quiere que se llame religión,
pero que aquí llamamos locura.
La naturaleza vanamente bienhechora,
quiere enriquecer esos lugares encantadores;
la mano asoladora de los curas
ahoga sus más hermosos presentes.
Los monseñores, supuestamente grandes,
solos en sus palacios magníficos,
son ilustres haraganes,
sin dinero y sin criados.
En cuanto a los pequeños, sin libertad,
mártires del yugo que les domina,
han hecho voto de pobreza,
rezando a Dios por puro ocio
y ayunando siempre por escasez.
Estos hermosos lugares, benditos por el Papa,
parecen habitados por los diablos,
y sus miserables habitantes
están condenados en el paraíso.
Quizá se diga que estos versos son de un hereje; pero todos los días se traducen, e incluso bastante mal, los de Horacio o Juvenal, que tenían la desdicha de ser paganos. Bien sabéis que un traductor no debe responder a los sentimientos de su autor; todo lo que puede hacer es rezar a Dios por su conversión, que es lo que yo no dejo de hacer por la de Milord.