2
Joseph Dyer, un sacerdote jesuita, irlandés, de cuarenta y cinco años de edad y profesor de Religión en la Universidad de Georgetown, había comenzado su domingo con la misa de Cristo, refrescando su fe y renovando su misterio, celebrando la esperanza en la vida futura e implorando misericordia para toda la Humanidad. Después de la misa se dirigió hasta el cementerio jesuita, en la hondonada del campus del recinto de la Universidad, en donde había colocado algunas flores frente a una lápida grabada con el nombre DAMIEN KARRAS, S. J. Después desayunó copiosamente en el refectorio, consumiendo porciones gargantuescas de todo: tortitas, chuletas de cerdo, pan de centeno, salchichas, tocino entreverado y huevos. Había estado sentado junto al rector de la Universidad, el padre Healy, su amigo desde hacía mucho tiempo.
—Joe, ¿dónde puedes meter todo eso? —se maravilló Healy, mientras contemplaba al pequeño y pecoso pelirrojo que se preparaba un emparedado de tortitas y chuleta de cerdo.
Dyer volvió sus mortecinos ojos azules hacia el rector y respondió inexpresivo:
—Vida limpia, mon pére.
Alargó la mano entonces para coger la leche y se sirvió otro vaso.
El padre Healy movió la cabeza y siguió bebiendo a sorbos su café, olvidando dónde habían quedado en su discusión de Donne como poeta y como sacerdote.
—¿Tienes planes para hoy, Joe? ¿Te quedarás por aquí?
—¿Es que quieres enseñarme tu colección de corbatas o qué?
—He preparado una charla para la «American Bar Association», para la próxima semana, y me gustaría comentarla.
Healy estuvo contemplando fascinado a Dyer mientras éste vertía un lago de jarabe de arce en su plato.
—Sí, estaré por aquí hasta la una y cuarto, y después me iré al cine con un amigo. El teniente Kinderman. Ya le conoces.
—¿Con cara de sabueso? ¿El poli?
Dyer asintió, mientras se llenaba la boca.
—Es un tipo interesante —observó el rector.
—Todos los años, en este mismo día, se siente abatido y depresivo, de modo que tengo que animarle. Le encanta el cine.
—¿Y hoy es el día?
Dyer asintió, llena de nuevo la boca.
El rector sorbía su café.
—Lo había olvidado.
Dyer y Kinderman se encontraron en el cine «Biograph» de la calle M y vieron casi la mitad de El halcón maltés, placer que quedó interrumpido cuando un hombre del público se sentó junto a Kinderman e hizo algunos comentarios perceptivos y apreciativos respecto de la película, que Kinderman aceptó amablemente, y después el hombre siguió mirando la pantalla mientras colocaba una mano en el muslo de Kinderman, en cuyo momento éste se volvió hacia su vecino, incrédulamente, profiriendo un:
—Juro por Dios, que no puedo creerle… —mientras cerraba unas esposas en la muñeca del hombre.
Siguió una pequeña conmoción mientras Kinderman conducía a ese hombre al vestíbulo, llamaba a un coche de la patrulla y después lo metía dentro del vehículo.
—Asústalo y suéltalo después —le dijo el teniente al conductor policía.
El hombre asomó la cabeza por la ventanilla del asiento posterior.
—Soy amigo personal del senador Klureman.
—Estoy seguro que lamentará mucho oír decir eso en las noticias de las seis —respondió el detective. Y añadió al conductor—: Avanti! ¡Adelante!
El coche patrulla se alejó. Se había reunido una pequeña multitud. Kinderman miró a su alrededor buscando a Dyer y, finalmente, le descubrió arrinconado en una puerta. Estaba mirando calle arriba, y con la mano sostenía juntas las solapas de su abrigo ocultándose el cuello para que no pudiera verse su alzacuello. Kinderman se acercó a él.
—¿Qué está usted haciendo, fundando una Orden llamada «Padres al acecho»?
—Intentaba hacerme invisible.
—Ha fallado usted —repuso Kinderman ingeniosamente. Alargó la mano y tocó a Dyer—. Mire eso. Es su brazo.
—Vaya, seguro que uno siempre se divierte cuando sale con usted, teniente.
—Está usted portándose ridículamente.
—Sin bromas.
—Ese putz patético —murmuró el detective tristemente—. Me ha arruinado la película.
—Ya la ha visto usted diez veces.
—Y otras diez, incluso veinte, no haría ningún daño.
Kinderman cogió el brazo del sacerdote y ambos echaron a andar.
—Vayamos a comer un bocado a «The Tombs» o a «Clyde’s» o «F. Scott’s» —insinuó el detective—. Tomaremos un piscolabis y discutiremos la crítica.
—Recuerdo el resto.
Dyer se detuvo.
—Bill, parece cansado. ¿Un caso duro?
—No demasiado.
—Parece cansado —insistió Dyer.
—No, estoy bien. ¿Y usted?
—Estoy bien.
—Miente.
—Usted también —replicó Dyer.
—Exacto.
La mirada de Dyer recorrió preocupada el rostro del detective. Su amigo parecía exhausto y profundamente inquieto. Algo andaba mal.
—Realmente, tiene usted un horrible aspecto de cansancio —comentó—. ¿Por qué no se va a casa y se echa un poco?
Ahora se está preocupando por mí —pensó Kinderman.
—No, no puedo ir a casa —explicó.
—¿Por qué no?
—La carpa.
—Sabe, he creído que ha dicho «carpa».
—La carpa —repitió Kinderman.
—Y lo ha pronunciado otra vez.
Kinderman se acercó más a Dyer, hasta hallarse a unos centímetros de distancia de la cara del sacerdote, y fijó en él una mirada malévola y firme.
—La madre de mi Mary está de visita, ¿no? Se lamenta de que yo sostengo malas relaciones y que, de alguna manera, estoy emparentado con Al Capone; le hace a mi mujer regalos chanuká de «Chutzpa» y «Kibbutz Número Cinco», como es natural perfumes hechos en Israel, los mejores. Shirley. ¿Tiene una idea de lo que es ella? Bien. Ahora nos va a cocinar una carpa. Un pescado sabroso. Yo no estoy en contra. Pero como se supone que este pescado está lleno de impurezas, Shirley ha comprado vivo el pez, y durante tres días el animal ha estado nadando en nuestra bañera. En este momento, mientras estamos hablando, el pez nada en mi bañera. Arriba y abajo. Abajo y arriba. Limpiándose de las impurezas. Y yo le tengo odio. Otra observación más: Padre Joe, usted está ahora muy cerca de mí, ¿no es cierto? ¿Lo ha notado? Sí. Ha notado que hace varios días que yo no me he bañado. Tres días. La carpa. De modo que nunca regreso a casa antes de que la carpa esté dormida. Creo que si la veo mientras nada, la mataré.
Dyer se separó de él, riendo a carcajadas.
Mejor. Mucho mejor —pensó Kinderman.
—Bueno, y ahora, ¿qué va a ser? ¿«Clyde’s», «The Tombs» o «F. Scott’s»?
—«Billy Martin’s».
—No se ponga difícil. Ya he hecho una reserva en «Clyde’s».
—«Clyde’s».
—Sabe, había pensado que podía decidirse por ese lugar.
—Lo he hecho.
Se alejaron juntos para olvidar la noche.
Atkins estaba sentado junto a su escritorio y parpadeó. Creyó que a lo mejor había comprendido mal, o quizá no se había explicado con suficiente claridad. Lo repitió de nuevo, esta vez sosteniendo el teléfono más cerca de sus labios, y entonces, otra vez, escuchó las respuestas que había oído con anterioridad.
—Sí, entiendo… Sí, gracias. Muchísimas gracias.
Colgó el teléfono. En el pequeño despacho, sin ventanas, podía oír su propia respiración. Movió la lámpara del escritorio en un ángulo que no le diese en los ojos, y colocó luego la mano bajo su resplandor. Las puntas de sus dedos aparecían pálidas, blancas, bajo las uñas. Atkins estaba asustado.
—¿Podría traerme un poco más de tomate para la hamburguesa?
Kinderman estaba haciendo espacio en la mesa para colocar las patatas fritas que la joven camarera de cabello oscuro acababa de traerles.
—Oh, gracias —dijo ella, y dejó el plato en la mesa, entre Kinderman y Dyer—. ¿Le bastarán tres rodajas?
—Con dos es suficiente.
—¿Más café?
—No, estoy satisfecho. Gracias, señorita. —El detective alzó la mirada hacia Dyer—. ¿Y usted, Bruce Dern? ¿Una séptima taza?
—No, gracias —replicó Dyer, dejando su tenedor junto a un plato en el que había una gran tortilla sin tocar de coco y curry.
Cogió los cigarrillos que estaban encima del mantel a cuadros azules y blancos.
—En seguida volveré con el tomate —dijo la camarera.
Sonrió y se dirigió hacia la cocina.
Kinderman miró el plato de Dyer.
—No está usted comiendo. ¿No se encuentra bien quizá?
—Demasiado fuerte.
—¿Demasiado fuerte? Yo le he visto a usted mojar «Twinkies» en la mostaza. Oiga, hijo mío, permita que un experto le diga lo que está demasiado fuerte. El «Chef Milani» al rescate.
Kinderman cogió su tenedor y tomó un trocito de la tortilla de Dyer. Dejó entonces el tenedor y miró inexpresivo el plato de Dyer.
—Ha encargado usted un hallazgo arqueológico.
—Volviendo al tema del cine —dijo Dyer.
Exhaló su primera bocanada de humo.
—A punto mi lista de las diez mejores películas que se han filmado —declaró Kinderman—. ¿Cuáles son sus favoritas, padre? Nómbreme las cinco primeras.
—Mis labios están sellados.
—No con demasiada frecuencia.
Kinderman estaba poniendo sal a las patatas fritas. Dyer se encogió de hombros con humildad.
—¿Quién puede decir los cinco primeros puestos en calidad para cualquier cosa?
—Atkins —respondió de inmediato el detective—. Él puede hacerlo al mencionarle la categoría de lo que sea: películas, fandangos…, lo que sea. Menciónele herejes, y le dará una lista de diez, y por orden de preferencia, sin ninguna vacilación. Atkins es un hombre de decisiones rápidas. No importa, tiene buen gusto y acostumbra a tener razón.
—¿Realmente? ¿Y cuáles son sus películas predilectas?
—¿Las cinco primeras?
—Las cinco primeras.
—Casablanca.
—¿Y las otras cuatro?
—La misma. Está absolutamente loco por esa película.
El jesuita asintió.
—Él asiente —explicó Kinderman sombrío—. «Dios es una zapatilla de tenis», le cuenta el hereje, y Torquemada asiente y dice: «Guardia, suéltale. Queda mucho por decir en ambas partes». Realmente, padre, estos apresuramientos en el juicio han de cesar. Esto es lo que resulta de tanto canto y tanta guitarra en sus orejas.
—¿Quiere usted saber mi película favorita?
—Por favor, apresúrese —comentó alegremente Kinderman—. Rex Reed está en una cabina telefónica esperando mi llamada.
—Es una vida maravillosa —dijo Dyer—. ¿Es usted feliz?
—Sí, una excelente decisión —dijo Kinderman.
Estaba satisfecho.
—Creo que la habré visto una veintena de veces —admitió el sacerdote con una sonrisa.
—No puede hacerle daño.
—Seguro que me entusiasma.
—Sí, es inocente y buena. Colma el corazón.
—Usted dijo lo mismo sobre Cabeza Borradora…
—No mencione esa obscenidad —gruñó Kinderman—. Atkins la denomina «Un largo día de viaje hacia la cabra».
La camarera regresó y dejó una fuente con rodajas de tomate.
—Aquí tiene lo pedido, señor.
—Gracias —replicó el detective.
Ella miró la tortilla delante de Dyer.
—¿Algo anda mal en esa tortilla?
—No, es que está durmiendo.
La chica se echó a reír.
—¿Quiere que le traiga alguna otra cosa?
—No, esto está bien. Creo que es, sencillamente, que no tengo apetito.
La muchacha indicó el plato.
—¿Quiere que me lo lleve?
El cura asintió, y la camarera lo retiró.
—Coma algo, Gandhi —pidió Kinderman empujando el plato de patatas hacia Dyer.
El sacerdote las ignoró y preguntó:
—¿Cómo está Atkins? No le he visto desde la misa de Nochebuena.
—Está bien y, en junio, casado.
Dyer se animó.
—Oh, eso está muy bien.
—Va a casarse con el amor de su infancia. Es tan agradable. Tan dulce. Dos lindos bebés perdidos en el bosque.
—¿Dónde se celebrará la boda?
—En un camión. Incluso ahora ahorran todo su dinero para los muebles. La novia está empleada de vigilante en un supermercado, que Dios la bendiga, mientras que Atkins, como de costumbre, durante el día me ayuda y por la noche roba en tiendas «7-Eleven». Por cierto, ¿es ético para los empleados del Gobierno tener dos empleos, o es que yo soy quisquilloso respecto a este asunto, padre? Me gustaría recibir su consejo espiritual.
—Yo no creo que guarden mucho dinero contante en esas tiendas.
—A propósito, ¿cómo está su madre?
Dyer había estado apagando su cigarrillo. Se detuvo y miró con extrañeza a Kinderman.
—Bill, ha muerto.
El detective pareció confuso
—Hace un año y medio que murió. Creí que se lo había dicho a usted.
Kinderman sacudió la cabeza.
—No lo sabía.
—Bill, se lo dije a usted.
—Lo siento mucho.
—Yo no lo siento. Tenía noventa y tres años, y sufría y fue una bendición.
Dyer miró a un lado. La caja de música había cobrado vida y miró hacia el sonido. Vio unos estudiantes bebiendo cerveza en unas gruesas jarras.
—Creo que había tenido cinco o seis falsas alarmas —dijo volviendo su mirada hacia Kinderman—. Un hermano o una hermana siempre llamándome durante años para decirme: «Joe, mamá se está muriendo, es mejor que vengas». Esta vez sucedió de verdad.
—Lo siento muchísimo. Debe de haber sido terrible.
—No. No lo fue. Cuando yo llegué me dijeron que estaba muerta…, mi hermano, mi hermana, el doctor. De modo que entré y leí los Últimos Ritos junto a su cama. Y cuando terminé, abrió los ojos y me miró. Di un salto que casi salgo de mis calcetines. Entonces me dijo: «Joe, ha sido una plegaria bonita, adorable, preciosa. Y ahora, ¿podrías prepararme un trago, hijo?». Bueno, Bill, todo lo que pude hacer fue lanzarme escalera abajo hacia la cocina. ¡Estaba tan condenadamente excitado! Le preparé un whisky con hielo, se lo subí y ella se lo bebió. Entonces, le cogí el vaso vacío de las manos, y ella me miró fijamente y dijo: «Joe, creo que nunca te he dicho esto, hijo, pero eres un hombre maravilloso». Y entonces se murió. Pero lo que realmente me conmovió… —Se interrumpió, al ver que los ojos de Kinderman se humedecían—. Si va a hacerme una escena lacrimógena, me largo.
Kinderman se frotó el ojo con un nudillo.
—Lo siento. Pero es triste pensar que las madres son tan falibles —dijo él—. Por favor, continúe.
Dyer inclinó la cabeza por encima de la mesa.
—Lo que no puedo olvidar, lo que realmente me conmovió más que otra cosa, fue que allí estaba aquella anciana decrépita, de noventa y tres años, con las células de su cerebro agotadas, su visión y su oído medio perdidos, y su cuerpo sólo unos harapos de lo que había sido anteriormente, pero cuando ella me habló, Bill, cuando ella me habló, su ser entero estaba allí.
Kinderman asintió con la cabeza, contemplando sus manos enlazadas encima de la mesa. No deseada y sombría, en su mente surgió como un disparo una imagen de Kintry clavado en los remos.
Dyer colocó una mano sobre la muñeca de Kinderman.
—Eh, vuelva aquí. Todo está bien —dijo—. Ella está bien.
—Me parece a mí que el mundo es una víctima homicida —le respondió Kinderman con aspereza. Alzó su mirada hasta el sacerdote—. ¿Inventaría Dios algo como la muerte? Hablando llanamente, es una idea miserable. No es popular. Padre, no es una ganancia.
—No sea estúpido. Usted no querría vivir para siempre —replicó Dyer—. Se aburriría.
—Tengo mis pasatiempos.
El jesuita se echó a reír.
Animado, el detective se inclinó y continuó:
—Yo pienso en el problema del mal.
—Oh, eso.
—He de recordarlo. Una excelente frase. Sí, «Terremoto en la India: Millares de muertos», dice el titular del periódico. «Oh, eso», exclamo yo.
—Oh, vamos…
—Otro ganador. No tan bueno como «oh, eso», pero, sí, también un éxito. San Francisco de «Clyde’s», aquí presente, hablando a los pájaros y, entretanto, tenemos cáncer y niños mongólicos, por no mencionar el sistema gastrointestinal y ciertas estéticas relacionadas con nuestros cuerpos que Audrey Hepburn no querría oír mencionadas en su cara. ¿Podemos tener un buen Dios con tantos disparates en marcha? ¿Un Dios que, alegremente, se traslada por el cosmos como un omnipotente Billy Burke mientras las criaturas sufren y nuestras personas amadas yacen debilitadas y mueren? En esta cuestión, tu Dios siempre adopta la Quinta Enmienda.
—¿Y por qué debería la Mafia conseguir todas las ventajas?
—Palabras iluminadoras por cierto. Padre, ¿está usted predicando otra vez? Me gustaría oír alguna más de sus agudezas.
—Bill, la cuestión está en que en medio de este horror hay una criatura llamada hombre que puede ver que es horrible. Así que, ¿de dónde sacamos estos conceptos de «malo», «cruel» e «injusto»? Uno no puede decir que una línea está algo torcida a menos que tenga una noción de una línea que esté recta.
El detective estaba intentado interrumpirle, pero el sacerdote continuó:
—Nosotros formamos parte del mundo. Si es malo, no deberíamos estar pensando que es malo. Deberíamos pensar que las cosas que llamamos malas son sencillamente naturales. Los peces no se sienten mojados en el agua. Pertenecen a ese medio, Bill. Los hombres, no.
—Sí, ya he leído esto en G. K. Chesterton, Padre. De hecho, así es como he sabido que su Mister Grande en el velterrayn no es una especie de Jekyll y Hyde. Pero esto sólo compone el gran misterio, padre, la gran historia detectivesca del cielo que desde los salmistas a Kakfa ha estado volviendo loca a la gente que ha intentado imaginar cómo son las cosas. No importa. El teniente Kinderman está en el caso. ¿Conoce usted a los agnósticos?
—Soy un entusiasta de Bullets.
—No tiene usted ninguna vergüenza. Los agnósticos creían que un «Delegado» creó el mundo.
—Esto es realmente insoportable —replicó Dyer.
—Estoy sólo hablando.
—Ahora va a decirme que San Pedro era católico.
—Sólo estoy hablando. De modo que entonces Dios le dijo a este ángel que he mencionado, a ese Delegado: «Toma… aquí tienes un par de dólares, ve a crear este mundo para mí, ha sido una inspiración, mi última idea nueva». Y el ángel fue y lo hizo, sólo que, al no ser perfecto, ahora tenemos ese actual chazerei del que he hablado.
—¿Es ésa tu teoría? —preguntó Dyer.
—No, eso no sacaría a Dios del aprieto.
—Sin bromas. ¿Cuál es tu teoría?
Kinderman adoptó una actitud furtiva.
—No importa. Es algo nuevo. Algo sorprendente. Algo muy grande.
La camarera se había acercado y dejó con sigilo la cuenta encima de la mesa.
—Ahí está —dijo Dyer, dándole un vistazo.
Kinderman removió distraído su café frío y recorrió la habitación con la mirada, como si estuviera vigilando para no ser oídos por un agente de espionaje. Inclinó hacia delante la cabeza, con aire de conspirador:
—Mi planteamiento del mundo —empezó con cautela— es algo parecido a la escena de un crimen. ¿Comprende? Reúno las pistas. Entretanto, tengo ya algunos carteles de «Se busca». ¿Tendría la amabilidad de colgarlos en el campus? Son gratuitos. Sus votos de pobreza pesan mucho en su mente; yo soy muy sensible a eso. No hay cargo alguno.
—¿No está usted contándome su teoría?
—Le daré una pista —dijo Kinderman—. Coagulación.
Las cejas de Dyer se juntaron.
—¿Coagulación?
—Cuando usted se corta, su sangre no puede coagularse sin que dentro de su cuerpo funcionen catorce pequeñas operaciones separadas, y precisamente por cierto orden; pequeñas plaquetas y estos lindos y diminutos corpúsculos, lo que sea, marchando por aquí, marchando por allí, haciendo esto, haciendo aquello, de un modo determinado, o usted acabaría con un aspecto muy raro perdiendo sangre que caería sobre su pastrami.
—¿Ésa es la pista?
—Queda otra. El sistema autónomo. Además, las enredaderas pueden encontrar agua a muchos kilómetros de distancia.
—Estoy perdido.
—Manténgase firme, hemos recogido su señal. —Kinderman inclinó su cabeza y la acercó a la de Dyer—. Las cosas que al parecer no tienen conciencia de que están comportándose como lo hacen.
—Gracias, profesor Irwin Corey.
Kinderman se sentó bruscamente otra vez radiante.
—Usted es la prueba viviente de mi tesis. ¿Ha visto esa película de horror llamada Alien?
—Sí.
—La historia de su vida. Mientras tanto, no importa, yo he aprendido mi lección. No envíe nunca a los guías sherpa para que lleven una roca; solamente les caerá encima y les producirá dolor de cabeza.
—¿Pero eso es todo lo que piensa contarme sobre su teoría? —protestó Dyer.
Cogió su taza de café.
—Eso es todo. Mi palabra final.
De pronto la taza cayó de la mano de Dyer. Sus ojos se desenfocaron. Kinderman cogió la taza y la enderezó, y después cogió una servilleta en la que empapó el café derramado antes que manchase el regazo de Dyer.
—Padre Joe, ¿qué le pasa? —preguntó Kinderman alarmado.
Comenzó a levantarse, pero Dyer le indicó que se sentara. Parecía estar recobrando la normalidad.
—Todo va bien, todo va bien —explicó el sacerdote.
—¿Está usted enfermo? ¿Qué le pasa?
Dyer sacó un cigarrillo del paquete. Movió la cabeza.
—No, no es nada. —Encendió el cigarrillo, sacudió la cerilla para apagarla y la arrojó con ligereza al cenicero—. Últimamente he estado sintiendo estos ligeros mareos estúpidos.
—¿Ha visitado algún médico?
—Lo hice, pero no pudo encontrarme nada. Podría ser cualquier cosa. Una alergia, un virus. —Dyer se encogió de hombros—. Mi hermano Eddie pasó por lo mismo durante muchos años. Era emocional. De todos modos, mañana por la mañana me harán algunas pruebas.
—¿Un chequeo?
—En el «General» de Georgetown. El padre rector insiste. Francamente, sospecha malévolamente que tengo alergia a repasar los escritos de los exámenes, y quiere una confirmación científica.
El reloj de pulsera de Kinderman comenzó a sonar. Lo paró y comprobó la hora.
—Las cinco y media —murmuró. Su mirada inexpresiva se volvió hacia Dyer—. La carpa está durmiendo —entonó Kinderman.
Dyer se cubrió la cara con las manos y se echó a reír.
Sonó el transmisor de Kinderman. Éste lo sacó de su cinturón y lo desconectó.
—¿Querrá usted perdonarme por un momento, padre Joe?
Jadeaba, al incorporarse de la mesa.
—No me abandone con la cuenta —comentó Dyer.
El detective no respondió. Se dirigió a un teléfono, llamó a la Comisaría y habló con Atkins.
—Algo peculiar está sucediendo, teniente.
—¿De veras? ¿De qué se trata?
Atkins explicó dos novedades. La primera concernía a los suscriptores de la ruta de Kintry. Nadie se había quejado de no haber recibido el periódico; todos habían recibido uno, incluso aquellos a los que Kintry hubiera debido entregarles su ejemplar después de su parada en la casa del embarcadero del Potomac. Lo habían recibido después de morir el chico.
La segunda novedad se refería a la anciana. Kinderman había ordenado una comparación de rutina entre su cabello y las mechas de cabellos que se encontraron en la mano de Kintry.
Concordaban.