plausible. Le hice algunas preguntas y él me respondió de inmediato, refiriéndose a un libro suyo que había escrito sobre ese tema. (Se llama Sigue hablando). En su carta parecía algo reticente en cuanto al tema ya que, inevitablemente, sobre todo en la Prensa londinense, el tema se había tratado in extenso y surgieron muchos fraudes. Gente que declaraba haber hablado con John F. Kennedy y con Freud, y todo ese tipo de cosas. Pero me dijo algo fascinante. Un grupo de neurólogos de Edimburgo, que habían acudido a Londres para una conferencia médica, le habían visitado y hecho escuchar sus propias cintas grabadas. Las habían pasado en presencia de personas en estado de coma o con heridas que les incapacitaban para el habla, y en las cintas aparecían las voces de esos pacientes.

No mucho tiempo después de eso, llevé mi grabadora «Sony» portátil al hospital. Eran las dos o las tres de la madrugada, y me dirigí al pabellón de los perturbados en donde grabé a un paciente gravemente catatónico, un amnésico que había permanecido varios años en el Psiquiátrico. Ninguno de nosotros conocía su auténtica identidad. La Policía le había recogido deambulando por la calle M, aturdido, hacia el año 1970 y, desde entonces, ese hombre no había proferido ni una sola palabra. Aunque quizá lo ha hecho. En su cuarto. Puse en marcha el aparato después de haberle preguntado quién era y si podía oírme. Dejé que la cinta pasase en toda su longitud. Una vez de regreso a casa, la puse de nuevo. El resultado fue muy raro. En primer lugar, durante toda esa media hora de cinta sólo había dos fragmentos de charla que yo pudiera oír. Ordinariamente, la cinta estaba literalmente rebosante de voces, incluso aunque la mayoría fuesen escasamente audibles. Esta vez —excepto las dos que he mencionado— el silencio fue excepcional y muy raro. La otra cosa extraña —bueno, «sobrenatural» sería quizá la palabra más adecuada— eran las voces de la cinta. Ambas eran de una misma persona, un hombre, y yo tuve la certeza de que estaba escuchando la voz del paciente catatónico. Creo que le oí decir: «Estoy comenzando a recordar». Eso fue lo primero. Después oí lo que yo supuse era el nombre del paciente en respuesta a una pregunta que yo le formulase: algo parecido a «James Venamin», según recuerdo. No me gustó el sonido de esa respuesta por algún motivo, y nunca más intenté este experimento.

Hacia el final del último año ocurrió algo decisivo. Hasta entonces seguía todavía con dudas sobre lo que estaba oyendo. Eso varió con rapidez. Cambié mi grabadora por una «Revox» con una instalación interior variable de regulación del tono. También conseguí una banda filtradora, que excluía todas las frecuencias de sonido que no estuvieran dentro del alcance de la voz humana. Un sábado, un hombre más bien joven, empleado en la tienda de aparatos de alta fidelidad, me entregó el nuevo equipo y lo instaló. Cuando hubo terminado, se me ocurrió un proyecto. El joven debía tener un oído mucho mejor que el mío, y el negocio de aquel joven era, además, el sonido. De modo que saqué la cinta con el sonido grave más bien alto y le pedí que escuchara por los auriculares. Cuando hubo terminado, le pregunté qué era lo que había oído. Me respondió de inmediato: «Alguien que hablaba». Esto me cogió de sorpresa. «¿Era voz de hombre o de mujer?», le pregunté. Y él respondió: «Era la voz de un hombre». «¿Podría usted decirme qué decía?». Él respondió: «No, es demasiado lento». Otra sorpresa. Yo estaba acostumbrado a que las voces hablasen demasiado aprisa. «No, usted quiere decir demasiado aprisa», le dije. «No, demasiado despacio. Por lo menos yo creo que es demasiado lento». Se puso de nuevo los auriculares, rebobinó la cinta hasta el lugar y entonces, manualmente, dio velocidad a la cinta con las manos mientras escuchaba. Se quitó los auriculares y repitió: «Sí, demasiado lento». Me entregó los auriculares. «Vea, escuche usted —dijo—; se lo demostraré». Me puse los auriculares y de nuevo el joven dio más velocidad a la cinta. Y oí la voz clara, inconfundible, de un hombre que pronunciaba unas palabras: «Afirmativo. ¿Me oye usted?».

Esta experiencia pareció abrirme una puerta, pues poco después comencé a oír voces claras y altas en mis cintas, quizás una en cada tres o cuatro sesiones de mis grabaciones. «LaceyConfía» fue la primera de ellas. Incluso aquel interno hubiera, probablemente, podido oírla.

Envié tres de ellas a mi amigo de Columbia con los resultados que ya le he contado. Escúchelas. Después haga sus propias cintas. Al principio, es posible que no lo consiga, y que consiga únicamente las voces más débiles, más efímeras. Si es así, será que no ha aprendido todavía el truco de escuchar, de introducirse por entre el velo del silbido y la estática. Coja entonces mis cintas más altas y pruebe con ellas. Primero habrá que limpiarlas. Hay equipo disponible que elimina toda la estática y los silbidos. Después de eso, hágalas pasar por otro análisis espectrográfico. También hay un medio de determinar la velocidad original a la que se grabaron. Esto, según he subrayado, eliminará completamente la posibilidad de recepciones extrañas de radio.

Las voces son reales. Creo que son las voces de los muertos. Esto nunca podrá comprobarse, pero que proceden de intelectos sin cuerpo —por lo menos como nosotros lo conocemos—, llegará a ser demostrado forzosa y científicamente. La Iglesia Católica posee los medios —y Dios lo sabe, debería tener el interés— de desarrollar un cuerpo científico demostrativo de que estas voces existen, que no tienen un origen terrenal, que desafían cualquier explicación materialista y que pueden ser duplicadas, una y otra vez, en un laboratorio por hombres decididos y por máquinas.

Había aquella voz que dijo que no era importante hacerlo. ¿No era importante para quién? Tengo que preguntármelo. Los hombres de la Tierra claman contra la muerte y el terror de la extinción final y el olvido; lloran durante las noches con la pérdida de cada persona amada. ¿Debe estar la fe para librarnos de esta angustia? ¿Puede ser suficiente?

Esas cintas son mi plegaria para aquellos que están afligidos. Tal vez sólo demuestren una mano del lado de Cristo, no lo suficiente para vencer esa duda final, tal como la resurrección de Lázaro no llegó a convencer incluso a algunos de los que estaban allí y lo vieron con sus propios ojos. ¿Pero, qué nos pide Jesús que hagamos? ¿Si nuestra copa para el sediento no está llena hasta los bordes tenemos que reservarla por este motivo? Si Dios no puede intervenir, los hombres sí pueden. Seguramente es Su intención que nosotros lo hagamos. Éste es nuestro mundo.

Le agradezco que no me dijera que mi decisión es el pecado de la desesperación. Yo sé que no lo es. Yo no hago nada. Sólo espero. Quizás en su corazón piensa usted realmente que es una cosa equivocada. Pero no me lo dijo. Puedo tener un buen punto de partida.

Durante los días venideros es posible que usted oiga algunas cosas raras sobre mí. Temo esa posibilidad, pero si llega a suceder, por favor, crea que nunca he querido hacer daño a nadie. Le ruego tenga la mejor opinión de mí, padre. ¿Lo hará?

¿Cuánto tiempo hace que le conozco? ¿Dos días? Bueno, le echaré de menos. Y, sin embargo, sé que algún día le veré otra vez. Cuando usted lea esto, yo estaré junto a mi Ann. Alégrese.

Con respeto y afecto,

VINCENT AMFORTAS

Amfortas releyó la carta. Hizo algunas pequeñas correcciones, comprobó después la hora y decidió que sería mejor que se pusiese una inyección de esteroides. Había aprendido a no esperar que llegasen los dolores de cabeza. Cada seis horas, tomaría seis miligramos automáticamente. Muy pronto eso alteraría su mente. Había tenido que escribir ahora la carta.

Subió a su dormitorio, se puso la inyección y volvió entonces a la máquina de escribir que estaba situada en la mesa del desayuno. Consultó algunas notas y decidió después que añadiría una posdata a la carta. Escribió:

P.D.: Durante los muchos, muchísimos meses en los que he estado realizando estas grabaciones he hecho a menudo la pregunta: «Describa su condición, estado de ser o localización, con toda la concisión posible». Algunas veces he distinguido una respuesta, por lo menos una respuesta audible y, puesto que este tipo de preguntas concretas son esquivadas con frecuencia por las voces, he creído que usted tendría interés por saber las respuestas que he obtenido. Son las siguientes:

He llegado aquí primero.

Aquí se aguarda.

Limbo.

Muerto.

Es como un barco.

Es como un hospital.

Ángeles médicos.

También pregunté: «¿Qué deberíamos hacer los seres vivientes?». Una respuesta que oí con bastante claridad me dijo: «Buenas obras». Parecía la voz de una mujer.

Amfortas sacó la carta de la máquina de escribir y la introdujo en un sobre. En el anverso escribió a máquina:

REV. JOSEPH DYER, S. J.

Universidad de Georgetown.

PARA SER ENTREGADA ÚNICAMENTE EN EL CASO DE

MI MUERTE